CAPÍTULO 10

Fos gritos de alarma recorrieron las almenas, los adarves, las torres de vigía, el patio de armas, y se extendieron como un manto pesado y oscuro que los sumió en el pánico. Todos, sin excepción, con el corazón tronando en el pecho, ocuparon el lugar que les había sido designado para defender la plaza y sus vidas de la amenaza almohade.

Álvar instruyó con calma a sus hombres. Colocó arqueros en las saeteras; el resto de los caballeros ocuparon los adarves equipados con lanzas, hachas y ballestas. Las mujeres corrieron a la cocina para preparar grandes calderos de aceite hirviendo. Y, el resto, colocó planchas de acero en el portalón, sujetas con troncos alineados en vertical para evitar que la entrada principal fuera apresada por las llamas.

Álvar se dirigió al adarve norte, ascendió a la torre seguido por Martín, Bernardo y Durán, sus caballeros de confianza, y observó la explanada frente al castillo. Estaba infestada por un extenso ejército musulmán, que no parecía dispuesto a atacar, tan solo aguardaba, probablemente, una orden.

—No están en formación de ataque —observó Martín.

—Tampoco creo que hayan venido a darnos la bienvenida —musitó Álvar pensativo.

Durán, un hombre de dimensiones gigantescas, curtido en la batalla, negó con la cabeza.

—Esperan algo —musitó con preocupación—; esto no me gusta.

Álvar frunció el ceño pensativo. Sí, esperaban algo, y con pasmosa tranquilidad, por cierto. Aquello lo intranquilizó. No era una actitud muy común en ellos. Por lo general, se agrupaban en formaciones y recibían órdenes concisas y estudiadas para comenzar el ataque.

Sin embargo, tamaña inmovilidad lo llenó de desazón. Observó al cabecilla, el comandante de las tropas, un hombre de tez oscura y barba cuidada. Lucía un turbante rojo sobre un casco puntiagudo y era el único que no miraba hacia arriba. Aquel detalle lo inquietó aún más. Su innata habilidad para percibir el peligro lo alertó de inmediato. El moro mantenía su vista fija en la muralla, en un punto preciso. Y, de pronto, preso de una corazonada, bajó a la carrera la escalinata, saltaba los escalones de tres en tres. Sus hombres lo siguieron sin hacer preguntas.

—¡El portillo! —gritó.

El sol de la tarde, ya bajo, plagaba el castillo de sombras, tan solo las almenas del oeste seguían iluminadas. Justo cuando llegaba al primer nivel de la muralla, percibió por el rabillo del ojo una sombra huidiza que pareció correr en dirección opuesta. Aquello confirmó sus peores sospechas. Aceleró el paso y, cuando alcanzaba la pequeña puerta disimulada en la muralla, el único acceso privado del castillo, una mano comenzó a abrirla desde el exterior. No lo dudó: alzó la espada y la descargó con furia.

Un gritó aterrado acompañó la sangre que manó a borbotones del brazo. La mano amputada cayó a sus pies. De una fuerte patada, cerró la puerta y aseguró la cancela. Una llave asomaba de la cerradura. La prueba olvidada del traidor. Sus hombres lo miraron alarmados.

—Tienen un aliado en el interior —susurró Martín.

Álvar asintió, miró la mano amputada y la tomó sin pensar muy bien qué hacer con ella. Su instinto puso un nombre en sus labios que no pronunció.

—Regresad a vuestros puestos. Cambiarán de táctica; hemos de adelantarnos a sus planes.

Y con un solo pensamiento en la cabeza se dirigió a la torre del homenaje, en busca de respuestas que temía encontrar. Álvar encontró a Guillén y a toda la servidumbre en el salón principal. Recorrió la estancia con la mirada, pero no la encontró. De dos zancadas alcanzó la tercera planta y buscó la puerta de los dormitorios. Intuyó que sería la de doble hoja y, sin más, la abrió de una patada. Hervía de furia, pero también de temor. Algo en él se resistía a creer lo que su instinto le gritaba. Lo que encontró frente a él lo detuvo en seco. Todos sus pensamientos se evaporaron para dejarlo congelado y confuso.

Jimena se hallaba dentro de una tina humeante. Sobresaltada, se giró hacia él. Estaba completamente desnuda; sus formas se insinuaban bajo el agua. No se cubrió. Álvar quiso apartar la vista, pero no lo logró. Intentó articular alguna palabra, sin conseguir formar siquiera una frase. Estaba más que preparado para un enfrentamiento, pero no para eso.

—¡Sal inmediatamente de aquí! —lo increpó ella.

Tras ese requerimiento, y para su total estupor, se levantó con lentitud para dejar que él se recreara en su desnudez. Abrió la boca, mudo de asombro y, como ella pretendía, recorrió aquel soberbio cuerpo con deleite. Sus pechos turgentes se alzaron ante él para reclamar caricias, de sus erectos pezones caían gotas que él deseó beber, la espuma se deslizaba sinuosa por el vientre hasta el pubis: un definido triángulo oscuro; siguió el recorrido por unas piernas esbeltas y bien torneadas. Cuando ella giró, con total premeditación, le mostró el perfil de unas nalgas firmes y altivas.

Álvar contuvo la respiración. Tenía la garganta seca, y la entrepierna se le tensó en el acto en reclamo de un alivio inmediato. El deseo hizo presa en él y luchó contra el impulso de tomarla dentro de aquella tina. Cerró los ojos y buscó algo a lo que aferrarse. Apretó los puños y fue cuando descubrió que todavía sujetaba la mano sesgada. Entonces, como movido por la necesidad imperiosa de escapar de aquel influjo, alzó el brazo y lanzó la mano dentro de la tina.

Jimena dejó un escapar un grito de espanto y salió del agua como una centella. Aquello ofreció a Álvar otra angustiosa perspectiva de aquel cuerpo. Por fortuna, ella alcanzó una capa y se envolvió con ella.

—¿Has perdido el juicio, condenado templario?

A punto estuvo de decir que sí, que estaba completamente desquiciado por su causa.

—Buscaba a un traidor —logró articular.

Ella, arrebatadoramente bella, con el largo cabello goteando sobre la prenda, los enormes ojos abiertos por el asombro y la subyugante boca entreabierta y húmeda, pedía a gritos que la poseyeran. Miró en derredor con asombro. Álvar no podía pensar con claridad; tenía que salir de allí y ordenar sus pensamientos; alejarse de la tentación antes de que hiciera algo que tuviera que lamentar.

—Primero, a un amante y, ahora, a un traidor. Solo estoy yo aquí. —Entonces comenzó a acercarse a él—. Tal vez, solo me busquéis a mí —susurró sugerente. Y se plantó frente a él.

Saberla dispuesta y desnuda resultaba una tortura insufrible.

—¡Detente! —gimió y retrocedió tambaleante.

Ella advirtió su sufrimiento y sonrió seductora. Con cada paso hacia él, la capa se abría y mostraba nuevamente su desnudez. Álvar ardía. Apretó los puños y cerró los ojos. Buscó dentro de él y encontró las fuerzas necesarias para girar y abandonar la estancia con el corazón atronándole el pecho. La odió. Aquel ataque a traición lo había dejado tembloroso y aturdido. El deseo todavía lo recorría y lo sacudía implacable. Cuando logró recuperar la cordura, salió de la torre con dos cometidos fijados en su mente: descubrir al traidor y poner a Jimena en su sitio. No sabía cómo, pero le daría una lección que no olvidaría.

La muchacha respiró aliviada: había estado a punto de descubrirla. La idea de haber mandado preparar la tina, desnudarse, ponerse la capa y escapar entre la confusión y el temor de los habitantes había sido brillante. Pero aquel hombre era demasiado rápido y demasiado sagaz. No la había sorprendido por muy poco. Debía cuidarse de él, pero sobre todo debía conseguir la manera de rendir el castillo sin que hubiera un asalto.

Llegó la noche. Jimena, desde su ventana, contemplaba ensimismada las innumerables fogatas perlar los campos que rodeaban la fortaleza. Los almohades aguardaban una decisión del mando superior. Asedio o asalto. Si decidían sitiar el castillo, aquello provocaría una negociación: los templarios tendrían que enviar un emisario al rey Alfonso para que tomara la decisión de rendir el castillo y ella se ahorraría muchos problemas. No obstante, si asaltaban, el enfrentamiento sería encarnizado: el castillo se perdería de igual forma, pero a coste de muchas vidas.

Un alarido proveniente del interior de las murallas la sacó de su ensimismamiento. Se asomó por una de las ventanas ojivales a tiempo de escuchar un lamento y una acusación.

—¡El enemigo está con nosotros, nos matará uno a uno!

Bajó a la carrera. Los habitantes del castillo se miraban unos a otros espantados y recelosos. Un hombre corpulento, el herrero, llevaba en brazos el cuerpo exiguo de su esposa. La habían degollado.

Ahogó una exclamación. La frente de la mujer lucía un sangriento y extraño símbolo. Casi al instante, apareció Álvar en compañía de sus hombres. La mujer fue depositada en el suelo.

—¡Rápido, pluma y pergamino! —pidió Álvar.

Jimena admiró la templanza del hombre; la seguridad y la concentración que mostraba. Por un momento, clavó los ojos en ella; le dolió ver un dejo de sospecha en ellos. Provisto de papel y pluma, redibujó con asombrosa rapidez y precisión el símbolo. Una estrella de cinco puntas dentro de un círculo. Una voz surgió de entre la multitud.

—Es un pentagrama —clamó Guillén.

Álvar alzó la vista para observar al hombre con recelo.

—Llevaos a la mujer a la capilla; elevaremos una plegaria por su alma —musitó al tiempo que se dirigió al desconsolado herrero—. Después, a excepción de la guardia, quiero a todo el mundo en el gran salón.

Jimena, de nuevo, sintió aquella mirada acerada fija en ella.

La misa, oficiada por el sacerdote del castillo, el padre Ambrosio de Nimes, fue breve y contundente. Había insistido más en los castigos divinos a los que sería condenado el culpable de la muerte que en la abrogación de los pecados del alma de la mujer, que aguardaba su entrada al paraíso. Ni una mención a su nombre, ni a la familia que, destrozada, lloraba su pérdida.

Álvar lamentó no haber oficiado él mismo el sepelio. Tampoco puso mucha más atención al oficio. Su mente volaba rauda de un hecho a otro. Un asesino y un traidor en la misma noche. Y la pregunta era si serían la misma persona. Todo indicaba que sí, aunque deseaba equivocarse, pero de ningún modo cerraría esa puerta. Una miríada de preguntas le atormentaba la mente; y, en casi todas, relucía un nombre: Jimena.

Instintivamente, llevó la mano al pecho. Palpó el apenas perceptible relieve que el pañuelo le formaba bajo la túnica y suspiró. Lo había metido ahí con intención de devolverlo, pero sin encontrar ocasión ni ánimo. Muy a su pesar, se había encontrado observando el delicado bordado con interés, admiró cada puntada, imaginó aquellos dedos gráciles sobre él al introducir la aguja, el bastidor sobre su regazo y una encantadora expresión concentrada. Y, lo que aún resultaba más mortificante, se lo había acercado a la nariz para aspirar su aroma. Olía a ella, con un leve toque de jazmín y azahar. Aquel perfume le atribulaba el espíritu, casi tanto como la imagen grabada a fuego de su desnudez.

La deseaba, concedió, pero también le temía y la vigilaba con desconfianza. Ya no se trataba de una mera cuestión de instinto: su extraño comportamiento la ponía en el punto de mira. Aquel pañuelo era una prueba incriminatoria. Conocedor de las estrategias y métodos que usaban los aliados para comunicarse entre sí, dedujo casi al instante que aquella mujer que había cabalgado audaz delante de él y que había ondeado un pañuelo con la cruz de Calatrava al viento era un aviso para alguien que la observaba. Ella enviaba señales. ¿A quién? Descontaba que sería a las tropas musulmanas, tal vez a su amante. Aquel pensamiento lo incomodó.

Después, estaba aquella búsqueda en las cámaras subterráneas. Aunque en un primer momento pensó en un encuentro amoroso, cuando comprobó que no había nadie con ella, su intención había quedado en evidencia: buscaba algo en esa parte en particular del castillo. Estaba escrutando el acceso a los túneles. Anhelaba el tesoro escondido tan celosamente por su Orden. Aunque de lo que no estaba seguro era de si su interés se limitaba a las riquezas materiales o a algo más peligroso: la información contenida en los códices bizantinos. Una información que incluso él desconocía. Su única misión era guardar, incluso con su vida, aquellos tesoros. Y por Dios que lo haría.

En cuanto a la apertura del portillo para dejar pasar al enemigo, tenía una prueba indiscutible de su autoría: Jimena, astuta como un lobo hambriento, había planeado su baño con dos intenciones que favorecían sus planes: una, tener una coartada que la alejara del lugar de los hechos, y otra, obnubilarlo con su belleza, atraparlo en sus redes con una seducción artera. Y no había conseguido el segundo objetivo por muy poco. Cuando le lanzó la mano amputada a la tina, ella, con una reacción completamente natural, salió del baño; no obstante, no preguntó a quién pertenecía, ni qué había pasado. Tampoco había considerado que darse un relajante baño en mitad de un asalto fuera una conducta un tanto llamativa. Ninguna persona alertada de un ataque se comportaría como si estuviera completamente a salvo a menos que supiera de antemano que verdaderamente lo estaba.

En cuanto a la seducción, solo su fe y su autocontrol habían impedido que cayera rendido. Pero él era consciente de que sería sometido a más asaltos si no lograba detenerla a tiempo. Deseó verla atada y amordazada en las mazmorras, pero también deseó atarla con sus brazos y amordazarla con su boca. Y ese impulso, casi constante, lo mantenía más alerta que nunca. No debía flaquear. No con una mujer tan peligrosa como ella, con una enemiga de Cristo y de todo en cuanto creía y había basado su vida. Perder ante ella sería la derrota más abominable a la que tendría que enfrentarse.

Respecto del asesinato, deseó proclamarla inocente, aunque, sin duda, figuraría entre la lista de sospechosos que tendría que elaborar tras la reunión. Salieron de la capilla entre murmullos y miradas desconfiadas. Un asesino circulaba entre ellos, y ese convencimiento sería fuente de dudas y acusaciones, de miedo y violencia. Capturarlo era su máxima prioridad para restaurar la calma dentro y para combatir lo que les aguardaba fuera. Una semilla nociva en un terreno abonado crecía con asombrosa rapidez y contaminaba con su podredumbre cualquier brote sano y vigoroso. Una estupenda estrategia para someter un castillo sin mover un dedo.

Sumido en sus cavilaciones, se encaminó hacia el gran salón que se ubicaba en la primera planta de la torre del homenaje. Ya había ojeado la construcción previamente y había comprobado que era un bastión inexpugnable. La escalinata de acceso a la torre, sabiamente, se había fabricado en madera para poder ser quemada y, así, anular la única entrada. Las ventanas ojivales de arcada en punta eran estrechas en las plantas inferiores y dobles en las superiores. Y el grosor de los muros, junto con la calidad de la argamasa y la disposición de los bloques de piedra, conformaba una fortificación prácticamente indestructible.

Pero Álvar conocía de sobra las tretas del enemigo para obligarlos a salir de un refugio seguro. Sin embargo, aquello no lo preocupó: la presencia de los túneles le brindaba algo de tranquilidad, no obstante, rezó para que se evite dar a conocer su existencia. Tan solo sus hombres de confianza compartían aquel secreto. Aguardó a que llegaran los últimos habitantes del castillo y mandó cerrar las puertas. Frente a él, Jimena y su esposo ocuparon la cabecera de la gran mesa y se dispusieron a escucharlo.

—A partir de este instante —comenzó—, solo mis hombres podrán circular libremente por el castillo. Los que no sean necesarios permanecerán en sus aposentos hasta que sean requeridos. Está terminantemente prohibido ir solo a ninguna parte. Todos, sin excepción —miró significativamente a Jimena—, deberán ir acompañados siempre por la misma persona. Se apuntarán los nombres de cada pareja, lo que simplificará la investigación.

—No entiendo por qué no podré ir solo a mear —inquirió un hombre enjuto con cara de rufián.

—Porque puede que sea la última vez que lo hagas —respondió.

—Soy un hombre y sé defenderme —objetó el rufián, testarudo.

Álvar chasqueó la lengua y respiró hondo.

—Mis órdenes no se rebaten —aseguró con firmeza—. Mi insistencia en que vayáis acompañados y, repito, por la misma persona, protege a la víctima e imposibilita al culpable. Si vuelve a cometerse otro crimen, va a ser claro quién lo perpetró.

Hombres y mujeres lo miraron con admiración, una admiración que se extendió a la azul mirada de los ojos que lo perseguían. De pronto una voz se alzó sobre las demás.

—Una táctica muy inteligente —arguyó Guillén desde su acomodado lugar—, pero, a mi parecer, incompleta.

Entonces se levantó y con porte altivo se acercó a él para ocupar el centro de la sala.

—Soy hombre viajado y quiero creer que versado en alguna que otra materia. Por mis conocimientos adquiridos de la experiencia y, por supuesto, de mi extensa colección de libros, he identificado claramente el símbolo que la mujer llevaba impreso tan macabramente en la frente. —Miró largamente a los congregados para asegurarse la absoluta atención de todos ellos. Luego continuó—: Y, sin duda alguna, ese símbolo es un pentagrama, como ya manifesté antes. Pero un pentagrama es un símbolo templario, lo que deja a vuestra Orden en una situación, digamos, incómoda, pues ninguno de mis siervos conoce dicho símbolo. Con lo cual, vuestra táctica debería integraros a vos y vuestros hermanos. Por no mencionar que todo ha empezado desde que llegasteis.

Había lanzado un dardo infectado que hizo mella rápidamente en los allí reunidos. Comenzaron a superponerse quejas y reclamos. Los rostros se tornaron contrariados y sombríos. Álvar maldijo para sus adentros.

—A mí, noble señor, me llama más la atención que conozcáis un símbolo que en principio no tiene relación alguna con vos. Pues os aseguro que, a no ser que poseáis textos hebreos, salomónicos, o escritos en sánscrito, no hay mención alguna a ese símbolo. —Clavó con determinación la mirada en Guillén para luego deslizarla por los rostros que atendían su discurso—. Y, además, he de advertir que no es un símbolo templario. Permitidme explicaros la diferencia.

El muchacho miró en derredor, localizó el pergamino que había depositado sobre la mesa, empuñó de nuevo la pluma y la sumergió en el tintero. Giró el pergamino y, en el reverso del dibujo que había hecho, comenzó a trazar con pulso firme línea tras línea. Cuando terminó, mostró el gráfico a los demás.

—Este sí es un pentagrama templario. —Lamentó tener que dar tanta información, pero tenía que apaciguar los ánimos y recuperar la confianza—. Como podéis comprobar, es una estrella de cinco puntas dentro de un círculo. Cada uno de los brazos de la estrella representa un elemento: tierra, fuego, agua y aire. La punta de arriba representa el espíritu imperecedero y puro del hombre, el control de las deidades sobre los elementos.

»La tierra, representada en la punta inferior izquierda, simboliza la estabilidad y la resistencia física. El fuego, en la punta inferior derecha, representa el valor y el atrevimiento. El agua, punta superior derecha, interpreta las emociones y la intuición. El aire, punta superior izquierda, la inteligencia y las artes. Por último, el espíritu en la punta superior, símbolo de todo lo divino. El círculo que lo encierra todo es el espacio sagrado que acoge a los elementos y los supedita al control del espíritu.

Giró la hoja y exhibió el retrato de la mujer asesinada.

—En esta imagen, se puede apreciar claramente que la estrella está invertida. La punta superior está abajo, por lo que su significado cambia radicalmente. Ya no es el espíritu del hombre el poder superior y controlador, sino otro: unos lo llaman «Satán», otros lo asocian con una deidad pagana de origen maléfico que solo pretende someter al hombre con tretas y artificios. Es el emblema del engaño, del mal.

Una sonora exclamación recorrió la sala.

—Es el mal lo que combaten los guerreros de Cristo, y sois afortunados por contar con nosotros. Si cumplís mis órdenes, no habrá más muertes.

Satisfecho, salió del recinto. Ahora debía ocupar su puesto de vigilancia y pronosticar el siguiente movimiento ofensivo del comandante almohade. Pensó en Guillén de Montcada. Ocupaba ya el primer lugar en su lista de sospechosos y, tal vez, su impúdica esposa fuera su cómplice. Fuera quien fuera el asesino y el motivo del crimen, claramente, deseaba responsabilizar a su Orden. Y Guillén, al parecer, era el único que conocía el pentagrama. Sin embargo, o no estaba tan versado como él creía y había errado la posición exacta del pentagrama, o desconocía que poseía más de un significado según su orientación.

Álvar pensó en los numerosos significados de los elementos que lo componían. Uno de ellos era la situación geográfica. Cada uno de los cuatro elementos representaba un punto cardinal: tierra, Norte; fuego, Sur; agua, Oeste; aire, Este. En los mapas codificados templarios solían usarse estas indicaciones. Además de mensajes cifrados y jeroglíficos, algunos originales de la antigua Mesopotamia también poseían un alfabeto propio derivado del antiguo alfabeto ugarit, con caracteres que sustituían cada una de las letras latinas.

Todo era poco para preservar los añejos y valiosísimos secretos de la Orden. Él mismo había tenido entre sus manos el santo sudario que había cubierto el cuerpo de Cristo y que, sacado de un hermoso arcón en Constantinopla, había sido embarcado rumbo a Italia con el fin de protegerlo de los cátaros: un movimiento religioso de origen gnóstico, cuyas creencias repudiaban todo lo material porque creían que lo físico era producto de Satán y que Cristo era tan solo un concepto divino.

Muchos eran los enemigos de su dios, pero su fe, su sapiencia, su tesón y su espada eran armas suficientes que pondría gustoso al servicio de su religión. Tan solo tenía un enemigo enrolado en sus filas: esa lujuria como nunca antes había sentido, intensa, apremiante, arrolladora. Apenas podía mirarla sin imaginarla desnuda y dispuesta. Aquella mirada cerúlea lo desarmaba. Tan solo su cercanía le producía una desazón inquietante y desataba una serie de impulsos que controlaba estoicamente, pero que lo debilitaba al punto de necesitar de toda su fuerza y autocontrol.

Se preguntó cuánto sería capaz de aguantar. Aquella mujer taimada y sensual conseguía transformarlo en alguien que no conocía y le provocaba en los sentidos emociones nuevas que no sabía manejar. Esa indefensión lo desquiciaba. ¿Cómo enfrentarse a algo que no conocía? ¿Era, quizás, una prueba de Dios que lo tentaba para medir su fe? ¿Acaso no había demostrado sobradamente su lealtad? No, se dijo, Dios no tenía nada que ver con ella.