CAPÍTULO 17

Lejos, hacia el nordeste, las nubes de lluvia se agazapaban como una baja cadena de montañas y disipaban su fiera energía con relámpagos esporádicos. La tormenta rodaba y se enroscaba sobre sí misma, abriéndose camino sobre los pantanos costeros, alejándose del cielo límpido como cristal del cuadrante oeste donde la luna aparecía alta y brillante. En el silencio que seguía a la tormenta, las brumas se elevaron de ríos, lagos y pantanos hasta que un denso manto de niebla se extendió sobre todo el Delta. Desde cualquier lugar elevado de la parte principal de la ciudad, las puntas de los edificios y casas más altas se veían como grandes peñascos negros en un esfumado canal de blanco algodón, y más allá, asomaban las puntas de los mástiles de la flota yanqui anclada en el río.

A pocas manzanas de la casa de Craighugh, atravesando la ciudad dormida, Cole Latimer conducía su caballo y calesín entre las brumas fantasmales, fosforescentes, y el rítmico sonar de los cascos y el traquetear de las ruedas eran los únicos sonidos que desgarraban la mortaja de silencio. Con el rostro tenso, Cole miraba el camino y maldecía en silencio su propio cerebro embrollado. Una y otra vez se reprochaba mentalmente su estupidez. ¿Cómo pudo no reconocer la diferencia entre las dos mujeres? Eran tan distintas como el este y el oeste o, pensó con una mueca, como el norte y el sur.

Había recorrido apenas una corta distancia cuando vio, más adelante, una silueta oscura que cruzaba rápidamente el caminó y desaparecía detrás de un gran roble que crecía en la acera. Cuando se acercó no vio más movimientos y temiendo una emboscada detuvo el calesín y desenfundó su pistola.

—¡Usted! ¡Allí, detrás del árbol! — gritó—. Salga donde pueda verlo.

Aunque pasó un largo momento no recibió respuesta. Cole levantó el arma y el doble chasquido del gatillo resonó con claridad en la avenida cubierta por la niebla. Estaba por gritar otra vez cuando, de mala gana, una figura pequeña y esbelta salió a la vista. Cole bajó rápidamente la pistola al reconocer la silueta de la viuda que había merecido su interés y el de Jacques DuBonné. Guardó la pistola, ató las riendas y se apeó. Se tocó cortésmente el ala del sombrero y se acercó a la acera donde ella se había detenido.

—Señora, la noche está desapacible y la hora es muy avanzada para que una dama salga sola, sin protección. ¿Puedo ayudarla en alguna forma?

La cabeza cubierta con el sombrero negro hizo un movimiento de negación y Cole se preguntó si todos seguirían dándole respuestas mudas.

—¿Quizá desea que la lleve a alguna parte?

Nuevamente el mismo movimiento negativo de la cabeza le respondió. Qué otra cosa podía hacer Alaina cuando una sola palabra suya bastaría para que él la reconociera. La joven maldijo su propia suerte y empezó a dudar de si se vería alguna vez libre de este yanqui. Dondequiera que fuera él parecía estar allí, listo para atraparla.

Cole se quitó los guantes y los metió debajo de su cinturón.

—Señora, como caballero no puedo dejarla aquí, sin compañía. No deseo entrometerme en sus asuntos, pero si menciona un destino yo la llevaré allí sin preguntarle nada. Le aseguro que no tiene nada que temer de mí.

Alaina permaneció callada. Cole sacó un cigarro y buscó fósforos en su bolsillo.

—¿Entonces, esperaremos juntos, señora? — preguntó secamente—. Por lo menos hasta que decida adónde puedo llevarla. Le doy mi palabra de que no me iré hasta verla en lugar seguro.

Alaina gimió interiormente mientras él se acercó al calesín para raspar el fósforo contra una llanta de metal. La pequeña llama ardió y Cole se volvió para quedarse pacientemente en la calle frente a ella. Estaba por acercar la llama a su cigarro cuando el nervioso golpear de la punta del zapato de ella contra la acera atrajo su atención. Enarcó las cejas al notar que la pequeña estatura de la viuda era igual a la estatura de… AL. o Alaina. y esa pequeña…

Mordió con fuerza el cigarro, acercó el fósforo al sombrero con velo y con la mano libre levantó la barrera de gasa. Se quedó mirando los brillantes ojos grises de Alaina y se olvidó del fósforo hasta que la llama le quemó los dedos. Reprimió un juramento, arrojó el fósforo y sacudió la mano dolorida.

—¿Se quemó, capitán? — preguntó Alaina con tono irónico.

—¡Sí! — estalló él irritado y arrojó el cigarro al empedrado.

—El que juega con fuego, capitán… — se burló ella—. Bueno, usted conoce el refrán.

—He aprendido a cuidarme de muchachitos descarriados y del agua caliente — comentó él malhumorado—. Tendré que alargar la lista para añadir viudas y fósforos, o quizás acortarla a una sola cosa: Alaina MacGaren.

—Como usted guste, señor. Pero no fue culpa mía — le recordó ella—. El descuidado fue usted.

—Supongo que no se te ha ocurrido que podrías contarme qué sucedió realmente aquella noche — dijo él con impaciencia—. Según recuerdo, tuviste tiempo de sobra para advertirme antes de que se realizara la boda.

—Pero capitán — ronroneó Alaina con una sonrisa maliciosa —, usted parecía tan ansioso y contento. ¿Cómo iba yo a perturbar esa felicidad?

—¡Maldición, mujer! — dijo él, y en seguida bajó cautelosamente la voz—. ¿Eres tan simple que no puedes imaginar por qué me casé con ella?

—Tío Angus tuvo algo que ver, creo — replicó Alaina con insolencia.

—Perdóname — dijo Cole, en tono burlón — por haber creído que tú y Roberta erais diferentes. Después de todo parece que sois muy parecidas.

—¿Y qué quiere usted decir con eso? — preguntó Alaina indignada.

—No importa — gruñó Cole—. Será mi secreto eterno. De todos modos, dudo que tú me creas. — Irritado, señaló el vestido negro. — ¿Tuviste tiempo para empaquetar algo? ¿O esto es lo único…?

Alaina fue detrás del árbol y sacó su maleta de mimbre, pero cuando levantó la vista se encontró con la forma grande, vestida de oscuro, de Cole, quien estaba frente a ella con los brazos en jarras.

—Señorita MacGaren, no presumo de ser un caballero de sangre — declaró él con firmeza—. Y ciertamente, usted nunca ha presumido de que era una dama. No obstante, permitámonos de común acuerdo conducirnos como personas educadas. — Se inclinó y tomó la maleta. — Si me lo permite, mademoiselle. — Se inclinó, chocó los talones y con una mano hizo un gesto para que ella lo precediera.

Alaina echó la cabeza atrás y se envolvió más apretadamente con su chal. Podía arreglárselas muy bien sin el consejo ni la ayuda de este yanqui. Si él quería quedarse con la maleta, ella se la dejaría y se alejaría para perderse en la noche. En realidad, tenía toda la intención de huir de él, pero delante de ella la cuneta estaba llena de agua y no podría cruzarla a menos que se volviera hacia él. Se levantó las faldas casi hasta las rodillas y se preparó para saltar. Pero de pronto sintió que unos brazos fuertes la levantaban y la apretaban contra un pecho ancho y duro que ella recordaba demasiado bien.

—¡Cómo se atreve! — exclamó—. ¡Suélteme! ¡Déjeme en el suelo!

—Esfuércese más por ser una dama, entonces — replicó Cole y no mostró la más leve inclinación a obedecerla. Con un solo paso cruzó la cuneta mientras, en tono burlón, le daba lecciones sobre los modales propios de una dama—. Una dama no exhibiría tan prestamente sus tobillos ni cargaría su propia maleta cuando hay un caballero presente.

—¿Y usted sugiere que un caballero trataría tan rudamente a una dama? — replicó ella con rencor, aunque se dignó pasar un brazo detrás del cuello de él a fin de ponerse más cómoda—. Declaro que pese a las muchas amenazas contra su persona, Al era tratado con más gentileza. Quizás elegí un disfraz equivocado. Sin duda usted habría estado más a gusto con el muchachito.

—Puede ser — murmuró él distraídamente y se detuvo junto al calesín—. Pero prefiero toda la vida su forma actual a la de ese espantajo de muchacho.

El tenía su cara tan cerca que Alaina podía distinguir sus facciones hasta los menores detalles y esa sonrisa lenta, perezosa, despertó en ella recuerdos estremecedores, perturbadores. Volvió el rostro y sin querer mostró el súbito rubor que de otro modo hubiera pasado inadvertido.

—Capitán, por favor… — Luchó para afirmar un pie en el suelo. — Sus continuas atenciones me cansan. y usted, si me permite que se lo recuerde, es un hombre casado.

Cole la depositó con impaciencia en el asiento del calesín. Otra vez empezaba a sentirse irritado.

—Un hecho que pesa más sobre su conciencia que sobre la mía, señorita MacGaren.

Fue hasta la parte posterior del carruaje, arrojó la maleta de mimbre junto a su propio equipaje y tapó todo con una lona. Regresó junto a ella y con movimientos rápidos y tensos encendió otro cigarro. La llama del fósforo iluminó sus facciones pensativas, ensimismadas. Alaina le hizo lugar en el asiento. Sin embargo, cuando él levantó un pie para subir, ella puso una mano sobre el tapizado de cuero, y cuando él miró desconcertado, Alaina sonrió, condescendiente.

—Echo de menos la maleta entre nosotros dos, capitán.

—¿Acaso es una maleta mágica con poderes para proteger su virtud? — Su tono se volvió cortante. — ¿Desea que la traiga?

Alaina cruzó lentamente las manos sobre su regazo y se las miró. Su voz fue suave y baja, pero casi un grito en la brumosa oscuridad.

—¿Qué virtud, capitán?

—¡Maldita sea! — fue la explosiva respuesta de Cole. Por fin Cole subió al asiento y tomó las riendas.

—Todavía no ha dicho cuál es su destino, señorita MacGaren.

—No tengo ningún lugar en la mente, capitán — confesó ella—. Poseo muy poco dinero para pagarme un alojamiento, como usted debe saber. Esperaba que quizás el doctor Brooks podría darme asilo por una noche.

—Todavía tengo mi apartamento en Pontalba — le informó Cole secamente—. Como estaré ausente unas semanas, usted queda en libertad de usarlo. Por lo menos allí tendrá privacidad y tiempo para pensar en su situación.

Alaina levantó la cabeza y soltó una amarga carcajada.

—Por supuesto, capitán, y en esas semanas quedaré bien establecida como su querida. Cuando usted regrese sólo le llevará un momento convertir esa suposición en realidad.

—¡Maldición, muchacha! — Cole tomó otra vez las riendas y las sacudió para poner al caballo en movimiento. — Siento profundamente la situación en que te encuentras ahora y acepto que es culpa mía en la mayor parte. Ofrecí el apartamento con la mejor intención posible. — Mordió con fuerza su cigarro y después de una pausa continuó: — Pero ya tengo bastante de tus lamentos y maullidos. Te quedarás allí y no quiero oír más discusiones.

Alaina le devolvió la mirada con ojos cargados de rencor pero guardó silencio, sin aceptar ni negar. Después de viajar unos momentos en tenso silencio, Cole comentó:

—Me ha venido a la mente, señorita MacGaren, que en los últimos meses tres personas han entrado en mi vida y la han afectado. No tenían rostro que yo pudiera definir, pero cada una llevaba las marcas de esta guerra. Primero fue el muchachito arrancado de su hogar y, creí yo, necesitado de mi atención. Después tropecé con una hembra convincentemente descarriada que me marcó a fuego y me dejó buscando una cara y una forma. Y por último, apareció la viuda que, aunque bien oculta por un velo, tenía una forma tan refinada que excitó mi imaginación y que hizo que saliera a buscarla. — Miró a Alaina de soslayo. — Ahora compruebo que las tres personas son una sola. Dígame, señorita MacGaren, ¿soy más rico o más pobre por este descubrimiento reciente?

El ceño de Alaina fue disolviéndose gradualmente en una sonrisa agridulce.

—¿Todavía no se ha escrito, capitán, que la guerra es un infierno?

Las calles estaban desiertas; la ferocidad de la tormenta había obligado a buscar refugio hasta a los borrachos, ya esta hora de la mañana Nueva Orleáns parecía una ciudad muerta.

Cole tiró de las riendas y detuvo el calesín frente al edificio de ladrillo donde había vivido una vez. Se apeó, bajó la maleta de Alaina y se acercó para ayudarla a descender.

—¿Se va a mostrar difícil, señorita MacGaren? — preguntó y sintió, el desdén de esos fríos ojos grises.

—¿Es su deseo ver que me envíen prisionera a Ship Island, capitán? — preguntó ella en voz baja y ronca.

Cole se apoyó en el borde del calesín y la miró ceñudo y desconcertado.

—Creo que no. Sé que es inocente por lo menos de una parte de los cargos.

—Entonces, señor, le ruego que me llame de otro modo. Temo que mi nombre haya sido mancillado en una forma espantosa.

—Por supuesto. — Se tocó el ala del sombrero. — Le pido disculpas, señorita. Seré más cuidadoso. — Vio la sombra de una sonrisa que asomaba a los labios de la joven. — ¿Tiene usted alguna preferencia al respecto?

—Ninguna, capitán.

Con una sonrisa, él le ofreció una mano para ayudarla a descender.

—Al ya no parece adecuado. Entonces, por supuesto, podría ser Lainie. — Cuando ella lo miró indignada, meneó la cabeza y rió. — No, creo que no.

Cole contuvo el deseo de ponerle una mano en la cintura cuando la acompañó hasta la puerta del apartamento. Ella esperó en silencio mientras él hacía girar la llave, y miró a su alrededor cuando oyó que se acercaban pasos apresurados.

—¡Capitán! ¡Capitán Latimer!

Un teniente joven se acercó a Cole con la mano extendida para saludar. Alaina vio que Cole se interponía a fin de que el hombre no la viera y se sintió agradecida por ese pequeño gesto de consideración.

—Oí que se había casado y que ahora vive en otra parte, capitán — dijo el teniente, estrechando la mano de Cole—. ¿Qué está haciendo aquí a esta hora?

Cole se puso ceñudo al advertir que el teniente seguía mereciendo la reputación del peor chismoso del ejército de la Unión.

—Ha sido una noche muy larga, teniente, y mi esposa ha sufrido un golpe considerable. — Ciertamente eso no fue una mentira. — ¿Nos disculpa?

—Por supuesto, señor. No fue mi intención…

Cole mantuvo la puerta abierta para que Alaina lo precediera, dejó la maleta de mimbre en el suelo y encendió una lámpara antes de volverse y cerrar. El soldado todavía seguía en el pasillo tratando de ver mejor a la figura vestida de negro. Cole lo miró con frialdad y dijo:

—Buenas noches, Baxter.

Cerró la puerta, escuchó los pasos que se alejaban y se volvió. Alaina lo miraba con expresión acusadora.

—Le he dado libertad respecto de mi nombre, señor, pero creo que usted ha ido demasiado lejos. Dejó que ese hombre creyera que soy la señora Latimer.

Cole se encogió de hombros.

—Si dejo que él crea que tú eres mi esposa, no serás molestada por otros hombres mientras yo esté ausente, y Baxter tendrá pocos motivos para chismorrear.

—Muy amable de su parte — comentó Alaina con sarcasmo. Cole se sintió molesto por el tono irónico de ella.

—Quizá yo debería considerar que me debes una recompensa por haber dejado que me case con otra mujer. — Su ira aumentó cuando pensó en ello. — ¿Debería estarte agradecido? ¿Enriqueciste mi vida con tu silencio? Muchacha, ahora yo estaría mucho mejor si no hubieras jugado conmigo.

Alaina lo miró con incertidumbre, se quitó el sombrero y se pasó los dedos trémulos por el cabello corto. Sabiendo que él tenía razón, no encontró una réplica adecuada.

—Me iré — anunció Cole con más gentileza al notar el temor de ella.

Llevó la maleta al dormitorio donde encendió otra lámpara sobre la mesilla de noche. Sabes donde está todo — dijo con lentitud—. Te dejaré una llave. Asegúrate de cerrar la puerta después que yo me haya marchado.

—Lo haré — murmuró ella tímidamente y bajó los ojos.

Alaina… — El nombre surgió de sus labios como un soplo de brisa cantando entre los árboles. Extendió una mano para acariciar un corto, sedoso rizo entre sus dedos pero ella se apartó y se cubrió la cabeza con el brazo.

—¡Le dije que no me agrada que me toquen! — exclamó.

Cole bajó la mano y soltó un largo suspiro.

—Volveré más tarde y traeré algo de comer.

—No necesito limosnas — murmuró Alaina—. Sé cuidarme sola. Cole la miró de soslayo.

—Me formé mi opinión respecto de tu éxito en esas cuestiones el primer día que nos vimos, cuando estabas medio muerta de hambre. No he cambiado de manera de pensar. — Regresó al salón, sacó un impermeable de un armario y fue hasta la puerta.

—Regresaré — prometió.

Salió cerrando tras de sí y rápidamente Alaina se apoyó en la puerta. No podría soportar pasar la noche en su apartamento, dormir en su cama, saber que sus posesiones la rodeaban. El pertenecía a Roberta, y ella no podía aceptar nada de él.

Se puso ansiosamente a trabajar. Sabía lo que debía hacer. Aunque estaba cansada, no podía quedarse más que el tiempo necesario para cambiar de aspecto. Abrió la maleta, se quitó la ropa que dobló y guardó cuidadosamente en la maleta y se puso las ropas de muchacho. Un estremecimiento de repulsión la atravesó cuando una vez más ensució su cara y sus brazos con hollín del hogar y se cubrió la cabeza con el viejo sombrero.

No bien se sintió segura, abandonó el apartamento. Esta vez fue Al quien bajó sigilosamente la escalera, descalzo, pero cuando dobló el último ángulo se encontró cara a cara con el teniente Baxter, quien estaba envuelto en una bata de franela y llevaba en la mano una jarra de porcelana. Sin detenerse, Alaina mencionó claramente el nombre del oficial y se despidió con un breve «buenos días, señor». Antes que el adormilado cerebro del hombre pudiera entender, el muchacho desapareció.

El teniente Baxter se quedó mirando confundido el lugar por donde se había evaporado el muchachito, considerando una docena de distintos cursos de acción. Después de un momento, se encogió de hombros y regresó a su cama.

Alaina se detuvo en la sombra del pórtico para ponerse sus calcetines de lana y sus enormes botas. Después se alejó de los apartamentos Pontalba tratando de no llamar la atención. Había dejado bien atrás la plaza Jackson cuando vio que un pesado carretón venía en dirección norte. El carretero dormitaba en su asiento y no vio al muchacho que trepó a la parte trasera y descendió cuando cruzaban el camino del río.

La señora Hawthorne tenía la costumbre de levantarse temprano para contemplar las nieblas de los amaneceres del Sur. Habitualmente saludaba al sol con un paseo en su florido jardín, pero esta mañana se sorprendió cuando abrió la puerta trasera y encontró a «Al» profundamente dormido, acurrucado sobre una valija de mimbre. Con tierna compasión, la anciana se arrodilló y sacudió suavemente a Alaina hasta que los ojos grises se abrieron y la miraron.

—Ven, criatura — dijo la señora, y guió a Alaina hasta un sofá del salón donde la hizo acostarse y la cubrió con un gran chal tejido.

El rostro joven le dirigió una sonrisa de gratitud, pero Alaina, muy cansada, no pudo decir nada más.

—Duerme, criatura — ordenó suavemente la señora Hawthorne—. Estás a salvo y te despertaré cuando esté listo el desayuno.

Muy repuesta después de un desayuno abundante, Alaina bebió el café caliente y fuerte que la mujer había preparado especialmente para ella y miró el reloj.

—No tendría que haberme dejado dormir hasta tan tarde, señora Hawthorne. Son casi las diez.

—El descanso te ha hecho bien, Alaina. — La mujer no parecía sentirlo en lo más mínimo. — ¿Pero qué es eso que me cuentas acerca de tu capitán? ¿También deseas evitarlo a él?

—¡A él más que a nadie! — replicó Alaina con vehemencia—. Estoy harta de que ese barriga azul me vigile dondequiera que yo vaya.

—Entiendo. — La señora Hawthorne observó un momento a la joven súbitamente iracunda. — ¡Bueno! ¿Has hecho algún plan?

—Regreso a casa. Antes que Briar Hill sea vendido me gustaría echar una última mirada. — Fue todo lo que pudo admitir y la idea de algún yanqui sentado en el salón de su madre hizo que se le apretara la garganta hasta el punto de dificultarle el habla.

—Pero criatura, ¿cómo viajarás? — insistió la señora Hawthorne. Alaina se mordió el labio, pensativa.

—Si se lo dijera, los yanquis podrían obligarla a revelarlo o meterla en la cárcel. No quiero ponerla en esa clase de dificultades.

La anfitriona estalló en despreocupadas carcajadas y se inclinó hacia adelante.

—Escúchame, jovencita. No he tenido muchas diversiones en mucho tiempo. Vaya, desde que viniste tú, mi sangre empezó a correr otra vez. Temía verme condenada a un final tedioso, pero ahora apenas puedo esperar para ver qué sucede a continuación. En mis buenos tiempos he manejado hombres mejores que los que veo últimamente, con la posible excepción de tu capitán yanqui. ¿De veras crees que permitiré que te marches sin ayudarte? De todos modos — la anciana hizo un imperioso gesto señalando las ropas de Alaina — ahora el doctor Latimer sabe acerca de tu disfraz.

Alaina se inquietó cuando se lo recordaron.

—Y también sabe acerca de la viuda. Ese cretino es capaz de seguirme por pura maldad.

—Has sido un muchacho demasiado tiempo, Alaina — comentó la señora Hawthorne—. Una joven cuida más sus palabras.

Alaina bajó la vista recordando las objeciones de Cole a sus modales poco femeninos. Se había habituado demasiado al disfraz de Al para librarse rápidamente de la costumbre.

La anciana consultó el reloj.

—Me figuro que tu capitán estará aquí antes que oscurezca. Tendremos que movernos con cierta rapidez para que puedas marcharte a tiempo.

—¿Tendremos? — Alaina enarcó las cejas, pero la señora Hawthorne ya se dirigía a la cocina. Regresó poco después trayendo una pequeña cazuela llena de un líquido icoroso, marrón oscuro, que dejó ceremoniosamente en el centro de la mesa.

—Es tintura de nogal — explicó—. Se la usa para teñir lana y otras telas, pero pocos se dan cuenta de que también puede teñir la piel. Es bastante durable, quizá dura hasta una o dos semanas. — Hizo una pausa y sus ojos otra vez brillaron de entusiasmo. — Si la mezclas con aceite de algodón y la aplicas correctamente, podrás pasar por mulata.

—Pero eso sería todavía más peligroso. Podrían matarme o capturarme tomándome por un esclavo fugitivo.

La señora Hawthorne apenas podía contener su regocijo.

—Tengo un amigo del otro lado del río, en Gretna. Es rico y bastante independiente. Cree que todos los yanquis son tontos y todos los rebeldes unos despistados. Sé que nos ayudará.

Cole durmió unas horas en la sala de oficiales del hospital y después debió ocuparse de diversos preparativos relacionados con la inminente campaña. No bien quedó libre, sin embargo, regresó al apartamento con un paquete de comida y una gran caja con ropas debajo del brazo. Comprar un vestido y los accesorios necesarios en un domingo le había resultado difícil, pero logró convencer a una costurera de que abriera su tienda.

Su primer golpe en la puerta no obtuvo respuesta, y aunque volvió a llamar, ahora con más fuerza, del interior no le llegó ningún sonido. De pronto se le ocurrió que Alaina podía haberse marchado. Sacó la llave, abrió la puerta y entró. Dejó sus compras sobre la mesa y llamó.

—¿Alaina? ¡Alaina! — Rápidamente recorrió las habitaciones y comprobó que sus temores habían estado justificados. Ella se había marchado llevándose sus escasas pertenencias y sin siquiera haber descansado, porque la cama estaba intacta.

—¡Maldición! — Se sintió furioso consigo mismo por haber confiado en ella, por haber permitido que se le escurriera tan fácilmente de entre los dedos.

Buscó al teniente Baxter y se enteró de que nadie había sido visto saliendo de la casa a la hora que Cole le indicó con excepción de un muchachito que parecía un mendigo. Cole no respondió a las preguntas del hombre sobre el jovencito y partió a la carrera. Corrió hasta su calesín y fue a la casa del doctor Brooks. Pero el ama de llaves negra sólo se encogió de hombros ante sus preguntas.

—No, señor. El doctor no está aquí y nadie ha venido ayer.

Ceñudo y preocupado, Cole se alejó de la casa. Había otro lugar donde sabía que podía estar Alaina, y era la casa de la señora Hawthorne. Ansioso de alcanzar a la joven antes que ella se alejara hacia lugares desconocidos, no demoró en dirigirse hacia allá.

Cuando llegó a la casa de la señora Hawthorne, fue recibido con una brillante sonrisa de bienvenida.

—¡Oh, capitán! ¿Qué lo trae por aquí?

—¿Alaina MacGaren ha estado aquí? — preguntó cuando la mujer lo hizo entrar al salón.

La señora Hawthorne se volvió con expresión de asombro.

—¡Dios mío, capitán! ¿Para qué desea saberlo?

Ella miró con un ceño ominoso y después sus ojos se posaron en la vieja maleta que estaba donde Alaina la había dejado.

—¿Adónde? — rugió Cole—. ¿Adónde ha ido?

La señora Hawthorne se encogió de hombros y sonrió con dulzura.

—A Texas, quizás. Ella tenía unos amigos allá. O quizás a Misisipí. Me parece haber oído que la familia de su padre era de allá. O tal vez…

Cole gruñó y se acercó furioso a la maleta de mimbre. Se agachó, la abrió y encontró las ropas de viuda, enaguas, una bata raída y por último los harapos de muchacho. Se puso de pie y soltó una maldición. ¿Dónde demonios estaba ella ahora y qué disfraz usaba? Se volvió y vio que la mujer lo miraba con mucha calma.

—¿Cómo se marchó? — preguntó—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Iba vestida de muchacho o de muchacha?

—Tantas preguntas, capitán. ¡No, no, no! No me asombra que haya huido de usted.

—¿Usted le dio un caballo? — preguntó él en tono de urgencia. — ¿Quiere tomar un poco de té, capitán? — preguntó la señora sirviendo una taza.

Cole hizo un gesto de impaciencia.

—¿Tenía un caballo o un carruaje?

—Un caballo, creo. — La señora Hawthorne asintió con la cabeza. — Pero también podía ser un birlocho. Ella cabalga muy bien, ¿lo sabía usted?

—De eso no me cabe la menor duda — replicó él—. Pero ¿cómo iba vestida?

—Vamos, capitán. — La anciana sonrió con benevolencia. — La muchacha me hizo prometer que no se lo diría. y yo soy una mujer de palabra.

—¿Y usted no me dirá adónde se fue?

—Alaina no quiso que yo le dijera nada, capitán. — La señora Hawthorne extendió sus manos arrugadas como disculpándose. — Lo siento. Me doy cuenta de que usted está muy afligido. ¿Teme por la seguridad de la muchacha?

—Por supuesto — dijo él—. Ella no tiene dinero, no tiene comida…

—Yo preparé una cesta para ella, de modo que no pasará hambre por lo menos por tres o cuatro días, pero no quiso aceptar dinero. Me aseguró que podía cuidar muy bien de sí misma.

Cole soltó un resoplido.

—¿Capitán? — La señora Hawthorne lo miró con atención. — Usted parece muy preocupado por la muchacha. ¿Ella es parienta suya?

—Sólo lejana por matrimonio — replicó él distraídamente y empezó a pasearse por la habitación.

—¿Una persona especial, entonces? ¿Quizá su querida? Cole se volvió y miró sorprendido a la mujer.

—¡Eso sería muy difícil! — exclamó bruscamente—. Hasta ayer yo creía que ella era un muchacho.

—Bueno, eso deja solamente una alternativa. — La señora Hawthorne pareció solucionar el hecho en su mente y cruzó las manos cuando hizo la firme acusación. — Usted está enamorado de ella.

Cole cruzó sus manos a la espalda y luchó por contener la risa ante la ridícula idea. Se inclinó hacia adelante y empezó a hablar, como si estuviera dándole un sermón a un subordinado.

—Señora Hawthorne…

—No necesita ser tan formal, capitán. Le doy permiso para que se dirija a mí por mi nombre de pila, si lo desea. Tally es como me llaman la mayoría de los que me conocen. — Se sentó recatadamente para esperar que él continuara.

—Tally. — Cole hizo una pausa para ordenar sus pensamientos e intentó otra vez. — Soy casado desde hace pocos meses y antes de eso a Alaina sólo la conocía como «Al». Simplemente, me siento responsable de esa muchacha. Ella… hum… tiene la costumbre de meterse en dificultades y, además, tiene demasiado carácter para evitarse problemas. Sólo deseo ofrecerle mi protección.

—Por supuesto, capitán. — La voz y la sonrisa de la mujer eran engañosamente inocentes. — Y en eso ha hecho un maravilloso trabajo.

Cuando miró esos ojos castaños cálidos, brillantes, Cole tuvo la impresión de que Tally Hawthorne estaba de parte de él y contra él al mismo tiempo. Se sintió confundido y no encontró más argumentos para seguir discutiendo. Tomó sus guantes y su sombrero y se detuvo junto a la puerta.

—Buenas noches, Tally.

—Sinceramente, le deseo suerte en su empresa de encontrar a su muchacha. Buenas noches, capitán.

Cole abrió la boca para replicar, pero la señora Hawthorne ya estaba recogiendo el servicio de té.

Sin decir nada más, Cole se marchó.