CAPÍTULO 30

Desde la almena enarboló con vehemencia la bandera blanca. Habían sido cuarenta días de asedio, intrigas, angustia, dudas, revelaciones, supervivencia extrema, descubrimientos y, sobre todo, de giros inesperados. Uno de ellos había sido su resurgimiento como hombre en el más pleno significado de la palabra.

Se sentía completo e incongruentemente desolado. Le había fallado a sus hermanos, los había defraudado, y ese puñal tardaría en salírsele del pecho, si acaso lo hacía. Hacer un daño involuntario a la gente que se quería era algo lamentablemente inevitable, solo esperaba que, con el tiempo, las bondades pesaran más en las balanzas de sus corazones cuando rememoraran el recuerdo. Nada podía hacer ya, excepto vivir con ello.

Desplegó su mirada por los campos castellanos plagados de soldados, trabuquetes, tiendas, monturas, ondeantes baluartes y pequeñas, aunque numerosas, fogatas.

Las nutridas tropas almohades cercaban el castillo, y su comandante, Yarmun, parlamentaba con el califa al-Nasir junto a la tienda principal. Aguardaba el regreso del comandante cuando Martín y Bernardo se unieron a él con semblante contrito. La mirada de Martín clavó más aquel puñal de culpabilidad que lo atormentaba.

—Durán está malherido, no sabemos si sobrevivirá —informó con cierta agresividad—. El ataque pudo evitarse; han muerto innecesariamente muchos hombres.

Álvar resopló y se enfrentó a su otrora hermano.

—¿De qué me acusas además de amar a una mujer?

—Precisamente de eso: el vigía gritó «parlamento», y tú lo ignoraste, cejado en encontrar a la mujer de otro hombre. Si hubieras accedido a negociar la rendición, se habría evitado el ataque, y ahora Durán…

—¡Basta! No podía imaginar que atacarían.

—¡Me confesaste que nada cambiaría! —le gritó fuera de sí—. ¡Me dijiste que te alejarías de ella, que controlarías tus sentimientos, que los sacrificarías por tu bien, por tu fe! ¡Has priorizado tus sentimientos en detrimento de los demás, de la vida de tus hombres! Y eso, dudo de que pueda perdonarlo.

En cierto modo llevaba razón. Y Álvar se vio incapaz de discrepar, de defenderse de aquellas cruentas acusaciones. Y, sin embargo, en su fuero interno supo que solo había tomado las decisiones en función de la urgencia del momento. Si hubiera sabido lo que acarreaban, todo habría sido distinto.

—Ni yo me atrevería a pedirlo. Asumo mi culpa y rezaré por el perdón de mis pecados; si he de pagar con mi vida, lo haré. Pero ambos sabemos que no había forma de predecir lo que ocurrió.

Martín bajó la cabeza, su rostro enrojecido, y tensó la línea de los hombros; todo en él mostraba impotencia y cólera. Entonces, supo lo que deseaba, lo que realmente contenía.

—Adelante. —Lo zarandeó burdamente—. Desahógate de una maldita vez.

Fue algo instantáneo. Martín lo golpeó con fuerza; sintió restallar el puño de su amigo en la mandíbula, y la cabeza se bamboleó hacia un lado. Álvar aguardó con los brazos caídos el siguiente golpe, pero no llegó.

—No soy yo quien ha de castigarte —musitó entre dientes.

—Pero sí te atreves a juzgarme.

—Entendí tu… encandilamiento, tu pasión por esa mujer; incluso lo disculpé, al fin y al cabo, somos hombres, con nuestras debilidades y defectos. Sin embargo, creí que lucharías, que conseguirías olvidarla. Pero ahora… Ahora veo que lo que sientes te ha convertido en alguien que no conozco, y perder a mi gran hermano así, de golpe —sacudió confuso la cabeza—, no es algo fácil de asimilar.

Álvar puso una mano en el hombro de su amigo y le sostuvo la mirada con firmeza.

—Sigo siendo yo, Martín, tal vez una versión diferente, pero con el mismo contenido. No sé qué será de mí, pero te aseguro que mi amistad prevalecerá si no cierras tu puerta.

Bernardo desvió la mirada, su hirsuta barba cubría un rostro tosco pero bondadoso, aunque en ese momento la rigidez le contraía los rasgos.

—Ya nada será igual —musitó apesadumbrado.

—Dispón a la gente en una fila ordenada —pidió Álvar para concluir el tema.

—No hay vasallos, solo soldados y templarios.

Álvar frunció el ceño.

—¿Dónde demonios están todos? Guillén los liberó —gruñó preocupado.

Bernardo se encogió de hombros.

—Yo solo lo vi entrar en la torre.

Una comitiva cabalgó hacia la muralla y se detuvo justo debajo de ellos.

El huraño rostro de Yarmun lo saludó. Álvar se inclinó sobre la almena y gritó:

—Rindo el castillo con el beneplácito de mi rey Alfonso VIII de Castilla, a cambio debéis garantizar un salvoconducto para los habitantes del castillo hasta llegar a territorio cristiano.

El comandante almohade lo observó en silencio, su bruna mirada brilló con perspicacia.

—Aceptamos las condiciones, templario, con una sola imposición. Partiréis sin posesiones: todo hombre, mujer o niño será minuciosamente registrado.

Le dedicó una sonrisa sobreseída, era un hombre extremadamente ambicioso, y ya se relamía ante los tesoros que lo aguardaban.

Álvar repasó mentalmente las costosas reliquias que manos infieles tomarían, el esfuerzo, sudor y sangre las rodeaban como un halo de infortunio. Finalmente, la muerte de muchos cruzados perdía valor. Habían malogrado esa batalla, pero eso solo lograría ensalzar los ánimos para ganar la guerra, la libertad. El rey Alfonso tomaría revancha, no albergaba ninguna duda al respecto. Se limitó a asentir mientras en su mente elucubraba un ardid para camuflar los evangelios. Jimena no perdería su batalla.

—¡Dios! Jimena, tu rostro…

Guillén simuló preocupación y se sentó junto a ella. Le tomó con gentileza la mano y se la llevó a los labios.

—Curará —le aseguró y escondió su repulsa.

—Conseguiste tu propósito, pero casi te cuesta la vida —repuso con voz suave—, ¿mereció la pena?

—Sí.

Guillén miró, claramente turbado, el saco. Incapaz de resistir la tentación, lo tomó.

—La curiosidad me mata, querida —arguyó y se relamió los labios inquieto.

—Puedes leerlo si lo deseas —ofreció.

Deseaba ganar tiempo. Cuando el hombre enfocara la atención en lo que tanto deseaba, ella podría buscar algo con qué golpearlo. Guillén, subyugado por el ofrecimiento, desanudó el cordel y abrió la boca del saco. Metió la mano y sacó el pesado cofre. Los ojos le centellearon.

Jimena posó la mirada en el candelabro que había sobre la mesita y se decidió por eso, era de bronce y estaba a mano. En caso de ataque, debía actuar con rapidez o estaría perdida.

Su esposo abrió el cofre y dejó escapar un suspiro. Levantó la garra que estaba engarzada a una brida de finísimo acero para conservar la unión de las extrañas falanges y la sostuvo ante él. Admiró aquella aberración con éxtasis. Como buen idólatra, la giró maravillado mientras mostraba su respeto. Con gesto solemne la acarició, como si el anterior y genuino propietario agradeciera su servidumbre. La conducta reverente era la propia de un vasallo con su señor. Aquella tétrica imagen convulsionó el quejicoso estómago de Jimena.

—Curiosa reliquia, ¿no?

Guillén alzó molesto la mirada.

—Imagino que pertenecerá a algún animal extraño, una mutación de la naturaleza —añadió tentando su suerte.

—Pertenece a un ser supremo —confesó.

Jimena tragó saliva; sin embargo, logró conservar la serenidad para lidiar de nuevo con la muerte.

—Era lo que buscabas, ¿verdad? —comenzó pausada—. Deseabas que lo trajera ante ti, y eso he hecho.

Guillén depositó con extrema delicadeza la garra en el terciopelo rojo que cubría la base y la miró asombrado.

—Nunca dejas de sorprenderme, querida. Subestimé tu inteligencia, lo confieso.

—¿Cómo supiste que estaba junto al evangelio que yo buscaba?

—Puesto que voy a matarte, creo justo contarte mi historia.

Jimena simuló acomodarse y se aproximó a la mesita del candelabro.

—Adelante.

En su interior, elevó una plegaria para que Álvar apareciera antes de que se desatara la locura. Guillén rio satisfecho, se pasó la mano por la espesa melena y la observó con clara aprobación.

—Me sorprende gratamente tu aplomo, Jimena; demuestras una entereza admirable.

—Gracias, continúa —urgió.

—Todo empezó cuando intercepté la urgente misiva de un cruzado. Era una carta bastante peculiar: hablaba de una necrópolis, de su historia y del poder de su máximo gobernante, el gran Adonay. No te aburriré con los detalles, pero me convertí en su leal súbdito.

Hizo una pausa, posó la mirada en el cofre y ensanchó la sonrisa.

—La providencia puso en mi camino a ese monje, lo encontré desvariando una noche, totalmente ebrio, sobre una garra extraña; la mano del demonio la llamaba y enseguida comprendí que barboteaba sobre algo que yo ansiaba, algo imprescindible en el último ritual. Lo acogí en mi casa y le sonsaqué la información que precisaba. Le dije la verdad con la intención de convertirlo a la causa, le hable de Adonay y cayó rendido a su influjo. Ambrosio conocía también el peligroso contenido de este evangelio, odiaba a las mujeres, era un odio letal, el solo pensamiento de que fueran nuestras iguales lo sublevaba hasta el punto mismo de la locura. Descubrió que lo custodiaba tu padre, así que lo mató.

Se detuvo para deleitarse con su expresión. Pero Jimena, aunque afectada, lo privó de ese placer y conservó una fría indiferencia; no obstante, el pecho empezó a dolerle.

—Abrió el cofre y se distrajo con la garra. Desafortunadamente, llegó tu madre junto a algunos parroquianos y tuvo que huir sin poder llevarse tan preciado objeto. Aunque se juró perseguirlo hasta el fin de sus días, ya no tenía un objetivo, sino dos. Gracias a mí. Ambrosio, aunque mezquino y siniestro, me confesó que tenía un hijo y que solo me ayudaría si lo acogía en mi casa como mi aprendiz. Damián tenía entonces dieciséis años. Hace ya diez de eso. No tuve más remedio que aceptar. Localizamos a tu madre en Calatrava. Osorio nos avisó, por cierto. Todo queda en familia, Osorio era hermano de Ambrosio, dos seres abyectos que servían a tu dios, ¿no es irónico? Pero escapasteis. Por fortuna, tu madre, la bella Alodia, pagó justamente su osadía.

Jimena apretó los puños y cerró los ojos ante la imagen que se le perfiló en la mente: el cuerpo laxo y maltratado de su madre al balancearse en la horca.

—Y yo te localicé a ti. Fue tan fácil conseguir que me necesitaras, siempre fuiste tan predecible, tan manejable. Te permití pensar que eras tú quien me manipulaba, pero fui yo, siempre fui yo. Conseguí instalarme en este castillo para la consecución de mis objetivos, no de los tuyos; me importan un bledo los tesoros que oculta, como me importas un bledo tú. No obstante, fue tan divertido representar el papel de devoto esposo neciamente enamorado de su mujer, disfruté al victimizarme. Y, ahora —se puso en pie, cerró la bolsa y la dejó en el suelo—, voy a disfrutar al entregar tu mísera vida a mi señor.

Jimena no lo dudó. Se abalanzó sobre el candelabro y lo apuntó con él. Al punto, se apercibió de su error, pues Guillén simplemente retrocedió y desenvainó la espada con total tranquilidad.

—Demasiado impulsiva, un craso defecto. —Chasqueó la lengua y le regaló una sonrisa condescendiente—. No te resistas, tu destino está marcado desde hace tiempo. Tu sangre alimentará la garra, y mi amo resurgirá de los avernos para gobernar la Tierra.

Lo miró con aversión. Estaba desquiciado, creía aquellas palabras y en verdad esperaba resucitar a un ser que ni siquiera habría existido, por muy humana que pareciera esa garra maldita.

—Lo que más lamentaré es no poder verte la cara cuando tu adorado Adonay no aparezca.

—Eso nunca lo sabrás.

Jimena se removió nerviosa, le quedaba averiguar un par de cuestiones.

—¿Qué le hiciste a Mencia?

—Solo le administré el mismo brebaje que preparé para ti. Está paralizada, pero plenamente consciente de su alrededor, ¿no es aterrador?

—Malnacido —profirió y reprimió un escalofrío.

Guillén rio, disfrutaba de aquel preámbulo.

—Damián vio la oportunidad de desfogar sus bajos instintos contigo. Tus flirteos lo enloquecían, te deseaba fervientemente. Quise entregarte a él, me excitaba observar cómo te ultrajaban, pero el templario tuvo que intervenir. Le prometí que habría otra oportunidad, estaba tan impaciente.

—¿Qué has hecho con los sirvientes del castillo?

—No los he matado, ¿por quién me tomas?

Estalló en una histriónica carcajada, una delirante locura le refulgió en la mirada.

—¿Dónde están? —insistió ella.

—Siguen presos en el calabozo —respondió—. No deseo interrupciones, este ha de ser mi ritual más preciso, necesitaré de toda mi concentración.

—Álvar vendrá a visitarme de un momento a otro.

Resopló hastiado, sacudió la cabeza y miró hacia la puerta.

—Tu querido templario está muy ocupado en estos momentos, estará inmerso en las negociaciones de la rendición y tendrá que disponer y organizar el destierro. Para cuando regrese, solo encontrará el despojo que será tu cuerpo. Un cuerpo del que ha gozado intensamente. Aún recuerdo cómo jadeabas gustosa bajo él, cómo tú traicionabas a tu esposo con total abandono y él, a su dios. Fue repugnante, aunque confieso que me alivié mientras os miraba a través del tapiz que traje de Bizancio. Verte fornicar como una vulgar ramera fue más excitante que tomarte como si fueras una momia.

—Eres un enfermo, un ser repulsivo, pero digno de compasión. Un simple perturbado, un vulgar asesino, un maldito depravado que…

Guillén se abalanzó sobre ella y la abofeteó. Sonrió para sí, pues lo había atraído sagazmente a su terreno. Descargó el candelabro de bronce y le golpeó un lado de la cara. El hombre chilló y se sujetó la oreja izquierda. La sangre se filtró entre sus dedos. Jimena bajó de la cama y corrió hacia la puerta. Un puntapié la derribó. Exhaló un gemido doloroso cuando Guillén le clavó la rodilla en la espalda y la sujetó por los codos, tirando hacia atrás.

—¡Voy a destrozarte! —amenazó entre dientes.

Jimena dejó de debatirse, apoyó su inflamada mejilla en las frías baldosas de piedra y esperó el próximo movimiento. Guillén se alzó lo suficiente para girarla y la apresó entre sus rodillas. Boca arriba, observó el rictus contrariado y enfurecido del hombre. El demencial brillo de aquellos ojos la sobrecogió. Guillén sacó una daga del cinto y entonó un extraño cántico en un dialecto más extraño aún. Con la mirada turbia y el rostro arrebolado, se entregó a aquel macabro conjuro. Cerró los ojos y alzó el puñal.

Jimena, desesperada, buscó a su alrededor y descubrió que la bolsa estaba casi a su alcance. Estiró el brazo hasta que el músculo le dolió, apresó entre los dedos la bolsa y la arrastró hacia ella. Miraba aterrada la febril expresión de Guillén, rezaba para que no abriera los ojos. Deslizó dentro la mano, agarró el cofre y lo sacó. Se le volcó y, así, logró abrir la tapa y tomar la garra.

Cuando Guillén comenzó a descargar su daga sobre ella, Jimena detuvo la estocada con la garra: el acero se filtró entre las falanges medias. Astutamente giró la muñeca y atrapó en ese movimiento el puñal de Guillén. Él, paralizado al ver su preciada reliquia atravesada por su propio acero, tiró hacia atrás para liberarla. Jimena aprovechó esa pequeña inclinación para empujarlo con fuerza. Logró encoger una pierna y dobló la rodilla para impulsarla contra la cabeza de Guillén. La patada logró el efecto deseado. Él cayó despatarrado al suelo, confuso y dolorido. Jimena se levantó y, en lugar de correr hacia la puerta, tomó de nuevo la reliquia y se acercó a la alargada ventana ojival que daba al patio de armas. Sacó la garra por ella y la dejó caer.

—¡Nooo!

Guillén, con los ojos desorbitados y mientras la furia le contraía las facciones, corrió hacia ella. Jimena aguardó el momento preciso: contenía el miedo. Agitada, se agachó hecha un ovillo bajo el parapeto para convertirse en un obstáculo viviente. Justo cuando el hombre se abalanzaba hacia la ventana, se topó con ella, perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Quedó suspendido en el parapeto, medio cuerpo colgando fuera, el otro medio sobre la espalda de ella. Antes de que pudiera rehacerse, Jimena se incorporó. El cuerpo de Guillén se deslizó lentamente en mitad de gritos y súplicas. Finalmente, cayó al vacío con un aterrador alarido infrahumano y siguió el mismo recorrido que su amada reliquia. Había encontrado su destino de la mano de su amo. Algo irónicamente escalofriante. La puerta se abrió de golpe, unos pasos acelerados se aproximaron a ella.

—Temí llegar tarde; cuando vi que no los había liberado…

Jimena se volvió hacia Álvar temblorosa y agotada. Ni siquiera le quedaban fuerzas para llorar.

—Maestro y amo por fin se encuentran —musitó con voz gastada.

Álvar se asomó con curiosidad. El cuerpo de Guillén se hallaba tendido inerte en el patio sobre un charco denso de sangre, su cuello en una postura imposible.

—Ahora sí ha acabado todo —murmuró ella en apenas un hilo de voz.

—Queda una última cosa —objetó Álvar—, coser los evangelios a tu camisola.

Jimena asintió y se sintió desfallecer. El templario la tomó en los brazos y la acunó. Entonces, se rindió; la tan apetecible negrura, cálida y envolvente, la rodeó.