CAPÍTULO 29

Amordazada, maniatada y aterida de frío sobre una larga mesa, Jimena no despegaba los ojos del cuerpo inerte de Mencia. Aquella cámara abovedada, completamente circular, debía de estar bajo uno de los torreones, a bastante profundidad, pues la humedad enrarecía el ya pesado y escaso aire que respiraba. Entre las juntas de aquellos enormes sillares rezumaban goterones de agua, probablemente del arroyo subterráneo que abastecía el aljibe. Se retorció por enésima vez, sacudida por la furia y la impotencia.

Había recuperado la consciencia justo cuando Damián le saqueaba el cuerpo con lujuria. La había acariciado bruscamente y sentir la repulsiva invasión de su lengua en el interior de la boca le había provocado unas terribles náuseas.

Un escalofrío abyecto la recorrió ante el recuerdo. La dura mirada del hombre permanecía en su mente, y dudaba de que algún día fuera capaz de olvidarla, pues nunca había visto un brillo igual en nadie. No era el Damián que creía conocer, de hecho, ni le había parecido humano. Destilaba tal aura maligna, que erizaba la piel su sola cercanía. Era como si un poder oscuro lo hubiera atrapado en sus garras.

Abrió los ojos de súbito, como si un relámpago le hubiera atravesado el cuerpo despertando en ella un revelador convencimiento. ¡La garra! Eso era lo que el nigromante buscaba. De seguro era un instrumento, algo indispensable para algún terrorífico ritual.

Miró de nuevo a Mencia, que estaba boca abajo, tirada en el suelo con las manos atadas a la espalda y la cabeza vuelta a la pared, por lo que no le veía el rostro, ni siquiera era capaz de discernir si respiraba. Lo único que la aliviaba era no ver manchas de sangre en sus ropas.

Comenzó de nuevo a agitarse con la esperanza de aflojar la soga que le lastimaba las muñecas y a emitir gruñidos con la esperanza de despertar a Mencia. Sentía la cuerda que le laceraba la piel, pero la quemazón no la detuvo.

De repente, ante aquel opresivo silencio tan solo roto por el gorgoteo del agua tras los muros y su agitada respiración, otro sonido se impuso. Se envaró y aguzó el oído. Parecían pasos que se acercaban; sus latidos se aceleraron.

Avivó los movimientos con desesperación, con tanto ahínco, que cayó estrepitosamente al suelo sobre un enorme pentáculo negro. El golpe no la amilanó y, dolorida, se arrastró hasta Mencia como una oruga, encogiendo y estirando penosamente el cuerpo en una suerte de desplazamiento agónicamente lento.

Cuando por fin llegó hasta ella, se alzó de rodillas y la empujó con fuerza. Nada, ni siquiera un débil jadeo, ni un fugaz movimiento. Entonces, se inclinó sobre ella y le pegó el oído a la espalda. Esperó y aguzó el oído, los pasos crecían en intensidad, la angustia comenzó a aguijonearla. De pronto, le pareció percibir un leve atisbo de respiración, lenta y mortecina, pero ahí estaba.

El alivio le inundó los ojos de lágrimas. Cuando a su espalda se abrió la puerta, decidió hacerse la inconsciente y relajó el cuerpo sobre el de Mencia. Entonces escuchó su voz.

—¡Jimena!

Unas fuertes manos la alzaron, y un gran pecho la cobijó. Álvar, de rodillas, con el pánico reflejado en el rostro, le desató las manos y le arrancó la mordaza.

—¡Dime que estás bien! —exigió angustiado y le tomó el rostro entre sus poderosas manos.

Jimena apenas asintió; trémula y llorosa miró en dirección a Mencia. Los demás ya la habían girado y, como ella, comprobaban si respiraba. Un gesto afirmativo de Martín arrancó un liberador sollozo de su garganta. Álvar la acunó entre sus brazos, le besó la cabeza y le masajeó la espalda mientras le susurraba palabras tranquilizadoras en el pelo.

—Mi amor, todo pasó, todo está bien, estoy aquí contigo, estás a salvo, pequeña.

Jimena alzó conmovida la cabeza y vio el corazón del hombre en sus hermosos ojos grises. Sintió la profundidad de sus sentimientos brotar por cada poro de su fiero rostro de guerrero y derramarse sobre ella, sepultarla con su poderoso bálsamo. Él estaba allí, junto a ella, y la magnitud de ese amor poseía la fuerza de mil titanes, aquel amor vigoroso sería capaz de devastar los cimientos de cualquier fortaleza, de cualquier credo, de cualquier poder superior, de vanas imposiciones terrenales; todo era posible, pues amar era la fuerza más poderosa del universo.

Y, de repente, ambos, presos de esa mágica unión, se fundieron en un beso exigente que los alejó del mundo.

Ni siquiera fue consciente de cuanto duró, pero, cuando logró despegar los ojos de Álvar, solo atinó a ver la mirada atónita de sus hombres y la despectiva indignación del clérigo, que echaba fuego, sin duda, ansioso por volcarlo sobre ellos.

—¡Salgamos de aquí! —urgió Martín en voz seca y tono claramente reprobatorio.

—¡Pagaréis cara vuestra lascivia! —escupió Ambrosio con los labios fruncidos por el desagrado.

Álvar se incorporó con ella en brazos. Y se encaminó a la puerta, pero, antes, se detuvo frente al monje y proyectó su amenazadora sombra sobre el anciano.

—Y vos, vuestra locura —le contestó severo, aunque contenido. El brillo furibundo de sus ojos fulminó al hombre, que se encorvó más.

Jimena se arrebujó en su pecho, escondió el rostro en el hombro, aspiró el aroma del hombre y suspiró agradecida.

Después se encaró con Martín. Ella, ante esa tensa pausa, alzó de nuevo los ojos.

Ambos templarios se sostuvieron ferozmente la mirada. Durante ese frío duelo, sus otros hermanos se posicionaron al lado de Martín en muestra de apoyo. Jimena observó compungida cómo los hombres de Álvar le mostraban su rechazo.

—Soy su protector —aclaró.

—Eres más que eso y acabas de demostrarlo —replicó Martín—. Has mancillado nuestra Orden y habrás de abandonarla.

—Y lo haré cuando me enfrente a mi maestre, no antes. —Sus acerados ojos se cubrieron con un velo gélido y una determinación apabullante—. Hasta entonces sigo siendo la máxima autoridad aquí y, por lo tanto, acataréis mis órdenes sin cuestionarlas. —Aquella voz, afilada y sesgada como la hoja de un sable, reverberó en los muros de piedra.

Jimena sintió sobre ella las miradas acusatorias de los templarios, pero lo que más le dolió fue la decepción que irradiaban aquellos guerreros. Su líder acababa de caer ante ellos como un ídolo de barro, y ese pesar les nublaba los semblantes, fiel reflejo de lo que oprimía sus pechos, la pérdida irreparable de alguien querido.

Observó la pétrea expresión de Álvar al asumir aquello. La rigidez de su cuerpo, la tensión del rostro se mantuvo imperturbable, tan solo el dolido fulgor titilante de sus ojos reveló su ánimo.

—Y ordeno que apreséis al clérigo.

—¿Por pensar lo mismo que nosotros? —inquirió Bernardo con fiera insolencia—. ¿Por condenar una conducta impía?

—No, maldición —profirió. La voz restalló como un látigo. Sentía los agitados latidos del pecho, la cólera le recorría las venas.

Jimena se mordió el labio inferior para contener el llanto. Ella, y solo ella, era la causante de aquella desgracia.

—Ese hombre —continuó beligerante mientras lo señalaba con el dedo— está confabulado con Damián, y estoy seguro de que aguarda la oportunidad para liberarlo. Son cómplices —afirmó.

—¿En qué basas esa acusación? —interrogó Martín sombrío.

—En mi intuición; esa que tantas veces te ha salvado la vida.

Martín bajó la mirada, respiró hondo y sacudió rendido la cabeza. Cuando alzó los ojos nuevamente, se había operado un cambio en él. Adoptó el semblante atento y obediente que debe un soldado a su superior.

—Estoy en visos de perder un hermano, un amigo, pero me debo a mi capitán. Acataremos tus órdenes; ya que esta será nuestra última misión juntos, haremos lo imposible por llevarla a cabo.

Álvar asintió, sostuvo la mirada a cada uno de sus hermanos, estrechó a Jimena más en su pecho, giró con ella todavía en brazos y abandonó la estancia. El soldado que llevaba a Mencia salió tras ellos.

Ascendían por los túneles cuando un sonido sordo los paralizó. Las paredes retemblaron y sacudieron su añejo polvo sobre ellos.

—¡Demonios, nos atacan!

Salieron a la luz del día en mitad de una polvorienta neblina. Los constantes impactos de las catapultas asolaban el patio de armas y sumían a la guarnición en un caos absoluto. Gritos, sangre, alaridos, dolor, miedo y hombres corriendo confusos en busca de refugio.

Los incendiarios proyectiles prendieron en el heno diseminado por todas partes, de los que brotaba un humo denso y blanco, hasta que las llamas comenzaron a lamer los bidones de brea, y se convirtió en negro y pesado.

El día se hizo noche. Álvar la soltó y ordenó al soldado que portaba a Mencia que la condujera a sus aposentos y se dirigió a Jimena con urgencia.

—Ordena al guardia de las mazmorras que libere a la gente del calabozo y cobíjate en la torre del homenaje —gritó para hacerse oír entre la estridencia del ataque—. Enciérrate en tu dormitorio, es el reducto más seguro del castillo. Atranca las puertas desde dentro; es posible que logren entrar.

Hizo una pausa, la miró con afectada gravedad y, sin dilación, la tomó de los hombros y la besó en los labios.

—Veas lo que veas, oigas lo que oigas, no salgas de allí, ¿entendido?

Jimena asintió y se colgó de su cuello.

—Te amo, espero que puedas perdonarme por eso.

—No hay perdón posible que nos exhorte, pero tampoco arrepentimiento alguno. Lo que late en mi pecho es la chispa que me mantiene vivo como nunca antes. Eres mi fuerza, Jimena, mi razón de ser.

Se descolgó el saco que llevaba al hombro y se lo entregó. Ella sonrió entre lágrimas y se alejó corriendo hacia los calabozos. Bajaba la escaleras de tres en tres cuando una mano la sujetó por detrás. Se volvió asustada. El jadeo de un hombre la golpeó en la cara.

—El castillo está perdido —murmuró entrecortadamente Guillén. Un hilillo de sangre le recorría la sien izquierda—. Ve a la torre, yo los liberaré.

Jimena lo contempló dubitativa.

—Están asustados, confusos y furiosos; una combinación peligrosa. Ve con Mencia, te necesita; yo me hago cargo de la situación.

Finalmente asintió.

—Ten cuidado —musitó ella en un hilo de voz.

—Lo tendré. A pesar de todo.

La expresión compungida y derrotada de su rostro mostró el dolor que lo embargaba. Tristemente indiferente a su destino descendió la escalinata.

Otro impacto sacudió la muralla, las paredes temblaron, la arenilla de las juntas se resquebrajó peligrosamente.

Jimena ahogó una exclamación, miró angustiada hacia atrás y rezó en silencio para que Guillén lograra liberarlos antes de quedar sepultados. Salió veloz hacia la torre en el nivel superior, un trayecto comparable con el descenso a los infiernos.

Varios cuerpos sepultados por bloques de piedra se diseminaban ensangrentados por la explanada principal. El incendio cobraba bríos, y los hombres corrían enloquecidos divididos entre apagar el fuego o disparar los mangoneles. Otros lanzaban flechas con las ballestas desde las almenas. Y los más gritaban órdenes para solicitar suministros.

Aquella barahúnda demencial llegó a su clímax cuando otro impacto derribó el muro lateral de la capilla y sepultó uno de los mangoneles y a todos lo que lo pertrechaban.

Jimena aceleró la carrera; ya alcanzaba la rampa cuando vio a Damián herido en el suelo junto al cuerpo inerte de Durán. El terror la embargó. Pero lo que más la sobrecogió fue ver a Ambrosio de Nimes empuñando una larga daga ensangrentada. Contemplaba con expresión desdeñosa el enorme cuerpo del templario caído. Acto seguido, se inclinó y, a duras penas, ayudó a Damián a levantarse.

Entonces, reparó en ella. A Jimena, la sangre se le congeló en las venas. La mirada crispada y enloquecida del clérigo le secó la garganta. Instintivamente retrocedió.

—¡Tú! —escupió con un odio visceral.

Y se acercó a ella con el puñal en alto.

—No, padre, mantenla con vida para el maestro —ordenó Damián mientras presionaba la herida de su hombro con gesto de dolor.

—No —contravino el anciano—. Ya ha causado demasiados problemas, hijo; esa bruja te hechizó desde el principio y sigue haciéndolo; he de librarte de ella.

¿Padre? ¿Hijo? Pasó la mirada de uno a otro, incapaz de creer aquel parentesco. Ellos eran los asesinos. La locura les prendía las miradas. Ambrosio avanzaba hacia ella con expresión enajenada. En aquella febril mirada brillaban las ansias por ejecutar su cometido. Vio placer en ese gesto, casi como un gato relamerse ante un rollizo ratón.

Jimena rebuscó en su cinto la daga, pero no la encontró. Miró en derredor y supo que su única oportunidad era derribar al anciano y correr como alma que lleva el diablo hacia la torre. Aguardó inmóvil a que estuviera lo suficientemente cerca para actuar. Se pegó a la muralla, apretó los puños e hizo acopio de valor.

—Por favor, os lo ruego, sois un hombre de Dios, no me hagáis daño —gimoteó exageradamente para confiarlo.

El hombre sonrió confiado ante su pavor.

—Ya no, perra lujuriosa, ya no; mi señor es mucho más poderoso, y tienes algo que le pertenece.

Clavó una turbia mirada en el saco que llevaba al hombro. Jimena, inmediatamente, se lo descolgó y se lo ofreció en actitud sumisa. El clérigo alargó la mano y justo cuando rozaba con los dedos la sarga del saco, ella lo retiró veloz para descargarlo con todas sus fuerzas en la tonsurada cabeza del anciano. Pudo escuchar un escalofriante y seco crujido.

Tras un gemido, el hombre se desplomó con los ojos aterradoramente abiertos y vidriosos. Su turbia mirada fija en ella comenzó a apagarse. La boca abierta parecía luchar por emitir algún sonido, pero nada salió de ella.

Pasó la mirada por la enorme brecha abierta de su cráneo y, perpleja, vio la sangre brotar sin control.

Un aullido escalofriante la sacó de su ensimismamiento. Damián corría hacia ella con una mueca de furia que le contorsionaba atrozmente el rostro.

Se agachó rauda y tomó la daga de la mano del anciano que se debatía entre abruptos espasmos, próximo ya a la muerte, como un pez fuera del agua que se contraía con violencia en sus últimos estertores.

Antes de lograr incorporarse por completo, Damián la embistió en un golpe brutal que los catapultó al suelo. Sintió que le faltaba la respiración, oprimida por la corpulencia del guerrero. Se retorció, pataleó, gritó, arañó sin resultado alguno. El hombre le apresó el cuello con ambas manos y comenzó a golpearle la cabeza contra el suelo. El dolor la obnubiló, y sintió náuseas.

—¡Maldita, maldita, maldita!

Damián gritaba delirante, frenético. Salivaba como un perro rabioso, escupía furia, dolor. Además, Jimena sintió gotear en su rostro la sangre que le manaba del hombro, y eso le dio fuerzas para alargar jadeante el brazo. Los golpes y la falta de oxígeno la arrastraban a una temida negrura. La estaba matando.

Apretó los dientes y le presionó con fuerza la herida del hombro. El guerrero inmediatamente la aflojó en un grito sorprendido. Ella no vaciló; cuando él se intentó incorporar para alejarse, tomó una piedra y se la lanzó a la cabeza. El impacto fue certero, aunque no tan eficaz como habría deseado. Afortunadamente sí logró derribarlo, momento que aprovechó para levantarse y correr.

—¡Perra!

La sibilante voz del hombre la siguió, después fueron sus pasos y, a continuación, su cuerpo que, impelido hacia ella, logró derribarla una vez más. El impacto, más brutal que el anterior, la dejó sin respiración. La sangre le palpitaba en los oídos, un terror primario la oprimió y le aceleró los desacompasados latidos. Agotada, desesperada y aterrada, luchó con todas sus fuerzas, pero el vigor del hombre la superaba.

La abofeteó con todas sus fuerzas, le rasgó el corpiño y la escupió. A horcajadas sobre la muchacha, la golpeó con saña. La inconsciencia amenazaba con llevarla. Súbitamente los golpes cesaron. Algo arrancó al hombre de su cuerpo maltrecho. Abrió los ojos y respiró aliviada. Tragó grandes bocanadas de aire, los pulmones le quemaban, y sentía la garganta inflamada, además de fuego en el rostro. Se incorporó trémula y tosió bruscamente. La falta de aire le había secado las vías respiratorias.

Más allá, dos guerreros combatían templando sus aceros. Se limpió las lágrimas en un ademán seco y pugnó por levantarse, pero trastabilló y cayó de rodillas. Jadeante, alzó la mirada y observó cómo Álvar luchaba aguerridamente con Damián, que retrocedía ante los feroces embistes del templario.

Cada vez que Álvar esquivaba una estocada, se aproximaba con velocidad y descargaba un atroz puñetazo en la mandíbula de su contrincante. Podía haberlo atravesado con el acero, sin embargo, alargaba intencionadamente la pelea. Damián, tambaleante, intentaba contraatacar ya sin las fuerzas necesarias para enfrentarse a un guerrero de la talla del templario.

Otro puñetazo giró la cabeza de su oponente con tal violencia que lo impulsó de espaldas contra el suelo y levantó una espesa nube de polvo. Tras ellos, la oscura humareda avanzaba como un siniestro telón de fondo cuyos pesados cortinajes amenazaban con sepultarlos y poner fin a la sórdida función. Damián logró levantarse, y Álvar, con extrema frialdad, aguardó una nueva y patética ofensiva. Tras sortear un par de ataques, se plantó frente a su enemigo, abrió ligeramente las piernas, inclinó la cabeza y sujetó fuertemente su empuñadura.

Por fin, atravesó con su enorme espadón el pecho de Damián con deliberada parsimonia y, tras una alargada pausa en la que le sostuvo la mirada, extrajo el mandoble del inmóvil cuerpo de su adversario y lo derribó de una furibunda patada.

Jimena, todavía jadeante, dejó escapar un hondo sollozo que liberó el pánico que todavía medraba en ella. Álvar corrió hacia donde se encontraba, cayó de rodillas y la abrazó con fuerza.

—Amor mío —susurró con dulzura.

—Era… su padre —musitó entre lágrimas y señaló el cadáver de Ambrosio.

Él asintió, alargó el brazo y apresó el ensangrentado saco. Otro estallido resonó dentro del recinto inferior. Álvar se envaró, se puso de pie, la tomó en brazos y corrió hacia la torre. Una vez más, le salvaba la vida. Una vez más, la llevaba en brazos para alejarla del peligro. Y, una vez más, el pecho de Jimena reventaba de amor y de congoja por haber trastocado la vida de un buen hombre.

—Te pondrás bien, pequeña, pronto olvidarás esta pesadilla.

Ella asintió y se arrebujó contra él. Deseaba absorber su vigor, su fuerza, su ánimo. Llegó a las puertas dobles, las traspasó, atravesó el salón a la carrera, subió apresuradamente las escaleras curvas y en unas zancadas más alcanzó el dormitorio.

Cuidadosamente la depositó en el lecho, dejó caer el saco a los pies de la fastuosa cama y le besó la frente. Su afectada expresión, el amor de aquella mirada, la ira que todavía palpitaba en él, el miedo que se negaba a abandonar su gesto, la impulsaron a abrazarlo con tal fuerza que la mirada de Álvar se humedeció.

Jimena lo besó con ansia, y el hombre sucumbió al alivio de esos labios desesperados. Después la miró con infinita ternura y, con una solemne determinación en el rostro, murmuró:

—Voy a rendir este castillo, tengo permiso del rey. Saldremos por fin de este infierno. Debo reunir a los supervivientes para organizar la salida. Por cierto, ¿liberaste a los prisioneros?

—Guillén lo hizo —respondió.

—No los he visto —adujo extrañado—. Imagino que se habrán escondido. —Depositó otro beso en sus labios—. Guillén era el maestro alquímico de Damián: uno perseguía la magia blanca, la sabiduría; el otro, el modo de despertar el mal supremo. Creo que Guillén tendrá que aprender a vivir con su conciencia y con tu pérdida.

—No se pierde lo que nunca se tuvo.

—Y lo que sabiamente se gana, permanece siempre —murmuró orgulloso.

—Vuelve pronto, templario, tengo muchas heridas que requieren vuestra atención.

Asintió obediente y salió complacido. Jimena cerró los ojos y acompasó su agitada respiración. Con una mano se tanteó las magulladuras del rostro. Lo que más le dolía era la garganta, deseaba mirarse en un espejo para evaluar los daños, pero estaba tan débil que decidió seguir tumbada.

Guillén, maestro de alquimia. Eso explicaba el ajetreo nocturno, la extensa biblioteca, las largas jornadas inmerso en su habitación, las continuas adquisiciones traídas de Bizancio, las excursiones al bosque y, sobre todo, la camaradería con Damián.

Recordó la frase pronunciada por Damián: «Mantenla con vida para el maestro». Reprimió un escalofrío y presa de un incómodo desasosiego abrió alarmada los ojos. De pronto otra frase acudió a su pensamiento: «Ve con Mencia, ella te necesita». Se incorporó como accionada por un resorte.

¿Cómo sabía que Mencia estaba viva y que la habían encontrado? El corazón le golpeteó alocado en el pecho al ritmo de los incesantes recuerdos: «Te ayudaré… Juntos encontraremos el dichoso blasón». «Como enemigo, no tengo igual».

—¡Dios Santo!

La verdad la golpeó con tanta fuerza que se tendió de nuevo, apresó nerviosa la colcha entre los puños y el pánico la sepultó en su opresivo abrazo. Le faltaba el aire.

Guillén era el maestro. El verdadero nigromante. Por eso permitía con disfrazada indulgencia sus coqueteos, su búsqueda, alentaba subrepticiamente su misión y adoptaba el papel de marido pusilánime. Él la había elegido a ella, y no al revés. Él conocía su origen, su pagana sociedad secreta de Trujillo. Sabía que buscaban el controvertido evangelio y, por algún motivo, sabía que junto al ansiado evangelio también se ocultaba la garra de su ídolo, al que pretendía resucitar con rituales de muerte y sangre.

Sintió que la habitación le daba vueltas alrededor, las persistentes náuseas la incomodaron por enésima vez. Pensó en Álvar, debía alertarlo y con ese apremiante pensamiento se levantó.

Un ruido la detuvo. El pomo de la puerta comenzó a girar. Contuvo la respiración. Guillén asomó el rostro, le sonrió y se adentró en el cuarto. La siguiente mirada confirmó todas sus sospechas. Sus verdes pupilas se dilataron al localizar el saco, su intenso anhelo terminó de delatarlo.