CAPÍTULO 9
Jimena oteó el largo corredor para comprobar que estuviera despejado. Buscaba, desde el primer día, una abertura, una brecha, un tirador, un anclaje, un mecanismo, lo que demonios fuera que la condujera a los pisos subterráneos de la fortaleza. Tenía la certeza de que allí se escondían los tesoros templarios o, al menos, una parte de ellos. Pero no era oro y riqueza lo que ella buscaba. Eran pruebas.
Se decía que habían desvalijado Constantinopla y que, en los panteones de la ciudad, se había encontrado un arcón repleto de legajos, códices antiquísimos y una parte fundamental de las escrituras; parte que, por cierto, no pensaban revelar. Y ese secreto que tan celosamente guardaban la carcomía por dentro. La necesidad de conocer esa gran verdad le robaba el sueño y le nublaba el juicio. Era capaz de todo. Hacía años que aquella obsesión gobernaba cada uno de sus pasos. Desde que había llegado a Trujillo y había entrado a formar parte de la casa de Alonso Velasco, el sentido de su vida había cobrado forma. Había sido iniciada en una sociedad secreta pagana y, a pesar de su juventud, participaba en las reuniones de forma activa. Había adquirido conocimientos sorprendentes que habían moldeado su carácter y su objetivo. Supo por qué el hombre temía a la mujer, por qué intentaba someterla y anularla: el poder de las féminas era infinitamente superior, y el suyo sobrepasaba los límites. Desde tiempos ancestrales, antes de que cualquier religión conocida pusiera su semilla en el mundo, las sociedades eran matriarcales. Las mujeres creaban la vida, proveían de alimento, eran sacerdotisas, madres, sanadoras, guerreras; poseían una capacidad sensorial e intuitiva mucho más aguda que la del género masculino, lo que convertía a las más destacadas en oráculos. Habían sido veneradas y seguidas por los hombres. En aquellas reuniones se mostraban pruebas del poder femenino en tiempos remotos. Estatuas femeninas de diosas de la fertilidad, receptáculos con forma de mujer en los que se realizaban ceremonias y ritos sagrados. Todo giraba en torno a la figura femenina; el hombre dependía de ella y asumía gustoso un papel secundario.
Hasta que llegó la Iglesia.
El período intermedio, en el que se supone que surgió la figura de Jesucristo, era todo un misterio. ¡Que conveniente que todo diera un giro tan radical! De pasar a ser líderes, las mujeres fueron convertidas no en iguales, sino en siervas sin inteligencia, ni sentido común; en seres débiles y dependientes, poco más que pobres animales a los que había que guiar. Criaturas cercanas al diablo por su falta de criterio y fácil disposición.
Y las mujeres creyeron y adoptaron ese papel en favor de un hombre que murió en una cruz para limpiar los pecados. Unos pecados inventados. Y, para ratificar esa maldita encomienda, tergiversaron las escrituras en provecho del hombre, les dieron perpetuidad, les confirieron una credibilidad difícilmente comprobable. Les arrebataron vilmente su posición en la sociedad, así como su identidad, su orgullo e independencia.
Pero ella cambiaría eso. Ella era la prueba de la sagacidad, de la rebeldía, de la autonomía, del tesón y la superioridad que una vez tuvieron las mujeres. Dotada de belleza e ingenio, manejaba con aburrida facilidad a los hombres y obtenía de ellos cuanto deseaba. Ya desde muy joven, había planeado cada uno de sus pasos. Pocos años después de su huida, había regresado en busca del cobertizo a los campos de Calatrava junto a un nutrido grupo de su congregación. Pero aquel cobertizo ya no estaba y excavar al azar, además de sospechoso, habría resultado un esfuerzo fútil.
Logró seducir a un alto mandatario real que la acercó a la corte del rey de Castilla. Allí obtuvo una valiosa información sobre los templarios y sus secretos. Se contactó con parientes de El Castellano y buscó en el bando musulmán aliados para su causa. Y los encontró. Entre ellos, a su amante eventual: el comandante Yarmun.
Al contrario de lo que se creía de ella, no era una promiscua, a pesar de que creía firmemente que el placer carnal era similar a cualquier otro placer y de considerarlo algo completamente natural y que, por ende, había de ser disfrutado cuando surgiera la necesidad.
No obstante, ella no sentía esa necesidad, a menos que hubiera un apego emocional. Y solo dos hombres habían tocado ligeramente su corazón: un joven de Trujillo miembro de su sociedad con el que había tenido un breve romance, y el comandante andalusí. Su esposo no se encontraba en ese rango. Para ella era tan solo un escalón que ascender hacia su meta. Yacer con él no era fácil. Casi siempre lograba adormecerlo con unas hierbas que echaba en el ponche que tomaba para dormir. Y, otras veces, alegaba cualquier dolencia para eludir sus obligaciones maritales. Por fortuna, era un hombre fácilmente manipulable.
Un hombre que había elegido por haberse convertido en el principal gentilhombre de la villa de Salvatierra. Morar a sus anchas en aquel castillo había sido una de sus metas, aunque la principal ya rozaba sus dedos. Casi podía sentirla. Solo tenía que encontrar el acceso a los subterráneos. En cuanto a buscar el saco con el blasón de Calatrava… Bueno, cuando aquel fuero y su castillo perteneciera a Yarmun, pondría un destacamento de peones a revolver cada acre del terreno hasta hallar el secreto por el que su madre había muerto. Estaba segura de que el ataque no tardaría en producirse. Y, con una aliada en el interior, la batalla estaba decidida.
Se escurrió por los lóbregos sótanos candelabro en mano. Palpaba cada grieta, cada protuberancia, inspeccionaba con minuciosidad cada rincón, apartando roedores con la punta de los pies sin amilanarse. De pronto, un ruido la alertó. Sopló rauda la vela y contuvo la respiración. Unos pasos sigilosos se adentraron en la cámara. Era un hombre y, al igual que ella, parecía buscar algo. Portaba una especie de cirio que iluminaba un pequeño cerco frente a él, pero su perfil permanecía en sombras.
—¡Sal de tu escondite, Jimena, sé que estás aquí!
No podía creerlo: era él. Su eterno perseguidor. Furiosa salió a su encuentro.
—¿Y puede saberse que quieres de mí?
Álvar se acercó a ella y la iluminó con la llama.
—¿Dónde está él? —inquirió.
Jimena lo miró confusa.
—¿Quién? ¿Has perdido el juicio? No hay nadie aquí.
—El capitán de la guardia —contestó.
—¿Acaso tenías una cita con él? —respondió ella.
Álvar no pudo reprimir la carcajada.
—No es mi tipo.
Esta vez fue Jimena quien rio.
—Lo sé —adujo—, tu tipo lleva barba, pelo largo y porta una cruz a cuestas.
—Eres una pequeña arpía, ¿eh?
—Y tu un entrometido. Te recuerdo que estás en mi castillo.
Álvar la tomó del brazo y la arrastró fuera del sótano abovedado.
—Hoy tu amante gozará de la compañía de las ratas, se lo tiene merecido por cobarde.
Y cerró la puerta tras ellos. Jimena se encaró con él.
—¿Te has proclamado el guardián de mi virtud?
Álvar la miró con diversión.
—Ya que tu esposo no ocupa el cargo…
Jimena le sostuvo la mirada. Aquel hombre la sacaba de las casillas.
—La única capacitada para tal fin soy yo.
Álvar negó con la cabeza y le sonrió con sorna.
—Permíteme decirte que descuidas tu cometido.
Jimena sintió una oleada de furia intensa recorrerle las venas.
—Y tú el tuyo. Ve a rezar y a esparcir la sangre del infiel para luego predicar mandamientos y votos que no cumples.
Álvar la sujetó por los hombros y la sacudió ligeramente.
—Hablas con demasiada ligereza de un hombre que no conoces.
—Y tú juzgas injustamente a una mujer que has decidido condenar con antelación.
Jimena echaba chispas por los ojos. No tenía ni idea de lo tentadoramente seductora que resultaba.
—Es tu comportamiento el que te condena.
—¿De veras? ¿Desde cuándo el flirteo es un pecado?
Álvar frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—El flirteo es la antesala de algo más, además de una falta de respeto hacia tu esposo.
La muchacha apretó los labios para contener las ganas de abofetearlo.
—Es mi esposo quien ha de decidir tal cosa.
—Tu esposo descuida sus obligaciones y, por tu conducta, he de suponer que no es la única cosa que descuida.
Esta vez no pudo contener el impulso. Alzó la mano con la rapidez del rayo y la estampó contra la dura mejilla del hombre. Álvar no se inmutó, sostuvo su mirada flamígera. Todavía la sujetaba por los hombros.
—No soy una perra en celo, monje del demonio. Y no pienso tolerar un agravio más. Estás en mi castillo y exijo respeto.
—Te equivocas, el castillo pertenece a mi Orden, tu tan solo lo habitas. Y el respeto, mi señora, se gana.
Jimena se revolvió con violencia y logró liberarse. Ya se alejaba de aquel hombre perverso cuando sintió que, de nuevo, la aferraba por el brazo.
—Si tu incursión en los sótanos no era de índole romántica, ¿qué buscabas aquí?
Esta vez, ella sonrió con suficiencia, aún conservaba una expresión desdeñosa.
—Me espías, me ofendes, me retienes, ¿y todavía tienes el valor de pedirme explicaciones?
Álvar no contestó, la escrutaba atentamente.
—No, Álvar de Villar y Honrubia, noble caballero de la Orden de Calatrava, no gozas de ese derecho. Y, a pesar de ser plenamente consciente de que te debo la vida, deuda que algún día pagaré, no pienso permitir que te apoderéis de los privilegios de los que gozo y que tan sabiamente me he ganado. Mi vida es mía, de nadie más, y haré cuanto me plazca con ella. Sea del agrado de tu Dios o no.
Y se alejó con porte altivo. Reflexionó contrariada que ese hombre iba a ser un verdadero escollo en su búsqueda. Se había consignado el emisario de Cristo en la Tierra y, por ende, el celoso guardián de su moralidad. Debía quitárselo de encima. Su primer pensamiento fue utilizar la estrategia que funcionaba con todos los hombres: encandilarlo. Sin embargo, supo que no sería fácil; no con él. Era distinto, y descubrió que aquello la atraía, como un reto, un desafío demasiado tentador. No solo era un hombre interesante y apuesto, además era siervo de Cristo. Y robarle a Dios uno de sus más fieles servidores era un justo pago, a su juicio. Él, el Creador omnipotente y misericordioso, se había llevado a su madre sometida a torturas y sufrimientos. Ella sería más compasiva: torturaría el alma del hombre, pero, a cambio, sometería su cuerpo al placer de la carne hasta enloquecerlo. Gozaría y sufriría al mismo tiempo. Y luego lo liberaría con la deuda saldada. Con ese plan forjado en su mente, subió a su cuarto. Sonrió satisfecha. El empeño, puesto en cuidar su virtud sería la trampa perfecta para acercarlo a ella. Esa noche, el aguerrido monje tendría mucho trabajo. Aunque no imaginaba cuánto.