CAPÍTULO 13

La noche lo arropaba. Aquella otra mujer no colmaba la sed de sangre que bullía dentro de él, ni siquiera era digna del sacrificio ofrecido, pero hasta que la elegida estuviera a su alcance debía conformarse. Sacó su daga y le grabó concienzudamente el pentagrama invertido en la frente: el símbolo de su señor, Baphomet, la estrella del mañana, el que aguarda el regreso a la Tierra. Las cinco puntas del pentagrama eran los cinco propósitos de Satán:

Subiré al cielo,

por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono,

y me sentaré en el monte de la asamblea,

en el extremo norte.

Sobre las alturas de las nubes subiré,

y seré semejante al Altísimo.

Había llegado el momento de rebelarse contra el Eterno: la gran conspiración contra Dios se forjaba con la sangre de sus siervos. Aquella mujer que yacía a sus pies había dedicado su sufrimiento a Satán y repudiado a Dios por abandonarla a un fin tan miserable.

Él había gozado al mancillar su cuerpo. Con la mujer del herrero no había dispuesto del suficiente tiempo para recrearse. Pero, en esta ocasión, había paladeado cada grito, cada súplica, cada lágrima. Había amputado su lengua por cada plegaria que había elevado a Cristo, el ignominioso; sus manos, por haberlas rendido a su culto; sus pies, por haber seguido sus pasos; y le había arrancado los ojos por vivir ciega ante la verdad. Finalmente, tras una larga agonía, la degolló para ofrecer su mísera vida al verdadero mesías, al maestro supremo, el gran y todopoderoso Lucifer, rey de reyes, y a su corte de generales.

Debía cuidarse del jefe templario. Había percibido en él a un enemigo formidable y, a pesar de que su atención se centraba más en el exterior del recinto que en el interior, no era un hombre que pudiera desatender. Pero conocía su punto débil, era fácil advertirlo cuando se sabía a dónde mirar. Y él, astuto y solapado, había captado el infame interés del monje por aquella pérfida y licenciosa mujer. ¡Cuánto disfrutaría con ella!

No obstante, ella, ahora, era mucho más valiosa viva. La muchacha era la clave de todo, la cuerda que seguiría, la piedra angular para derrumbar todo el entramado, todas las mentiras que tan bien habían tejido durante siglos. Lástima que no pudiera tenerla entre sus filas: una enemiga de la Iglesia con tan magníficos atributos habría sido una aliada poderosa. Pero su destino ya estaba marcado, sería la llave que abriría la puerta a su señor.

Salió al patio de armas, se deslizó sigiloso y sorteó a la guardia. La luna iluminaba tenuemente el desdibujado relieve de las espesas nubes entre las que se ocultaba tímida y huidiza. Podía oler la humedad, se acercaba una tormenta. Se ocultó en las sombras hasta la soledad de su recámara y se metió en su camastro con la satisfacción plena del deber cumplido. Ya quedaba poco, lo sentía. Las circunstancias se confabulaban a su favor; se avecinaba una batalla y de ella surgiría el advenimiento. Pronto, muy pronto, se dijo.

No fue el canto de un gallo lo que anunció el alba, fue un estridente grito de mujer que reverberó entre los muros de piedra convertido en un eco escalofriante lo que despertó de un brinco a los hombres. El cielo plomizo oscurecía la mañana. La bruma nocturna todavía flotaba en densos jirones al pie de las murallas y ocultaba el heno mugriento arrinconado en las esquinas. Un trueno resonó con violencia sobre ellos. Acto seguido, un relámpago emergió de repente e iluminó fugazmente los negros nubarrones. Su fulminante zigzagueo impactó sobre el aljibe y lanzó por los aires las piedras que circundaban el pozo. El murete derruido y ennegrecido dejó a la vista la profunda y oscura oquedad que descendía hacia el manantial que proveía de agua al castillo.

Todo era pánico y confusión a su alrededor. Los niños se abrazaban llorosos a sus madres, y los hombres se pertrechaban presurosos y se dirigían a sus puestos. Álvar corrió hacia la mujer que gritaba horrorizada bajo la arcada de la escalinata norte, la que descendía al área subterránea. Supo al instante que no se trataba de un ataque. Cuando llegó a su altura, la mujer cayó de rodillas frente a él; sus ojos desmesuradamente abiertos y llorosos se clavaron en su mirada.

—Dios nos castiga… Estamos condenados —musitó temblorosa.

Álvar se inclinó, la tomó de los hombros y la levantó. Comenzó a llover. El viento silbaba entre las aristas de los muros y adornaba con su tétrica melodía la tormenta que ya arreciaba con fuerza.

—Vamos, mujer —instó Álvar—. Busquemos refugio en la torre, aquí corremos peligro.

La señora parpadeó impertérrita. La lluvia le salpicaba el rostro, le aplastaba el cabello cano y le empapaba las ropas. El hombre, ya completamente calado, la tomó del brazo y la condujo a empellones hacia la torre del homenaje. La mujer se resistía mientras gritaba incongruencias.

—¡Pagaremos nuestros pecados! —gritaba fuera de sí—. ¡Dios nos ha abandonado! ¡Habéis traído una maldición a estas tierras! Sí… ¡Estáis maldito, todos lo estamos!

Álvar reconocía sobradamente aquel estado: sus soldados lo habían sufrido en alguna ocasión. La mirada perdida, la boca desencajada, el temblor: un claro estado de enajenación provocado por una fuerte impresión. La única forma de conseguir una explicación razonable a semejante perturbación era conseguir calmarla sin agobiarla con preguntas que su mente confusa no pudiera asimilar en ese momento.

—¡Polonia era una mujer piadosa y temerosa de Dios! —le gritó bajo el aguacero— ¡y ni así ha escapado del infierno! Su pobre cuerpo yace roto en las cámaras, nunca vi una crueldad así…

Las rodillas le flaquearon y trastabilló.

—¿Polonia? —inquirió Álvar.

La mujer sollozó y asintió. Alzó el brazo y señaló una arcada.

—Mi compañera… Rezad por su alma —pidió.

Dejó a la mujer y corrió bajo el violento chaparrón hasta el sitio que la mujer le indicaba. Bajó raudo los irregulares escalones, tomó la antorcha todavía prendida de la antesala a los pasadizos y siguió el olor a muerte y sangre que ya inundaba la estancia. Aquel hedor, tantas veces soportado, lo llevó hacia la primera cámara. Lo que vio allí lo hizo retroceder. Ni siquiera él, avezado en batallas cruentas, había contemplado una aberración similar.

El cuerpo de una joven se hallaba tendido en el centro del recinto con los brazos y las piernas extendidos y rodeado por un círculo de sangre. Le habían amputado manos y pies, arrancado los ojos y, finalmente, degollado. Ella, en sí, representaba un pentagrama invertido a tamaño real. No obstante, en su frente también figuraba aquel grotesco símbolo infernal.

Cerró por un instante los ojos y rogó a Dios que acogiera a su sierva en el seno de los mártires. Pidió, también, fuerza y clarividencia para atrapar al asesino. Se acercó al cadáver y escudriñó a su alrededor en busca de alguna pista. La mujer tenía la túnica enrollada sobre sus abiertos y ensangrentados muslos, la sangre allí era rosada. Tuvo la certeza de que había sido forzada. Recorrió la sala en busca de las extremidades seccionadas. No encontró nada. Ya se marchaba en busca de sus hombres cuando un débil destello llamó su atención. Junto a la cabeza, parcialmente oculto por su cobriza melena, un pequeño objeto metálico brillaba bajo el resplandor de su antorcha.

Álvar se inclinó, apartó la cabellera y descubrió una extraña esfera de plata parecida a un diminuto cascabel. Lo tomó en la mano y lo agitó. Aquel sonido le recordó algo. Era una réplica a menor escala de la campanilla que anunciaba las horas de oración en el monasterio. El tintineo metálico que a medianoche anunciaba maitines resonó en sus oídos e inmediatamente el salmo le vino a la mente.

Por su labor de soldado, gozaba de dispensa sobre el obligado cumplimiento de las horas canónicas y rezaba el salterio cuando disponía de tiempo. Normalmente, al levantarse y al acostarse susurraba con fervor sus oraciones y se confesaba cada tanto para recibir el perdón por alguna cosa que sus superiores, tarde o temprano, le ordenarían hacer de nuevo. Otra incongruencia en su ya abarrotado arcón. Un arcón que había decidido cerrar y no atender más, a pesar de que la tapa rebotaba incesante sobre su abultado contenido.

Guardó la campanilla en su zurrón, recorrió con la vista toda la estancia y distinguió en un penumbroso rincón una discordante nota de color, una flor. Era morada y tenía una curiosa forma acampanada; en el centro, apenas oculto por la corola, podía verse el fruto, que se asemejaba a una pequeña cereza negra. Álvar la tomó y la olió: apestaba. Que de una flor manara una fragancia tan desagradable lo confundió. De nuevo abrió el bolso y la depositó con cuidado; buscaría al boticario para pedirle asesoramiento. Salió con la abrumadora tarea de anunciar otro asesinato.

Debía averiguar por qué la mujer había incumplido las órdenes y salido sola. En cuanto a su pareja asignada, tenía todavía en la retina su rostro contrito y sus ojos empañados por el horror. Sin embargo, esta vez, no aguardaría a que recuperara la paz. Un abyecto criminal andaba suelto y no había tiempo que perder. No cuando un grupo de almohades estaba a punto de acceder a los túneles. Álvar apretó los dientes con fuerza y maldijo para sus adentros, Dios cargaba demasiados menesteres sobre sus hombros. Rogó tener la suficiente fortaleza y sabiduría para afrontarlos con honor.

El gran salón estaba abarrotado. Decenas de ojos inquietos y expectantes contemplaban al capitán templario. Jimena también era receptora de miradas rencorosas y desdeñosas. Y, sentada en un rincón junto a su guardián, aceptaba displicente aquel trato, casi sorprendida de no recibir ni un solo escupitajo, ni un improperio, ni un tropezón intencionado.

Mencia la miraba con reproche, con una honda tristeza. La decepción que le teñía el semblante era como un dardo en el pecho de Jimena que, incapaz de sostener el ceño, centró la atención en Álvar. Él conversaba con uno de sus hombres y, aunque intentaba aparentar calma y seguridad, sus fascinantes ojos de gato deambulaban inquietos de un lado a otro y pretendían controlar todo. Podía casi ver cómo su mente maquinaba incesante en busca de soluciones y forjaba planes. Su inteligencia resultaba casi tan atrayente como su físico.

Tras considerar una línea de acción con sus soldados, Álvar pidió atención y se adelantó para enfrentarse a un público atemorizado y desconfiado. Polonia, la mujer asesinada, había sido una joven viuda reservada y beata, que había dedicado su vida a ayudar a los demás, lo que sumaba al desconcierto la indignación.

—Creo que no es necesario recalcar lo peligroso que es salir solo —comenzó con voz grave y solemne—. Polonia lo hizo cuando su compañera asignada dormía y pagó demasiado cara su imprudencia.

El hombre enlazó las manos en su espalda y recorrió con la mirada a los allí reunidos con expresión severa.

—Exijo saber si alguno de los aquí presentes tiene constancia de la ausencia de su pareja, por breve que esta sea.

Los congregados se miraron recelosos entre sí. Surgieron algunos murmullos y negaciones. Él alzó la mano y agregó:

—No deseo que se haga en público. Soy consciente de la amistad que la mayoría tiene entre sí, no obstante, nos enfrentamos a un asesino inmisericorde, brutal, un ser perturbado que actuará de nuevo si no lo detenemos a tiempo. Me basta con una nota anónima: esa colaboración salvará vidas.

Una sombra surgió de un rincón. Un hombre ataviado con una ajada sotana parda avanzó hasta el centro de la sala. Su rostro enjuto, casi cadavérico, mostraba una expresión tétrica; su mirada vacua se centró en Álvar.

—El asesino es uno de nosotros —declaró reprobador el padre Ambrosio de Nimes—. Pero dejadme preguntaos una cosa: Polonia fue capturada fuera de estos muros, en los cuales vuestros hombres hacen guardia, y ninguno vio ni escuchó nada. Por lo tanto, ¿por qué los excluís de toda sospecha?

Se volvió hacia su rebaño, que ya asentía. Ungido por la firme aprobación que mostraban sus semblantes agregó:

—¡Dios nos castiga, mas no son nuestros pecados los que han provocado su ira! —exclamó alzando la voz con la misma pasión que ponía en sus sermones—. ¡Son los vuestros! —continuó mientras señalaba acusador a Álvar.

Jimena contuvo la respiración cuando el sacerdote se dirigió colérico hacia ella.

—No os permito tal acusación —se defendió el muchacho—. Mis hombres vigilan las tropas enemigas, y el guardián que vigila estas puertas fue golpeado desde atrás, por lo que estaba inconsciente.

—Desconozco la identidad del asesino —replicó Ambrosio con inquina—, pero sí la causa, el motivo por el cual el demonio campa libremente entre nosotros. —Alzó el brazo hacia Jimena y profirió—: Ella es el cebo que el demonio ha puesto para vos, y habéis picado, habéis traicionado vuestros votos más sagrados.

El público ahogó una sonora exclamación que creció por toda la sala para convertirse en asombrados murmullos. Todos los ojos se posaron en Guillén de Montcada, que palidecía por momentos.

—Yo os vi —añadió el clérigo con voz atronadora y se dirigió a Álvar—. Os vi arriba, en la torre este. —Frunció el ceño, sus ojos saltones parecían querer salírsele de las orbitas, sus labios finos y arrugados se tensaron en una línea blanquecina—. Besabais a la perra traidora contra el muro, sumido en la lascivia, mancillabais a Dios y a los hombres. ¡Sois tan traidor como ella!

Las murmuraciones e imprecaciones contra Jimena se alzaron insidiosas y recorrieron el gran salón como una lengua de fuego devorando un trigal seco. Su esposo la miró con una expresión indescifrable que acrecentó su nerviosismo. Jimena cerró los ojos. Su corazón palpitaba violentamente, sintió la boca seca y un incómodo nudo en la garganta. Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa y sopesaba la posibilidad de negar la acusación, de aceptar con dignidad su culpabilidad o de inventar alguna excusa que la eximiera, si aquello fuera posible. No tuvo tiempo de abrir la boca.

—Tal vez vuestra apreciación sea errónea, padre Ambrosio —intervino Guillén con voz pausada y aparente calma—. A pesar de vuestra lucidez, sois hombre añoso, y no sería la primera vez que vuestra vista os jugara malas pasadas. ¿Dónde os encontrabais cuando los sorprendisteis?

Jimena no daba crédito a lo que oía. Ambrosio, atónito por la actitud del agraviado, recompuso su semblante en una máscara feroz.

—Estaba en el campanario de la capilla, mi señor. Y tristemente compruebo que mi vista es más aguda que la vuestra. «De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis», evangelio según San Mateo, capítulo 13, versículo 14.

Sonrió sibilino y se dirigió satisfecho hacia los congregados.

—«Porque de cierto os digo —apostilló sagazmente Álvar—, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron», también evangelio según San Mateo, capítulo 13, versículo 17.

El sacerdote se dirigió furibundo hacia él con el puño en alto.

—¿Osáis poner en entredicho mi testimonio?

Álvar se adelantó con semblante grave. Sus ojos grises refulgían indignados.

—Sea lo que sea que creáis haber visto —objetó hábilmente—, no os incumbe, padre, pues mis faltas serán respondidas ante Dios y ante el maestre de mi Orden. Y, las de la mujer, ante su esposo y, por supuesto, ante el Creador, como cada uno de nosotros. A menos, claro está, que estéis limpio de pecado.

Paseó su mirada severa por los confundidos rostros de los espectadores y añadió:

—Las huestes almohades rodean nuestros muros, entre nosotros se oculta un sangriento asesino, y vos, padre, recrimináis una supuesta inmoralidad y desvías la atención de los verdaderos peligros. Ni Dios ni el demonio tienen que ver en esto, son los hombres los únicos culpables de nuestro destino.

Guillén, con expresión enigmática, asintió y se dirigió hacia Álvar.

—Decís bien, templario, y, como hombres que somos, vuestros soldados seguirán las mismas normas que nosotros, solo así conseguiréis la confianza de mis siervos.

Álvar aceptó a regañadientes, maldijo la perspicacia de Guillén: una agudeza que lo asombró y que desmontó la teoría que se había forjado sobre su persona.

—Así sea. Aguardo impaciente la colaboración de vuestros siervos, yo responderé por mis hermanos. Ahora, si me disculpáis, tengo una fortaleza que defender.

Guillén miró significativamente a Jimena y luego a él.

—Ambos tenemos intereses que proteger —replicó—. Le aseguro, capitán, que esta vez no descuidaré mis deberes.

Ante aquella velada amenaza, ambos hombres se sostuvieron la mirada y dejaron que sus ojos siguieran derramando sutiles advertencias. Jimena sintió las mejillas arreboladas; deseó correr a su alcoba, lejos de todo: de la vergüenza, de la pasión que Álvar despertaba en ella, del temor ante un asalto y del horror ante el depredador que anidaba bajo su techo. Mencia se acercó a ella, no era enfado lo que mostraba su rostro, era algo mucho peor: decepción.

—Te avisé, niña —susurró compungida—, y caíste al pozo.

Jimena fue incapaz de sostenerle la mirada. Todo el coraje que mostraba en situaciones difíciles la abandonaba frente al reproche de alguien querido. Desolada y abatida, inclinó la cabeza para contener las lágrimas. Una mano regordeta y callosa se posó firme sobre la suya.

—Muchacha —agregó, esta vez en tono cariñoso—, sabed que, cada vez que caigas, estaré allí para lanzarte una soga.

Alzó la cabeza con los ojos arrasados en lágrimas, deseó poder abrazarla y, movida por ese impulso, se levantó. Inmediatamente, los guardias la detuvieron y la retuvieron en la silla. Sus ojos se encontraron con los de Álvar y descubrió en ellos un brillo extraño. Él asintió a sus soldados e inmediatamente se retiraron unos pasos. Jimena se incorporó y se lanzó a los brazos de su doncella, su madre suplente, su gran amiga. Necesitaba tanto sentirse arropada, mimada y consolada. Mencia la acogió entre sus brazos, la reconfortó y le susurró palabras cálidas al tiempo que le frotaba la espalda y le acariciaba el cabello. Aquello no hizo más que aumentar su congoja.

—No es momento de flaquezas, pequeña. Muéstrales de qué estás hecha, aviva tu ingenio y encauza tu vida. Dios siempre nos ofrece otra oportunidad.

—Me temo, mi buena Mencia, que mi vida discurre por un sendero cercado, no tengo más remedio que seguirlo.

Buscó con la mirada a Álvar, pero ya no estaba en el salón. Fueron otros ojos los que encontró, verdes y pensativos, casi ausentes. Sin embargo, en su interior se despertó un desasosiego inquietante.