CAPÍTULO 2

La ciudad estaba relativamente intacta después de la batalla. Junto al río eran visibles las cicatrices de la lucha, pero cuando se alejaron de los muelles, los viajeros comprobaron que la vida parecía desarrollarse como antes, pese a la presencia de los soldados de la Unión. Tiendas y casas angostas, adornadas con balcones de hierro forjado, se apoyaban unas en otras. Jardines bien cuidados eran visibles en los patios detrás de exquisitas verjas de hierro y crecían árboles en los lugares más insólitos. Cuando, siguiendo las indicaciones del muchacho, se alejaron del Vieux Carré, las avenidas se hicieron más anchas y aparecieron pequeños prados de césped. Árboles de magnolia, cargados de flores grandes, como de cera, mezclaban su intensa fragancia con la de la gardenia y el mirto oloroso. Más adelante, los prados se volvieron más espaciosos y grandes mansiones extendían sus galerías debajo de imponentes robles festoneados de musgo.

Cole miró por sobre su hombro y habló con un tono de duda.

—¿Estás seguro de que sabes adónde vamos, Al? Aquí es donde viven los ricos.

—Ajá. La poca riqueza que dejaron ustedes los yanquis. — El muchacho se encogió de hombros y señaló con la mano. — He estado aquí antes. Es un poco más adelante. Por allá.

Momentos después señaló un camino que atravesaba una alta cerca detrás de la cual se alzaba una casa de ladrillo de proporciones considerables. Arcadas de ladrillo daban sombra a la galería de la planta baja y cerca de un extremo del pórtico una escalera curva de hierro forjado llevaba a una balconada como de filigrana que se extendía a través de la fachada de la mansión. Robles enormes protegían al conjunto del ardiente sol, y debajo de sus ramas extendidas podía verse la cochera para carruajes más allá de la intrincada puerta de hierro que daba acceso al terreno.

Cole sintió la creciente ansiedad del muchacho cuando dirigió su caballo por el sendero curvo de ladrillo. Detuvo al animal ante la amplia galería, se apeó y ató las riendas en la anilla de hierro del poste que allí había. Después se volvió para tomar la maleta y depositarla en el suelo. Al mismo tiempo, Al saltó a tierra y casi voló hasta la puerta principal para tirar vigorosamente de la cadena de la campanilla. El capitán quedó como un sirviente para llevar la maleta hasta la puerta.

Al lanzó una mirada aprensiva hacia atrás cuando Cole se acercó, y tiró otra vez de la cadena de la campanilla. Del interior llegó el sonido de pasos y la puerta fue abierta por una mujer sorprendentemente joven, un poco más alta que el muchachito. Cuando ella los miró confundida, Cole se quitó el sombrero de su cabeza y se lo metió bajo el brazo. La presencia de un oficial yanqui en la galería era desconcertante, pero no tanto como la expresión implorante que la joven vio en la cara del muchachito.

—Señora. — Cole no veía nada parecido al reconocimiento en el hermoso rostro de la joven y empezó a dudar de la credibilidad del jovencito. — Este muchacho dice que la conoce. ¿Es verdad?

La mujer volvió su atónita mirada al jovencito y pareció repugnarle lo que vio. Arrugó la nariz de disgusto.

—Líbreme Dios, yo seguramente no esperaría… — De pronto exclamó: — ¡Al… Al…!

Ante la expresión sobresaltada del muchacho, se ahogó con el nombre pero quedó obviamente perpleja. Miró nerviosa al capitán y enseguida nuevamente al muchachito.

—¿Al? — Ensayó tímidamente el nombre y se sintió alentada por la sonrisa de alivio del muchachito. — ¡Dios Santo, Al, eres tú! No te… esperábamos. ¡Santo Cielo! Mamá se sorprenderá. ¡Quedará atónita cuando te vea!

La beldad de pelo negro como ala de cuervo miró otra vez a Cole y le dedicó una sonrisa seductora.

—Espero que Al no haya hecho nada demasiado terrible, coronel. Mamá siempre decía que Al era muy independiente. Vaya, no se puede saber qué hará en el momento siguiente.

—Capitán, señora — corrigió cortésmente Cole—. Capitán Cole Latimer.

El muchacho señaló con el pulgar hacia atrás y explicó malhumorado:

—El doctor me trajo a caballo desde el barco.

Los ojos de la joven se dilataron de asombro cuando fueron desde el oficial de la Unión hasta el roano atado al poste.

—Santo Dios, no querrás decir que cabalgaron juntos…

Al tosió ruidosamente y medio se volvió hacia el yanqui.

—Esta es mi prima Roberta. Roberta Craighugh.

Cole ya había observado el pelo negro y los ojos oscuros, el vestido veraniego de muselina color melocotón y de atrevido escote que exponía un pecho generoso, y respondió a la galante manera de un caballero, uniendo los talones e inclinándose.

—Me siento honrado de conocerla, señorita Craighugh.

La madre de Roberta era francesa, y esa sangre apasionada ahora se encendió bajo la varonil inspección del apuesto oficial yanqui. La guerra había eliminado muchos placeres de su vida y ahora ella estaba acercándose a la solteronil edad de veintidós años. Roberta estaba convencida de que, sin compañía masculina, una joven no podía llegar a nada. Le parecía que habían pasado siglos desde que recibiera último visitante varón y se sentía desesperadamente aburrida de su existencia. Pero su espíritu revivió de inmediato ante la perspectiva de otra conquista. Lo que hacía todo más interesante era que él estaba en las filas de la cosecha prohibida, los odiados yanquis.

—No puedo decir que he recibido a muchos oficiales norteños, capitán — declaró alegremente—. He oído historias inquietantes sobre ustedes. Sin embargo — se mordió, pensativa, la punta de un dedo —, usted no parece pertenecer a la clase de hombres que recorre los campos asustando a pobres mujeres indefensas.

Blancos dientes brillaron en una atrevida sonrisa cuando Cole respondió:

—Trato con todas mis fuerzas de no hacerlo, señorita.

Roberta se ruborizó por la excitación y sus pensamientos se desbocaron. El parecía mucho más varonil y aplomado que esos jóvenes tontos que la habían acosado con proposiciones antes de marcharse a luchar por la Confederación. A Roberta nada le costó ganarse la admiración de ellos, pero este yanqui parecía una presa más interesante y difícil.

Como si de pronto recordara a su primo, Roberta miró al jovencito.

—Al, ¿por qué no entras? Dulcie estará encantada de verte, estoy segura.

Al, no muy deseoso de marcharse, miró preocupado a su prima y al yanqui. De visitas anteriores conocía esa expresión de Roberta y supo que se avecinaban problemas para él, y quizá también para el capitán. Que un enemigo cortejara a Roberta era como mirar por el extremo equivocado de un rifle. El no quería encontrarse en ese extremo cuando el arma se disparara.

Se limpió una mano sucia en sus pantalones y la extendió hacia el hombre.

—Gracias por haberme traído, capitán. Creo que tendrá dificultad en encontrar el camino de regreso. — Señaló con la cabeza hacia el sol que brillaba entre los árboles. — Sin embargo, parece que se avecina una lluvia. Creo que sería mejor que se marchara antes que…

—Tonterías, Al — lo interrumpió Roberta—. Lo menos que podemos hacer es retribuir de algún modo a este caballero la amabilidad que ha tenido para contigo. Estoy segura de que aceptará un refresco después de esa larga cabalgata. — Sonrió cálidamente a Cole. — ¿No quiere pasar adentro donde está más fresco, capitán? — Ignorando la desazón de su primo, abrió completamente la puerta y dijo, con gentileza: — Por aquí, capitán.

Al se quedó mirando fijamente cuando los dos entraron en la casa, con los dientes apretados de ira y sus ojos grises despidiendo llamaradas. Levantó la pesada maleta y cruzó la puerta, pero en el proceso se golpeó en el codo y musitó varias palabras que el capitán no habría aprobado de haberlas oído. Afortunadamente, toda la atención del oficial estaba concentrada en Roberta, quien lo hizo pasar al salón escasamente amueblado.

—Debe disculpar la apariencia de esta habitación, capitán. Antes de la guerra era mucho más elegante. — Extendió con coquetería sus amplias faldas ante la silla de Cole y se sentó con una postura de gran dama en el borde de un sofá de seda descolorida. — Vaya, a mi padre le quedó sólo una pequeña tienda para mantenernos, después de haber poseído tanto. y pocos pueden permitirse los precios exorbitantes que él se ve obligado a cobrar. Imagínese, tener que pagar un dólar por una pastilla de jabón, ya mí que tanto me gustan los perfumes franceses. Ni siquiera puedo soportar la vista de esas pastillas de jabón ordinario que hace Dulcie.

—La guerra parece habernos afectado a todos, señorita — comentó Cole con cierta ironía.

—La guerra no era tan dura de soportar hasta que ese detestable general Butler cayó sobre nosotros. Discúlpeme por ser tan franca, capitán, pero yo odiaba a ese hombre.

—Lo odiaban la mayoría de los sureños, señorita Craighugh.

—Sí, pero pocos tuvieron que soportar lo que nos tocó a nosotros. Los depósitos de mi padre fueron confiscados por ese hombre bestial. Vaya, si hasta confiscó nuestros muebles y objetos de valor porque papá no firmó ese miserable juramento de lealtad. Estuvieron a punto de arrebatarnos esta misma casa, figúrese usted, pero papá cedió… sólo para poner a salvo a mí ya mamá. Después sufrimos esa espantosa afrenta cuando Butler dio órdenes de que las mujeres de la ciudad fueran tratadas con menos cortesía por sus hombres. No puedo imaginarme a un caballero como usted, señor, obedeciendo esas órdenes.

Cole conocía de memoria la Orden General Veintiocho, porque la misma había causado gran furor entre los civiles. Butler la impartió para proteger a sus hombres de los insultos de las mujeres de Nueva Orleáns, pero el resultado fue contraproducente y sólo sirvió para ganarles más simpatías a los sureños.

—Y yo, señorita Craighugh, no puedo imaginármela a usted merecedora de ese tratamiento.

—Debo confesar que tuve miedo de salir de esta casa por temor a que me ultrajaran. Me sentí muy aliviada cuando el ejército de la Unión decidió remplazar al general Butler, y ahora tienen en el comando a ese otro buen general. He oído que Banks ofrece los bailes más elegantes y que es mucho más cordial. ¿Ha estado usted en alguno de esos bailes, capitán?

—Me temo que estoy demasiado ocupado en el hospital, señorita Craighugh. Es raro que tenga un día libre, pero hoy he sido muy afortunado. Después de la inspección general del hospital realizada esta mañana, pude tomarme toda la tarde. y desde este momento, me considero un hombre de suerte.

Al presenciaba la plática de Roberta y el capitán y trataba de capturar la mirada de su prima que al mismo tiempo intentaba permanecer fuera de la visión del visitante. Pero por fin comprendió que su prima se encontraba totalmente absorta en agasajar al oficial y que se negaba a dejarse interrumpir. Para obligar a la mujer a recordar sus modales, dejó caer la maleta sobre el piso de mármol con un fuerte ruido.

Roberta se sobresaltó.

—¡Oh, Al! Debes de estar famélico, criatura, y todavía falta mucho para la cena. Ve y dile a Dulcie que te dé algo de comer. — Le sonrió a Cole. — Santo Cielo, hace tanto que no recibimos a nadie que casi olvidé mi buena educación. Capitán Latimer, ¿se quedará a cenar con nosotros? Dulcie es la mejor cocinera de Nueva Orleáns.

Al hizo girar sus ojos en total incredulidad. ¿Cómo podía Roberta hacer semejante cosa?

Sorprendido por la invitación, Cole no respondió de inmediato. Habitualmente, eran sólo las mujeres de la calle quienes se rebajaban hasta alternar con el enemigo, y ni ellas se mostraban siempre muy cordiales. Aunque ello le significó largos meses de celibato, Cole no se sintió inclinado a entablar amistad con alguna bonita simpatizante de la Confederación, capaz de blandir un puñal y de asesinarlo. Tampoco se sintió tentado a meterse en la cama con las que habían sido probadas como seguras por incontables miembros de las filas de la Unión. Ahora, no le faltaban deseos de seguir disfrutando de la compañía de esta hermosa joven, pero había cosas que considerar. El padre de Roberta, por ejemplo. Cole no tenía ningún interés en verse en la situación de tener que casarse a la fuerza.

—No aceptaré un rechazo a mi invitación, capitán — dijo Roberta, con un coqueto mohín, segura de que él aceptaría. Después de todo, nunca le habían rechazado una invitación—. Sospecho que le han dedicado muy poca hospitalidad aquí en Nueva Orleáns.

—No sería de esperar en las presentes circunstancias — sonrió Cole. — Bueno, entonces está arreglado — replicó Roberta con alegría—. Debe quedarse. Después de todo, usted trajo a Al a casa y estamos en deuda por su amabilidad.

Incapaz de atraer la atención de Roberta, Al soltó un leve resoplido y se dirigió al interior de la casa. Las botas demasiado grandes sonaron ruidosamente, marcando sus pasos por la mansión. El ruido de sus pisadas fue como un toque de difuntos que resonara en las estancias despojadas, de modo que empezó a caminar con menos energía. La casa era apenas más que una sombra de su pasado esplendor, y resultaba doloroso contemplar las paredes desnudas y los ganchos de los que antes colgaban valiosas pinturas. También faltaba el habitual trajinar de sirvientes. Al dedujo que, con la excepción de la familia de Dulcie, todos los esclavos se habían marchado.

Abrió la puerta de la cocina y encontró a la negra ocupada preparando un guiso para la comida de la noche. Dulcie era una mujer huesuda, grande pero no gorda, y una cabeza más alta que el delgado muchachito. Detuvo su tarea de raspar una zanahoria y se enjugó la frente con el dorso de la mano. Por el rabillo del ojo vio al sucio muchachito y arrugó la frente de disgusto.

—¿Qué haces aquí, muchacho? — preguntó con recelo. Dejó la zanahoria y se puso de pie. Se limpió las manos en el amplio delantal blanco—. Si quieres algo de comer, debes entrar por la puerta trasera. No puedes entrar en la casa del amo Angus como un arrogante señor yanqui.

Temiendo que la voz de Dulcie llegara hasta el salón, Al trató de hacerla callar y señaló la parte delantera de la casa. Pero al ver el desconcierto en la cara de la negra, se le acercó y le puso una mano en su brazo.

—Dulcie, soy yo, Al…

—¡Law — w — w — syl — El grito de reconocimiento pareció resonar por toda la mansión antes de terminar abruptamente cuando el muchachito tapó con una mano la boca de la mujer.

En el salón, Roberta miró preocupada en dirección a la cocina antes de enfrentar la mirada inquisitiva de Cole. Tímidamente, murmuró detrás de su abanico:

—Al siempre fue el preferido de Dulcie.

Para evitar más preguntas, inició una burbujeante conversación. Ya había descartado por irrelevante el color del uniforme del oficial. El era un hombre, completa y totalmente. Se notaba en su forma de caminar y de hablar, en sus gestos. El rico timbre de su voz la hacía estremecerse deliciosamente. Cole desplegaba modales desenvueltos y pulidos y se mostraba muy cómodo con ella. Pero Roberta adivinaba que se sentiría igualmente a gusto en un grupo de hombres. Apenas lo conocía, y sin embargo su sangre se encendía en la presencia de él y le entusiasmaba la idea de que otra vez la cortejasen.

Cole se había resignado a pasar un día aburrido cuando el pilluelo quedó bajo su responsabilidad. Era raro que sus obligaciones en el hospital le permitieran ausentarse toda una tarde. y le resultaba difícil resolver este espléndido giro de los acontecimientos. Estar aquí, en un fresco salón, platicando amablemente con una mujer deseable, era una recompensa más grande de la que hubiera podido esperar por ayudar a un muchachito huérfano. Se relajó y escuchó la frívola y animada charla de Roberta hasta que momentos más tarde un carruaje se detuvo frente a la casa y la efervescente joven inmediatamente calló, se puso de pie, arrugó la frente y se vio que estaba nerviosa e inquieta.

—Discúlpeme, capitán. Creo que han llegado mis padres. —Se disponía a correr hacia el vestíbulo cuando la puerta principal se abrió de golpe y Angus Craighugh entró, seguido por su esposa. Angus era un hombre bajo, corpulento, de ascendencia escocesa, con pelo aleonado que empezaba a encanecer y una cara ancha y rubicunda.

Leala Craighugh era una mujer atolondrada, de pequeña estatura, y que había engordado con los años. Su pelo oscuro tenía algunas hebras plateadas y su súbita angustia se notaba claramente en sus ojos grandes y oscuros. Por cierto, las expresiones ansiosas de los recién llegados indicaban que ambos habían visto al roano con sus arreos federales. Sólo podían pensar lo peor.

Roberta no tuvo tiempo de detener a sus padres fuera del alcance de los oídos del capitán y explicar la presencia de éste. Cole se había puesto decorosamente de pie junto con ella y ahora enfrentó a los dos, quienes sólo pudieron mirarlo boquiabiertos.

—¿Hay algún problema? — preguntó Angus Craighugh. Lanzó una rápida mirada a su hija, pero no le dio tiempo a responder antes que ira se volviese otra vez contra el oficial de la Unión. La mandíbula enérgica, cuadrada de Craighugh se tensó cuando él declaró con energía: — Señor, mi hija no tiene costumbre de recibir hombres en ausencia de una persona adecuada, y mucho menos a yanquis. Si usted tiene que tratar algún asunto conmigo, iremos a mi estudio donde no molestaremos a las damas.

Cole estaba a punto de disipar los temores del hombre intervino Roberta.

—Papá querido… éste es el capitán Latimer. El encontró a Al en muelle y tuvo la amabilidad de acompañarlo hasta aquí.

Totalmente confundido, Angus miró ceñudo a su única hija. Algo de la indignación que se traslucía en su rostro fue remplazada por un evidente desconcierto.

—¿Al? ¿Acompañarlo? ¿Qué es esto, Roberta? ¿Alguna necedad tuya?

—Por favor, papá. — Le tomó una mano y sus ojos negros y brillantes se clavaron intensamente en los del hombre—. Él está en la cocina, comiendo algo. ¿Por qué no vais tú y mamá a saludarlo?

Con cierta consternación, el matrimonio Craighugh accedió a los deseos de la hija. Roberta se relajó un poco cuando una vez más quedó a solas con Cole. Le dirigió una seductora sonrisa y estaba a punto de hablar acerca del calor del día cuando desde el fondo de la casa llegó un grito agudo, seguido, después de una breve pausa, de una catarata de confusas palabras en francés. Roberta saltó como picada, pero se recuperó rápidamente cuando vio que el capitán se ponía en movimiento.

—¡No! ¡Por favor! — exclamó, tomándolo de un brazo. La salvó de mayores esfuerzos físicos las aparición de su padre que entró sosteniendo a su perturbada esposa. Angus se apresuró a dejar su carga en el sofá y logró calmar un poco a la desdichada mujer.

—Quizá yo pueda ayudarla, señor — se ofreció Cole, al tiempo que se acercaba—. Soy médico.

—¡No! — La respuesta fue tajante. Angus rechazó la ayuda del otro con un ademán, y luchando por controlarse, continuó con más calma —: No, por favor. Perdónela. Fue la sorpresa… había un ratón.

Cole pareció aceptar la excusa hasta que miró hacia la puerta donde había aparecido Al, quien ahora estaba apoyado en el marco, y entonces asintió con la cabeza.

—Creo que comprendo.

Roberta se retorció ansiosamente las manos y miró nerviosa al jovencito.

—Al ha cambiado mucho, cualquiera se sorprendería…

Leala había recobrado algo de su compostura y luchó para mantenerse erguida. Evitando cuidadosamente mirar al muchacho, trató de conservar algo de dignidad.

—Debe disculparnos a todos, capitán — dijo Angus con cierta sequedad—. No recibimos a menudo la visita de oficiales de la Unión. Creíamos que había alguna dificultad cuando vimos su caballo, y después ver a… al muchacho, AL.

El jovencito entró despreocupado al salón, arrastrando sus enormes botas sobre la raída alfombra, y les dirigió una sonrisa que mostró unos dientes blancos, pequeños y brillantes. Después se encogió de hombros e intentó disculparse.

—Lo siento, tío Angus. Nunca fui bueno para escribir y, de todos modos, no hubiera podido hacerte llegar una carta.

Angus dio un leve respingo y Leala clavó su mirada en el muchacho y siguió todos sus movimientos.

—Está bien, Al, no es nada — logró responder Angus—. Estos son tiempos difíciles.

Roberta sonrió algo trémula y miró a Cole.

—Espero que esta escena no le haga pensar que somos unos papanatas, capitán.

Angus se acercó y se puso de modo que el yanqui no pudiera seguir observando al muchachito.

—Espero que acepte nuestra gratitud por habernos traído a Al. Quién sabe dónde habría ido a parar el muchacho si no hubiera sido por usted.

Al cruzó con petulancia la habitación, aparentemente desafiando al yanqui a que hiciera algún comentario. Cole respondió dirigiéndole una sonrisa torcida.

—En realidad, señor, cuando lo encontré estaba a punto de pelearse con unos soldados.

—¡Oooohhh! — exclamó Leala, tomó su abanico y lo cerró con un nervioso movimiento.

Angus dirigió momentáneamente su atención a su esposa.

—¿Te sientes bien, mamá?

Oui — respondió ella con voz ahogada y asintió enérgicamente con la cabeza—. Estoy bien.

Angus se volvió al muchacho.

—¿Hubo alguna dificultad? ¿Estás… estás bien?

—¡Seguro! — Al se irguió y mostró un pequeño puño—. Si hubieran dado una oportunidad les habría dado una lección a barrigas azules.

Su tío le dirigió una mirada extraña.

—Bueno — suspiró —, me alegro de que estés aquí, a salvo, y todo haya pasado.

Al sonrió con picardía.

—No ha pasado todo. — Miró a su alrededor y, excepto el capitán nadie respiró. El pillete sonrió ampliamente. — Roberta ha invitado al doctor a cenar.

Leala dejó caer su abanico y se derrumbó en el sofá con un gemido de angustia. Se quedó mirando a su hija con expresión de incredulidad.

La cara de Angus se ensombreció cuando él también miró a hija. Siguió un largo momento de incómodo silencio.

Cole creyó conveniente aliviar la situación.

—Esta noche tengo guardia en el hospital, señor. Me temo que podré aceptar la invitación.

—Oh, capitán — maulló Roberta ignorando el disgusto de padres—.Seguramente nos permitirá demostrarle nuestro agradecimiento por todo lo que hizo por Al. ¿Cuándo estará libre otra vez?

Cole se divertía con la insistencia y la determinación de la joven.

—Si no se presenta ninguna dificultad, tendré libre la tarde viernes de la semana que viene.

Entonces debe venir y compartir la cena con nosotros el próximo viernes — dijo Roberta dulcemente pese al ceño sombrío de su padre.

Cole no pudo dejar de notar la renuencia de los dueños de la casa y se volvió a Angus.

—Sólo con su permiso, señor.

El hombre expresó silenciosamente su desaprobación a su hija, pero no tuvo más remedio que resignarse. Fuera de mostrarse grosero y descortés, no vio otra salida.

—Por supuesto, capitán. Apreciamos lo que hizo usted por el muchacho.

—Fue lo menos que pude hacer, señor — repuso Cole con cortesía—. Me pareció que el muchacho necesitaba que alguien lo tomara con mano firme bajo su control. Me alivió mucho dejarlo con sus parientes.

—¡Bah! — exclamó Al—. Un muchacho menos sobre su conciencia. Ustedes los barrigas azules hacen muchos huérfanos y después tienen el descaro de sentarse en salones que han sido saqueados por sus soldados ladrones…

Leala soltó un gemido prolongado, se retorció las manos y miró implorante a su marido. Angus se apresuró a servir a su esposa una copa de jerez en la esperanza de calmarla. Le puso el vaso en la mano temblorosa y esperó hasta que ella bebió. Después miró a Al con expresión de reprobación.

—Estoy seguro de que el capitán Latimer nada tuvo que ver con eso, Al.

—Claro que no — dijo Roberta y lanzó a Al una mirada asesina. El capitán era la persona más excitante que había conocido desde la ocupación de Nueva Orleáns y no estaba dispuesta a permitir que Al le arruinara su mejor oportunidad desde que esta guerra aburrida la había obligado a llevar una existencia de solterona. Por cierto, estaba decidida a usar toda su astucia para entablar una relación que le sería muy ventajosa. Agitando con coquetería sus espesas pestañas, se volvió sonriente a Cole y se estremeció de placer cuando ella miró en la forma que un hombre mira a una mujer guapa. El oficial ya estaba maduro, listo para cortarlo del árbol.

Angus, testigo de la escena, se puso rígido y no pudo disimular su cólera cuando el otro hombre lo miró a los ojos. Cole sonrió amablemente.

—Su hija es muy hermosa, señor. Hacía tiempo que no disfrutaba de una compañía tan agradable y agraciada.

Mientras Angus se ponía rojo de disgusto, Al resopló como un ternero irritado y atrajo la atención del capitán. Cole entendía bien la incomodidad del padre, pero los modales del muchacho lo desconcertaban. Se miraron un largo momento a los ojos hasta que el muchachito, con arrogancia, se acercó al sofá donde estaba Leala, tomó la copa de jerez que estaba sobre una mesita, la levantó en un desdeñoso saludo al capitán y vació su contenido.

—AL. — La voz de Cole fue baja y serena y sólo el muchacho percibió su amenaza. — Estás incomodando a tu tía. y estoy seguro de que sería mejor que recordases tus buenos modales. En presencia de señoras, un caballero debe quitarse el sombrero.

Leala se retorció las manos con renovada ansiedad y miró asustada a su marido. Parecía hallarse al borde de la histeria.

—Capitán, no es nada — dijo Angus rápidamente, pero la mano de Al ya iba hacia el maltratado sombrero. Grises dagas visuales atravesaron al yanqui y el sombrero voló a través de la habitación. Roberta ahogó una exclamación. Angus quedó paralizado de horror antes de volver a encontrar su voz. Su grito sacudió la casa—. ¿Qué demonios hiciste?

Un gemido bajo empezó a surgir de su esposa ya aumentar rápidamente en intensidad. Leala extendió las manos y en seguida las unió como en una plegaria.

—Oh, Angus, Angus, Angus, ¿qué ha hecho ella? ¡Ooohhh!

Angus sirvió rápidamente otra copa de jerez y la puso entre las manos de su esposa.

—Toma, Leala, bebe — le dijo, y con rara presencia de ánimo' añadió —: Roberta no ha hecho nada. Ese muchacho tonto ha vuelto a cortarse el pelo.

Miró al muchacho con un ceño sombrío y feroz pero habló dirigiéndose al capitán.

—Al siempre ha temido que lo tomaran por una muchacha. Su sobrino se atragantó y volvió la cara, pero Angus le habló en tono tajante.

—Al, creo que es hora de que tomes un baño. Puedes ocupar habitación de costumbre y — señaló la maleta de mimbre — llévate tu equipaje.

Cuando el muchacho se marchó, Angus meneó la cabeza desconcertado.

—¡Ah, la juventud de hoy en día! No sé en qué terminará. No tienen disciplina. — Levantó los brazos y pareció dispuesto a pronunciar un sermón. — ¡Hacen lo que se les la gana!

Cole quiso calmar los temores del hombre.

—Parece un buen muchacho, señor. Cabeza dura, quizá. ¡Terco! ¡Sucio! Es verdad. Pero crecerá y será todo un hombre.

Pasaron varios meses antes que Cole llegara a entender la, expresión con que Angus Craighugh lo miró en ese momento.