CAPÍTULO 21

El carruaje apenas había entrado en el camino de Marksville cuando el ruido de unos cascos que se acercaban rápidamente les avisó que se apartaran y escondieran detrás de una cortina de arbustos. Saul se apeó para tranquilizar a los caballos y Alaina corrió a advertir a Cole. Pronto apareció la forma rotunda de Emmett Gillett montando en una mula que parecía más inclinada a caminar perezosamente pese a la evidente prisa que llevaba su amo. Por fin Emmett pasó frente al escondite y se alejó hasta perderse de vista.

—No sé adónde va — comentó Cole secamente cuando Saul se le acercó —, pero dudo de que llegue con ese animal.

—Marksville está hacia allá — gruñó el negro.

—Probablemente va a avisar al sheriff que hay un yanqui suelto por los alrededores — dijo Alaina—. Será mejor que nos dirijamos a Cheneyville por si andan por aquí tropas confederadas.

Cole la miró pensativo. Pese a ser una sureña convencida, ella se había abocado de corazón a la tarea de sacarlo de apuros. Sin embargo, los motivos no eran nada claros.

Alaina se volvió y lo sorprendió mirándola.

—¿Por qué me miras, yanqui? Se diría que tengo dos cabezas por la forma en que no me quitas los ojos de encima.

—Lo siento — se disculpó él—. Sólo estoy tratando de averiguar cuál es la verdadera Alaina MacGaren.

Promediaba la tarde cuando llegaron a las afueras de un pueblecito y sigilosamente metieron el coche en un cobertizo vacío cerca de unos rieles de ferrocarril abandonados. Saul cerró la amplia puerta y acababan de instalarse sobre unas cajas para compartir una comida fría cuando el tronar de un grupo grande de caballos los sobresaltó.

—Es una patrulla confederada — susurró Saul cuando miró por una ranura en las tablas de la puerta, y después de un largo momento, agregó: — Parece que piensan acampar justo encima de nosotros.

Alaina tragó con dificultad, sin saborear el bocado de jamón que apenas había masticado. El ruido de grava, muy cerca, los hizo callar, y casi sin respirar oyeron que un oficial y un sargento pasaban frente al cobertizo.

—¿Ha registrado este lugar, sargento?

—Lo hice más temprano, señor. No encontré ni siquiera una cucaracha. También registramos los graneros y establos del pueblo.

No es probable que alguien pueda pasar con nuestros hombres cubriendo los cuatro caminos.

El capitán siguió caminando mientras el sargento fue detrás del cobertizo y empezó a orinar contra las tablas. Alaina había estado escuchando con atención, pero cuando el nuevo sonido irrumpió en el tenso silencio se volvió para no mirar a sus compañeros, completamente ruborizada.

Con los soldados confederados moviéndose tan cerca del cobertizo, los fugitivos se movieron con la mayor cautela a fin de que ningún ruido los delatara. Colgaron morrales en las cabezas de los caballos para apagar cualquier resoplido y mantenerlos dóciles. Cole puso su revólver al alcance de su mano mientras Saul envolvió con trapos las cadenas de los arneses para impedir que tintinearan.

De pronto llegó un sonido apagado desde el extremo del cobertizo y a la media luz se vio una puerta pequeña que era empujada contra un montón de polvo que la bloqueaba. Los revólveres de Alaina y de Cole apuntaron para cubrir al intruso y Saul tomó un trozo de madera grueso como su brazo. Cuando la puerta se abrió, una forma pequeña se deslizó adentro y se irguió para sacudirse el polvo de los pantalones. Era Tater Williams.

Cole se apoyó en la rueda del carruaje cuando el jovencito se acercó a ellos mirando con recelo los dos revólveres que le apuntaban. El muchacho señaló con el pulgar hacia atrás y se apresuró a explicar.

—Hay una caja de madera afuera. — Miró el revólver del capitán. — De todos modos, no he venido para hacerles daño.

—¿Cómo nos encontraste? — preguntó Cole.

—Los seguí. — El muchachito no pareció preocuparse por la pregunta. — El viejo Sillet envió a Emmett a Marksville ya mí aquí. Emmett se llevó la mula y me dejó a mí a pie. — Sonrió con picardía. — Por supuesto, Emmett y esa mula vieja no se llevan bien. Me figuro

que yo puedo sacarle ventaja aun a pie. Yo tenía que contarle al sheriff acerca del capitán fugitivo. — Ante las miradas súbitamente recelosas, se apresuró a añadir: — ¡Lo hice! Pero no le dije dónde estaba usted.

Alaina lo miró con ojos entrecerrados, curiosa por saber qué fines perseguía el muchacho. Tater la miró dócilmente.

—Emmett no me simpatiza mucho, y cuando ustedes lo dejaron encerrado en el ahumadero pensé que les debía algo. ¡Ja! — El muchacho se cubrió la boca con una mano para apagar un estallido de risa. — Cuando el viejo Gillett encontró a Emmett atado como un cerdo y le quitó la mordaza de la boca, Emmett empezó a gritar acerca de un negro y una docena de yanquis que lo atacaron. El viejo ordenó que volviéramos a amordazarlo. Emmett quedó encerrado en ese ahumadero hasta la mañana, y cuando salió estaba furioso. Su papá le obligó a limpiar y cepillar el caballo antes de permitirle que fuera a comer. Emmett juró que así fuera lo último que hiciera, encerraría al capitán en el ahumadero hasta que quede curado como un jamón.

Llegó un grito desde el exterior y el campamento rebelde pareció ponerse otra vez en actividad. Los dos revólveres dejaron de apuntar a Tater y cubrieron la puerta. El oficial confederado se acercó con varios de sus hombres y los fugitivos oyeron claramente sus palabras cuando le gritó al sargento.

—Hay una patrulla yanqui cerca de Alexandria, a pocas millas remontando el camino. Dejen destacamentos para cubrir los caminos y traigan al resto de los hombres. Veremos qué podemos hacer para perturbar un poco el sueño de ese yanqui.

Los soldados se apresuraron a montar y pronto quedaron sólo tiendas vacías en el terreno. Tater Williams dijo con orgullo.

—También le dije a uno de sus guardias del camino que venía toda una patrulla yanqui por el camino del río. — Se encogió de hombros con aire inocente ante las miradas intrigadas de los otros. — ¡Y hay una patrulla! Siempre hay una patrulla de yanquis en algún punto del camino.

Una sonrisa de esperanza iluminó la cara de Alaina cuando sus ojos se encontraron con los de Cole.

—Quizá podamos escabullirnos y encontrarnos con la patrulla yanqui.

—No hay muchas probabilidades — dijo Tater—. Los yanquis no se alejan demasiado para no atraer a un enjambre de avispas grises. Sólo hacen un corto recorrido y retroceden cuando las cosas se ponen difíciles.

Alaina encorvó los hombros, decepcionada, y la tensión de la larga noche y el día pasados se traslució en su cara. Sus facciones estaban tensas. Con los ojos bajos, trató de pensar en alguna forma de eludir a las patrullas de los caminos y salir a salvo de Cheneyville.

Tater se movió inquieto hasta que ella lo miró.

—¿Señorita Alaina?

Alaina quedó boquiabierta al oír que el muchachito la llamaba por su nombre. Cole empezó a preguntarse si él era el único a quien ella había engañado con su disfraz. Tater sonrió con amabilidad.

—Supe en seguida que no era un muchacho y no conocía ninguna otra amiga de Saul que tuviera su tamaño. También sé lo que le hizo Emmett cuando los yanquis estuvieron allí el año pasado. Ustedes siempre me simpatizaron. Fueron buenos conmigo y mi papá decía que todos eran personas bondadosas y comprensivas y que era una vergüenza que ya no estuvieran más allí. ¿Señorita Alaina? — Tendió una mano y la tocó en el brazo para atraer hacia él los ojos grises llenos de lágrimas. — Construyeron esta vía de ferrocarril que pasa aquí junto a la puerta. Tenía que llegar hasta Nueva Orleáns, pero es hasta aquí donde llegó cuando empezó la guerra. Mi padre estaba diciendo cómo él trabajó en la vía y cómo construyeron el terraplén hasta Holmesville antes de abandonar. No tenían hierro ni madera para continuar, pero papá decía que sería un buen camino si alguien quería marcharse hacia el sur sin que lo vieran. Los soldados tienen bloqueados los caminos, pero en su mayoría son de otros lugares y no saben nada de esto. Ustedes pueden tomar un camino hacia el este o uno hacia el sur a lo largo del pantano, dondequiera que tengan pensado dirigirse.

Alaina se inclinó y dio al muchachito un fuerte abrazo de gratitud. Tater pareció confundido, y después de un momento de indecisión salió por la puerta y desapareció.

La oscuridad descendió sobre el pueblo cuando se puso el sol y unas nubes dispersas empezaron a jugar al escondite con una media luna brillante. Saul salió sigilosamente, recorrió el campamento escasamente vigilado y regresó con varias mantas. En seguida empezó a envolver con ellas las llantas de hierro del carruaje y cortó cuadrados de tela para cubrir los cascos de los caballos. Cole revisó su revólver y lo puso dentro del ataúd abierto mientras Saul y Alaina abrían las puertas del cobertizo.

El carruaje salió como un fantasma gigante cuando Saul condujo a los caballos hacia afuera. Cerraron las puertas, borraron las huellas de las ruedas y Alaina continuó suprimiendo todas las marcas de su paso mientras Saul guió a carruaje y caballos hacia las vías hasta que las ruedas quedaron a horcajadas sobre uno de los oxidados rieles. No bien Alaina trepó al pescante, Saul agitó las riendas y los caballos se pusieron una vez más en movimiento.

Sin hacer ruido pasaron algunas casas iluminadas por lámparas en el borde del pueblo, y estaban detrás de una cortina de árboles antes que los perros empezaran a ladrar. Pocos metros más allá, los rieles terminaban y pronto también cesó el regular salto de las ruedas sobre los durmientes. La suave elevación del terraplén se extendía recta hacia adelante a través del pantano, dejando atrás los caminos y los, confederados que los vigilaban.

Antes del amanecer estaban en el camino al este de Holmesville y en dirección al sol naciente y al Misisipí. Con la llegada de la luz del día, Cole se retiró como un vampiro a su cripta, y a medida que avanzaba la mañana empezó a sentir la incomodidad de su encierro. La hinchazón del muslo se había extendido hasta la rodilla y la bota empezaba a molestarle en el tobillo. Empezó a pensar en las posibilidades del futuro cercano. Las posibilidades eran muchas, y en la esperanza de poder superar cualquier dificultad inesperada, le había dado a Alaina un saquito con monedas de oro y varios dólares de plata que había escondido en el fondo de su cartuchera y que no había sido descubierto ni siquiera cuando Emmett tuvo puesto el cinturón.

Ahora todo lo que tenía que hacer era armarse de paciencia hasta el momento de verse libre de su estrecha prisión.

Mediaba la mañana cuando el carruaje se aproximó a un cruce de caminos en el momento que un grupo de soldados de caballería con uniformes grises llegaba a la intersección. Alaina se estiró hacia atrás y golpeó rápidamente dos veces el costado del carruaje para advertir a Cole que debía quedarse quieto mientras Saul se detenía ante el pelotón y gritaba las habituales advertencias sobre fiebre amarilla, señalando los banderines que decoraban el carruaje. El oficial les hizo señas de que pasaran, pero después que lo hicieron la patrulla empezó a seguirlos a prudente distancia. Ello proporcionó a los fugitivos una escolta no deseada durante el resto de la mañana, pero a mediodía la patrulla se detuvo en un lugar sombreado para descansar y comer rápidamente. Saul contuvo su urgencia de echar a correr con los caballos, pero una vez que estuvieron a una distancia conveniente, los guió hacia el siguiente camino transversal, uno que corría siguiendo el borde de un perezoso arroyo. Aunque el nuevo camino serpenteaba tortuosamente de un lado a otro, no volvieron a ver a los soldados.

Bajo el sol de mediodía el ataúd empezó a parecerse a un horno, causando mucha incomodidad a Cole. Por fin Saul se detuvo y abrieron el ataúd para dejar respirar al quejoso yanqui.

Hacía varias horas que el sol había pasado el cenit cuando el carruaje llegó a la unión de dos vías de agua en el extremo del camino, a corta distancia de una pequeña cabaña agazapada entre cipreses. Hubiera sido una larga demora volver hacia atrás hasta el camino principal, sin considerar los posibles riesgos, pero era evidente que no tenían más alternativa.

Un hombre flaco con barba dejó su mecedora en el porche de la cabaña, sin soltar una jarra de barro, y se encaminó hacia ellos. Alaina bajó el ala de su sombrero, entrecerró los ojos para ocultar sus iris grises y se inclinó hacia atrás contra el alto asiento del coche fúnebre.

—¿Quieren cruzar? — dijo el hombre con voz aguda cuando todavía estaba a cierta distancia.

—Sí, señor — repuso Saul—. Llevamos al pobre amo de regreso con su familia, pero no comprendo cómo podremos salir de aquí.

El hombre se tiró de la barba y tomó un largo sorbo de su jarra sin apartar los ojos de ellos.

—Aaahhh — se aclaró roncamente la garganta y se secó los labios con la manga—. Por supuesto, yo no llevo gratis a nadie. Sólo a los que pagan. ¿Tienen dinero?

Alaina metió la mano en el bolsillo, sacó un dólar de plata y se lo entregó a Saul. El negro se lo dio al hombre, quien lo probó con los dientes y quedó pensativo mientras recordaba el tintinear de monedas que había oído en su vida.

—Aaaaahhhh — dijo más lentamente que antes—. Esto es dinero yanqui y es bueno. Claro que no es suficiente.

El hombre miró a la pareja mientras Alaina tiraba de la manga de Saul. Cuando éste se inclinó, ella le susurró algo al oído y tendió una mano como para enseñarle algo. El enorme negro se volvió hacia el hombre, lo miró agrandando los ojos y dijo, en tono dubitativo:

—Sólo tenemos dos más de esos. El viejo amo no tenía mucho y el enterrador nos dio todas las blancas grandes y se guardó para él sólo las amarillas más pequeñas.

—No es suficiente para convencerme de que debo arriesgar mi buena salud con una víctima de la fiebre — gimió el hombre—. ¿Está seguro de que el hombre no le dejó un par de las amarillas más pequeñas?

—¡No, señor! — Saul meneó vigorosamente la cabeza. — Pero el amo no murió de fiebre. El amo se hizo matar en esa pelea con los yanquis río arriba. El enterrador dijo que con pañuelos amarillos en el coche fúnebre los yanquis no se acercarían para fisgonear.

—Ahh, en ese caso, y porque soy un confederado leal, voy a llevarlos al otro lado solamente por tres dólares.

Saul sonrió de oreja a oreja pese a que ambos sabían que la tarifa habitual para un servicio semejante estaba más cerca de los veinticinco centavos. Después de probar con los dientes las otras dos monedas, el hombre tomó un estrecho sendero que corría al borde del pantano y desapareció por tanto tiempo que ellos empezaron a temer que los hubiera timado. Entonces apareció flotando una vieja balsa de madera. El fondo plano había sido cubierto con tablas para formar una cubierta rodeada con palos en forma de barandilla, y que apenas parecía lo suficientemente grande para recibir al carruaje y los caballos. Saul corrió para agarrar la cuerda que el hombre flaco arrojó a la orilla y tiró hasta acercar la barcaza a tierra. El botero se agachó y levantó una gruesa cuerda de esparto que corría a través del arroyo, la deslizó debajo de unas guías de hierro en la parte delantera y trasera de la embarcación y después bajó la barandilla trasera y deslizó tablas anchas para formar un puente hacia tierra.

La balsa se hundió peligrosamente cuando recibió el peso de los caballos y en seguida, cuando el carruaje estuvo a bordo, se balanceó en sentido contrario. Saul tosió con fuerza para cubrir la maldición que brotó del ataúd y se apresuró a colocar debajo de las ruedas cuñas de madera para inmovilizarlas, mientras el botero lo miraba con atención.

—Deberías hacer algo sobre esa tos, muchacho — comentó—. Suena como si tuvieras paludismo. — Palmeó la jarra que había apoyado cuidadosamente contra el poste. — Aquí tengo una buena cura para eso. Si me dieras otro dólar te permitiría que tomases una dosis.

Saul lo miró sin parpadear y no hizo ningún comentario, con evidente decepción del hombre.

—¡Eh, muchacho! Voy a necesitar ayuda si quieren que cruce con esta carga. Aferren esa cuerda desde delante y caminen hacia atrás. ¡Así!

Cuando la balsa entró en la corriente principal fue empujada contra el cable guía y movida de lado a lado mientras Saul trabajaba para cruzar y el hombre luchaba por mantener en posición vertical la pesada embarcación. Los caballos, con los ojos tapados, se mantenían inmóviles y sólo temblaban cuando los movimientos eran muy marcados.

Encerrado en el oscuro ataúd, Cole sólo podía hacer conjeturas sobre cómo terminaría todo esto. El incesante movimiento le afectó rápidamente el sentido del equilibrio. ¡Fue demasiado! Iba a vomitar y no quería hacerlo atrapado dentro de un ataúd. Levantó la tapa con el codo hasta que sacó una mano por la ranura y aferró el borde. Empujando con un hombro, levantó la pesada tapa lo suficiente para hacer caer el crespón negro que cubría el féretro.

Cuando Cole levantó completamente la tapa, un extraño sonido, medio gemido, medio maullido, llenó el aire. El botero, retrocediendo con expresión de horror, se quedó mirando boquiabierto a Cole, quien estaba sentado erguido dentro del ataúd. En seguida el hombre dio media vuelta y antes que nadie pudiese detenerlo se lanzó al agua, y empezó a nadar desesperadamente hacia la orilla. Alaina y Saul quedaron desternillándose de risa, hasta que desapareció entre los arbustos de la orilla.

Saul se acercó para ayudar a Cole a salir del ataúd, pero no tuvieron tiempo de hacer ningún comentario porque la corriente hizo girar ala barca sin timón contra el cable de contención y empezó a arrastrarla lentamente. Alaina gritó y señaló y los dos hombres vieron entonces un roble entero que venía flotando hacia ellos. Si chocaba contra la balsa, se hundirían. No hubo más remedio que soltar el cable y dejarse llevar por la corriente.

Los tendones del cuello de Saul se tensaron cuando él sacó el cable de la guía de hierro. La embarcación se inclinó y vibró. Los caballos, asustados, piafaron y resoplaron nerviosos. Saul retiró la guía delantera y la embarcación, una vez libre, se enderezó y empezó a avanzar con la corriente.

El embarcadero quedó atrás y se perdió de vista en un recodo del arroyo mientras Saul trataba de mantener la balsa en la corriente principal, alejada de los troncos que llenaban los bajíos cerca de las orillas. Era una tarea agotadora.

Después de una hora salieron del arroyo y entraron en las aguas color ocre de un río ancho. Estaban en el río Rojo, en algún lugar aguas arriba de Simsport. La corriente, más fuerte, hizo que la balsa se inclinara y hundiera un poco más y Saul quedó empapado en sudor por el esfuerzo que le costaba mantenerla en posición vertical.

La proa empezó a hundirse hasta que dirigir la balsa se hizo muy difícil. Alaina abrió una pequeña puerta trampa que había en la cubierta y encontró la parte anterior del casco medio llena de agua. El casco estaba dividido en varios compartimientos por medio de mamparos, pero era una embarcación de construcción sencilla y no preparada para resistir el esfuerzo de una carga pesada en una corriente poderosa. Cole encontró un trozo de cuerda y lo ató al asa de un balde. Alaina descendió al agujero y empezó a achicar el agua con vigor. Pronto la balsa quedó otra vez nivelada, hubo que repetir el proceso.

El sol descendía en el cielo y la embarcación era arrastrada en el río. Iban en la dirección correcta, pero la principal preocupación era mantenerse a flote.

De pronto, el sonido de un silbato desgarró el silencio del atardecer y la alta silueta de un barco de ruedas de paletas apareció delante de ellos al doblar un recodo. Al ver la extraña embarcación que se acercaba, el vapor repitió su silbato. La estela blanca debajo de la popa desapareció cuando las enormes ruedas disminuyeron su velocidad y el pequeño cañón de la cubierta de paseo fue debidamente alistado. El barco se acercó cautamente.

Cole se quitó su chaqueta azul y la agitó sobre su cabeza. Cualquier barco tan al sur en el río tenía que ser de la Unión. Un hombre salió de la timonera y examinó cuidadosamente la balsa con un catalejo. Cole volvió a ponerse la chaqueta y rápidamente les indicó a Alaina y Saul que retiraran los banderines amarillos del coche fúnebre. El barco dejó de lado toda cautela y pronto quedó junto a la balsa.

El esfuerzo de luchar contra la balsa que se hundía y de hacer señales al vapor fue demasiado para Cole, quien debió apoyarse debilitado en la barandilla hasta que lo ayudaron a subir a bordo del barco más grande. Los caballos también fueron izados, pero la balsa y el coche fúnebre quedaron en el río, librados a lo que el futuro les tuviera reservado.

El vapor llevaba heridos al hospital de Nueva Orleáns, y después de un breve examen de su pierna Cole fue instalado en una cabina desocupada. Ninguno de los oficiales a bordo vio motivos para no acceder a su petición de que se permitiese a sus compañeros que se alojaran con él, pues el vapor llegaría a destino por la mañana. Después de todo, les dijo Cole a los oficiales, la pareja le había salvado la vida.

Durante la noche Cole dormitó con dificultad, pues el dolor no lo dejaba tranquilo. Saul roncó tendido en el suelo mientras que Alaina se acurrucó en un sillón junto a la cama y durmió algo. Amanecía cuando Cole despertó y vio a Alaina de pie ante la ventana, mirando pensativa el nuevo día. La llamó suavemente por su nombre y ella se acercó a la cama. Lo miró con una sonrisa gentil y cansada y él no pudo recordar qué había pensado decirle. Un millar de banalidades le pasaron por la cabeza cuando trató de encontrar una forma de expresar su gratitud. Eligió una, quizá la más torpe.

—Alaina… puedes quedarte con el dinero — susurró—. Me ocuparé de que Saul también sea recompensado.

La sonrisa desapareció y fue remplazada por una expresión de dolorida tristeza.

—Puedes conocer el cuerpo, doctor Latimer, pero tienes mucho que aprender sobre la persona. El dinero está en tu cinturón, donde estuvo antes. No creo que puedas comprarnos a mí y a Saul por cien veces esa cantidad.

Solemnemente, Alaina se volvió y salió de la cabina. Cole quedó con la vista clavada en la puerta. En el silencio que siguió, el silbato del vapor sonó dos veces, indicando que estaban a la vista de Nueva Orleans.