CAPÍTULO 22
Los siguió pegado a los muros. Su señor Lucifer ya lo había prevenido contra la naturaleza insidiosa de las mujeres; en eso coincidían con los manifiestos de la Iglesia. La mujer era un ser amoral y réprobo, sibilino y manipulador; en definitiva, la mejor herramienta con que tentar el alma inocente de un hombre. Y esa, en particular, era la herramienta por excelencia. Sonrió complacido.
Llevaba vigilándola desde su último y malogrado encuentro. El maldito templario, siempre tan inoportuno, se había convertido en algo más que una molestia; él solito se había puesto en la diana. Pues profanar el recinto sagrado solo era perdonado con la pena de muerte, y una muy dolorosa por cierto. Aguardó en un rincón de la entrada al sótano y atisbó subrepticiamente.
La mujer, acompañada del prisionero que había decidido liberar para ayudarla en la búsqueda, pareció sacar una especie de colgante del morral que llevaba en su cinto y lo manipuló contra el anclaje de una antorcha. También observó que llevaba una espada corta que asomó al retirar la gruesa capa que portaba sobre los hombros. Casi al instante, se oyeron unos resortes y un ligero retumbar. Asombrado descubrió que la pared se movía. Una puerta oculta.
Sabía a dónde se dirigían, pues también logró escuchar la conversación que la mujer mantuvo con su amante almohade. Afortunadamente, aquello lo previno con la suficiente antelación para trastocar sus planes. Aquella perra, lasciva y traidora, pensaba escapar a su destino. Sonrió para sí, imaginaba la cara que pondría cuando descubriera que su adorada Mencia ya estaba en su poder. Le había resultado extremadamente fácil atraerla cuando ella sacó al moro de su escondite, agazapado tras unos fardos de heno. Y, a pesar de que la guarida había sido descubierta, no le importó.
La invocación había resultado un rotundo éxito. Su señor ya lo acompañaba, traído del Reino de los Muertos, para alzarse sobre los vivos e imponer una nueva era. Todo se lo debía al despertar del primer rey de Israel, Saúl, al ocultismo. Desde que leyó el pasaje referido a las brujas de Endor en la Biblia en el libro primero de Samuel, sintió la llamada de su verdadero destino.
Saúl, en la guerra contra los filisteos, temeroso y rechazado por Dios por no cumplir su mandato de exterminar al pueblo de Amalec, quebró sus propios mandatos sobre la prohibición en su reino de toda magia adivinatoria y mandó llamar a la bruja de Endor, una adivina capaz de contactarse con los muertos. El rey se disfrazó y, acompañado de dos de sus hombres, acudió a verla con la promesa de no denunciarla. Lo que no sabía la nigromante era que había sido él mismo quien había prohibido sus artes y le había pedido que invocara al profeta Samuel.
Pero, cuando la bruja mostró su magia y vio al profeta envuelto en un manto, supo a quién tenía realmente enfrente, y se sintió traicionada. Enfurecida, maldijo al rey Saúl, vaticinó además que su pueblo caería frente a las huestes enemigas y que él moriría en tres días, pero no como hombre, sino como vasija demoníaca, como puerta al inframundo. Dios lo había abandonado, y el demonio lo había elegido para su regreso.
Y así fue: su ejército fue derrotado en la batalla del Monte Gilboah, y él comenzó a sufrir una horrible metamorfosis que le degeneró el cuerpo en un espeluznante híbrido entre animal y humano, su conversión en el verdadero mesías: Baphomet. Pero Saúl aniquiló a toda su estirpe y se dio muerte para acabar con su ignominia. No obstante, la maldición quedó atrapada en sus huesos deformados, detenidos en mitad del resurgimiento de su señor.
Fue enterrado en una tumba olvidada, y así habría seguido si los codiciosos cruzados no la hubieran saqueado. Y, gracias a ellos, la garra del maldito, puerta de entrada al Reino de las Tinieblas, había sido llevada a Occidente, ya muy cerca de él. La garra era la puerta de la que emergería Lucifer. El conjuro, la llave que la abría; y la sangre de un apóstata, la que despertaría a su amo. Por eso, sustrajo el controvertido Grimorio de San Cipriano, un excelso manual de necromancia, para entronizar al Caído y convertirse en su aliado.
Por fortuna, consiguió interpretarlo con ayuda de su maestro y aprendió las artes de la magia negra. Con los rituales de sangre de las mujeres se había ganado el favor de su Amo, al sesgar vilmente sus vidas para ofrecerle sus almas. Tan solo necesitaba encontrar la garra de Baphomet y la sangre de un apóstata cristiano. En ese caso, una que hacía tiempo había sido elegida para la ofrenda, ella gozaría del honor de devolverle su forma humana. Y esa garra estaba metida en un cofre, confundida con una reliquia cristiana y enrollada en un manuscrito que simulaba ser un evangelio apócrifo, el más revelador, por cierto.
Él vio enterrar aquel cofre hacía ya muchos años, y él había matado al hombre que lo portaba. El padre de la mujer que ahora se lo traería en bandeja, la elegida. Entonces, no había podido sustraerlo, pues había tenido que huir, pero ya había esperado demasiado. El blasón solo guardaba en su dorado interior el mapa que señalaba el lugar exacto: un lugar inaccesible para él. Aguardó en su escondite que la mujer y el liberado prisionero salieran de los túneles. Pudo imaginar los tesoros que los templarios acumulaban en aquellas cámaras, tesoros teñidos de sangre, ambición disfrazada de devoción a un dios al que no escuchaban.
Reprimió una carcajada, cual infame hipocresía enarbolaban las religiones. Todo eso acabaría. Su amo sí sería escuchado, pues su voz retumbaría en los cielos y su ceño asustaría a los incrédulos. Un dios de carne y hueso, pero inmortal. Mientras esperaba se relamió ante la sorpresa que aguardaba a la mujer. Donde había dejado a Mencia solo encontraría una nota lo suficientemente persuasoria para que ella regresara no solo con el blasón, sino también con el cofre. Era su primera sierva y, sin duda, de ella se serviría, en toda la extensión de la palabra.
Pertrechados como mulas de carga, Álvar y sus hombres corrieron junto a la muralla al tiempo que arrastraban tras ellos las camillas. Por fortuna, los almohades continuaban su alborozo, cantaban junto a las hogueras y recitaban poemas épicos al son de un laúd. Otros dormían agotados y roncaban como bellacos. Saciados de comida, bebida y diversión, caían exhaustos tras un duro día de asedio.
Recorrieron el perímetro sur de la muralla y, desde allí, descendieron con esfuerzo entre peñascos y arbustos rígidos y compactos entre los que se trababan las camillas. Saltaron montículos pedregosos mientras rezaban para que el arnés resistiera tanto vaivén. Se detuvieron un instante a recuperar el aliento, agachados tras uno de aquellos mogotes.
—Es un tramo duro, y eso que vamos sin carga; no quiero imaginar cómo lograremos ascender por estos pedregales con los sacos repletos de comida —opinó Durán con semblante preocupado.
Álvar ya había pensado en eso. Por fortuna, su experiencia y talento para incursiones le servían para anticipar cada paso del plan trazado. Ese don le había salvado la vida en innumerables ocasiones.
—Es por completo imposible ascender estas colinas cargados como bueyes —confesó Álvar ante el atónito desconcierto de sus hombres. Solo el leal Martín permanecía impávido, ya que era conocedor de su capacidad estratega.
—Deberías haber mencionado ese detalle —recriminó Bernardo ceñudo.
—Hemos dado un rodeo para evitar ser descubiertos —aclaró—. Alcanzaremos el pinar junto al almacén, mataremos a los guardias y robaremos cuanto tengamos a mano. Después prenderemos fuego la tienda. El revuelo que se creará, nos dará tiempo para correr lo más rápido que podamos en línea recta para atravesar la llanura directamente hacia el portillo.
—Es un buen trecho, podríamos desfallecer antes de llegar —advirtió Durán.
—O podríamos convertirnos en los blancos móviles de los arqueros —añadió Bernardo.
—Ambas cosas son probables —convino Álvar—, pero al menos no moriremos de hambre.
—Lo que no es un gran consuelo —murmuró Martín con un dejo burlón.
—No —aceptó—, no lo es, pero es cuanto podemos hacer.
Miró a sus hombres con gravedad y recitó:
—«En el campo de batalla, mira tu hombro: si llevas la cruz del templario, perfecto. Si no la llevas, estás perdido».
Todos se miraron la cruz roja que adornaba los hombros de sus capas blancas y sonrieron.
—La llevamos, y ella nos llevará a la gloria —replicaron.
Se irguieron y, con ánimo reforzado, corrieron hasta el denso y perfumado pinar en el que piñas secas tapizaban el fértil suelo, cubierto de agujas secas de pino que crujían bajo sus pies.
Álvar se adelantó con todo el sigilo posible y desenfundó con parsimonia su larga espada. Detrás de un rugoso y descascarado tronco, divisó la tienda. Los guardias dormían plácidamente tirados lateralmente en el suelo, justo enfrente de la entrada. Giró la cabeza y llamó a sus hombres, que lo rodearon a la espera de una señal.
El templario asintió, salió con cuidado de su escondite al abrigo de añejos árboles y se acercó a los guardianes. No dudó cuando llegó hasta ellos. Se agachó con agilidad y, con la rodilla en el suelo, dejó la espada sobre la hierba, tomó el puñal que escondía en la bota con su mano izquierda y lo clavó con decisión en la nuca de uno de los hombres al tiempo que le tapaba la boca con la otra. El hombre se arqueó con violencia apenas un instante, hasta que su cuerpo se rindió a la muerte. La calidez de la sangre le tiñó la túnica. Martín lo imitó y ejecutó los mismos movimientos casi al unísono. Ambos se miraron y asintieron con satisfacción.
Durán y Bernardo vigilaban concentrados a su alrededor. Álvar aguardó en completo silencio hasta que los hombres asintieron de nuevo. Entonces se adentró en la tienda y los demás lo siguieron. Ávidos, contemplaron las pilas de sacos repletos de comida, incluso piezas enteras de jabalí, ciervo y centenares de conejos que colgaban de las patas traseras en cuerdas tensadas de extremo a extremo de la tienda. Se liberaron raudos del arnés y casi con desesperación comenzaron a llenar los grandes sacos que habían llevado.
—Esto debe de ser el paraíso —musitó Durán con una amplia sonrisa.
Cuando abotargaron los fardos, los ataron concienzudamente y se abrocharon el arnés. Ahora venía la parte difícil. Álvar vio cómo Durán, además, se colocaba sobre los hombros un pequeño ciervo, que ya había sido limpiado de vísceras y despellejado.
—¡Suelta eso! —ordenó—. Es demasiado incluso para un gigante como tú.
—Ni hablar, un gigante como yo come esto para desayunar —se jactó.
Álvar sacudió la cabeza, chasqueó la lengua y asumió su testarudez.
—Si la cosa se pone fea, tendrás que deshacerte de él.
El hombre asintió con una mueca entristecida.
—Va a costarme, ya me he encariñado.
Los demás rieron quedamente. Álvar tiró de su carga al tiempo que tanteaba el peso. No era la primera vez que llevaba una camilla con un compañero herido, pero nunca había tenido que correr en esas situaciones. Rezó para que no fueran descubiertos. Se inclinó hacia delante y tiró con fuerza. Salieron de la tienda y miraron a su alrededor con el corazón en un puño.
Martín tomó una de las antorchas que iluminaban la entrada y la lanzó sobre la lona de la tienda. El fuego no tardó en prender. Esa fue la señal. Corrieron, si acaso aquella marcha agónica podía llamarse así, a través de la campiña y se adentraron en la azulada noche. Álvar giró a tiempo de ver el anaranjado resplandor de las llamas que devoraban el almacén. Pronto, gritos de alerta recorrieron el campamento. Imprimió fuerza en las piernas, inclinó la espalda todo lo que pudo, aceleró el paso y gruñó como un animal herido. Sintió que los cintos del arnés le horadaban los músculos y se le clavaban en la piel. Apretó los dientes.
Sus hombres jadeaban por el esfuerzo, sudaban y maldecían. Nunca una legua se le había hecho tan larga; cada paso era un tormento. Sentía los músculos aguijoneados por calambres que crecían en intensidad. Frunció el ceño y sacó de su interior no solo la fuerza, sino también la rabia y la frustración. Dios no le estaba facilitando las cosas, en realidad, desde que se había consagrado en la Orden habían sido pocas las cosas sencillas. La muerte se había convertido en una compañera de viaje habitual a la que, por muy tenaz que se volviera, él siempre lograba esquivar.
Siguieron el penoso avance con ahínco. Por fortuna, el viento parecía correr a su favor y sumaba un agradecido empuje a sus maltrechas espaldas. No obstante, ganaba demasiada intensidad, y Álvar percibió humedad en el aire. Se avecinaba una tormenta. Lo último que necesitaban era que la tierra se enfangase bajo sus pies. Aceleró cuanto le fue posible. De repente, un relámpago surcó el cielo e iluminó la extensa campiña y a ellos. Maldijo su suerte y continuó imprimiendo toda su fuerza en el avance.
Escucharon un trueno sordo y apabullante, como si las nubes, cual navíos de guerra, se enfrentaran entre sí. Tiraron de los fardos como bestias de carga y sacaron fuerzas de la flaqueza. A sus espaldas, oyeron unos gritos que alertaban de su presencia.
—¡Vamos, rápido, nos han descubierto! —gritó Álvar.
Miró hacia atrás y horrorizado comprobó que los seguían unos soldados a la carrera. Supo al instante que no alcanzarían la fortaleza a tiempo. Solo se le ocurrió una cosa: sacrificaría la carga y se enfrentaría a los perseguidores para darles a los demás tiempo a llegar.
—¡Continuad, yo los detendré!
Ninguno replicó. Álvar se soltó el arnés, movió los brazos en círculos y desenfundó la espada. Abrió ligeramente las piernas y flexionó sutilmente las rodillas, preparado para el ataque. Posicionó la espada lateralmente al tiempo que se cubría el pecho con ella y aguardó. No tardaron en darle alcance: eran cinco, una pequeña avanzadilla de lo que probablemente vendría detrás. No tenía mucho tiempo. Dejó que el primero cargara contra él, solo tuvo que agacharse y deslizar su acero por el vientre del hombre, que cayó desplomado a sus pies. Cruzó su espada con el segundo y detuvo con velocidad algunas embestidas. Un tercero lo asaltó por la izquierda, giró entre ambos con el acero en alto y sesgó el cuello de sus atacantes.
Frente a él se plantaron otros dos soldados que comenzaron a rodearlo. Los musulmanes lo contemplaban con una mezcla de admiración y temor, el monje los superaba en altura y corpulencia, y también en destreza. El templario los tanteó mientras movía la espada en círculos. Los hombres parecieron ponerse de acuerdo y atacaron a la vez. Álvar, con la agilidad y la velocidad de un felino, se abalanzó contra el que tenía enfrente y le asestó un mandoble letal en el costado, casi al tiempo que lanzaba una patada hacia atrás que logró frenar en seco al oponente que se cernía sobre su espalda. Entonces se volvió, justo para detener otra acometida. Los aceros rechinaron y lanzaron chispas a la noche; más allá, otro grupo de almohades corría hacia ellos. Un nuevo relámpago rasgó el oscuro manto que los cubría.
Álvar rugió con fuerza para atemorizar a su contrincante, que comenzaba a retroceder. En el último movimiento, alzó su enorme espadón y, en un quiebro diestro, logró hundirlo en el pecho del enemigo. El trueno retumbó en sus oídos; casi al instante, la lluvia hizo acto de presencia con una descarga violenta y abundante.
Aquel telón de agua cayó implacable sobre él. Salió corriendo a toda velocidad. En su alocada carrera casi tropezó con algo, el cervatillo que Durán se había colgado al cuello, asaltado por un impulso que podría tacharse de necio, se agachó y se colgó la pieza sobre los hombros. A grandes zancadas, casi logró alcanzar a sus hermanos que ya estaban a punto de llegar al ansiado portillo. Un poco más, tan solo un poco más y todo habría acabado. Extrañamente, le pareció ver dos figuras encapuchadas deslizarse furtivamente por la misma muralla que ellos habían recorrido, parpadeó confuso, pero cuando volvió a mirar, habían desaparecido.
Escuchó el familiar silbido de flechas rasgar el aire. El aliento le quemaba en el pecho y convertía sus pulmones en dos brasas ardientes. Bajo sus pies, ya se estaban formando charcos que, impunemente pisoteados, lagrimeaban en todas direcciones. Entonces, la puerta del portillo se abrió. El primero en adentrarse en el castillo fue Durán, luego Bernardo, les siguió Martín, y, por último, entró Álvar. A continuación, miró atrás y comprobó aliviado que sus arqueros apostados en las saeteras mantenían a raya a los almohades más adelantados. Ninguno pudo hablar. Tras liberarse de las pesadas camillas, se tiraron al suelo y jadearon exhaustos. Al cabo, Durán se incorporó y lo miró, seguía con la respiración agitada.
—No vuelvas… a llevarme de excursión.
Álvar rio, inclinado se apoyaba en sus piernas, esperando a que su corazón recuperar su ritmo normal.
—No ha salido tan mal, después de todo —opinó y burlón, señaló la pieza el cervatillo que había recuperado—. Además, he traído a tu amigo.
Durán sonrió divertido, se puso en pie y ayudó a Bernardo a levantarse.
—Hermano, prefiero cazar a mis amigos, en lugar de robarlos.
—A mí, solo me gusta comerlos —adujo Bernardo.
Todos rieron mientras se sacudían el agua bajo el soportal como perros lanudos; movían sus cabezas y agitaban sus ropajes.
—Creo que nos merecemos un descanso. Estoy agotado, me duelen hasta los párpados —sugirió Martín.
La lluvia arreció. La tormenta ganó intensidad. Solo podía pensar en tirarse en un jergón y dormir como un bebé. Los soldados cargaron los fardos repletos de comida, ya se retiraban cuando el capitán de la guardia irrumpió. La expresión de su rostro anunciaba malas noticias.
—El prisionero ha escapado —informó. En su voz se translucía un desasosiego inquietante.
En realidad, aquella noticia no requería una intervención inmediata, pues no pensaba perseguir un prisionero que en realidad no le era útil. Aunque, por supuesto averiguaría cómo lo había conseguido.
—Mañana averiguaré quien lo ayudó a escapar, ahora necesito descansar.
Ya se iba cuando Damián se plantó frente a él. La preocupación nublaba su semblante.
—Eso no será necesario. Yo sé quién lo hizo.
Los músculos le dolían, las rodillas le flaqueaban, sintió el impulso de empujar al capitán y correr a su cámara.
—Te repito que lo interrogaré mañana, ahora apártate de mi camino.
—Fue la señora, ella ha huido con él.
Aquello detuvo su corazón. Por su columna sintió una mano gélida deslizarse hasta la nuca. Su garganta se cerró. La angustia más opresiva se instaló en él, pero fue el miedo más primario lo que lo catapultó de nuevo hacia la puerta. Las siluetas que le pareció ver agazapadas en la muralla eran reales, lo que significaba que podría alcanzarla a tiempo.
—Te acompañaré —ofreció Martín.
—No, te necesito aquí.
—Es una locura salir de nuevo.
—Pero no es la primera que cometo —contestó, en un fútil intento por restar importancia a su decisión.
—Tal vez no la primera —arguyó Martín—, pero puede que la peor. ¿Ella lo merece?
Álvar sostuvo su mirada, pocas cosas escapaban a la sagacidad de su gran amigo.
—Creo que ya es tarde para contestar esa pregunta; ahora, trae mi caballo.
—Haré algo más que eso, te llenaré las alforjas y elevaré una plegaría por tu vida y por tu alma.
Cuando todo estuvo dispuesto, se encaramó a su negro alazán, alzaron el rastrillo y galopó hacia la noche, para enfrentar la peor tormenta de todas, la que en ese momento barría su interior.