CAPÍTULO 38

Pasó un mes. Las horas eran tan dulces que parecían volar. Esta mañana Alaina, todavía en la cama, recordaba los días pasados cuando en horas de la noche había yacido en brazos de Cole delante del fuego crepitante y respondido a sus besos y caricias. Sintió y tocó el medallón que una vez más colgaba de su cuello. El añadido de piedras preciosas había aumentado su belleza, pero la inscripción todavía decía PROPIEDAD DE C. R. LATIMER. Ahora que vivían un verdadero estado matrimonial, Alaina sentíase cada vez más profundamente enamorada de Cole.

Tomó su camisón que estaba en el suelo, se lo puso rápidamente y se cubrió con la bata. Recordó que Cole había pasado la noche inquieto y aparentemente con mucho dolor después de haber tropezado con el borde suelto de una alfombra en la escalera. Hubiera caído hasta el final si no hubiese logrado asirse de la balaustrada. Alaina había notado el largo magullón en su muslo con la cicatriz cuando él se desvistió para acostarse.

Bajó ágilmente la escalera pero a la mitad de su descenso se detuvo sorprendida. Miles estaba apostado delante de la puerta cerrada del estudio.

—El doctor Latimer le ofrece sus disculpas, señora — murmuró el sirviente—. Y le ruega que lo perdone, pues no podrá reunírsele para el desayuno.

Más tarde, Olie relevó al mayordomo. Los sirvientes custodiaron incansablemente la puerta del estudio durante cuatro días y en el quinto, Alaina perdió la paciencia. Podía oír el canturreo de su marido detrás de la puerta cerrada y pensó que Cole ya había tenido demasiada intimidad y demasiado brandy.

Peter montaba guardia cuando Alaina decidió poner fin a la reclusión de Cole. El joven había llegado a temer a la anterior señora, pero a ésta la idolatraba y la consideraba una delicada, frágil muñeca de porcelana. Su corazón latió con fuerza cuando ella se acercó con una sonrisa. Se puso de pie precipitadamente e ignoró el libro que cayó al suelo.

—Siéntate, Peter — dijo la joven señora—. Sólo quiero hablar unas palabras con mi marido.

Peter empezó a obedecer, pero de pronto su mente deslumbrada recordó la razón por la cual estaba apostado en la puerta.

—Señora… hum…las órdenes del doctor Latimer fueron que usted no tenía que entrar.

—¡Oh, Peter! — Alaina puso una mano en la solapa de la chaqueta del muchacho. — Sabes que un hombre no puede tener secretos para su esposa. Ahora, yo comprendo que al doctor le gusta beber un poco de brandy de cuando en cuando y de eso no me quejo. Pero esta forma de beber es ridícula. ¡Tengo que discutir esto con él!

—Oh, no señora. No es la bebida… quiero decir… creo que sólo es una parte, ¡pero en realidad hay más!

—¡Peter! — El nombre resonó en el silencio del vestíbulo cuando Miles vino desde el fondo de la casa. — Sabes lo que ha dicho el doctor Latimer, Peter.

—¿De veras pretenden impedir que vea a mi marido? — preguntó Alaina incrédula.

—Sí, señora — respondió Miles con firmeza—. Son sus órdenes, señora.

Alaina tomó calmosamente la silla de Peter y la llevó a una buena distancia de la puerta. Volvió junto a los dos hombres, levantó una mano y señaló la silla.

—Peter, siéntate ahí.

Peter obedeció con presteza y Miles quedó solo ante ella, con la vista clavada en la pared mientras la frente se le cubría de gotas de transpiración.

—¿Miles?

—Sí, señora. — Un tic nervioso empezó a crisparle el brazo derecho.

—¿Usted se considera un caballero? — Alaina empezó a caminar de un lado a otro delante de él.

—Sí, señora, por supuesto. — Miles arrugó la nariz. — Uno de los mejores colegios de Inglaterra y una de las mejores familias. En realidad, yo he enseñado en varios colegios del continente.

—¡Vaya, un profesor! — Alaina asintió. — En las artes viriles, supongo.

—Sí, señora.

—Y usted es un caballero de la vieja escuela.

—Sí, señora.

Alaina se detuvo directamente frente al mayordomo, con los brazos en jarras.

—¿Alguna vez ha golpeado a una dama?

—¡No, señora! ¡Claro que no! — repuso el hombre, espantado.

—¿Me considera usted una dama?

—Oh, sí señora. Decididamente sí.

—Entonces, por favor, hágase a un lado, Miles. — El tono fue autoritario. — O aquí mismo destruiré su reputación.

Nerviosamente, el hombre se apartó de la puerta.

—¡Pa! — El gemido de Peter tembló en el pasillo, y cuando Alaina puso la mano en el picaporte, Olie apareció desde la cocina con una servilleta atada al cuello.

Alaina se volvió para mirarlo. Olie tampoco podía ponerle una mano encima y los tres vieron impotentes cómo Alaina abría la puerta.

Las cortinas estaban cerradas y el olor a whisky ya humo de cigarro bastó para que Alaina se ahogara y tosiera. Cole estaba caminando en un pequeño círculo siguiendo el borde de una alfombra redonda y ante la intrusión se volvió de repente.

—Maldición, Alaina — exclamó—. ¡Vete de aquí!

Alaina cerró la puerta, se apoyó en ella y pasó su mirada despectiva por la habitación. Lo que vio muy poco se parecía al hombre aseado y pulcro que conocía. Cole tenía una barba de media semana y se cubría con una bata larga. Sus ojos estaban enrojecidos e hinchados y la boca estaba deformada en una mueca. Se apoyaba en el bastón negro.

—¿No es tiempo de que recobre el buen sentido, doctor Latimer? — preguntó ella.

—¡Déjame en paz, mujer! — ordenó él con voz ronca. Con su bastón arrojó al suelo todo lo que estaba sobre la mesa. — Márchate u ordenaré a los sirvientes que te saquen a la fuerza.

—Eso sería inútil — replicó ella serenamente—. Ahora me temen a mí más que a ti.

—¡Ya veo! ¡Todos ellos son incapaces de impedir que una mujer entre en esta habitación! ¡Y como no puedo confiar en mis sirvientes, yo mismo me ocuparé de ti! — Cuando avanzó hacia ella, Alaina se sorprendió de lo irregular de su andar. Arrastraba la pierna derecha y avanzaba lentamente, con los dientes apretados para soportar el dolor.

—¿Cole? — dijo ella. Empezó a temer por él y se le acercó para recibirlo—. Deja que te ayude.

—¡No! — gritó él, apartándose de la mano tendida de ella. Avergonzado de su apariencia desaliñada, trató de retroceder pero su bastón cayó al suelo y él tropezó y se desplomó contra ella. Alaina cayó con él. Cole rodó a un costado y apretó los dientes para no gritar de dolor. Alaina se puso de rodillas y después se sentó sobre sus talones. Atónita, miró el muslo derecho de él que revelaba la bata entreabierta. El aspecto de la pierna provocó en ella una nueva ansiedad.

—Santo Dios, Alaina — dijo Cole con voz ahogada y trató de cubrirse—. Me acobardas.

—¿Es por eso que te quedaste aquí? — preguntó incrédula—. ¿A causa de tu pierna?

—No puedo hacer nada más que caminar para que la sangre siga fluyendo por la pierna, y rogar para no perderla.

—¿Y creíste que yo no te estimaría por esto ? — Señaló la pierna

—No hubieras sido la primera.

—¡Como ya te lo dije antes, yanqui, yo no soy Roberta! — Se puso de pie, fue hasta la puerta y la abrió. — ¡Olie! ¡Miles! ¡Peter! Vengan ahora mismo.

—¡Alaina ! — exclamó Cole, luchando por levantarse—. ¡Cierra esa puerta!

Alaina vio que la señora Garth venía por el pasillo con una nueva provisión de brandy y con la cabeza señaló hacia la escalera.

—Llévelo arriba, al dormitorio.

—¡Maldición, mujer! — gritó Cole—. ¡Lo necesito para calmar el dolor!

Su esposa lo ignoró y se hizo a un lado cuando los tres hombres entraron en el estudio.

—Lleven al doctor arriba y pónganlo inmediatamente en cama.

—¡Nada de eso! — tronó Cole—. ¡Los despediré a todos si se me acercan!

Olie miró inquieto a Alaina quien replicó:

—Entonces yo volveré a contratarlos a todos. — Agitó una mano en dirección a su marido. — Ahora basta de tonterías y llévenlo arriba. ¡Y por amor de Dios, sean valientes! ¡Ustedes son tres contra uno!

Cole empuñó el bastón como un arma y sus maldiciones hicieron arder los oídos de Peter. Miles y Olie miraron indecisos al dueño de casa y a la señora.

Olie se adelantó rascándose la punta de la nariz y miró a su patrón. — Ella dice que lo llevemos arriba. ¡Creo que lo llevaremos arriba!

Una larga sarta de insultos llovió sobre ellos, pero Olie y Peter lo levantaron y Miles le sostuvo cuidadosamente la pierna. No bien Cole fue depositado a salvo en su cama se encontró ante una nueva amenaza, la de estar a merced de su mujer. Alaina empezó a dar órdenes como si hubiera nacido para mandar.

—Señora Garth, usted puede ventilar el estudio y encargarse de que sea debidamente limpiado. Peter, trae agua caliente para un baño y pon una olla aquí en el hogar. También necesitaré toallas. Miles, usted y Olie pueden traer aquí arriba el sillón del doctor desde el estudio. El lo necesitará. y yo necesito un balde de nieve e hielo, preferiblemente antes que se derritan.

Cole no tuvo tiempo de cuestionar esas instrucciones.

—Ahora que me tienes aquí, ¿cuáles son tus intenciones?

Alaina levantó las frazadas y le puso varias almohadas debajo de la rodilla.

—No presumiré de decirte lo que tienes que hacer, amor mío, pero me parece que un médico debería cuidarse mejor de lo que te cuidas tú.

—No has respondido a mi pregunta — insistió Cole.

—¿Querrías quitarte la bata antes que yo empiece con las compresas? Te traeré una camisa de dormir limpia, si lo deseas.

—¿Compresas? — Cole se incorporó con aprensión.

—Compresas calientes y frías para reducir la hinchazón. Eso sé de remedios caseros. — Hizo un gesto autoritario. — La bata, por favor. Voy a ocuparme del hombre entero. Después de atender tu pierna, te afeitaré y bañaré.

—No soy un inválido — replicó él—. Puedo bañarme solo.

—Tendrás dificultad para entrar en la tina. Será más sencillo bañarte aquí.

El arrugó la frente, pensativo.

—¿Todo entero?

Alaina levantó lentamente la mirada.

—Creo que puedes arreglártelas en unos pocos lugares.

—Has demolido mis esperanzas.

—Te lo tienes merecido — dijo ella con una sonrisa—. Cualquiera que pudiera caminar con una pierna en ese estado se merecía nada más que un buen lavado de orejas.

Cole casi dudó de la caridad de Alaina cuando ella aplicó un frígido puñado de nieve a su pierna, haciéndolo saltar de la cama. y como si eso no hubiera sido suficiente, casi volvió a escaldarlo, esta vez con una toalla humeante que sacó de la olla.

—¡Ten cuidado con eso! — gritó él—. Podrías terminar definitivamente con nuestras esperanzas de formar una familia.

—Trataré de ser más cuidadosa — se disculpó Alaina—. Pero no creo que tengas nada de qué preocuparte, amor mío.

Olie y Miles trajeron el gran sillón de cuero de Cole mientras Alaina sacaba la toalla tibia de la pierna y la remplazaba con más nieve. El retiro del sillón del estudio anunciaba un cambio en los hábitos de Cole. Ya no podría encerrarse a solas. Pero ser atendido en un dormitorio por una hermosa mujer era más agradable.

Aunque ignorante del arte de curar y de las medicinas, Alaina comprobó que su tratamiento resultó un éxito. Hacia la tarde la hinchazón había desaparecido y con su pierna cuidadosamente inmovilizada, Cole pudo descansar en paz. Para complacer a Alaina permaneció todo el día siguiente en la cama.