CAPÍTULO 10

La lluvia había cesado mucho más temprano, pero dejó las calles y caminos de tierra convertidos en lodazales. Ol'Tar levantaba pellas de barro con sus cascos y avanzaba con lentitud, poniendo a prueba la paciencia de Alaina. Con una rama de sauce, la joven castigaba las ancas llenas de cicatrices del animal, a fin de apurar la marcha. Sus peores temores se materializaron cuando llegó al final del camino de acceso a la casa. Altos arbustos dejaban ver sólo el techo de la casa de Hawthorne, pero no ocultaban el espacio bajo las ramas de los grandes robles que bordeaban el camino. Allí esperaban dos carruajes vacíos, uno un elegante landó, el otro un simple carretón. Alaina dedujo que Jacques se le había adelantado y que, posiblemente, había ido con el sheriff.

Alaina sacó a Tar del camino y se apeó. Dejó sus botas junto al arbusto donde ató al animal y se aproximó furtivamente al alto cerco de arbustos hasta que pudo ver el patio delantero a través de la maraña de trepadoras. De inmediato vio a Jacques DuBonné y notó con satisfacción que el hombre se había demorado lo suficiente para cambiarse completamente de ropa. El enorme negro estaba presente, apoyado con indolencia en el costado del elegante carruaje, y otro hombre, casi tan grande, estaba cerca de Jacques al pie de los escalones de la entrada principal. Frente a ellos, cerca de borde del largo porche elevado, había una mujer alta y canosa de unos sesenta años o más, de porte orgulloso, firme y altanero, que apoyaba una mano en la empuñadura de un sable reluciente. El desafío tácito era claro: usaría el acero si era necesario.

Alaina corrió siguiendo los arbustos hasta que por una abertura pudo deslizarse hasta la parte posterior de la casa. Rodeando el edificio, se detuvo para elegir el punto más ventajoso. Unos pocos arbustos bajos crecían al lado de la casa y ella se agachó detrás de esa cubierta, donde no podría perderse una palabra del diálogo.

Jacques agitaba enérgicamente el brazo y exigía que el sheriff actuara.

—¡Le digo que tengo el papel que dice que yo compro esta propiedad al banco! — declaró, sacando un paquete del interior de su chaqueta—. Lo tengo todo aquí, sheriff. ¡Ahora, insisto en que arreste a esta mujer!

La actitud reflexiva del funcionario de la ley pareció enfurecer al hombrecito, porque cuando el sheriff se limitó a mirarlo fijamente, sin dejar de masticar un trozo de tabaco, estalló:

—¿Hará algo de una vez?

—Bueno — dijo el sheriff, arrastrando las sílabas —, he estado tratando de oír lo que tiene que decir esta buena señora, pero usted no le da oportunidad de hablar, señor Bonny.

—¡DuBonné! — corrigió airado Jacques—. ¿Y qué cree usted que puede decir ella que desmienta esto? — Agitó el paquete debajo de la nariz del otro. — Exijo que proceda, o me veré obligado a acudir a una autoridad más elevada.

El sheriff gruñó, se quitó el sombrero y se acercó al porche donde estaba la mujer.

—Lo siento, señora, pero tengo mi obligación que cumplir, tal como dice este hombre.

—Por supuesto, sheriff — replicó la mujer con una voz firme pero extrañamente agradable—. Pero me pregunto si el señor DuBonné le ha hablado de mi habilidad con la espada de mi marido. Hasta ahora no he tenido oportunidad de usarla contra un hombre de la ley.

—Señora — dijo él, meneando tristemente la cabeza —, yo preferiría que usted cediera por las buenas.

La mujer irguió su orgullosa cabeza.

—Debo negarme, por supuesto. Yo conocí bien a su madre, sheriff Bascombe. Ella era una buena mujer. — La señora Hawthorne hizo una pausa para aumentar el efecto de sus palabras. — Si ella estuviera rival, estoy segura de que se sentiría muy apenada si se enterara de que usted me despojó injustamente.

—Hum… bueno… señora… — El sheriff hizo silencio y su rostro se puso encarnado.

—¡Usted debe hacer respetar la ley! — gritó Jacques y se adelantó un paso—. ¡He pagado al banco mucho dinero por este lugar! ¡No me dejaré estafar! ¡Arreste a la vieja bruja!

—La deuda que usted reclama, joven, fue pagada hace seis meses le informó secamente la señora Hawthorne—. Tengo un recibo…

—¡Recibo, bah! — dijo Jacques—. Usted declara que existe ese documento, pero yo no he visto pruebas.

La mujer continuó con calma, como si no la hubieran interrumpido:

—… una carta recibo, debidamente firmada por testigos y por el banco.

—¡No existe! — exclamó Jacques y se atrevió a dar un paso más. La señora Hawthorne sonrió levemente.

—En cualquier caso, señor, quedará lisiado si pone un pie en ese escalón.

Meneando la cabeza con irritación, Jacques murmuró unas pocas palabras ininteligibles. Las mismas nada significaron para el sheriff la señora Hawthorne pero tocaron una cuerda en la memoria de Alaina y le hicieron recordar cuando el negro la soltó después que Jacques habló en un idioma semejante. Y como antes, el negro obedeció la orden..deslizándose hacia un lado detrás de los carruajes a fin de poder tomar por sorpresa a la mujer. Alaina sacó de su bolso el revólver de su padre, comprobó que estaba cargado y lo dejó preparado.

El negro casi estaba a la altura del extremo del porche y se movía sigilosamente alrededor del carretón del sheriff mientras Jacques seguía discutiendo con la mujer. Alaina salió de entre los arbustos, se plantó con sus pequeños pies separados y apuntó al ancho pecho del negro sosteniendo el arma con ambas manos. Después, amartilló cuidadosamente el revólver. El negro quedó paralizado cuando oyó el doble clic y volvió lentamente la cabeza hasta que vio la amenaza. Inmediatamente, su rostro mostró una expresión de preocupación y pequeñas gotas de sudor brotaron de su frente.

Alaina hizo un gesto con la pistola y el negro obedeció cuidadosamente y se reunió con los otros. Al principio, Jacques sólo vio el regreso de su sirviente y lanzó varias órdenes más en la lengua de origen desconocido. Entonces vio al harapiento muchachito.

—¡Tú! — exclamó.

El sheriff se volvió y Al lo saludó calmosamente con un movimiento de cabeza.

—Buenas tardes a todos…

—¿Qué significa esto? ladró el sheriff—. Baja esa pistola, muchacho, o lastimarás a alguien.

—Es posible — dijo Al con expresión pensativa —…si todos ustedes no se apartan del porche y le dejan espacio para respirar a la señora Hawthorne.

Jacques siguió rápidamente las instrucciones del muchacho, pues ya sabía lo peligroso que podía ser contrariarlo. Pero el sheriff ignoró las indicaciones y levantó un pie para apoyarlo en el escalón inferior.

—Ahora, señora Hawthorne…

El estampido de la pistola dejó a todos medio sordos y una gran astilla saltó de la tabla debajo del pie del sheriff. El hombre retrocedió unos pasos y la pistola fue inmediatamente vuelta a amartillar. El negro se detuvo cuando su pecho fue otra vez tomado como blanco y el sheriff miró boquiabierto, seguro de que el jovencito había perdido el juicio.

—¡Pequeño insolente! ¡Te romperé esa pistola contra el trasero antes de meterte en la cárcel! ¡Soy funcionario de la ley y…!

Sus palabras fueron interrumpidas por un grito y el ruido atronador de cascos que se aproximaban. Jinete y caballo llegaron a la carrera, ya la manera de gallardo oficial de caballería, el capitán Latimer detuvo su nervioso roano.

—¿Qué sucede aquí? — preguntó mientras ataba las riendas en la anilla del negrito de hierro. Se quitó los guantes y avanzó.

—Bueno, no veo que esto sea asunto suyo, señor. — El sheriff escupió un chorro de jugo negro en la hierba y miró al yanqui con expresión disgustada.

Cole metió sus guantes debajo de su cinturón y apoyó una mano en su pistolera.

—Permítame recordarle, señor, que toda la región está bajo la ley marcial. Por definición, eso suspende toda autoridad civil. Usted puede ser tenido por responsable de la que suceda aquí sin aprobación del gobernador militar.

El sheriff juró por la bajo.

—He venido aquí a cumplir mi deber de funcionario y — señaló al muchacho — ese jovencito me disparó con un arma.

Alaina se encogió de hombros inocentemente cuando el capitán se volvió y la miró enarcando una ceja.

—Hubiera podido matarlo limpiamente de haberlo querido. — Señaló con la pistola al negro. — También pude matarlo a él cuando trató de deslizarse y sorprender por detrás a esa pobre mujer.

—Al, baja esa pistola — ordenó Cole.

Alaina dejó la pistola todavía amartillada sobre el piso del porche y apoyó un codo en las tablas, sin alejar su mano más de unos centímetros de la gastada culata. Por el momento, por lo menos, dejaría que él manejase la situación.

—¡Repito ! — dijo Cole, dirigiéndose a los otros—. ¿Qué está pasando aquí?

Jacques soltó un torrente de indignadas explicaciones.

—Esa vieja no paga su deuda. El banco puso la casa en venta. ¡Yo la compré! ¡Aquí están los papeles! Todo legal!

—¿Me permite ver esos papeles? — preguntó Cole.

—Véalos. — Jacques se los entregó con evidente satisfacción. Después de estudiar un momento los documentos, Cole miró a la anciana.

—¿Qué tiene que decir usted acerca de esto?

—Yo pago mis deudas — informó la señora Hawthorne con altanería—. Todas mis deudas. ¡Tengo un recibo!

—¡Bah! — exclamó Jacques—. Ella dice que tiene ese documento, pero nadie lo ha visto.

—Señor, yo no miento — dijo la mujer—. y tampoco estafo a la gente.

—¿Puedo ver ese recibo del que usted habla? — preguntó Cole. La señora Hawthorne lo miró con frialdad.

—¿Y por qué debería confiar en un yanqui, señor?

Una risita regocijada de Al provocó una mirada fulminante del capitán.

—He aquí una mujer que tiene una buena cabeza sobre los hombros — dijo el muchachito.

La señora Hawthorne aceptó el cumplido con una graciosa inclina — ión de cabeza.

—Gracias, criatura. A menudo yo también he pensado eso. Al hizo un gesto despreocupado.

—Sin embargo, creo que en este yanqui se puede confiar. — Acarició la culata de la pistola. — Por lo menos, tanto como confían los otros.

—Agradezco tu amabilidad, muchacho, pero estoy un poco confundida. Quizá yo tenga motivos para confiar en ti, pues vi cómo detuviste a ese pícaro negro, pero ¿por qué debería hacer caso de tus palabras?

—Bueno, yo no soy amigo de este individuo — repuso Al, señalando a Jacques con la cabeza —, de modo que debo ser amigo de usted.

—Por alguna razón, eso me parece razonable — respondió la señora Hawthorne. Señaló a Cole con la espada. — ¿ A éste le conoces bien?

—Sí, lo conozco. — La información salió de mala gana. — Es cirujano en el Hospital de la Unión.

Enfrentada a una elección, la señora Hawthorne hizo una pausa y después, como si hubiera tomado una decisión, buscó en el corpiño de su vestido y entregó a Cole una hoja de papel, con un triste comentario :

—Considerando mi edad, pensé que era el lugar más seguro para guardarlo.

—Sí, señora. — Cole ganó una batalla privada para no sonreír y desdobló el papel para estudiarlo unos momentos. — Esto parece estar en orden, sheriff — comentó, mirando el documento una vez más. Se volvió a medias hacia el hombre. — Quizás el banco está en un error.

—¡No! — gritó Jacques y agitó sus propios papeles—. ¡Yo he comprado esta propiedad!

—Si eso es verdad, el banco debe rembolsarlo, señor, porque el recibo de la señora Hawthorne parece hallarse en orden. Es una declaración de que esta propiedad está libre de deudas e hipotecas. Está fechada mucho antes que cualquiera de los papeles que tiene usted ahí. ¡Sheriff! — Cole se volvió, dejando a Jacques sin palabras. — Parece que hay motivos suficientes para creer que se ha cometido un error.

—¡Tiene mucha razón, yanqui! — exclamó Jacques con la voz cargada de veneno—. ¡Usted y este sucio y pequeño bastardo lo han cometido! Se han interferido, se han puesto en el camino de Jacques DuBonné. — El francés apretó rabioso los puños. — ¡Y Jacques le promete que su chaqueta azul será su muerte!

El capitán dirigió al cajun una mirada glacial.

—Mi tarea habitual es proteger la vida, señor. — Su voz era grave y suave como la seda, y hasta Alaina contuvo el aliento. — Sin embargo, puedo hacer una excepción por motivos especiales.

Jacques luchaba entre su deseo de vengarse y el saber que un intento así sería una tontería en este momento. Por fin se controló y se retiró a su carruaje.

—El lunes estaré en el banco, no bien abran, para aclarar estas cosas — prometió. Hizo una profunda reverencia y dirigió unas palabras ininteligibles a su sirviente, quien subió al asiento del cochero—. Entonces hablaremos, señor capitán. — Se sentó, y con un movimiento de la mano, le ordenó al negro que lo alejara de la escena de su derrota.

Cole miró al sheriff Bascombe.

—Si la señora Hawthorne lo permite, presentaré este documento al banco en algún momento de la semana que viene y pediré una explicación.

¡Hágalo firmar por el papel! — Los tonos nasales de Al cortaron la tensión del momento. — Haga que el capitán firme una cosa como la que usted obtuvo del banco.

Cole se volvió y enfrentó la impertinente mirada. Casi con gentileza, advirtió :

—No me provoques.

Con petulancia, Al se apoyó en el porche.

—Será mejor que le dé el papel, señora Hawthorne. Ese individuo, Jacques, podría venir después que el capitán se haya marchado y quitárselo. — Al se encogió de hombros. — Será lo más seguro para usted.

—Gracias por esa muestra de confianza — dijo Cole en tono burlón. — No tengo confianza en usted — replicó Al secamente—. Es sólo una cuestión de opciones.

—Entendido.

Cole miró al desconcertado sheriff. Al nunca facilitaba las cosas, especialmente cuando se trataba de ponerlo a él en dificultades.

—Estoy seguro de que, como representante de la ley, sheriff, usted comprende que el muchacho sólo estaba tratando de proteger los derechos de la señora. El nunca tuvo intención de hacerle daño a nadie.

—Bueno, yo no sé… — el sheriff se rascó la cabeza.

—¡Bien! — Cole tomó la decisión por él. — El muchacho trabaja en el hospital bajo mi dirección, por si usted tuviera necesidad de interrogarlo.

Con renuencia, el hombre agachó sus anchos hombros.

—Creo que no le hizo daño a nadie. — Señaló la tabla astillada y miró ceñudo a Al. — Será mejor que tengas cuidado con esa arma, muchacho. No hemos colgado a nadie de tu edad desde hace… oh… ocho o diez años, por lo menos. — Se volvió hacia Cole, sonrió y guiñó un ojo. Después se dirigió a la señora Hawthorne. — Volveré para ver cómo se soluciona todo esto, y si la visito otra vez no será con tipos como el señor DuBonné. Buenos días, señora, ¡Doctor!

El sheriff subió a su carro y puso su caballo en movimiento.

—Ahora aceptaré su recibo firmado, capitán — declaró la señora Hawthorne—. Y quedaré a la espera de sus noticias sobre lo que haya averiguado.

—Sí, señora. Me ocuparé de ello en cuanto bien pueda. — Después de firmar los papeles necesarios, miró a Al y dijo —: ¿Puedo acompañarte hasta tu casa antes que te metas en más dificultades?

—¿Qué se cree usted que es? ¿Mi ángel guardián o algo así? Yo puedo cuidarme solo. y no necesito su ayuda para regresar a casa. Tengo a Tar.

Quizá yo debería ir a la casa de tu tío y asegurarle a tu prima que te encuentras bien. Pasará un buen rato antes que consigas que esa bestia tome la dirección adecuada.

Al entrecerró los ojos.

—Hágalo, yanqui.

Cole se puso los guantes.

—Me alegra contar con tu aprobación. — Rió, y saltó a la silla de montar.

—Sólo le pido que no haga nada que lo enrede con la familia — gritó Al.

Cole volvió su caballo y rió con expresión burlona.

—No te preocupes, Al. Puedo cuidarme solo.

—¡Ja! — exclamó Alaina con desdén, y ceñuda lo miró alejarse. — Ven, criatura. — La voz de la mujer interrumpió sus pensamientos. — Toma un poco de té antes de marcharte. Es raro que tenga visitas en estos días y mucho menos de naturaleza amistosa.

Por primera vez desde su llegada, Alaina pudo tomarse un momento para observar a la mujer. La cara estaba arrugada y envejecida, pero las mejillas eran rosadas y en los ojos castaños había una chispa que los años no podían apagar.

—¿Cómo te llamas? — preguntó la mujer.

—Al.

—¿Al? ¿Nada más?

—El resto no le interesa a nadie.

—Eso es cuestión de opiniones, criatura.

—Bueno, por ahora puede llamarme simplemente Al.

—Está bien, Al. — Acentuó extrañamente el nombre y dedicó al jovencito una inspección disimulada—. Ahora dime, ¿con qué propósito viniste hasta aquí? Como el camino termina en el malecón, sólo puedo suponer que has venido para verme a mí.

—Sí, señora. Ese bribón de Jacques llegó al hospital ensuciando el piso que yo acababa de limpiar y habló de traer al sheriff hasta aquí para hacerla arrestar. Pensé que me debía una. Fue una linda herida la que le hizo usted en el brazo, señora.

—Gracias, querido — repuso amablemente la señora Hawthorne y miró la espada—. Odié tener que ensuciarla en esa alimaña, pero estoy segura de que Charles habría comprendido.

—¿Charles?

—Mi marido. Ahora soy viuda. — Señaló con la mano hacia el jardín bien cuidado y lleno de hermosas flores. — Está sepultado más allá con mi hija Sarah. Murieron de fiebre amarilla antes de la guerra.

—Lo siento — murmuró Alaina.

—Oh, no lo sientas. Ambos tuvieron una vida dichosa y creo que ahora están en un sitio mejor. — Abrió completamente la puerta. — Espero que te guste el té. No puedo soportar esa achicoria que hoy en día pretenden hacer pasar por café.

Alaina la siguió al interior de la casa. Sin detenerse, la mujer preguntó:

—¿Nadie te explicó nunca el decoro de los sombreros? Alaina tragó con dificultad, se descubrió y dijo:

—Sí, señora.

—¿Qué edad tienes?

—La suficiente para saber un poquito y para deducir más, señora.

—Eso lo creo. — Indicó a Alaina que se sentara ante la mesa de té del salón. — Siéntate ahí, criatura. Será sólo un momento. El agua está caliente. Estaba preparando té cuando llegaron esos hombres espantosos.

Alaina miró el asiento de tapicería de la silla que le habían indicado, después miró a su alrededor hasta que encontró una que sus ropas sucias no arruinarían y se sentó en el borde, después de lo cual observó la habitación con interés. Todo parecía en orden, nada faltaba, no había en las paredes rectángulos más claros donde alguna vez hubiera habido cuadros. Los muebles estaban intactos y en buen estado. Era raro en estos días estar en un salón que los yanquis no hubieran saqueado.

La señora Hawthorne regresó con una bandeja sobre la cual había un hermoso servicio de té, y con un tintinear de porcelana, la puso ante Alaina y empezó a llenar una taza. La mujer se sentó en una silla de respaldo alto frente a Alaine y echó en su taza una cucharada de azúcar, mientras observaba con atención a su harapiento huésped. Inquieta bajo la mirada de la señora, Alaina probó su té. Cuando volvió a levantar la vista, la mirada de la señora Hawthorne era tan intensa como antes.

—¿Por qué tengo la sensación de que me estás ocultando algo, criatura?

Alaina tragó con dificultad y preguntó en tono inocente : — ¿Señora?

—¡Tus ropas! ¿Por qué andas vestida de varón?

Alaina abrió la boca para responder pero entonces, cuando comprendió toda la importancia de esas palabras, su compostura se derrumbó.

La señora Hawthorne sonrió y probó su té.

—Supongo que tengo sobre ti una ventaja injusta. Antes de casarme, enseñé en una escuela para jovencitas. Ninguna de ellas lograba engañarme por mucho tiempo. — Bebió un poco más de té y meneó la cabeza. — Lo haces muy bien. Creo que tu generoso uso de suciedad — arrugó la nariz en leve disgusto — desarma a la mayoría de la gente. Pero hay una suavidad en la forma en que te conduces… — Rió brevemente — Y nunca he visto un hombre que se preocupara por una silla o que no fuera torpe con una taza de té. Ahora — se inclinó hacia adelante, con sus ojos castaños brillantes de curiosidad —, ¿me contarás por qué?

El sol ya estaba bajo en el cielo cuando Alaina cruzó el patio trasero de los Craighugh. Le había contado a la señora Hawthorne toda la compleja serie de acontecimientos que condujeron a sus presentes circunstancias y la mujer la escuchó con mucha atención. Ahora, Roberta estaba aguardándola en la cocina con una sonrisa presumida y complacida.

—¿Dónde has estado todo este tiempo, Lainie? Te perdiste la visita del capitán Latimer.

—Mejor. — Asintió enérgicamente con la cabeza. — Ya lo veo lo suficiente en el hospital.

Roberta rió y se examinó atentamente las uñas.

—Lainie, tú no pareces tener nada de femenino.

—Si te refieres a que tiendo mi propia cama, lavo y plancho mi ropa y trabajo para ganarme la vida, tienes razón. ¿Cuándo tú trajiste un dólar a la casa?

Roberta arrugó delicadamente la nariz.

—Una dama tiene otras responsabilidades.

Dulcie elevó los ojos al cielo y siguió trabajando en medio del ruido de ollas y sartenes.

—Sí — dijo Alaina, casi con un gruñido—. Como holgazanear y ponerse gorda.

—¡Holgazanear! ¡Gorda! ¡Cómo te atreves!

Antes que pudiera continuar, la puerta de la despensa se cerró con ruido. Dulcie rió por lo bajo y Roberta miró con furia la ancha espalda de la mujer y salió de la cocina. Pasaba frente a la puerta del salón cuando su padre levantó la vista de su periódico y la miró por encima de sus gafas.

—¿Qué fue eso?

Roberta se detuvo.

—Oh, Lainie que acaba de llegar.

Leala levantó la vista de su bordado.

—A veces pienso que Alaina trabaja demasiado, Angus. Ha estado fuera de casa todo el día. Pobre niña.

—¡Hum! — Angus volvió a su periódico. — El trabajo le hará bien. Le enseñará un poco de responsabilidad.

Roberta se sintió un poco picada.

—Quizá yo también debería buscar un trabajo, papá.

—Tú no, querida. — Angus dirigió una magnánima sonrisa a su hija. — Tú eres una dama diferente.

Satisfecha con la indulgencia de su padre, Roberta se retiró a su habitación para soñar con la vida como esposa de un oficial yanqui, y durante unos placenteros momentos, Alaina pudo saborear su baño caliente hasta que se abrió la puerta de la despensa. Miró por sobre su hombro, con una palabra de reproche en la punta de su lengua, pero cuando vio que era solamente Dulcie que traía una toalla limpia en el brazo su irritación cesó. La mujer dejó un gran trozo de jabón casero sobre la mesa junto a la tina y empezó a recoger las ropas de Alaina. Después alisó el raído camisón que usaría la joven. Alaina quedó intrigada por la actitud de Dulcie, pero no le encontró explicación hasta que tomó la barra de jabón y empezó a enjabonarse. De la espuma subía un perfume extrañamente familiar, igual al que Roberta poseía y guardaba celosamente.

Alaina levantó la vista, desconcertada. — ¡Dulcie! ¡Tú no lo hiciste!

—No hice nada malo. La señorita Roberta ha estado quejándose del jabón que yo fabrico. Por eso tomé un poco de esa agua de rosas de ella y la mezclé con mi jabón.

Alaina dejó la pastilla y tomó otra más pequeña.

—Será mejor que lo guardes para Roberta. «Al" tendría que darles a los yanquis muchas explicaciones si llegara al hospital oliendo como un jardín de rosas. — Ya había sido bastante malo cuando el capitán la sorprendiera oliendo a perfume.

Dulcie gruñó con obstinación.

—Es una vergüenza que la señorita Roberta tenga todas esas ropas hermosas y perfumes y usted no tenga nada más que esas sucias ropas de varón. El señor Angus se guarda el dinero que usted se gana fregando los pisos para los yanquis a fin de poder comprar tela para un vestido nuevo para su hija.

—El dinero que yo le doy — murmuró Alaina — apenas alcanza para pagar mi manutención.

—Usted no está aquí lo suficiente para costarle nada al amo Angus — protestó Dulcie—. y la mayoría de las veces, usted parece un huérfano del arroyo. ¿Cuándo terminará de disfrazarse de muchachito y empezará a actuar como una dama?

Alaina suspiró.

—No lo sé, Dulcie. A veces creo que nunca.

Craighugh y evitaría una nueva confrontación con Roberta. Sin embargo, debió buscar a Cole en el hospital y admitir que había perdido su llave.

—No necesita decirme qué está pensando — le advirtió—. Puedo verlo en sus ojos.

—Desde ayer estoy tratando de contenerme y de no decirte nada — replicó él, entregándole la llave—. Porque una vez que empiece, no sé si podría terminar.

—Tuvo oportunidad de visitar a Roberta — le recordó ella con rencor—. Eso debería ponerlo contento.

—No tanto como si te pusiera sobre mis rodillas y te diera unas fuertes palmadas.

Ella lo miró con odio.

—¿Todavía no averiguó nada sobre los papeles de la señora Hawthorne, yanqui?

—Por si no lo sabes, los bancos están cerrados los domingos. — Yo no tengo dinero para poner en los bancos. ¿ Cómo iba a conocer los horarios ? — gruñó Al.

Cole miró al muchachito con los ojos entrecerrados.

—¿Otra vez estás quejándote?

Alaina se encogió de hombros.

—Sólo digo la verdad.

—¿Qué haces con tu dinero, a propósito? ¿No has ganado lo suficiente para comprarte ropa nueva?

—No puedo hacer eso hasta que éstas estén gastadas. — Cole abrió la boca para replicar, pero Al lo interrumpió—. Ahora tengo que irme si quiero terminar su apartamento antes que llegue la noche. Usted no me paga para que me esté aquí perdiendo el tiempo.

—Tienes que estar allí para dejarme entrar — dijo Cole—. O en caso contrario, tráeme aquí la llave.

—Sí, sí.

Poco después de mediodía, Cole interrumpió su comida para recibir un paquete de cartas que le trajo el sargento Grissom. Después de oler el perfume de las de Xanthia Morgan y Carolyn Darvey, se las metió en el bolsillo para leerlas tranquilo en su apartamento. Sintió un leve desencanto ante la ausencia de una carta de su padre y entonces vio una con la inconfundible letra de Oswald James, un abogado íntimo amigo de la familia. La carta era de hacía casi dos semanas. Decidió aliviar inmediatamente su curiosidad y abrió el sobre del abogado. Un peso enorme descendió sobre él cuando leyó la primera línea.

«Lamento informarle que su padre ha fallecido durante la noche…"

Alaina había dejado la limpieza del apartamento de Cole para el domingo, sabiendo que el capitán tendría que cubrir guardia hasta las últimas horas de la tarde. De ese modo se alejaría de la casa de los

Roberta ordenó a Jedediah que se detuviera en la plaza Jackson y después de decirle al cochero negro que esperara, continuó a pie, ignorando con altanería a los soldados de la Unión que se detenían para mirarla. Tenía otros planes en la mente y no se sentía inclinada a flirteos esta tarde. Iba tras una presa más importante. Un médico yanqui, para ser precisos.

Había tomado la llave de la chaqueta de Alaina y el peso frío de la misma dentro de su guante le daba seguridades de que todo saldría bien. Hasta convencer a su padre de que le permitiera llevarse el carruaje para un paseo en la tarde del domingo había sido sencillo. Cuando Cole Latimer llegara a su apartamento, ella estaría ataviada de tal manera que eliminaría cualquier reticencia que él pudiera tener. Aunque hasta ahora él no había revelado ninguna, nunca se podía estar muy segura de las objeciones que un hombre soltero podría poner a que lo atraparan.

El rápido golpear de sus agudos tacones fue una evidencia de la prisa que llevaba. Ahora que había planeado su estrategia se sentía ansiosa de ponerla en práctica. Ni siquiera la repugnancia de someterse a ese poco digno acto en el cual los hombres probaban su virilidad pudo disuadirla. Una vez que Cole la poseyera, ella diría que estaba encinta, y aun si él se mostraba poco dispuesto a hacer lo que dictaba el honor, ella sabía que su padre lo convencería.

Una tarde anterior dedicada a interrogar discretamente a los dueños dE las tiendas cercanas le había permitido reunir la información que necesitaba para llegar a la puerta de Cole, porque él se mostraba siempre muy evasivo. Ciertamente, el capitán parecía tener un muy fuerte instinto de conservación.

Unas pisadas a sus espaldas la hicieron ocultar rápidamente la llave y cuando miró hacia atrás sus esperanzas se oscurecieron momentáneamente, pues reconoció la silueta alta y de anchos hombros de Cole Latimer que venía hacia ella. Su breve, dura sonrisa cuando se quitó el sombrero fue desalentadora, pero Roberta se aferró a su determinación y se volvió para dirigirle una dulce sonrisa.

—Vaya, capitán Latimer, ¿me creería si le dijera que usted es justamente la persona que esperaba ver?

—¿Seguro que no está aquí para ver a Al? — Cole recordó claramente haberle dicho a Roberta que estaría todo el día de guardia. Que ahora hubiera venido se debía al hecho de que el cirujano general, al enterarse de la muerte de su padre, le había ordenado que se tomara la tarde libre pues no había casos urgentes.

—¿Al? — preguntó Roberta con recelo. Sus planes estaban arruinándose sin remedio—.Vaya, creí que ese muchachito insolente había ido a pescar o a vagabundear.

—Está aquí — dijo Cole, y adelantándose, giró la manija de la puerta y abrió.

Las grandes botas estaban junto a la entrada y de una habitación contigua llegaba el ruido de un cepillo. Roberta cruzó la puerta antes que Cole pudiera invitarla a entrar y él la siguió y cerró.

—¿Al? — llamó Cole.

Un ruido parecido a un chillido de indignación le respondió, precediendo al sonido de pies descalzos que corrían. — ¡Creí que tenía que trabajar, yanqui!

Alaina se detuvo en la puerta del salón cuando vio a Roberta. Las dos mujeres se miraron con evidente disgusto y en seguida Al se apoyó con insolencia en el marco de la puerta y se rascó la nariz con un dedo.

—Me parece que tiene compañía, capitán. Supongo que ahora querrá que yo termine mi trabajo y me marche, ¿verdad?

—No, no es así. — Cole miró ceñudo a Al y fue hasta el balcón. Sus ojos recorrieron la calle hasta que vieron el carruaje con Jedediah esperando en el asiento del cochero. Entonces se volvió y miró a Roberta a los ojos. — Como no quiero poner en peligro su reputación, dejaré que Al la acompañe hasta su carruaje. — Levantó una mano cuando ella abrió la boca para protestar. — Perdóneme mis modales, pero acabo de recibir la noticia de que mi padre falleció y me temo que esta tarde no sería una compañía agradable para nadie.

—¿Su padre? — preguntó Roberta—. ¿Ha muerto? — Cuando él asintió con un movimiento de cabeza, la joven pensó que ahora nada se interponía entre Cole y toda esa fortuna.

Alaina tiró suavemente del brazo de su prima.

—Vamos, Robbie, creo que el capitán desea estar solo. — Se volvió vacilante hacia el hombre. — Regresaré y terminaré lo que empecé. Después me iré a mi casa. Quizá pueda hacer el resto mañana, o el día siguiente.

Roberta se sintió muy fastidiada al ser sacada del edificio como una escolar traviesa. Alaina se abstuvo de hacer comentarios y fue saludada con entusiasmo por el cochero negro.

—¡Señorita Al! — dijo el hombre—. Vaya, me alegro mucho que haya sido a usted a quien venía a ver la señorita Roberta. Estaba pensando qué pensaría el amo Angus si su hija sufriera algún disgusto o daño a manos de esos yanquis atrevidos.

—Llévame a casa, Jedediah, y no te detengas por nada. Quiero llegar lo antes posible.

—Sí, señorita. — El negro sonrió ampliamente. — No me detendré por nada. ¿Me oyó, señorita Roberta?

—Haz lo que te he dicho, Jedediah — repuso Roberta malhumorada—. Llévame a casa, y de prisa.

—Sí, señorita, eso haré, señorita Roberta.