CAPÍTULO 20

Cole Latimer quedó inmóvil un momento. Un pequeño sonido llegado de algún lugar muy cerca lo convenció de que estaba despierto. Era de día y por la comodidad del colchón que tenía debajo dedujo que se encontraba en una cama y desnudo entre sábanas limpias. No comprendía cómo podía haber ocurrido eso. La pierna aún le dolía con un dolor sordo y pulsátil, pero cuando la tocó con un dedo la encontró firmemente envuelta en un prolijo vendaje. Lentamente abrió los ojos y su sorpresa fue completa cuando vio el dosel de encaje sobre la cama donde yacía.

Una forma esbelta en ropas de muchacho pasó junto a la cama y aunque la piel era marrón él supo que a ese perfil lo conocía de alguna parte. Trató de humedecerse los labios resecos con la punta d la lengua.

—¿Al? — dijo en un ronco graznido.

Alaina se volvió y se acercó a la cama.

—¿Cómo se siente? — preguntó con tono de preocupación.

—¿Puedes darme de beber? — pidió él en un susurro.

—Si está permitido, doctor — bromeó ella gentilmente.

El asintió, sonrió y volvió a cerrar los ojos. Poco después ella regresó, lo ayudó a incorporarse y le dio de beber. La fiebre había desaparecido, pero Cole sentía que le dolían todos los músculos del cuerpo.

—¿Le apetece comer algo? — preguntó Alaina—. En la cocina hay pan de maíz y sopa.

—¿Alcanza para todos? — preguntó él mirándola a la cara. Alaina rió.

—Lo sepan o no, los Gillett han estado contribuyendo a nuestro bienestar. Se apoderaron de nuestro ganado cuando vinieron lo yanquis, de modo que supongo que nos lo deben.

—Podría comer algo — admitió él—. En los últimos días mi columna vertebral ha estado cavando un agujero en el estómago.

La espesa sopa de judías verdes sazonada con jamón y verduras fue aceptada con apetito voraz. Después que Alaina lo acomodó sobre la almohadas, Cole comió con ganas y rechazó la oferta de ayuda de ella. Cuando momentos después ella se llevó la bandeja, se sintió mucho más fortalecido por el alimento. Sin embargo el dolor penetrante de su herida cuando trató de mover la pierna le recordó sus limitaciones.

—¿Todavía duele? — preguntó Alaina al ver su mueca. Cole tocó suavemente el vendaje de su herida.

—Me temo que tengo incrustado un trozo de bala de cañón.

—¿Qué sucedió? Yo creía que los médicos trabajaban habitualmente lejos del campo de batalla.

Era una historia tan frustrante como la inspección de los carros descuidadamente cargados por Magruder. Después de la derrota del primer día y la victoria del segundo, él encontró difíciles de soportar los caprichos del comando. Recordaba vivamente el comienzo de ello. Lo habían llamado para asistir a los heridos de una batería olvidada que había sido seriamente diezmada y cuando estaba así ocupado, se originó una discusión con un arrogante coronel, capitán preboste de Franklin, acerca de la conveniencia de abandonar a los heridos indefensos. Con empecinada determinación él permaneció con los heridos y con la ayuda del soldado que lo buscó y de un sargento levemente herido, trabajó para arrastrar un par de carros desde el pantano donde los habían empujado los rebeldes. Terminaban de cargar a los heridos en los carros cuando una patrulla confederada apareció en la cima de la colina sobre el lodazal. Cole ordenó al sargento y al soldado que huyeran con los carros mientras él empuñaba uno de los nuevos rifles Henry a repetición y trataba de contener al adversario a fin de darles ventaja a los carros. No familiarizados con el rifle de tiro rápido, los rebeldes se pusieron a cubierto, aparentemente confundidos sobre el número de adversarios que tenían adelante. Pero no tardaron en traer un cañón que habían quitado a la caballería de la Unión en la batalla del primer día y pronto empezaron a lanzar balas explosivas hacia el claro.

Desde ese punto, la memoria de Cole era algo vaga y confusa. Después de darles a los carros el tiempo que necesitaban, roció a los servidores del cañón con una ráfaga final del Henry, quebró el rifle contra un cañón inutilizado y corrió hacia donde estaba su roano. Acababa de subir a la silla de montar cuando otra bala de cañón alcanzó una pila de barriles de pólvora y entonces todo el claro pareció estallar. Recordaba un alto pino que empezaba a desplomarse sobre él y un fuerte golpe en su muslo. Aferrado a las crines de su caballo, avanzó un poco por el pantano mientras a sus espaldas sonaban gritos y disparos. Recordaba haber descubierto su herida y efectuado un vendaje improvisado y después nada más que largas horas de sol cegador y de intenso calor, moscas abundantes, mosquitos y una variedad de animales que por no estar familiarizados con el hombre se limitaron a mirarlo pasar. Llegó la oscuridad, después otra vez el sol y una noche de temblores debajo de un roble cubierto de musgo durante un aguacero, después de lo cual todo parecía confundirse en un calidoscopio de visiones fugaces, días calurosos y noches frías llenas de insectos de todas clases, y el caballo avanzando con dificultad por el camino. Trató de guiar al animal hacia el sur y el este, pensando que tarde o temprano llegaría al río Rojo. Había habido una vaga sensación de algo familiar en el área, pero su mente aturdida no fue capaz de reconocerla. Cuando encontró una piragua en la orilla del pantano dejó a su cansado roano, subió a bordo de la pequeña embarcación y dejó que lo arrastrara la lenta corriente. Así pasó un tiempo, hasta que se sintió aferrado por unas manos rudas y de su pierna brotó un dolor cegador que le atravesó todo el cuerpo. Cuando volvió a despertar, se encontraba encerrado en el ahumadero de los Gillett.

Por fin, Cole meneó la cabeza y se encogió de hombros.

—Todo está todavía muy confuso y no hay más que contar — dijo, y miró a su alrededor—. ¿Estamos en Briar Hill?

Ella asintió con la cabeza.

—En mi habitación. — Medio avergonzada de la situación, se apresuró a explicar —: Es la única con una cama que queda en la casa.

—No está bien que un caballero acepte la cama de una dama — dijo él —, pero lo mismo te doy las gracias. ¿Tú vendaste mi pierna?

—Fue Saul. Yo sólo lavé y remendé unas ropas y lo bañé… — Se detuvo de pronto y se mordió el labio cuando él la miró con interés. Al principio no había sentido ningún reparo respecto de bañar a ese cuerpo viril. Más le preocupaba la salud del herido que el hecho de que una joven lavara a un hombre desnudo. La guerra se llevaba la inocencia de la tierra y de la gente. Pero deseó que por lo menos él no la mirase de ese modo.

—Debes admitir que es una paradoja — dijo él y sonrió lentamente—.Yo estaba seguro de que sería precisamente a la inversa.

—Amenazaste demasiado a menudo con bañarme — replicó ella, incómoda bajo la mirada de él.

—Lo que me pregunto es por qué te molestaste en salvarme de los Gillett. — La miró pensativo, preguntándose si ella lo odiaba tanto como decía.

Los ojos grises brillaron.

—¡Quizá no hubiera debido hacerlo! ¡Porque eres el yanqui más desagradecido y testarudo que he conocido!

Giró sobre sus talones con intención de marcharse, pero él la tomó de una mano y la hizo volverse.

—Créeme, estoy agradecido. Pienso que con lo que los Gillett habían planeado para mí, tú me salvaste la vida. Fue un alivio despertar esta mañana…

—Es la tarde — lo corrigió ella—. Has dormido durante la mayor parte del día. Ahora, si me disculpas, tengo otras cosas que hacer.

Había llegado el crepúsculo y el oeste ardía con el brillo de nubes de color magenta y amarillo melón cuando Alaina salió para hacer una última esperanzada búsqueda en los nidos del gallinero. Había preparado un saco de comida para el viaje y hervido los huevos encontrados con anterioridad, pero ahora unos huevos revueltos para la cena ayudarían a Cole a recobrar sus fuerzas. Las necesitaría para el viaje al sur.

Estaba cerca del extremo del cobertizo cuando a través de una hendidura en la rústica pared de tablas sus ojos captaron el movimiento de sombras que se deslizaban furtivas por el borde de la arboleda.

—Apostaría a que es Emmett — se dijo—. Otra vez anda en algo malo. — Se acercó más a la pared y espió hasta que tuvo la seguridad de que eran dos hombres a caballo. ¿Desertores? La pregunta surgió en su mente. Fueran azules o grises, esa gente siempre traía problemas.

Regresó cautamente a la casa. Saul se había llevado la pistola y sólo quedaba el Remington de Cole. La puerta de su habitación estaba abierta y cuando entró halló a Cole sentado en el borde de la cama. Había logrado ponerse su ropa interior y estaba tratando de ponerse los pantalones. Su palidez y los músculos tensos de la mandíbula eran prueba visible de que el esfuerzo le costaba mucho dolor.

—Tenemos compañía — anunció ella en voz baja—. Pueden ser los Gillett, o quizá desertores. — Levantó del buró el revólver enfundado. — Quédate en cama y en silencio. Yo los vigilaré.

—¿Qué vas a hacer con eso? — preguntó él señalando el revólver.

—Usarlo si es necesario — repuso ella simplemente.

—Dámelo. — Hizo un gesto para tomar el arma. — Si hay que disparar lo haré yo.

—No estás en condiciones ni siquiera de levantarte — protestó Alaina.

—Santo Dios, mujer — repuso él—. Me he arrastrado por el pantano para llegar hasta aquí. Ciertamente, puedo levantarme de la cama. Dame eso.

Ella se detuvo indecisa junto a la puerta. Con gran esfuerzo, Cole se incorporo y se apoyo en un pie.

—¡Acuéstate ! — gimió ella llena de preocupación y corrió a su lado para empujarlo hacia la cama con suavidad.

En ese momento, Cole tendió una mano y le quitó el revólver.

—Gracias, señorita MacGaren.

—Sé como usarlo — se quejó ella—. Y además, yo no le acertaría a nadie.

—Esa es la diferencia entre nosotros dos. — Cole hizo girar el tambor del arma y comprobó la carga. — ¿Dónde están nuestras visitas?

Alaina señaló la ventana del dormitorio que se abría sobre el área arbolada y Cole se levantó otra vez, pero ahora con más seguridad. — ¿Puedes ayudarme a llegar a la ventana?

Percibiendo la determinación de Cole, Alaina se acercó a ese pecho ancho y musculoso. Cuando él le puso un brazo sobre los hombros, ella no pudo dejar de recordar una ocasión en que la había estrechado contra él.

Alaina bajó la cabeza y se obligó a prestar atención sólo a la tarea que tenía entre manos. El pertenecía a Roberta, se dijo una y otra vez, y todos sus deseos y ansias nunca llegarían a nada.

Llegaron a la ventana y Cole se apoyó en la pared. Ella acercó una silla y un escabel. Cole se sentó. El vendaje de la pierna empezó a mostrar una mancha oscura, señal de que la herida no podía tolerar tensiones indebidas.

—¿Estás bien? — preguntó Alaina con ansiedad, y no se sintió del todo tranquilizada cuando él asintió con la cabeza. Cuidando no molestarle la pierna, se sentó en el escabel de modo que pudiera observar los merodeos de los visitantes.

La noche se puso su manto de oscuridad y aunque ellos se esforzaban no alcanzaban a detectar ningún movimiento en el borde de la arboleda o en el patio de abajo. Entonces, una luz vacilante y mortecina se movió entre los árboles y se acercó hasta que se la pudo reconocer como una linterna que traía uno de los hombres. Los dos se detuvieron en el borde de la arboleda, se miraron y gesticularon como si estuviesen discutiendo. Ambos llevaban guardapolvos y sombreros, pero la linterna era mantenida demasiado cerca del suelo para poder verles las caras. Uno era más bajo y parecía casi menudo a la distancia. ¿Una mujer? Era él, o ella, quien llevaba la lámpara y agitaba el brazo libre en forma acusadora. Siguió un breve momento de violencia cuando el pequeño abofeteó al otro y casi inmediatamente se tambaleó por el golpe que recibió como respuesta.

—Vienen hacia la casa — dijo Alaina.

Cole observaba atentamente los movimientos de la pareja.

—Parecen estar buscando algo. Van hacia la cochera.

—¿No crees que son los que…? — Se mordió el nudillo cuando se percató de lo que estuvo a punto de decir. Saul había dicho que vio a dos hombres y a una mujer salir del bosque donde encontraron la tumba. Estos eran dos hombres, o posiblemente un hombre y una mujer, sin el tesoro pero quizá buscándolo.

Cole trató de verle la cara en la oscuridad.

—¿Qué estuviste por decir?

Alaina se encogió de hombros.

—Nada.

Pasaron unos momentos hasta que los dos emergieron de la cochera, esta vez amenazándose con los puños.

—Creo que no encontraron lo que buscaban — comentó Cole y dio un leve respingo por el dolor quemante de su herida.

—No es ninguno del clan de los Gillett — murmuró Alaina y deseó que levantaran un poco la linterna para ver los rostros.

—Ahora van a los establos.

—¡Los establos! — Alaina saltó hacia la ventana y sus temores se hicieron realidad cuando vio desaparecer la luz de la linterna en el mismo edificio donde ella y Saul habían escondido el cofre.

—Seguramente lo encontrarán — dijo.

—¿Encontrarán qué? ¿Qué hay allá, Alaina?

—Algunos arneses y otras cosas viejas — murmuró ella, llena de frustración. ¿Por qué no habían pensado en ocultar el cofre en un lugar más secreto? ¿Por qué los ladrones tuvieron que regresar tan pronto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—No estás preocupada por unos arneses viejos — insistió Cole—. ¿Qué temes que puedan encontrar?

Alaina gimió y se retorció las manos.

—Saul y yo encontramos algo enterrado en el bosque y lo pusimos en ese viejo baúl en los establos.

—¿Qué era?

—Una especie de cofre. — Evitó una respuesta más explícita añadiendo en seguida: — Saul estaba allí cuando ellos lo enterraron y dijo que dejaron allí a uno de sus propios hombres. Nosotros lo encontramos en una tumba con la caja.

—¿Ellos lo asesinaron?

—Eso supongo.

Cole hizo una mueca y se tocó la pierna que seguía doliéndole.

—Ahora salen de los establos. Traen algo pesado.

Alaina sabía exactamente qué habían encontrado. Se acercó más a la ventana y los observó. De pronto sintió un escalofrío cuando los malandrines se volvieron hacia la casa.

—Vienen hacia aquí.

Cole luchó por incorporarse pero ella lo obligó a sentarse.

—Quédate quieto — siseó—. Estás tan débil como un gatito hambriento y ciertamente no tienes fuerzas suficientes para contenerlos. Lo que conseguirás es que te maten. — El hizo un intento de discutir pero ella lo rechazó con firmeza. — Aguardaremos aquí, o por el cielo que tendrás que pasar por mí para llegar a la puerta. Ahora quédate quieto.

Cruzó volando la habitación, cerró la puerta y giró la llave. Cuando regresó junto a él, abrió la pequeña puerta del gabinete en la pared lateral del hogar.

—A veces las voces suben por el agujero — dijo distraída, más preocupada y asustada de lo que quería dejar traslucir.

Esperaron en completo silencio. Oyeron ruido de madera quebrada y Alaina supo que la tabla que clausuraba la puerta trasera estaba siendo arrancada. La puerta crujió al abrirse y un momento después algo pesado fue arrastrado hasta la habitación inmediatamente debajo de ellos.

Las voces de los hombres resonaron en la casa, levantadas en violenta discusión, aunque las palabras fueron ininteligibles. Cole tomó la mano delicada que se había apoyado en su hombro. Los finos dedos se aflojaron como tranquilizados.

Después de un momento se hizo silencio y comprendieron que uno de los hombres había salido por la puerta trasera. Desde la ventana pudo verse a una sombra alta y oscura que corría hacia la arboleda. El hombre desapareció entre los árboles y salió un momento después con dos caballos. Como ansioso por reunirse con su compañero, volvió corriendo a la casa, trayendo a los animales. No bien entró por la puerta trasera el comedor se convirtió una vez más en escenario de una reyerta verbal, pero sólo las palabras del hombre que estaba más cerca de la chimenea pudieron oírse con cierta claridad. Sus airadas réplicas evidenciaban las acusaciones del otro.

—Si yo lo hubiera escondido allí, ¿crees que te habría llevado otra vez hasta el lugar? — El que habló rió brevemente. — Vaya, lo hubiera llevado lejos de aquí. — Su tono se volvió suave, casi adulador. — Santo Dios, yo fui el que en primer lugar hizo huir de aquí a la perrita, y sin mí nunca se te hubiera ocurrido poner a toda la región a la caza de una traidora mientras nosotros escapábamos.

Alaina frunció el ceño. Esa voz le resultaba extrañamente familiar y lo que decía era muy peculiar. Era obvio que estaban hablando de ella, pero ¿quién, además de Emmett…?

—¿No te informé del embarque? y permíteme recordarte que fui yo quien me jugué el pescuezo aquella noche en que arrojamos al río a ese individuo. ¡Si me hubieran sorprendido llevando puesto su uniforme… demonios! Todo esto es demasiado absurdo para que tú me acuses. Si las tropas de Banks no hubieran sido obligadas a retroceder, esta propiedad todavía estaría en venta y hubiera podido ser tuya, tal como convinimos. Pero ahora que los rebeldes nos han rechazado, tú sientes miedo.

¿Nos? ¿Un yanqui? Alaina ladeó la cabeza para escuchar mejor.

—Oh, sí, fue bueno que viniéramos por el cofre porque sin duda alguien planeaba llevárselo. Pero no salgas en estampida sólo porque parte de nuestros planes se han alterado. La propiedad todavía puede ser puesta en venta. Mientras tanto, el cofre está a salvo con nosotros y podemos repartirnos ahora mismo lo que nos corresponde.

Como si esas palabras por fin hubieran tranquilizado al otro, los dos callaron y sólo el ruido de un trabajo leve subió por el agujero. Después de un rato, los sonidos apagados cesaron y las voces sonaron otra vez con regocijado alivio. Entonces, de pronto la alegría fue rota por un grito, el ruido de lucha y después silencio.

Alaina contuvo el aliento mientras ella y Cole trataban de oír algún sonido que llegara de abajo. Las pisadas de una sola persona, pesadas e irregulares como si estuvieran bajo una carga considerable, salieron de la casa y regresaron rápidas y ligeras para volver a marcharse con otra carga. Después reinó el silencio por una eternidad. No llegó ningún sonido de cascos de caballos que indicaran la partida sino que todo quedó en silencio hasta que llegó un leve sonido del porche delantero. Después de un momento, las pisadas regresaron para detenerse cerca de la puerta trasera. Se produjo otro sonido a líquido derramado y el olor denso y penetrante de espíritu de petróleo subió hasta el dormitorio provocando un inmediato temor.

Alaina hundió las uñas en la piel desnuda de Cole, pero él apenas lo notó y luchó por incorporarse de la silla. Inmediatamente empezó a salir humo por el agujero y el crepitar de llamas confirmó sus temores. De afuera llegó el ruido de cascos que se alejaban y Alaina corrió a cerrar la puerta del gabinete.

—¡Malditos! ¡Todos malditos! — exclamó—. ¡Debí matarlos en el momento que los vi! — Se ahogó con amargos sollozos. Cole la tomó rudamente de los hombros y la sacudió.

—¡Alaina… escucha! Tenemos que salir de aquí antes de quedar atrapados. — La sacudió otra vez. — ¿Comprendes?

Ella asintió y le dio una respuesta apenas inteligible en la oscuridad. Tosió ahogada por el humo y puso sobre sus hombros un brazo de él, lista para ayudarlo. Pero en la puerta lo dejó apoyado contra la pared y volvió corriendo a la cama.

—¡Alaina! ¡Vamos!

—¡No puedes andar medio desnudo! — Volvió junto a él con la ropa, las botas y un cubrecama de retazos. Al ponerse su chaqueta, Cole deslizó entre los pliegues de su camisa una pequeña miniatura que su mano había rozado en la pared y Alaina trató sin resultado de abrir la puerta. Cole apartó las manos trémulas de Alaina, hizo girar la llave y abrió la puerta. Un humo denso subía por la escalera y les llenó los pulmones y les irritó los ojos.

—¡Salgamos de aquí! — dijo él tomándola del brazo.

—¡Mira! — exclamó Alaina y señaló—. ¡Debieron de poner fuego también al frente de la casa! ¡Todo está en llamas!

—¡Probemos por atrás !

Lo condujo escalera abajo, soportando con su pequeño cuerpo todo el peso que le fue posible. Cuando llegaron a último escalón, Cole se cogió de la balaustrada y se detuvo un momento en el vestíbulo. El extremo más lejano del comedor estaba en llamas y la puerta trasera estaba envuelta en un infierno que impedía el paso.

Alaina ahogó un grito y llamó la atención de Cole hacia un par de piernas que asomaban por la puerta cerca del vestíbulo. Cole medio se arrastró hasta la puerta. El hombre estaba tendido sobre un cofre abierto y vacío que tenía las letras «U.S.A.» grabadas en un costado. Cole se agachó, examinó brevemente las dos heridas de cuchillo en la espalda del hombre y trató de buscar el pulso en el cuello. No lo halló.

—¿Está muerto? — preguntó Alaina, temblando.

—Sí. — Cole dio vuelta al hombre. Las piernas se estiraron lentamente y una cinta de color amarillo brillante relampagueó en los pantalones azules cuando se abrió el abrigo largo que vestía.

—¡Un yanqui! — exclamó Alaina. Entonces vio la cara y la reconoció—. ¡Pero si es el teniente Cox! ¡El fue quien me acusó de espía!

El revólver medio des enfundado del hombre estaba enredado en el grueso abrigo y su otra mano aferraba un ángulo de brillante brocado de seda. Cole separó los dedos del muerto, retiró el trozo de tela y después buscó dentro del cofre y sacó lo único que quedaba, el fajo de papeles.

—Saul y yo lo encontramos — se apresuró a explicar Alaina—. Era el embarque de oro robado en Nueva Orleáns. Ellos lo enterraron en el bosque con el cadáver y Saul y yo escondimos el cofre en los establos.

Cole arrojó los papeles dentro de la caja.

—Bueno, ahora hay uno menos para combatirlo.

—Saul dijo que fueron un hombre elegante y una mujer quienes vinieron aquí con el teniente Cox la noche que lo enterraron.

El fuego aumentó de repente obligándolos a retroceder. Cole tomó a Alaina del brazo, cruzó tambaleándose el vestíbulo y abrió una puerta que daba al lado opuesto de la casa. La habitación estaba relativamente libre de humo. Entraron y él cerró la puerta. Habían cruzado la única puerta de ese cuarto y no tenían ninguna vía de escape excepto las ventanas clausuradas con tablas. Cole arrancó una pata de una mesa rota, rompió los vidrios y empezó a separar las persianas cerradas que estaban clausuradas desde el exterior. Entonces, de pronto dos fuertes manos empezaron a arrancar las tablas como si fueran delgadas maderillas y pronto las persianas quedaron completamente abiertas. Cole se volvió, tomó a Alaina sin ceremonias y la hizo salir por la ventana. No bien ella estuvo afuera, él asomó la cabeza y los hombros y se sintió aferrado por los brazos poderosos del negro. Apretó los dientes de dolor cuando su pierna vendada rozó el alféizar y se apoyó agradecido en Saul cuando éste lo llevó desde la casa al refugio que ofrecían los establos. Cole se desplomó junto a Alaina sobre una pila de paja enmohecida donde tosió para expulsar el humo de sus pulmones.

Miró a Saul y preguntó :

—¿Has visto a un hombre alejarse a caballo de la casa?

—¡No, señor! Vine corriendo a través del campo cuando vi fuego en la puerta trasera. No vi a nadie escondido ni alejándose.

Alaina permanecía acurrucada, mirando la casa en llamas. El fuego ascendía desde la puerta trasera y se enroscaba hacia el piso alto, mientras que el frente de la mansión estaba casi cubierto por las llamas. Tratando de consolarla, Cole la rodeó con un brazo, pero Alaina lo rechazó.

—¡No me toques, yanqui! — exclamó y lo miró con ojos llenos de lágrimas—. ¡Tú y tu maldito ejército azul ya me habéis costado casi más de lo que puedo soportar!

El dejó que llorara y la miró muy serio, sabiendo que nada podía hacer para detener la destrucción de la casa.

—¿No crees que sería mejor que nos alejásemos de aquí — sugirió después de un rato — antes que alguien sienta curiosidad por el fuego?

Alaina cesó de llorar y se puso de pie.

—¡Los Gillett! Vendrán no bien vean el fuego. ¡Tenemos que irnos!

—Sí, ama — dijo Saul—. Pero ¿hacia dónde? Esos pícaros vendrán remontando el camino y en la otra dirección hay patrullas confederadas. Y de todos modos, no llegaríamos lejos en la oscuridad.

Alaina se sentía como un zorro perseguido que debía abandonar su guarida, pero el desafío que presentaba la situación la distrajo de su dolor.

—Engancha los caballos al coche fúnebre. Emprenderemos el viaje cruzando el campo y esta noche nos esconderemos junto al pantano.

Se volvió, le entregó las botas a Cole y se alejó en busca de las provisiones que había dejado en la cocina.

Dejando a sus espaldas la casa en llamas el trío empezó a cruzar el amplio campo con el coche fúnebre. Saul había hecho a un lado el pesado ataúd y Cole estaba tendido junto a la caja donde podía estirar su pierna. Una erupción de chispas y llamas ascendió entre las copas de los árboles, y cuando Alaina se volvió para mirar sus lágrimas brillaron. Oyeron los gritos excitados de los Gillett que se acercaban por el camino y pareció que en cualquier momento el coche fúnebre sería descubierto, pero los Gillett estaban demasiado absortos mirando el fuego y el grupo pudo escapar y ponerse a salvo en el bosque.

En la profunda oscuridad debajo de los árboles, la habilidad de Saul les permitió llegar a un bien oculto bosquecillo junto al pantano. El negro se apeó y después de asegurar los caballos volvió al borde del bosquecillo a fin de montar guardia por si alguno de los Gillett los había visto y venía en su persecución. Cubierta con su chaqueta demasiado grande, Alaina permaneció acurrucada en el pescante, mirando tristemente el resplandor rojizo que iluminaba las nubes bajas.

En un momento alrededor de medianoche el fuego se extinguió y poco después empezó a caer una fina llovizna. Saul se cubrió con un viejo impermeable y se acomodó contra el tronco de un grueso roble. Alaina bajó del pescante y se sentó en la puerta trasera abierta del coche fúnebre, manteniendo la mayor distancia posible de Cole. Con la lluvia, por lo menos los mosquitos no los molestarían y podrían dormir un poco.

Llegó la mañana, pero el cielo siguió oscuro y gris y la llovizna continuó. Cole salió con dificultad del coche fúnebre y se estiró para calmar los dolores y calambres producidos por una noche sobre una superficie dura. Saul había encendido fuego y estaba calentando un poco de jamón, pero a Alaina no se la veía en ninguna parte. Saul levantó la vista cuando Cole dio la vuelta al coche y se apoyó en una rueda delantera. El negro puso una tajada de jamón y un trozo de pan de maíz en un plato de estaño.

—No es mucho, señor — dijo sonriendo al ofrecer el desayuno —, pero le calmará un poco el hambre hasta la noche.

—¿Dónde está Alaina? — preguntó Cole al aceptar el plato.

—Oh, la señorita Alaina salió para dar una caminata. —Saul llenó un plato que tapó y guardó cuidadosamente debajo del asiento del coche, y empezó a preparar otro para él. — Supongo que ha regresado a la casa. Engancharé los caballos y daremos una vuelta por allí antes de marcharnos.

Los restos de la casa no fueron visibles hasta que estuvieron cerca del portón. Entonces aparecieron las ruinas calcinadas. El roble más cercano de los que una vez habían dado sombra a la casa estaba desnudo y reducido a una grotesca caricatura de su forma anterior. Las vigas ennegrecidas que sobresalían de los escombros semejaban los huesos de una bestia muerta en horrible agonía. Nubecillas de humo se elevaban donde las gotas de lluvia caían sobre las cenizas todavía calientes. El olor de cenizas mojadas flotaba denso en el aire.

Encontraron a Alaina detrás de los establos, de rodillas sobre la tierra colorada, con las manos cruzadas sobre el regazo. A su lado estaba el sombrero de copa. Saul se le acercó y le puso una mano en el hombro.

—¿Señorita Alaina? — dijo con suavidad, como si no deseara perturbarla—. Tenemos que partir ahora… antes que vuelvan los Gillett y nos encuentren.

Ella levantó los ojos enrojecidos y sus labios temblaron cuando aspiró profundamente.

—Todo ha desaparecido, Saul. No queda nada.

—Lo sé, señorita Alaina. — Con ojos llenos de lágrimas, el negro miró las ruinas humeantes. — Pero yo no voy a decir adiós, un día regresaré y…

Con dificultad, Saul tragó el nudo que se le había formado en la garganta, lanzó un largo suspiro y se volvió hacia la joven.

—Pero tenemos que marcharnos ahora, señorita Alaina. — La levantó, se inclinó, recogió el sombrero y le sacudió el polvo antes de entregárselo. Ella se caló el objeto en la cabeza y subió el cuello de su grueso abrigo, convirtiéndose en un instante en un muchachito de piel morena y miembros flacos. Cole, desde donde estaba sentado en el coche fúnebre, observó sorprendido la transformación.

Alaina fue hasta la parte trasera del coche, inclinó pensativa la cabeza y observó en silencio a Cole. Después de un momento, se volvió hacia Saul.

—¿Qué demonios vamos a hacer con él? — Alaina hizo la pregunta en tono inocente, pero Cole tuvo la impresión de que ella ya había llegado a una decisión.

—He estado pensando mucho en eso — dijo el negro, rascándose la barbilla. Sus ojos fueron hasta el ataúd. Después miró a Alaina con expresión inquisitiva.

—¡Ooohhh nooo! — gimió Cole cuando comprendió lo que iba a suceder.

—¿Hasta dónde crees, yanqui, que podrás llegar con ese uniforme azul? — preguntó Alaina.

Cole echó la cabeza atrás y lanzó un exagerado suspiro de sumisión.

—¡EI señor me salve de esta mujer!

—Mételo ahí. — Alaina le hizo un gesto a Saul y con los ojos entornados le sonrió al capitán.

Cole levantó su pierna cuando Saul vino a ayudarlo. No bien el capitán estuvo tendido en el ataúd, el negro cerró la tapa pero puso a lo largo del borde trocitos de madera a fin de que entrara aire para respirar. El crespón negro fue arreglado para ocultar la abertura y la puerta trasera del coche fúnebre fue cerrada. Cole suspiró cuando el carruaje se puso en movimiento. Por lo menos estaba seco y abrigado, pero de poco consuelo le sirvió oír la risa argentina de Alaina que largo rato siguió resonando en sus oídos.

Cuando volvían a través del campo hacia el camino que serpenteaba siguiendo el borde del pantano, Alaina se incorporó sobre una rodilla y se volvió para mirar hacia atrás. Vio los escombros todavía humeantes que ninguna semejanza tenían con lo que una vez fuera su hogar. Las hermosas glicinas habían desaparecido con el resto y nunca volverían a crecer. Las cenizas se disolverían con el agua de lluvia y su lejía penetraría en el suelo durante los meses siguientes. Briar Hill era ahora un grupo de graneros, establos y cabañas miserables. La gran casa blanca que fuera el orgullo de los MacGaren había desaparecido. Todo lo que de ella quedaba eran años de recuerdos que flotaban en la mente de Alaina.

Se sentó nuevamente en el pescante junto a Saul y se acurrucó dentro de la chaqueta para protegerse de la humedad matinal. No le importó que las lágrimas corrieran abundantes por sus mejillas porque el peso de su día recién iniciado ya era opresivo. Una brisa fresca agitó las ramas de los árboles y trajo un olor a humo y cenizas que por largo tiempo acompañaría el último recuerdo que tendría Alaina de su hogar.