CAPÍTULO 19
Escondido en una oquedad entre los gruesos sillares que soportaban la gran arcada central de la sala y oculto por los pesados cortinajes, atisbó el descenso de la doncella de Jimena. Sus generosas hechuras se bamboleaban ante la premura de sus movimientos. Observó su expresión. No parecía alarmada, tal vez, algo abatida y preocupada. Sonrió. La mujer no sospechaba nada.
Aguardó paciente a que el tránsito en la sala se disipara y, en esa tortuosa espera, se deleitó con la imagen de Jimena, inmóvil y vulnerable, a expensas de su compasión. Se frotó las manos con inquietud. Había anhelado tanto tenerla en su poder. Aquella mujer, promiscua y descarada, malvada y astuta, sería suya; no como lo había sido del templario, pero era a cuanto podía aspirar.
En su retina permanecían intactas las imágenes de los dos yaciendo juntos, de la pasión que los había consumido. Esa perra lujuriosa, incluso con un tajo en su costado, jadeaba y se arqueaba para él. En breve podría acariciar aquel cuerpo de alabastro a su antojo, deleitarse con su sabor, descargar en él su propia concupiscencia. La lascivia por aquella hembra lo había consumido desde que la había tenido enfrente por primera vez. Ahora… ahora la colmaría con saña acumulada. Su sed de sangre, en cambio, habría de ser postergada hasta que ella cumpliera con su cometido. Entonces, su señor se la ofrecería por entero y… Sintió un picor en la yema de los dedos; cuanto deseaba era escuchar el gorgoteo de la sangre en su boca, el pánico en sus ojos y el dolor tensarle las hermosas facciones.
En ese instante vio el camino despejado. Se deslizó sigiloso de su improvisada guarida y ascendió raudo las escaleras. Se adentró en el penumbroso corredor y casi corrió hacia la última puerta. La abrió presuroso y se adentró en la estancia. Sonrió al verla. Estaba como la había imaginado. Tumbada en un gran lecho, arropada y aparentemente dormida. Solo él sabía que no lo estaba. Ya se regocijaba ante el terror que estaría invadiéndola en ese instante. Se acercó a ella, lentamente, saboreaba el goce que se avecinaba. Se relamió ante la inminencia del momento.
Había elegido un preparado de raíz de mandrágora y beleño negro que subrepticiamente había logrado introducir en la jarra en un descuido de Mencia. En cuanto a la cantidad, prefirió ser comedido, pues las posibilidades de que el brebaje resultara mortal eran muy altas; no podía permitirse perderla, y menos por una pócima infernal. No, ese placer era solo suyo, y nadie se lo arrebataría. Se acercó con lentitud, con una sonrisa en los labios; ya no era él, era el Enviado, el Elegido. Se inclinó sobre ella y le pegó los labios a la oreja.
—No temáis —susurró con forzada voz ronca—. Hoy no moriréis, aunque, tal vez, desearéis hacerlo…
Pasó la punta de los dedos por aquella sedosa piel nacarada, la mejilla, los labios, el cuello… Esa mujer era el pecado personificado, una tentación lujuriosa y pérfida, la viva encarnación del poder de Satán. Tenía el escote del vestido roto; casi babeó al ver el nacimiento de sus senos. Sacó la daga del cinto y la deslizó por ellos, la frialdad del acero le erizó la piel. El pánico más atroz se extendía por su cuerpo como una serpiente helada y viscosa. Su bello rostro permanecía calmo, incapaz de reflejar el terror que la embargaba y lo privaba de ese placer. Sin embargo, sonrió, pues el sufrimiento de la mujer sería el doble por ese mismo motivo.
—Tengo un encargo para vos. Uno que cumpliréis con presteza, pues de vuestro éxito depende no solo vuestra vida, sino la de vuestra amada sirvienta. La destriparé lentamente y la mantendré con vida hasta el último instante; en esas artes soy todo un experto.
Hizo una pausa. Le deslizó la daga por el vientre. Con la otra mano le subió los faldones y acarició aquellos muslos firmes y tersos.
—Debéis entregarme el blasón que robó tu madre y procurarme el acceso a los túneles. Como veis, mi misión es la vuestra, con una salvedad: mi propósito final difiere un tanto del vuestro.
Sacudido por un impulso implacable, le lamió el lóbulo de la oreja, le pasó la lengua por el mentón, descendió por el cuello y le besó la clavícula. Era deliciosa, dulce y embriagadora. Suspiró.
—Cuidaos muy bien de advertir a nadie, y menos a vuestro amante; ese templario entrometido encontraría rápidamente la muerte bajo mi mano. Os estaré vigilando; cuando dispongáis de cuanto requiero, atad al ocaso un pañuelo en vuestra ventana. Os aguardaré en los sótanos; creo que sobra decir que debéis acudir sola.
Le acarició los senos y se relamió. Resistió la tentación de marcarlos con su daga, de ver cómo la sangre caliente le rodaba por la piel como pequeños riachuelos escarlata en un monte nevado. Todavía no, pero pronto se colmarían todos sus deseos.
—Y, ahora, voy a dejaros un recuerdo imborrable de mi visita.
Se levantó la túnica y se colocó sobre ella. Su miembro presionó entre los muslos de la mujer, ávido y lujurioso. De repente, unos golpes bruscos lo envararon. Alguien llamaba a la puerta con vigorosa insistencia.
Álvar dejó de golpear y esperó. Había dado la vuelta una decena de veces en el trayecto recorrido hacia aquella habitación. La culpa lo mortificaba, la conciencia le gritaba que se alejara de ella, que lo dejara estar, pero su maldito y terco corazón necesitaba alivio; nada excusaba aquella enajenación lujuriosa. No era perdón lo que buscaba, pues no lo merecía; tan solo mostrar su horror y arrepentimiento ante lo sucedido.
Haberla visto en brazos del capitán, casi fundidos en un beso, lo había desquiciado. La lava candente que le había corrido por las venas todavía palpitaba caliente ante aquella imagen. Y las ganas de matar a aquel hombre permanecían. Había sido la sensación de posesión que ella despertaba en él la que había causado su locura. Ella no era suya, nunca lo sería, y contra eso había de luchar. Respecto al capitán, tenía una conversación pendiente con él que no podría llevar a cabo hasta que lograra recomponer completamente su todavía exacerbado ánimo.
De nuevo, sintió el impulso de marcharse. Nadie respondía; sin embargo, sabía que estaba dentro, posiblemente tan indignada y humillada que no querría ver a nadie. La imaginó llorar, y aquello lo conmovió tanto que, guiado por un impulso, abrió la puerta. Ahí estaba, plácidamente dormida en su gran lecho, tan bella que irradiaba aquella aura hipnótica y subyugadora que ponía alas a los pies de quien la observaba para atraerlo hacia su poderoso influjo. No pudo resistirse.
Avanzó tan solo anhelando embeberse de ella, de aquella perfección hecha mujer, de empapar sus sentidos de todas y cada una de las líneas de su rostro para grabárselas en la mente y poder disfrutarlas cuando ella ya estuviera muy lejos de él. Él ya había tomado una decisión, ahora reforzada por el fatídico y creciente descontrol de sus emociones. Dejaría la Orden, pediría ser licenciado, pero no para convertirse en un hombre normal, sino en un ermitaño consagrado a purificar su alma lejos de tentaciones y placeres terrenales.
Clavó inconscientemente los ojos en aquellos labios llenos que tanto lo enloquecían. El impulso de besarlos lo desgarró. Cerró con fuerza los puños y resistió el embate. Se inclinó ligeramente y aspiró el aroma de su cabello.
—Ojalá puedas perdonarme algún día, porque yo no lo haré —susurró—. No tienes ni idea de cómo me siento, de cómo has trastocado mi vida. Jimena, mi amor…
Suspiró y apoyó la frente en la de ella.
—Te metiste en mi corazón aquel día en que te perseguí hasta el río, el día que te perdí y te volví a encontrar. Y así sigue siendo ahora: te pierdo y te encuentro continuamente, lucho contra ti para terminar por claudicar vergonzosamente. Yo sé que nunca te olvidaré, mi vida, que haberte tenido será la joya más preciada que custodiaré nunca, y que ni la distancia, ni el tiempo borrará ese recuerdo, ni a ti. Estás grabada a fuego en mi pecho, en mi alma; daría mi vida y todo cuanto soy por ti, si me pertenecieran, pero ya las entregué.
Dejó escapar un suspiro que emergió de lo más profundo de su atormentada alma.
—¡Dios… Jimena… muero por vos!
Lentamente, se dirigió hacia su boca y la rozó fugazmente con los labios; no deseaba despertarla, pero tampoco resistió probarla por última vez. Ya se retiraba cuando algo le llamó la atención. Estaba destapada, con las faldas arremolinadas entre los muslos; en su torso, una extraña línea rosada zigzagueaba entre sus pechos. Aquello le extrañó.
La contempló pensativo; tenía las piernas separadas, como si alguien se hubiese situado entre ellas. Uno de sus brazos, el derecho, colgaba pesado de la cama, al igual que la pierna derecha un tanto ladeada hacia el mismo lado. Una sensación ominosa lo sacudió. Algo andaba mal. Su instinto se avivó de golpe.
Miró en derredor y de nuevo aquel extraño tapiz que presidía la cabecera del lecho captó su atención. Fue hasta ella, la tomó por los hombros y la sacudió ligeramente. Nada, ni un parpadeo, ni un solo movimiento; sin embargo, respiraba plácidamente. Aquello lo inquietó más.
—¡Jimena, despierta!
Esta vez la sacudió con más vehemencia. El resultado fue el mismo. La angustia lo invadió. La tomó entre los brazos y la acunó entre ellos. De repente, una lágrima se deslizó de uno de sus cerrados párpados. Impulsivamente la besó.
—Todo irá bien, te lo prometo, estás a salvo, no te dejaré.
Y sin soltarla fue hasta la puerta, la abrió y llamó a Mencia con un grito. De nuevo volvió a la cama y la depositó con cuidado. Resultaba obvio que la habían drogado. Y aquella certeza le puso una piedra en el corazón, pero una piedra de la que salía un fuego letal. Escuchó pasos recorrer el pasillo. Mencia, seguida de la joven Petronila y la adusta Aura irrumpieron en la alcoba.
—¡Dios Misericordioso, mi señora!
La mujer se abalanzó sobre él y cayó de rodillas ante Jimena, que permanecía terroríficamente inmóvil. La doncella, con lágrimas en los ojos, lo miró inquisitiva.
—Está viva —musitó; de momento, pensó, y ese funesto pensamiento le robó el aire de los pulmones.
—¡Trae agua fría! —exigió; Mencia ya se levantaba cuando él recordó algo—. ¿Conoces el espíritu de cuerno de ciervo?
Eran unos polvos que se obtenían de calcinar pezuñas y cuernos de bueyes; su penetrante olor era capaz de combatir el letargo más opresivo. Mencia lo miró claramente asombrada, pero asintió.
—Tráelo, puede que ayude a evaporar el sopor.
La sirvienta marchó presta, mientras las otras mujeres observaban atónitas la escena. Álvar, disgustado y preocupado, vociferó:
—¿Qué demonios hacéis ahí paradas? Traed una tina y comenzad a llenarla.
Aura arrugó la boca en señal de desagrado y, con semblante avinagrado, se dirigió hacia él.
—No pienso dejar a mi señora sola en la misma estancia que vos. Está inconsciente y medio desnuda y, por muy clérigo que seáis, ante todo sois hombre. —Tomó la colcha y la cubrió con ademán reprobador—. Puede que estéis a cargo de este castillo, monje, pero en esta habitación carecéis de rango. Salid antes de que don Guillén os encuentre aquí.
Álvar le sostuvo la mirada con inquebrantable determinación. No pensaba dejarla sola, y menos con aquella arisca mujer.
—Como bien dices, estoy a cargo de este castillo y de los que en él moran, la señora entre ellos. Y creo que sobra recordar que campa un voraz depredador entre nosotros y resulta obvio que ha intentado lanzar su zarpa contra vuestra señora. La moral y la virtud quedan relegadas a un segundo plano; a mi parecer, el asesino puede ser cualquiera, incluso tú misma.
La mujer, con los ojos desorbitados, se llevó la mano al pecho; de sus mejillas comenzó a emerger un rubor furibundo.
—¿Osáis insinuar…?
—¡Basta! —bramó Álvar—. Obedece de inmediato.
Petronila, que contemplaba, pálida, la escena, dejó escapar un sonoro aliento asustadizo, se volvió hacia la puerta y desapareció rauda. Aura la imitó, pero con el ceño fruncido y un mohín colérico que le fruncía los delgados labios. En sus ojos brilló una amenaza velada; Álvar conocía de sobra aquella mirada, y casi siempre encerraba promesas cumplidas.
Depositó cuidadosamente a Jimena en el lecho y se acercó al tapiz. Contempló con minuciosidad cada línea, cada filigrana. Y, de pronto, una ligerísima, apenas perceptible ondulación dio vida a la incipiente luna que asomaba pálida entre aquellas tétricas nubes; el ojo enmarcado en el triángulo vibró y en su mente resurgió algo, un conocimiento que emergió súbito. Aquel signo no era otro que el del demonio, el signo de la bestia, de la oscuridad, del mal. ¿Cómo pudo haberlo pasado por alto?
El significado de aquella siniestra alegoría se mostró ante él clara y terrorífica, como el destello de un relámpago que iluminaba una noche sin luna. Era una invocación al caído, un mensaje cifrado que mostraba los pasos previos a un ritual. Preso de un convencimiento angustioso, se acercó decidido al tapiz, desenfundó la espada con una mano y con la otra tiró con fuerza de él.
Cayó pesadamente y dejó al descubierto un muro de piedra y lo que tan hábilmente ocultaba: una puerta estrecha y abovedada. El corazón le atronó con fuerza en el pecho. De un rápido movimiento tomó la manilla de la puerta y la abrió. Ante él se abrió el principio de unas escaleras que descendían hacia una negrura absoluta. Sin duda, el culpable había escapado por allí.
En ese instante irrumpió Mencia con un recipiente en las manos, seguida de Guillén, que corrió junto a su esposa con una expresión alarmada en el rostro.
—¿Qué demonios está pasando?
—¡Rápido, una antorcha! —exigió Álvar.
Guillén, que contemplaba impávido la puerta oculta, cambió su semblante por una expresión furibunda y salió al pasillo raudo. Enseguida, entró con una antorcha prendida entre las manos y en dos zancadas se plantó junto al templario, dispuesto a sumergirse en el oscuro pasadizo. No obstante, Álvar lo detuvo en seco y le arrebató la tea.
—Iré primero —repuso—, a menos que conozcas este pasadizo.
Guillén negó con la cabeza. Álvar observó su expresión para calibrar su respuesta. No dijo nada más, empuñó la espada y comenzó el descenso. La estrecha escalinata de caracol descendía hasta una especie de pasadizo húmedo y siniestro que parecía orientado al este. El templario tuvo que caminar encogido, pues su cabeza rozaba la piedra y sus anchos hombros friccionaban contra los muros, lo que le transmitía una sensación ominosa y fría. Tras él, Guillén lo seguía en completo silencio, libre de su incomodidad gracias a su cuerpo menudo y delgado.
El túnel se convirtió en una rampa progresiva en continuo descenso. Estuvo tentado de sentarse y deslizarse para acelerar aquel lóbrego recorrido. Conforme avanzaban, un extraño olor lo asaltó. No supo identificarlo, pero arrugó la nariz ante la fetidez acre que comenzaba a invadirlo.
Una línea anaranjada y parpadeante delataba el contorno de una puerta: el final del túnel.
Álvar cerró instintivamente los puños: uno en torno a la empuñadura de su espada, otro alrededor de la moribunda antorcha que sucumbía agonizante ante las goteras que rezumaban del techo. Aceleró el paso, apretó los dientes e irrumpió con ferocidad. La puerta se estrelló con gran estrépito en el muro de piedra.
La putrefacción, en forma de pueril neblina anaranjada, le emponzoñó las fosas nasales con un dejo ferroso y algo dulzón, lo que despertó en la memoria del templario un recuerdo. A su mente acudió uno de sus muchos viajes por Oriente, en el que había atravesado una región volcánica y pantanosa, donde el lodo burbujeaba y liberaba un vapor rojizo y pestilente que lo había obligado a desviarse a través de una escarpada cadena montañosa que lo había retrasado semanas.
Con los ojos lacrimosos, miró en derredor y contuvo a duras penas la respiración. Era una sala circular rodeada por una línea de polvo gris. Ceniza, sospechó. En el centro, una mesa de madera; y, sobre ella, una extraña colección de vasijas de cristal de diferentes tamaños y formas que contenían un líquido viscoso de un color marrón rojizo. Un pequeño fuego que provenía de un cuenco de piedra alimentado por ramitas calentaba la vasija de mayor tamaño, que se comunicaba con las demás a través de un entramado de tuberías de vidrio. En un extremo, un mortero repleto de semillas; junto a él, piedras negruzcas, seguramente minerales; y, casi en el borde, un libro de extraña apariencia.
—¡Que Dios nos guarde! —exclamó Guillén con la mano sobre la nariz—. ¡Es el refugio de un alquimista!
Álvar negó con la cabeza, depositó la antorcha en la sujeción anclada en el muro y se acercó a la mesa. El libro ejerció sobre él una especie de atracción que lo llevó a tomarlo entre las manos. Al instante, un escalofrío lo recorrió. La cubierta era de piel oscura y envejecida por el tiempo; una correa con refuerzos en metal protegía su interior.
Sin dudarlo, y a pesar de la aprensión con la que tuvo que lidiar, abrió la solapa. La ilustración de la primera página lo sobrecogió, pero fue el primer párrafo lo que le secó la garganta y le heló la sangre. Estaba escrito en hebreo. Tradujo en voz alta:
<cita textual larga>
«¡Oh, admirable Adonay, que reinas y moras en todo lo creado, que eres a la vez árbitro y soberano de todo el universo! Humildemente imploro tu protección en esta hora suprema para que adornes a estos instrumentos de que me voy a servir y de todas las virtudes necesarias a fin de lograr el resultado que deseo en el experimento mágico que voy a ejecutar. Accede a mi ruego. ¡Oh, poderoso Adonay!, ya que te imploro con la verdadera fe que requieres de quienes solicitan tu ayuda. Te ofrezco a cambio de tu servicio todo cuanto soy y valgo, hasta la sangre de mis venas, si de ella quieres disponer, y la pongo como sello en nuestro pacto y mi eterna devoción».
Tragó saliva y contempló horrorizado aquel fragmento.
—No se trata de alquimia —murmuró—, sino de algo mucho peor. Nigromancia.
Guillén se santiguó al tiempo que lo observaba con el miedo reflejado en el rostro.
—Adonay… Mis señores… —musitó en un hilo de voz.
Álvar asintió y apuntó mentalmente el curioso dato del conocimiento de lengua hebrea de Guillén.
—Es el Grimorio de San Cipriano de Aquitania, un tratado sobre nigromancia lleno de sortilegios, conjuros e invocaciones —aclaró Álvar—. Lo que acabo de leer es un pacto sagrado entre el príncipe del Averno y el nigromante. Este libro fue traído de Tierra Santa por uno de nuestros cruzados. Fue encadenado en los sótanos de la catedral de Santiago de Compostela; no entiendo qué hace aquí.
Guillén tragó saliva, sus ojos desmesuradamente abiertos se posaron en el libro.
—Fuisteis vosotros, trajisteis al demonio desde tierras herejes —acusó de repente.
Álvar se aseguró el libro en torno al cinturón e hizo caso omiso de Guillén. Buscó con la mirada una salida, que encontró tras una cortina de color indescifrable. El túnel continuaba, esta vez en ascenso.
—Sigamos, no hay tiempo que perder —urgió. Sintió la mirada reprobadora de Guillén en él.
Sabía lo que estaba pensando, y de ese conocimiento surgían preguntas que por el momento no podía formular. Un asesino maléfico andaba suelto, y la preocupación por Jimena lo abrumaba y angustiaba al mismo tiempo.
Por fortuna, aquel nuevo pasadizo era algo más ancho, con lo que pudo casi correr por él hasta llegar a otra abertura en la que se abrían de nuevo escaleras hacia la superficie. Ascendieron deseosos de respirar aire puro. Álvar se topó con un portillo que abrió con facilidad, y se adentraron en un habitáculo con un camastro y un gran crucifijo. Esta vez, fue el aroma a incienso lo que aligeró su maltratado sentido olfativo.
Salieron de aquel mísero cubículo y descubrieron con estupor que se encontraban en el interior de la capilla del castillo. Deambularon estupefactos a través de las filas de bancos, donde los nobles presenciaban las misas en su honor, y el espacio vacío en el que el resto de la plebe acompañaba el oficio de pie.
Giró y observó la gran cruz en la que la imagen crucificada de Jesús mostraba su piedad a la concurrencia tras la mesa ceremonial. A ambos lados, grandes candelabros de pie desplegaban un halo dorado a su alrededor y, aunque, ahuyentaban parcialmente las sombras, dejaban la penumbra reinando en rincones y oquedades.
Álvar inclinó la cabeza, se santiguó y desenfundó la espada, mientras rogaba dispensa por tal sacrilegio. Luego, escudriñó cada rincón de la capilla, seguido de cerca por Guillén. Hasta que una voz ajada e indignada los detuvo en seco.
—¿Qué justifica esta apostasía en el templo de Dios por alguien que, además, presume de estar entre sus filas?
Ambrosio de Nimes, ataviado con su habitual hábito parduzco y raído, avanzó amenazante hacia ellos con la tormenta en el rostro y relámpagos en la mirada.
—¿Cómo osáis profanar un lugar sagrado al enarbolar una espada y rebuscar en sus rincones como un vulgar ladrón? —siseó furibundo—. Vuestros desmanes tendrán su justo pago. Ultrajáis vuestra Orden y vuestros votos y, desde aquí, os digo que daré conocimiento de vuestro comportamiento y exigiré la excomunión y la expulsión de nuestra comunidad.
Álvar frunció el ceño y sostuvo la mirada del anciano sin amilanarse.
—Esta espada —comenzó y la alzó frente al clérigo— juró proteger y defender los mandatos de la Iglesia en nombre del Señor. Y eso hago en este momento. Persigo al peor enemigo de Dios, a un ser infecto, corrompido por poderes oscuros, que se esconde entre estos muros y, tal vez, predique entre ellos.
El asombro moldeó los huesudos rasgos del sacerdote: la boca se le abrió incrédula, sus ojillos oscuros se entrecerraron y tronó colérico:
—¡Lavad vuestra lengua y vuestra alma antes de verter injurias sobre mí! Mi conducta, corazón y pensamientos son leales. ¿Podéis vos decir lo mismo?
—¿Podéis vos explicar por qué en el suelo de vuestra cámara hay una compuerta que conduce por pasadizos a la alcoba de la señora de este castillo?
Omitió la sala circular a propósito, por precaución. Inspeccionó con atención el rostro del hombre, que parecía claramente horrorizado.
—Esa compuerta no puede abrirse. Yo mismo lo comprobé cuando me instalé aquí. Deduje que conduciría a los subterráneos y que estos conducirían al exterior, en caso de asalto.
—Os creo, padre Ambrosio, disculpad nuestra intromisión —se disculpó Guillén—. Comprenderéis nuestras suspicacias: han intentado envenenar a mi esposa, y el culpable huyó por el túnel que acaba en vuestro cuarto.
—Aun así, no hay disculpa posible —sentenció el anciano.
—¿Dónde ha estado todo el día? —inquirió Álvar.
Ambrosio frunció los labios con desagrado y se cruzó de brazos. La tensión lo envaró.
—Estuve frente al altar mayor, pues rezaba por nuestra salvación —rezongó con altanería.
—¿Y no vio a nadie, no escuchó nada? —continuó con recelo.
—Inmerso en mi fervor, me alejo de lo mundano, recito mis letanías sin prestar oídos al exterior. Fuera, el sonido de la guerra y la desolación me obliga a usar la meditación para evadirme y concentrarme en mi súplica al Altísimo. Comprendo que no entendáis de lo que hablo.
Álvar supo que nada sacaría de ese hombre; se encogió de hombros, enfundó de nuevo la espada y recorrió con la mirada el altar.
—Tenéis razón, padre, no entiendo de lo que habláis, como no creo lo que decís —concluyó—. Pero os aseguro que vigilaré de cerca la supuesta lealtad de vuestro corazón, conducta y pensamiento.
Y se encaminó a la salida, ansioso por regresar con Jimena.