CAPÍTULO 23

El calor del verano quemaba los campos del sur que seguían abandonados mientras continuaba la guerra. Era mayormente un verano de derrotas para la Confederación. Grant asumió el mando del Departamento Oriental del Ejército de la Unión y Robert E. Lee procedió a realizar una serie de retiradas en una guerra de desgaste que no podía permitirse, retrocediendo hacia Richmond. Sherman atacó a Johnson en el Departamento Central y este valiente se retiró luchando a Atlanta. Hood, el gallardo tejano de un solo brazo, remplazó a Johnson y empezó a librar la batalla por Atlanta mientras la ciudad caía presa del pánico de la evacuación. En el Departamento Occidental, conocido en el bando confederado como Trans — Misisipí, Kirby Smith no logró atrapar a Steele en Arkansas y regresó al sur a tiempo para permitir a Banks escapar cruzando el Atchafalaya. Agosto llegó con su calor agotador y los soldados de uniforme azul en el sur de Louisiana se volvieron casi raros cuando los ejércitos de Sherman y Grant pidieron reemplazos para sus bajas.

Una tarde de un sábado de comienzos de septiembre, Alaina y la señora Hawthorne estaban trabajando en el jardín cuando del camino que venía hacia la casa se oyó un rítmico ruido de cascos. Alaina se irguió y apareció a la vista un caballo y un calesín en el que venía el mayor Latimer, impecablemente uniformado. El mayor detuvo su carruaje junto al poste para atar los caballos y se tocó decorosamente el ala del sombrero.

—Buenas tardes, señoras.

—¡Oh, mayor Latimer, qué gentil ha sido al venir a visitarnos — saludó la señora Hawthorne con amabilidad—. ¿Quiere pasar a tomar una taza de té, o quizás una copa de jerez?

—No, gracias, señora. En realidad, vine para hablar de ciertos asuntos con Alaina. Me marcharé en unos pocos días… vuelvo a casa y hay algunos asuntos que arreglar antes de mi partida.

—Por supuesto, mayor. — La señora sonrió con calidez. — Comprendo. Estaré en la casa por si ustedes me necesitan. — Antes de entrar se detuvo en la puerta y miró hacia atrás. — Si no volvemos a hablar, mayor, le deseo un buen viaje a casa. ¡Adiós!

—Gracias, señora. — Cole se tocó el ala del sombrero y esperó hasta que ella desapareció en el interior de la casa. Entonces su mirada se posó en Alaina, quien seguía cuidando los arbustos.

—¿Puedes dejar eso por ahora? — preguntó él quedamente—. Me gustaría platicar un momento contigo.

Aunque su mente no estaba en su tarea, Alaina siguió cortando las flores marchitas de los arbustos.

—Lo que tenemos que hablar, mayor, puede ser discutido mientras sigo trabajando.

Cole la miró un momento pensativo y dijo:

—Vine para hablar contigo en privado, Alaina, y agradecería que vengas a dar un breve paseo conmigo en el calesín y que escuches lo que tengo que decirte.

Alaina se volvió y lo miró un largo momento de indecisión. Después se acercó al calesín.

—Sube — dijo él y tendió una mano para ayudarla.

Alaina lo miró. Estaba intensamente bronceado por el sol y en contraste sus ojos azules parecían brillar como gemas. Justamente cuando ella creía que no sería afectada por su presencia, él aparecía y todas sus ilusiones se derrumbaban. ¿Por qué no se había marchado y la había dejado que se resignara con su partida? ¿Porqué él tenía que prolongar su agonía?

—Te ruego que me perdones, Alaina. Me marcharé dentro de pocos días y deseo que me concedas unos pocos momentos de tu tiempo, si te es posible.

De mala gana, ella se quitó su delantal y sus guantes, los colgó del poste y subió. Cole agitó las riendas y tomó por el camino del río. Sólo se detuvo cuando encontró un lugar sombreado y oculto del camino principal por un grupo de árboles.

—Espero que sus intenciones sean honorables, mayor. — Alaina trató de que su voz sonara frívola—. Veo que me encuentro a su merced y usted parece decidido a comprometer mi reputación.

Cole ató las riendas en el soporte del látigo y se recostó en el asiento. Abrió su chaqueta y sacó una pequeña pistola que le entregó a Alaina. Desconcertada, ella lo miró con curiosidad.

El sonrió.

—Para calmar sus temores, señora.

Alaina examinó la pequeña pistola de dos cañones y comentó secamente:

—Está descargada.

—Por supuesto. — Cole sonrió y dejó su sombrero a su lado. — No soy tan tonto. — Tomó el arma. — ¿Sabes manejar una de estas cosas?

—Es más bien ineficaz si no está debidamente cargada, eso es lo que sé.

Ignorando el comentario, él empezó a meter cartuchos de bronce en la recámara.

—Presta mucha atención — dijo—. Esta pequeña palanca del costado es un seguro y sirve para evitar accidentes.

—¿Y tus motivos para este regalo?

Cole cerró la recámara y apuntó el arma a una flor silvestre distante antes de mirarla a los ojos.

—Después que me marche tú podrías necesitar una protección convincente, y puesto que te has atraído el interés de individuos como Jacques DuBonné, quién sabe qué podría ocurrir. Esto es lo único que puedo ofrecerte para tu seguridad. Es parte de un regalo de despedida, podríamos decir.

—¿Quieres decir que hay algo más?

El se encogió de hombros.

—¿Te interesaría iniciarte con un negocio propio?

—Sería interesante, pero me temo que mis fondos son muy limitados.

—Yo puedo proporcionar esos fondos — dijo lentamente él—. Puedo dejarlo arreglado antes de mi partida, y si en el futuro hay algún problema, he contratado a un abogado de la ciudad para que se ocupe de algunos de los asuntos que tengo aquí. Sólo tienes que ponerte en comunicación con él.

—Gracias, mayor, pero no quiero ser mantenida por ti ni por ningún otro hombre. Soy autosuficiente y prefiero seguir así.

—Maldición, Alaina, no te estoy pidiendo que te conviertas en mi querida. Sólo me siento obligado…

—No es necesario — interrumpió fríamente ella—. No me debes nada y nada aceptaré de ti.

—Tengo dinero conmigo… por lo menos dos millares en oro, y la llave de mi apartamento. Dejé dispuesto conservarlo mientras tú estés en la ciudad. Quiero que aceptes ambas cosas…

—¡No! — repuso Alaina, inflexible como él. Tenía su orgullo y sus razones que no quería discutir con Cole—. ¡Y no puedes obligarme a aceptar!

Cole suspiró.

—Eres una mujer empecinada, Alaina MacGaren. — Después de un momento, buscó detrás del asiento y sacó una caja grande de madera, adornada con tallas. — El último de mis regalos — anunció secamente—. Y esto, creo, no comprometerá demasiado tu reputación.

Ella lo miró con recelo y levantó la tapa. Ahogó una exclamación de asombro cuando vio lo que había en el fondo de la caja forrada de terciopelo. Era una miniatura de sus padres que una vez había colgado de la pared de su dormitorio.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo conseguiste esto? — exclamó.

—Mi mano la tocó aquella noche cuando salíamos de tu dormitorio. Yo la había visto antes en la pared y pensé que te gustaría conservarla como recuerdo.

—¡Oh, sí! — dijo ella con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Es el regalo más hermoso! ¡Gracias!

Impulsivamente, se inclinó hacia él y lo besó en la mejilla. A Cole llenósele de pronto la cabeza con la fragancia del pelo de ella y algo salvaje se liberó dentro de él, algo demasiado fuerte para combatirlo. Como si no tuviera voluntad para contenerse, la rodeó con sus brazos y la estrechó suavemente. Tenía los deseos de un hombre y hacía muchos meses que no los había calmado con la suavidad de una mujer.

—Alaina… Alaina… te deseo. — Su voz sonó ronca, como un entrecortado susurro, y penetró en el alma de ella donde desató todas las pasiones prohibidas hasta entonces contenidas. Sus bocas se unieron y por un momento hubo un ansioso encuentro de labios y lenguas, de pasiones descontroladas.

—Cole… no — dijo ella, apartando la cara y resistiéndose contra el ancho pecho de él—. No podemos hacer esto.

El deseo de Cole había sido despertado por la respuesta involuntaria de Alaina y su mente estaba inflamada con la desesperación de las pasiones hambrientas.

—Ven a mi apartamento, Alaina — imploró entre ardientes besos en la mejilla y en la fina columna del cuello de Alaina—. Quédate allí conmigo. Déjame amarte como deseo. Sólo nos quedan unos pocos días.

Alaina meneó la cabeza y se apartó de él empujándolo en el pecho con una mano trémula.

—No soy una de tus profesionales — susurró débilmente—. No quiero quedar encinta y avergonzada mientras tú te jactas de un bastardo más. Lo que sucedió entre nosotros fue una equivocación…

—Hay algunas equivocaciones, Alaina, que no pueden ser dejadas fácilmente a un lado. — La miró intensamente y añadió con lentitud y desesperación. — Te necesito, Alaina.

—No — gimió ella y trató de apartarse.

Cole la tomó de los hombros y la obligó a mirarlo. Lo que él vio en esos ojos grises fue algo completamente distinto a lo que decían los labios de ella. Su deseo se impuso a su sentido común. «Silencia sus protestas — pensó —, y entonces su corazón cederá.» La aferró nuevamente con fuerza y la besó en la boca. Pero no la juzgó bien. Sintió un dolor agudo cuando ella lo mordió en el labio. Se apartó, sintió el sabor de la sangre y alzó un brazo para defenderse cuando ella intentó abofetearlo.

—Puedes obligarme, mayor, si ése es tu deseo. — Alaina hizo su declaración con una voz dura y helada. — Pero después no seré más tuya de lo que soy ahora.

—Aquella noche hubiera tenido que encadenarte a mí — dijo él—. Desde entonces vivo en un infierno.

Alaina tomó la miniatura, dejó caer la caja al suelo del calesín y antes que él pudiera detenerla se apeó. Desde el suelo, lo miró con ojos llenos de lágrimas.

—¡Nunca más seré tu infierno, mayor! Eres libre de marcharte y de vivir con Roberta en Minnesota. ¡No quiero verte nunca más!

—¡Alaina! ¡Regresa! — gritó él cuando ella echó a correr tropezando por el sendero—. ¡Maldita sea, Alaina! ¡Vuelve aquí!

—¡Vete! ¡Vete a vivir con tu preciosa esposa! — repuso ella a los gritos—. ¡Y puedes guardarte tu dinero, tu apartamento y tu llave y dárselos a tu querida!

Cole soltó varios juramentos e hizo dar la vuelta al calesín. — Alaina, sube — ordenó—. Te llevaré a tu casa.

—¿A qué precio? — dijo ella—. ¿Otra noche en la cama contigo?

—¡Eres irrazonable, Alaina!

—¿Irrazonable? ¿Porque no quiero acostarme contigo y terminar encinta? ¡Tú, mi querido mayor, eres el irrazonable! ¡En pocos días te habrás marchado y estarás libre de cualesquiera obligaciones que me hayas dejado!

—¿Crees que eso me gustaría? — preguntó él—. ¿Crees que no preferiría venir y quedarme contigo…?

Alaina se detuvo, puso los brazos en jarras y lo miró a la cara. — ¿Y qué harías con Roberta? ¿La dejarías a un lado a fin de poder darle el nombre a un hijo tuyo? ¡Olvídalo, mayor! Tú no puedes darme lo que yo quiero.

Dio media vuelta y empezó a caminar. Ella siguió al paso.

—¿Qué quieres, Alaina? — La observó mientras ella se detenía para quitarse un guijarro de su zapato gastado.

—Quiero lo que quiere toda mujer — afirmó ella mirándolo fugazmente a los ojos—. Y eso no es convertirme en la querida de un yanqui mujeriego.

—¡Cree lo que quieras — empezó él —, pero yo no…!

—¡Tienes razón! ¡Creeré lo que quiera! — La despedida fue definitiva. Alaina siguió caminando sin prestar atención a los ruegos de él para que subiera al calesín, aunque Cole la siguió todo el camino de regreso hasta la casa de la señora Hawthorne.

Cole detuvo el calesín y la miró cuando ella cruzó corriendo el porche. La puerta cerróse con violencia tras ella y Cole la oyó subir a la carrera la escalera. No entró en el jardín sino que hizo dar vuelta al caballo y regresó a la ciudad, preguntándose todo el tiempo cómo había podido cometer tan estúpida equivocación.

Bien entrada la noche, la señora Hawthorne seguía despierta y oyendo los amargos, desgarrantes sollozos que llegaban desde la habitación de Alaina. Sentía mucha pena por la joven… y por el mayor. Parecía que los dos estaban atrapados en algo que no podía ser fácilmente dominado, y dudaba de que la distancia tuviese algún efecto sobre los violentos fuegos de sus emociones.

Un estremecimiento atravesó el vapor de río cuando fue liberada la última amarra y las ruedas de paletas lo apartaron del muelle y lo llevaron hacia la corriente principal. Leala se secó los ojos y agitó frenéticamente el pañuelo despidiendo a su hija mientras Angus permanecía a su lado, enhiesto e inmóvil, sabiendo muy bien que a causa de su intervención en el casamiento de Roberta no tenía derecho a formular ninguna objeción.

En cuanto a Roberta, estaba furiosa porque la arrastraban a una región salvaje donde llegaban historias de indios crueles y que se sabía que estaba poblada por rudos leñadores y tramperos descastados. La realidad de todo ello la abrumó cuando estaba en la cubierta superior del vapor fluvial. Sus sueños de Washington y de alta sociedad se desmoronaban y le dejaban un sabor amargo en la boca. De alguna forma, traducía su pérdida en el hecho de que Cole la había usado y traicionado. El hombre alto y guapo que estaba a su lado apoyado en un fino bastón se convirtió para ella en anatema.

Roberta levantó la mirada y vio a una figura pequeña y esbelta vestida de muselina clara, de pie, sola y silenciosa en la parte superior del muelle.

—¡Alaina! — El nombre vino a la mente de Roberta como una maldición. «¡Ella sabe qué me ha hecho! ¡Oh, ella lo sabe muy bien y ahora esa perra debe de estar riéndose de mi destino!"

—¿Decías algo? — dijo Cole, saliendo de sus propias cavilaciones.

Roberta lo miró y todo su odio, todas sus frustraciones se traslucieron en la mueca de furia que le deformó el rostro hasta convertirlo en una horrible máscara. ¡No podía seguir soportando esto! Dio media vuelta y corrió a su cabina tapándose la cara con una mano enguantada. Cole la siguió más lentamente, pero cuando trató de entrar encontró la puerta cerrada con llave. Se detuvo un momento sumido en una profunda reflexión y después, apoyándose pesadamente en su bastón, fue cojeando hasta la oficina del comisario de a bordo para obtener una cabina separada.

Esa tarde Alaina estaba trabajando en el patio trasero de la señora Hawthorne cuando la mujer la llamó desde el porche delantero. Cuando llegó allí, Alaina encontró a Saul en el patio del frente, con el sombrero en la mano. Desde que regresaran de Briar Hill él había estado trabajando en la tienda de Craighugh y ella lo había visto poco. El negro la miró con cierta timidez y ello despertó su curiosidad, hasta que su mirada fue más allá y se posó en el calesín y el caballo de Cole Latimer que estaban en el camino privado.

—El mayor dijo que lo trajera aquí, señorita Alaina, y que no aceptara una respuesta negativa. El dijo que ahora es suyo y que puede hacer lo que quiera con el carruaje y el caballo. — Saul dio vueltas al sombrero en sus manos. — El mayor también dijo que si usted no quiere que el señor Angus se haga demasiadas preguntas, no tratará de devolvérselo a ellos.

—¿Cómo voy a encargarme de alimentar a ese animal? —protestó Alaina.

—Bueno, el mayor dijo que usted no se preocupe por eso. El ya lo dejó arreglado. Traerán alimento de tanto en tanto y todo lo que usted tendrá que hacer será firmar un recibo.

Alaina apretó los dientes y miró con recelo al negro.

—Eso no es todo, ¿verdad, Saul?

—Buueennoo… — El negro bajó la vista y se encogió de hombros.

—Dilo de una vez — ordenó Alaina.

De mala gana, Saul sacó una llave de su chaqueta de algodón y se la entregó. Después sacó un saquito de su cinturón.

—El mayor dice que aquí hay dos mil dólares en oro y que ésa es la llave de su apartamento.

—¡Saul Caleb! — gritó Alaina indignada—. ¡Quiere decir que aceptaste dinero para mí de ese yanqui!

—Bueno, señorita Alaina. — Miró a la señora Hawthorne como pidiéndole ayuda. — Yo le dije al mayor que usted se ofendería y él dijo que él se enfadaría mucho más si yo no hacía lo que me ordenaba.

—En buen lío nos has metido — replicó Alaina.

—Sí, señora, lo sé. Pero el mayor dijo que no debía regresar a la tienda del señor Angus sin entregarle antes a usted el dinero y el caballo y me hizo jurar que así lo haría, señorita Alaina.

Ella suspiró hondo.

—Deja el caballo y el calesín. Puedes llevarte el dinero…

Saul meneó la cabeza con energía.

—¡No, señorita! ¡Prometí que no lo haría! Además, el mayor también me dejó dinero a mí.

—¿La comida? — preguntó dulcemente la señora Hawthorne, poniéndose de pie—. Creo que huelo a quemado.

—¡Ooooohhh ! — Alaina desapareció corriendo en el interior de la casa.

—Si lo deseas, yo lo aceptaré por ella, Saul — dijo la señora Hawthorne con una sonrisa—. Por si se presentara una emergencia y ella llegara a necesitar el dinero.

Saul se alegró de librarse de la responsabilidad y se apresuró a desenganchar el caballo y guardar el calesín.

La señora Hawthorne entró lentamente en la casa y guardó el saquito con el dinero en un armario. Podía llegar el día en que la joven cambiara de opinión acerca de las pertenencias del mayor. Hasta entonces, el dinero quedaría discretamente guardado o sería usado en caso de necesidad.