CAPÍTULO 11

Se había filtrado hasta Nueva Orleáns el rumor de que Grant estaba riéndose a carcajadas porque el comando de Law, tomando erróneamente por una carga de caballería a una tropa de mulas federales asustadas, había huido en estampida en una batalla nocturna cerca de Wauhatchie, Tennessee. Pero una más decorosa explicación confederada decía que las tropas grises ya habían sido rechazadas por Orland Smith y Tyndale cuando la «carga de mulas» tuvo lugar. Sin embargo, con gran mortificación para el Sur, la cordial recomendación de los yanquis fue que las mulas fueran puestas en servicio como caballos.

La ciudad estaba silenciosa, casi enmudecida, y las caras que vio Alaina cuando cruzó con OI'Tar las calles a la madrugada estaban desencajadas y apesadumbradas con el sabor amargo de otra derrota. Sería una Navidad muy triste para el Sur la de este año. El lunes ya era muy triste.

En el establo del hospital, Alaina encontró un sitio vacío donde poner a OI'Tar y se apropió clandestinamente de unos pocos puñados de trébol dulce de un rebosante pesebre cercano, que dio a su caballo. Viendo que el roano del capitán Latimer estaba presente, empezó a silbar como un muchacho e hizo su entrada al hospital por la puerta trasera, deteniéndose para colgar su bolso y su sombrero en una percha cercana antes de sacar los estropajos, las escobas y los cubos. Cuando volvía del armario con los brazos llenos de útiles de limpieza se vio obligada a hacerse rápidamente a un lado para que no la atropellara un apresurado enfermero cuyos brazos estaban tan llenos como los de ella, pero con vendas limpias. El hombre no se detuvo para disculparse y siguió corriendo hasta desaparecer en una de las salas de cirugía.

Alaina lo miró furiosa hasta que se perdió de vista y entonces, murmurando unas palabras acerca de la grosería de los yanquis, dejó estropajos y escobas a un lado de la puerta del armario. Con un aire de indiferencia se dirigió a la sala cinco. Era temprano y podría visitar a Bobby Johnson antes de empezar las tareas del día.

Los saludos de los soldados de la Unión fueron extrañamente reservados esta mañana y no tuvieron nada del humor habitual. La sala quedó en silencio e inmóvil cuando ella entró. Alaina vio la cama vacía y la sábana que había sido extendida sobre una gran mancha de sangre en el pasillo entre las camas. Negándose a mirar a nadie, giró sobre sus talones y huyó de la sala, luchando por derrotar las horribles pesadillas que amenazaban invadirle la mente. Salió dando un portazo y corrió por el pasillo hasta la sala de cirugía ahora en uso. Sabía que «Al" no podía entrar allí y se apoyó en la pared junto a la puerta, jadeando y respirando afanosamente para calmar el dolor de su pecho. Del interior llegó la voz de Cole y le produjo un sobresalto.

—¿Quién estaba de guardia anoche?

—El mayor Magruder. — Alaina no pudo ponerle una cara a la voz que respondió.

—¡No permitiré que me culpen de esto a mí! — El nombrado se adelantó rápidamente para defenderse. — Yo hice mi gira de inspección y todo estaba como debía estar. ¡Especialmente él!

Alaina se estiró sobre las puntas de sus pies para espiar por un punto claro en el vidrio esmerilado de la puerta. Cole y el doctor Brooks estaban trabajando sobre el abdomen de un hombre en la mesa de operaciones y un enfermero retiraba continuamente hisopos de algodón que salían teñidos de sangre. Vio que el pecho del paciente subía y bajaba en una respiración superficial. Cerca de la cabeza, el sargento enfermero, sentado sobre un alto taburete, dejaba caer de tanto en tanto una gota de una pequeña botella marrón sobre una máscara de tela que cubría la boca y la nariz de una cara toda vendada.

—¡Más despacio! — le advirtió el doctor Brooks al sargento.

—¿Por qué «especialmente él"? — preguntó Cole mientras trabajaba con la aguja curva y el catgut.

Magruder replicó desde su rincón, donde estaba apoyado despreocupadamente en un gabinete, sin hacer ademán de ayudar.

—Cuando hice mi gira de las diez, él estaba gimiendo y diciendo algo acerca de su esposa y su criatura.

Cole levantó brevemente la vista de su trabajo y sus labios se crisparon en una mueca de disgusto.

—¿Y usted qué le dijo, mayor?

—Simplemente, le dije que se callara y que tratara de conducirse como un hombre. — Magruder hizo una pausa y después continuó como si sintiera la necesidad de dar más excusas. — Estaba molestando a los otros enfermos.

Los dos médicos que estaban operando se enderezaron, el doctor Brooks para observar atentamente a Cole y Cole para traspasar a Magruder con una mirada acusadora. Alaina pudo ver por primera vez entre ellos y sus ojos se posaron en los bordes irregulares, desgarrados de la herida sangrante en el bajo vientre del paciente. Su estómago se rebeló y debió apoyarse en la pared. La voz de Cole le llegó como por un largo túnel, muy controlada, pero cargada de una sátira salvaje.

—Mayor, ¿cómo puede esperar que un individuo que es apenas un muchacho se conduzca como un hombre?

—¡Es lo bastante hombre para tener esposa! — La cólera de Magruder, o quizá su miedo, empezaron a mostrarse. — De todos modos, yo le dije a usted desde e principio que era una pérdida de tiempo.

En ese momento Alaina deseó escuchar los sonidos de un mayor yanqui al que castigaran brutalmente, pero para decepción de ella, cuando continuó, la voz de Cole sonó grave y casi amable, aunque deformada por estar él agachado.

—¿Quién lo encontró?

El mayor ofreció la información.

—El sargento, en su inspección de las cuatro.

—¿Qué pasó con la inspección de las dos?

Nuevamente fue Magruder quien respondió.

—Yo revisé rápidamente cada sala y no vi nada fuera de lo normal.

La voz de Cole surgió con tonos secos, cortantes.

—Uno de los otros hombres dijo que fue despertado por alguien que llamaba, poco después de medianoche. Entonces la cama de Johnson estaba vacía, pero el hombre no oyó nada más y volvió a dormirse. ¿Usted pasó por alto a un hombre tendido en el suelo en medio de una sala?

—¡Le he dicho que yo no vi nada! — protestó Magruder.

Se hizo un silencio. No se habló más, excepto una orden ocasional o algún intercambio de palabras mientras continuó la operación. Los miembros de Alaina se negaban a obedecerla, de otro modo ella hubiera huido de allí. Momentos después, se abrió la puerta junto a ella y el hombro del capitán Latimer la mantuvo así.

—Déjelo descansar un rato antes de moverlo — le dijo él al enfermero.

El doctor Brooks salió y se detuvo junto a Cole.

—Ha hecho usted todo lo que pudo, Cole. Dios debe ahora decidir si vivirá o morirá.

—No puedo entender por qué… — Un gesto del doctor Brooks le advirtió que no dijera más. Cole se volvió abruptamente y se encontró con los angustiados ojos grises de Alaina. Inmediata — mente sus modales se suavizaron cuando vio las mejillas sucias donde las lágrimas dejaban sus huellas, y los labios pálidos y trémulos.

—Es Bobby Johnson. — Su voz fue suave y comprensiva. — Se cayó. La mayoría de las puntadas se desgarraron. Casi se desangró hasta morir. — Sus frases entrecortadas, inconexas, lo irritaron y se pasó una mano por la frente, presa de la frustración. — Lo hemos remendado… pero no sé.

Estiró una mano para consolar al muchachito, pero éste retrocedió y no pudo contener un sollozo.

—Tómate libre el resto del día…

—¡No! — repuso Al con determinación, reunió coraje de alguna parte y le volvieron las fuerzas. Volvió la espalda a los médicos y se alejó por el pasillo. Momentos después, se oyó el ruido de los baldes y de la bomba de agua que alguien hacía funcionar.

El soldado Bobby Johnson fue devuelto a su cama con el mayor de los cuidados. Cuando no lo retenía alguna otra tarea, el doctor Latimer permanecía junto a la cama del muchacho. El joven soldado yacía inmóvil y pálido. No mostró signos de recuperar la conciencia mientras pasaba el día. Alaina se sentía desgarrada entre el fuerte deseo de hallarse lejos por si sucedía lo peor, y la necesidad de estar cerca por si él se recuperaba.

Cole oyó un susurro y vio que los labios de Bobby se movían levemente para formar un débil:

—¿Quién?

—El doctor Latimer. — Cole se levantó de su silla y se inclinó más hacia el enfermo. — ¿Cómo estás, Bobby ?

—¡Duele! — fue la simple respuesta—. ¡Como fuego!

—¿Por qué… te levantaste? — Cole buscó más palabras para aclarar la pregunta.

—¡Tenía sed! — repuso el muchacho—. ¡Como ahora! No pude pedirle agua al mayor. — El ronco susurro se quebró y Cole humedeció la boca reseca con un paño mojado. — Tenía que hacer algo por mí… yo solo… por una vez. Tenía… que… actuar… como un hombre.

Cole tocó la mano del muchacho.

—Ahora descansa. No te preocupes. Yo estaré aquí.

Una desmayada sonrisa fue la respuesta pero en seguida, Bobby, una vez más, se hundió en la dulce oscuridad del sueño.

Furioso ante su impotencia, Cole se volvió para encontrarse con que Al estaba a los pies de la cama, mirando al soldado con una expresión de lejanía en los ojos.

—Ojalá Magruder tropiece y caiga de cabeza en un retrete alguna noche oscura — siseó Alaina.

—No se puede culparlo. — Cole se sentó en su silla y trató de explicar. — El no podía saber qué sucedería.

Al no pareció haberlo escuchado. Una lenta sonrisa le curvó los labios cuando añadió :

—¡Y espero ser yo quien lo haga tropezar!

—¿No has terminado por este día? — preguntó Cole volviéndose para enfrentarse al muchachito.

—Creo que sí. — Los ojos grises subieron lentamente hasta los ojos azules del oficial.

—Será mejor que le advierta a Magruder que tenga cuidado en las noches oscuras.

Los ojos grises no vacilaron.

—Hágalo, yanqui. — Las palabras fueron las que Cole esperaba, pero les faltó algo del viejo rencor.

—Estás cambiando, Al — dijo Cole para provocarlo—.Pensé que odiabas a todos los barrigas azules yanquis.

—¡Váyase al infierno, yanqui! — esta vez el viejo espíritu no estuvo ausente.

—Estaré toda la noche en el hospital — dijo Cole al muchachito que se alejaba.

El comentario llegó alto y claro.

—Entonces, puede ser que por una vez yo tenga un poco de tranquilidad.

Por primera vez en ese día se oyeron risas sinceras en la sala cinco. El día siguiente pasó casi como el anterior. En los corazones de todos latía la esperanza de que Bobby se recuperaría. Cuando Alaina miró al joven soldado, el vientre formaba un bulto ominoso debajo de la manta. La mancha que humedecía los vendajes sobre la herida ya no era roja sino negra y olía mal. Durante la mayor parte del día él permaneció en estupor, parcialmente inducido por fuertes dosis de láudano, aunque de tanto en tanto se retorcía como si un gran roedor estuviera carcomiéndole las entrañas. Alaina no podía soportar el espectáculo de esos espasmos ni el pensamiento de que pudiera levantarse si ella se marchaba. Las horas pasaban con lentitud. No se notaba ningún cambio en el estado de Bobby Johnson y cuando una llovizna gris empezó a caer a primeras horas de la tarde, a Alaina le pareció que todo el mundo lloraba sumido en el dolor.

El viaje a casa fue húmedo y frío y Alaina se quedó largo rato en los establos a oscuras. En parte no tenía deseos de encontrarse con Roberta y en parte necesitaba tiempo para ordenar sus propias emociones. No logró ninguna de las dos cosas y era tarde cuando por fin pudo entregarse a un sueño inquieto.

A Alaina le costó un gran esfuerzo de voluntad levantarse de la cama tibia en la hora fría y oscura previa al amanecer. Sólo cuando se mojó la cara con el agua helada de la jofaina su cerebro empezó a funcionar. La habitual aplicación de suciedad; hollín y grasa fue realizada entre estremecimientos de asco y resultó un alivio que Roberta estuviese roncando ruidosamente cuando Alaina bajó la escalera. Fue otra prueba para su voluntad sacar a Ol'Tar del establo y salir al exterior, con la lluvia helada y menuda que no había cesado de caer en toda la noche.

Pasó toda una hora de trabajo hasta que Alaina quedó libre de los temblores que habían empezado en el viaje al hospital. Bobby Johnson yacía inmóvil, como muerto, excepto un estremecimiento ocasional que recorría su cuerpo fláccido. Cole no se alejaba mucho, pero no quiso responder a ninguna pregunta y se fastidió cuando Al insistió. El día se arrastró hasta el mediodía y Alaina logró comer algo. Era media tarde cuando bajó la escalera de la sala de confederados y vio que los enfermeros llevaban una camilla cubierta por una manta hacia la macabra bóveda de ladrillo conocida como el «depósito de cadáveres». No tuvo necesidad de que le dieran la noticia porque una rápida mirada al interior de la sala confirmó sus temores. El doctor Latimer estaba como derrumbado en la silla junto a la cama vacía de Bobby Johnson. Aunque la sensación de pérdida le producía un dolor terrible en la boca del estómago, los ojos de Alaina estaban extrañamente secos cuando se detuvo junto a un oficial uniformado que también contemplaba en silencio la triste procesión. Momentos después Cole Latimer salió de la sala, con una expresión sombría y colérica en el rostro. Sin detenerse, pasó junto a la pequeña figura que se adelantó con una mano en alto para interrogarlo, cruzó el vestíbulo y entró en el cuarto de oficiales. Alaina casi se desplomó de dolor cuando él desapareció de su vista, pero en seguida se recompuso cuando una mano ancha, de dedos romos, se apoyó en su hombro.

—Se lo advertí — dijo el oficial—. El cometió una equivocación.

—¡No es así! — replicó Alaina y se apartó furiosa—. ¡El capitán Latimer es el mejor cirujano de aquí!

—Cuánta lealtad — dijo Magruder en tono de burla—. Estoy seguro de que el capitán apreciaría tus comentarios. Pero yo quise decir que el doctor se permitió involucrarse demasiado en un caso que no podía terminar de otra forma. — Se encogió de hombros, como para librarse de toda preocupación. — Yo se lo advertí.

Alaina apretó la mandíbula y miró sus botas demasiado grandes. El dolor quizás hubiera sido menos para ella si hubiese podido endurecer su corazón, pero entonces se habría encontrado más cerca de Magruder, incapaz de ninguna de las emociones sensibles que hacen que la vida sea digna de ser vivida.

—¿Por qué no te tomas libre el resto del día, muchacho? — sugirió el mayor, con tono bondadoso.

—Prefiero estar ocupado. Gracias. — Su rechazo fue cortante.

—Como gustes. — El mayor Magruder sonrió pensativo y miró en dirección al cuarto de oficiales. — El capitán intentó hacer lo mismo cuando recibió la noticia de la muerte de su padre, pero se excedió. ¿Quién sabe lo que puede costar una vida?

Se alejó antes que Alaina pudiera replicar y quizá tuvo suerte de que no hubiera un retrete allí cerca.

Al estuvo desusadamente callada el resto del día. La cama de la sala cinco pronto fue ocupada por otro soldado de la Unión. Por alguna razón, ella no pudo decidirse a mirarlo. En cambio, prefirió asear el cuarto de oficiales, un lugar muy descuidado, pues los doctores estaban demasiado ocupados en utilizarlo. No había visto al capitán Latimer desde él saliera tan precipitadamente de la sala y los otros médicos, que vivían tan cerca de la muerte, no molestaron al muchacho. Sin embargo, como ignoraban su secreto, sus razonamientos estaban ligeramente equivocados. La confusión de Alaina calaba mucho más hondo de lo que cualquiera de ellos pensaba. Ella sentía hacia los norteños una antipatía natural que la guerra había convertido en odio profundo. Pero ahora conocía a los enemigos por sus nombres y caras. Ya no eran anónimas chaquetas azules con botones y cordones dorados; eran hombres y muchachos, sonrientes y tristes, felices o furiosos, riendo, bromeando, ofendiendo, llorando, muriendo, lo mismo que los amigos a quienes ella había despedido, lo mismo que sus amados padre y hermanos. Humanos y con cuerpos que eran tan terriblemente frágiles cuando llovían sobre ellos fragmentos de metal. Alaina tenía que buscar muy hondo para encontrar un recuerdo de su odio, y más hondo todavía para sentirlo revivir como antes.

Distraída, pasó un trapo con cera por el brazo de un sillón, tratando de ordenar sus sentimientos. No podía ofrecerle ningún consuelo a la madre o la esposa de Bobby Johnson, pero esperaba ferviente mente que alguien, en alguna parte, hubiera puesto una mano bondadosa sobre los pechos de su padre y hermano en sus últimos momentos. Sintió que las lágrimas se acumulaban en sus ojos, pero las secó cuando oyó pisadas en el vestíbulo. Un joven soldado cruzó la puerta, se detuvo y se volvió para mirarla.

—Aquí estabas, Al. El doctor Brooks quiere verte en su despacho cuando hayas terminado tu trabajo.

Antes que pudiera interrogarlo, el soldado se marchó. Alaina terminó rápidamente de limpiar el sillón y se llevó sus trapos, estropajos y cubos. De todos modos ya casi era hora de marcharse y sentía curiosidad por saber qué tenía que decirle el doctor. Era la primera vez que él la llamaba.

La subida hasta el segundo piso fue menos cansadota ahora que estaba más fresco. Tratando de aliviar cierta sensación de deslealtad, se detuvo un momento a platicar con los soldados de la sala de confederados y después fue por el pasillo hasta la pequeña oficina del doctor. La puerta estaba abierta y ella sonrió cuando entró. El anciano se levantó de su silla y fue a su encuentro.

—¿Deseaba algo, doctor? — preguntó, hablando como un muchacho.

El nada dijo sino que pasó junto a ella. Alaina oyó cerrarse la puerta y levantó una ceja al sentir el chasquido de la cerradura. Se volvió y él se acercó, la tomó de un brazo y la condujo hasta una silla.

—Olvida por ahora esa forma de hablar, Alaina. Estamos solos y nadie puede oírnos. Ven, criatura, siéntate.

Alaina obedeció y esperó llena de confusión. Varias veces el doctor abrió la boca para hablar, pero fracasó y se irritó más con cada intento. Por fin se adelantó, tomó un grueso volumen de papeles de su escritorio y los arrojó delante de ella.

—Recibimos esto todas las semanas, Alaina. Los ejércitos los intercambian por medio de mensajeros especiales.

Perpleja, Alaina bajó los ojos y empezó a leer:

Estados Confederados de América

Compilado por:

El Estado Mayor

del

Ejército de Virginia del General Lee

Tema: Informe de bajas.

A. Lista completa de:

1. Heridos

2. Muertos

3. Desaparecidos en acción

4. Desertores.

Nota: esta sección es para las áreas de Louisiana,

Misisipí y Alabama ocupadas por la Unión.

Una fría sensación empezó a formarse en la boca del estómago de Alaina. ¡Sólo un hermano le quedaba! ¡Jason! y había visto estos informes dos veces, anteriormente. Con lentitud llena de temor, Alaina levantó los ojos hasta que encontró la expresión afligida del doctor Brooks. Apretó con fuerza la mandíbula para evitar que temblara y buscó en la lista ordenada alfabéticamente hasta llegar a la letra M. Su dedo siguió la columna de la izquierda hasta que vio lo que temía.

MACGAREN, JASON R., CAPITAN. DESAPARECIDO EN ACCION, PRESUNTO MUERTO. OCTUBRE 4 DE 1863.

El resto se borró ante sus ojos. ¡Cuatro de octubre! ¡Hacía más de un mes! ¡Jason! ¡Jason! ¡Jason, el hijo mayor! ¡Jason, el alto y fuerte! ¡El amado hermano mayor, Jason! Recordó la vez que Gavin, el hermano tres años menor, le puso abrojos debajo de la silla de montar; fue Jason quien la arrebató del lomo del enloquecido caballo. ¡Jason! ¡Su héroe! ¡Pobre Jason, muerto!

—¡Alaina! ¡Alaina! — Las palabras rompieron su trauma. Vio que el doctor le frotaba las manos entre las suyas. — ¿Estás bien, criatura? ¡Estás tan pálida!

Alaina asintió débilmente con la cabeza y se asombró porque las lágrimas no venían. Se aferró a su silla y empujó el volumen como si fuera algo sucio y corrompido.

—¡Alaina, conserva las esperanzas! — ordenó el doctor Brooks—. Esto sólo indica que él está desaparecido, pero no muerto. Conserva las esperanzas, criatura.

—¡Es lo mismo! — exclamó Alaina, medio sollozando—. Es lo mismo que antes. Primero está desaparecido. Después llega una carta diciendo que su cuerpo está enterrado en alguna parte y que él está oficialmente muerto.

El doctor Brooks no pudo negarlo. Había visto demasiados de esos informes. Habitualmente eran confeccionados antes que se apagara el fragor de la batalla y raramente figuraban todos los muertos. Sólo pudo menear la cabeza con pena y tratar de consolarla, pero los sollozos venían, secos y desgarradores.

—El no… en realidad no quería dejarnos. Pero era lo que había que hacer… todos los hombres iban. — Alaina levantó la cabeza y las lágrimas corrieron por su cara libremente ahora. Lloró de agonía y el dolor la golpeó con toda su fuerza—. ¡Aaahhh! ¡Maldita guerra! ¡Maldita lucha! ¡Maldita matanza! ¿Cuándo terminará? ¡Oh, Jason! ¡Jason! — echó la cabeza hacia adelante y se cubrió la cara con las manos, sollozando libremente.

El doctor Brooks le puso un pañuelo en la mano y la palmeó suavemente en el hombro mientras que con el dorso de la mano se secaba su propia mejilla.

—A su debido tiempo, Alaina, con la venia de Dios — murmuró suavemente —, cuando los hombres se hayan cansado de su estupidez y de la matanza, entonces terminará. En nuestras vidas, El nos da libertad para elegir y nosotros hacemos lo que queremos. Te ruego, mi niña, que no culpes a Dios de la locura de los hombres.

Alaina apoyó la cabeza contra el hombro del doctor y dejó que su angustia fluyera desatada. El doctor Brooks la levantó suavemente de la silla y medio la llevó, medio la cargó hasta la pequeña cama. La hizo acostarse y se le sentó al lado, apoyándole una mano en un hombro mientras ella lloraba su pena. Cuando por fin el temblor disminuyó, Alaina cayó en un sueño de agotamiento.

Era tarde y las ventanas estaban oscuras cuando Alaina volvió a abrir los ojos. El doctor Brooks se levantó de su escritorio y se le,acercó.

—¿Ahora estás lista para regresar a tu casa, criatura?

Alaina se frotó los ojos hinchados y enrojecidos y asintió cansada. — Haré enganchar mi carruaje y vendré por ti.

—¡No! — repuso ella de repente—. No, gracias, doctor Brooks. Tengo a OI'Tar. Además… — sonrió temblorosa a su viejo amigo — un muchachito harapiento no estaría en su lugar en su hermosa calesa.

El doctor suspiró.

—Como tú desees, Alaina. — La observó un largo momento antes de tomarle una mano. — Eres una muchacha rara, Alaina MacGaren.

Muchas jóvenes no hubieran podido soportar lo que soportaste tú, y seguramente no con ese espíritu. — Se enderezó. — Sin embargo, hasta un muchacho puede meterse en problemas a estas horas de la noche.

—Tendré cuidado — dijo ella quedamente. Alcanzó a verse en el espejo y notó sus ojos hinchados y enrojecidos. Levantó la vista hacia el doctor y aventuró una tímida pregunta. — ¿El capitán Latimer está todavía aquí?

—No, Cole se marchó temprano esta tarde — repuso él—. Magruder lo acusó de permitir que su pena por la muerte de su padre interfiriera con su buen juicio. Creo que el mayor todavía está enfadado por el incidente de la pierna. Esta vez acusó abiertamente a Cole de haber sido descuidado con la vida de Bobby Johnson.

—¡Pero eso no es verdad! — exclamó Alaina—. ¡Fue Magruder!

—Lo sé, por supuesto. Pero Magruder tenía que culpar a alguien para asegurarse de que no lo acusarían a él. — El doctor agitó la mano con irritación. — Cuando hablé con Cole por última vez me dijo que sus planes eran salir y que el decoro se fuera al demonio.

Poco tiempo más tarde Alaina montó a Ol'Tar y tomó en dirección al río. No quería regresar todavía a la residencia de los Craighugh. Tío Angus y tía Leala habían hecho planes para asistir a una reunión política esta noche y ella no tenía ningún deseo de soportar los comentarios urticantes de Roberta. En cambio, sola y en paz, siguió meditabunda el borde del agua. El lento golpear de las olitas del Misisipí parecía engañosamente amable. Sin embargo, su corriente tenía la fuerza de las lluvias otoñales y se sabía que el río era capaz de cambiar su curso de la noche a la mañana.

La lluvia había cesado hacía un rato y una brillante luna colgaba sobre las nubes y asomaba tímidamente su cara para enviar millares de fragmentos diminutos de luz que cabrilleaban en la superficie del río. Alaina se apeó y se sentó en la orilla. Apoyó el mentón en las rodillas y miró distraída los bultos negros y silenciosos de los distantes buques de la Unión. La cólera y la furia volvieron a surgir en su interior. Tenía los ojos llenos de lágrimas amargas.

—¡Traidor! — Escupió hacia el río. — Tú trajiste a los yanquis hasta nuestra puerta. ¡Tunante desvergonzado! ¿No tienes honor? ¿No tienes lealtad?

Desde la tenebrosa profundidad no llegó respuesta alguna, pero por la mente de Alaina empezó a desfilar una larga columna de figuras azules y grises, cada una con alguna horrible deformidad, como si el pintor no las hubiera completado, algunas sin un brazo, otras sin piernas, o a veces con sólo un ojo o la mitad de la cara. ¡Criaturas sin terminar! ¡Rezagos de la guerra! ¡Medios hombres! ¡O menos! Era una pesadilla cuya esencia podía encontrarse en cualquier hospital, de la Unión o de la Confederación.

Extrañamente, desde la oscuridad del río tomó forma una sombra.

Alaina parpadeó hasta que reconoció un gran árbol que flotaba a la deriva hacia donde estaba ella. Cuando estuvo más cerca chocó con el fondo poco profundo y en seguida rodó pesadamente en la corriente. De pronto un brazo apareció a la luz de la luna y Alaina se puso de pie, comprendiendo que esto nada tenía que ver con su imaginación. Hubo toses y manoteos cuando un hombre indefenso luchó por aferrarse al escurridizo tronco.

Alaina miró rápidamente a su alrededor. Muy pronto el hombre estaría fuera de su alcance y entonces poco podría hacer ella para salvarlo. El tronco giró en un remolino y empezó a rodar, amenazando con volver a hundir a su pasajero. El hombre levantó un brazo y gritó débilmente antes que su cabeza se sumergiera. Alaina no llegó a entender las palabras, pero el sonido de la voz la impulsó a actuar.

Se quitó su gruesa chaqueta de algodón, corrió siguiendo la punta de tierra que se internaba en el agua y se zambulló. Nadó contra la fuerte corriente que trataba de arrastrarla hacia el fondo tal como arrastraba al hombre y al tronco hacia ella. El tronco le pasó por encima y Alaina alcanzó a aferrar al hombre. Salió a la superficie al lado de él.

No había tiempo que perder. Tomó un puñado de los cabellos del individuo y nadando con todas las fuerzas que pudo reunir, no luchando con la corriente sino dejándose llevar, alcanzó a hacer pie en el lodo del fondo, cerca de la orilla. Sacó fuera del agua la cabeza del hombre y por fin, con mucha perseverancia, logró llevarlo hasta otro tronco que estaba al borde del río y ponerlo allí de manera que la cabeza quedara colgando hacia el otro lado.

Una tos, seguida de violentas arcadas y el hombre vomitó el agua que había tragado. Alaina estiró una mano para levantar la cabeza caída y quedó boquiabierta. ¡Era Cole Latimer! Su mente tambaleó. Había salvado a un yanqui de morir ahogado, a un hombre vestido nada más que con sus calzoncillos largos. Ahora la acometió una risión. La visión de Jason tendido inmóvil para siempre bajo este mismo cielo nocturno débilmente iluminado. Con los ojos húmedos, sollozando y temblando de angustiada frustración y por el frío de sus ropas mojadas, Alaina se desplomó de rodillas junto a él. Lloró, gimió e hizo rechinar sus dientes; pero no encontró consuelo, sólo el pensamiento sordo y persistente de lo que debía hacer. Con esfuerzo, recobró su compostura, se secó las mejillas y sacudió su pelo para quitarle algo del exceso de agua.

—Yanqui cabeza de mula — grazno entre lagrimas—.Sin duda eligió una noche muy fría para salir a nadar. — Lo puso boca arriba y lo sentó, apoyándolo en el tronco. El gimió y dejó caer la cabeza contra el tronco embebido de agua. Un hilillo de algo oscuro y pegajoso empezó a descender sobre su frente desde el cabello y Alaina lo palpó con los dedos y encontró un gran chichón. — Alguien le ha dado un buen golpe, yanqui. Me parece que usted se emborrachó como una cuba y en este lugar eso es una tontería. Creía que había dicho que podía cuidarse solo.

Ahora el problema era qué hacer con él. Había perdido la llave del apartamento y era evidente que él tampoco la tenía. Además, no podía cruzar la plaza Jackson con un oficial de la Unión vestido solamente con su ropa interior. Imposible predecir las consecuencias que se producirían si lo hacía.

No parecía haber otra alternativa que llevarlo a la casa de los Craighugh. Su tío tenía la costumbre de permanecer en la reunión política hasta hora avanzada, a veces regresaba cuando ya estaba por amanecer. Si éste era el caso esta noche, Alaina quizá podría hacer entrar al doctor sin que lo advirtiera Roberta. Habría muchas cosas que explicar por la mañana y tío Angus se pondría furioso, pero le dejaría a Roberta la tarea de tranquilizarlo, pues ella, de todos modos, era mucho más efectiva para esas cosas.

Alaina corrió hasta donde Tar esperaba, ató sus botas juntas y las puso sobre el lomo del animal y regresó con el caballo junto al capitán. Ahora él temblaba en forma incontrolable por el frío de su ropa interior mojada. La única prenda seca que ella tenía era su gran chaqueta de algodón y trabajó unos momentos hasta que logró vestirlo con la misma, aunque los dientes de ella también empezaron a castañetear como los de él.

Alaina puso el brazo de él sobre sus hombros, lo ayudó a ponerse de pie y se tambaleó precariamente bajo ese peso. Fue un trabajo de paciencia hacerlo montar en el lomo de OI'Tar, quien resopló disgustado por el mal trato. Toda la gracia que Cole podía exhibir como jinete desapareció esta vez rápidamente, pues se derrumbó sobre el cuello del animal. Alaina gimió de rabia y exasperación cuando Tar se movió imprevistamente, casi derribando a su jinete. Lo tomó de la rienda, lo acercó al tronco y subiéndose al mismo logró montar ella también.

—Vamos, yanqui. ¡Siéntese erguido!

Por fin la orden penetró el profundo sopor de él y Cole, con dificultad, se sentó sobre el lomo del caballo. Alaina se situó delante del capitán yanqui y miró con furia hacia atrás cuando él se apoyó en su espalda.

Viajaron por callejones y caminos en desuso hasta que llegaron a la casa de Craighugh. No había luces en la mansión y sólo una débil linterna iluminaba el frente del establo. Alaina pensó que Roberta, al quedarse sin más compañía que los sirvientes, se había ido a la cama. Llevando a Tar sobre la hierba para que no hiciera ruido con sus cascos, Alaina fue directamente al establo. Se apeó, y con firme tenacidad, arrastró al capitán desde el anca del caballo. Temerosa, tapó con una mano la boca de Cole cuando él murmuró unas palabras de reconocimiento, mirándola con ojos enrojecidos, y lo apoyó con esfuerzo contra la pared cerca de la puerta.

—Debería darle vergüenza. Emborracharse y dejar que alguien lo golpee en la cabeza y le robe la ropa. Es imperdonable, yanqui.

Lo dejó apoyado en la pared y llevó a Ol'Tar a su establo donde le dio una ración extra del precioso grano en compensación por los esfuerzos de la noche. El carruaje de Angus todavía no había regresado y por ese poquito de buena suerte Alaina se sintió muy agradecida.

Volvió donde había dejado al capitán y comprobó desconcertada que él ya no estaba. Su mente voló en mil direcciones diferentes. ¿Dónde demonios se había ido? Lo llamó suavemente, pasó junto al abrevadero y de pronto lo sintió tambalearse contra su espalda. Ambos cayeron de bruces dentro del abrevadero. Ella cayó primero y creyó que se ahogaría antes que Cole rodara a un costado. Por fin libre, Alaina tosió y respiró, casi ahogada por el agua que había tragado.

—¡Barriga azul! — exclamó, y le metió la cabeza debajo del agua un momento en un intento de hacer que recuperase algo de sobriedad. Cuando volvió a sacarlo lo miró a la cara y le advirtió, con una expresión firme y obstinada: — La próxima vez que trate de darme un baño, yanqui, será mejor que eche a correr. La única razón por la cual no lo ahogué todavía es que usted está demasiado borracho para asustarse.

—F…frío — dijo él, y su violento temblor confirmó sus palabras. Alaina lo arrastró hasta sentarlo en el borde del abrevadero. Con preocupación, miró hacia la ventana de Roberta, esperando que su prima no se hubiera despertado por la conmoción. Las ventanas estaban todas cerradas por el frío de la noche y el alojamiento de Dulcie arriba de la cochera todavía estaba a oscuras.

Cuando lo llevó hasta la casa, Alaina abrió con cuidado la puerta trasera y lo hizo entrar. Estaban por mitad de la cocina cuando notó que estaban dejando huellas húmedas a su paso. ¡No podía ser!

—Espere aquí — le susurró a Cole y lo depositó en una silla. Volvió de la despensa con un par de mantas. Cuando pasó junto al fogón puso la enorme olla de calentar sobre las brasas y añadió varios leños al fuego. Si alguna vez lograba acostar al capitán, tenía toda la

intención de regresar a la despensa y darse un baño caliente.

Envolvió a Cole con una manta y ella se cubrió con la otra, después de lo cual lo tomó de un brazo y lo hizo levantarse de la silla.

Avanzaron torpemente por la casa y empezaron a subir la escalera.

Después de ascender varios escalones, Alaina tropezó con un ángulo de la manta con que iba cubierta, se golpeó en la espinilla y soltó a Cole. Asustada, se cogió de la balaustrada y descendió de barriga varios peldaños, golpeándose dolorosamente con los bordes. Fue un momento de completo caos cuando Cole la siguió. Lagrimas de dolor le ardieron en los ojos y tuvo que apretar los dientes para no gemir en voz alta, hasta que al pie de la escalera se detuvo y se encontró con que estaba debajo de él. Se liberó, volvió a taparle la boca con una mano y él murmuró unas palabras ininteligibles.

¡Silencio! — siseó ella—. Si lo dejo en el establo, tío Angus podría tomarlo por un intruso y matarlo de un tiro. El lugar más seguro es arriba, en el cuarto de huéspedes. Pero no podemos despertar a Roberta. ¿Comprende? — Alaina dudó de que sus palabras hubieran penetrado en esa mente obnubilada. — Nunca pensé que usted sería capaz de emborracharse de esta forma.

Alaina trató de subir otra vez la escalera y ahora se las arregló bastante bien, considerando que iba cargando a medias a un hombre que la doblaba en peso. Lo llevó al cuarto de huéspedes, cerca de la habitación de ella. Estaba cerca del dormitorio de Roberta pero lejos del perteneciente al matrimonio Craighugh. La luna iluminaba la habitación y Alaina no tuvo necesidad de encender la lámpara para orientarse. Abrió la cama con dosel y dejó que Cole cayera de espaldas sobre el colchón. Agradeciendo que las sombras le impedían ver, le quitó la ropa interior mojada, levantó las piernas de él sobre la cama y lo tapó con el cubrecama.

Lo dejó y cerró quedamente la puerta al salir. En cuestión de momentos estaba metida en la tina. El baño caliente disolvió su cansancio y lo transformó en un lánguido sopor. Deliberadamente tomó el jabón perfumado que no había usado y empezó a lavarse el pelo y el cuerpo. Esta noche nada quería saber de su disfraz y en este momento estaba como insensible a todos los peligros de ser descubierta. Con un suspiro entrecortado, inclinó la cabeza contra el borde de la tina y contempló las sombras móviles que proyectaba en el techo la llama de la bujía. Se sentía como una cáscara vacía, desprovista de fuerzas, insensible al dolor. No podía imaginar, ni le preocupaba, lo que pudiera depararle el mañana. Parecía faltar una eternidad para eso.

Se entregó a la fantasía. ¡Un hermoso vestido! ¡Su pelo largo y brillante! ¡Un hombre sosteniéndola mientras bailaban! De pronto recordó los brazos fuertes y musculosos de Cole cuando cabalgaban juntos, yesos ojos azules mirándola con calor. Alaina meneó furiosa la cabeza. ¡Esto era una locura! ¡Cole Latimer era un yanqui!

Irritada, se puso de pie, se secó con vigor y se metió dentro de su camisón. Extendió las ropas de muchacho delante del fogón de la cocina para que se secaran y se sentó al calor del fuego para peinarse y cepillarse el pelo. Pasó un rato hasta que sus pensamientos se tranquilizaron y entonces cruzó la casa silenciosa hacia su dormitorio. La mansión era como una tumba de silencio cuando deslizó entre las sábanas su cuerpo dolorido. Calculó que deberían de ser cerca de las once o las doce. Lentamente, fue hundiéndose en el sueño.

El reloj había recorrido por lo menos otras dos horas cuando un golpe y un ruido apagado la despertaron por completo. Sonidos de movimientos venían del cuarto vecino y de pronto una voz masculina juró por lo bajo.

"¡Ese tonto va a despertar a Roberta!», pensó Alaina frenéticamente y saltó de la cama. Se puso una bata sobre su fino, raído camisón, y abrió con precaución la puerta de su dormitorio. Como no vio a nadie, corrió descalza hasta el cuarto de huéspedes.

No bien cerró la puerta tras de sí, Alaina se maldijo a sí misma por haber cometido la estupidez de venir vistiendo ropas femeninas. Cole Latimer no se hallaba en estado de sopor como ella había pensado sino que estaba de pie cerca de la cama tratando de encender la lámpara. El tubo de cristal estaba sobre la alfombra.

La luz de la luna entraba por las cortinas entreabiertas haciendo visible todo lo que había en la habitación. Aunque los vapores del alcohol todavía le nublaban el cerebro, Cole advirtió la presencia de la mujer que estaba apoyada en la puerta. Su mente confusa y lenta no pudo encontrar una razón a lo que veía ni explicar su presencia en un dormitorio desconocido y tampoco la presencia de la mujer. Su situación se le representó sumamente precaria. Por lo que él sabía, en cualquier momento podría vérselas ante un marido indignado o un padre iracundo dispuesto a restaurar el honor de su hija. En cuanto a eso, ella parecía muy jovencita.

—Señora — empezó lentamente —, me temo que soy un intruso en su casa.

Alaina comprendió que escapar era imposible y supo que tendría que enfrentar la situación. Sin embargo, era una suerte que hubiera venido. Ahora los Craighugh podrían regresar en cualquier momento y si encontraban a un yanqui desnudo vagando por la casa el furor consiguiente sería desastroso para todos los involucrados.

La confusión de Cole era evidente y Alaina se aprovechó de eso. A través de la charla de los soldados en el hospital, había aprendido cosas que le hicieron arder los oídos.

Su suave risa rompió el silencio de la habitación.

—Seguramente no habrá decidido dejarnos después de prometer quedarse toda la noche, capitán. ¿Es posible que lo haya olvidado tan pronto?

Imitó la relajada familiaridad de la más experta cortesana y su voz sonó dulce como la miel, suave y cultivada. El engaño parecía bastante simple; ella podía representar el papel en forma tan convincente como el de muchachito insolente. Pero se sintió agradecida a las sombras que envolvían la desnudez de Cole.

Aunque no pudo adivinar cómo llegó a ese lugar, la mente obnubilada de Cole aceptó la situación obvia. Si había preferido evitar los burdeles por cuidar su salud, esta compañera era tan agradable que fácilmente podría inducirlo a pasar la noche con ella. Después de todo, hacía tiempo que no sentía los placeres de una compañera íntima. Seguramente, ahora podría satisfacer su hambre exacerbada.

Alaina recordó que su tío había ocultado un botellón de cristal lleno de brandy en el cuarto de huéspedes y fue a buscarlo al tocador. No convenía que el capitán recuperase la sobriedad justamente ahora. Si bebía lo suficiente y volvía a acostarse, estaba segura de que Cole dormiría toda la noche.

Cuando pasó frente a la ventana, un rayo de luz de la luna traspasó su ropa. La figura esbelta pero con curvas deliciosas estimuló el apetito y la imaginación de Cole.

—Capitán — dijo la mujer con voz de seda —, tome otra copa. — Alaina le tendió un vaso lleno de brandy y retrocedió rápidamente' cuando él hizo ademán de abrazarla. — Primero beba, capitán.

Cole levantó el vaso y saboreó el contenido. Quedó satisfecho por la calidad, pero esto también lo aceptó como algo lógico. En la ciudad cautiva, los burdeles eran los únicos establecimientos que continuaban funcionando a pleno rendimiento y era evidente que éste estaba por encima de los otros que él conocía.

—Ahora, capitán — dijo ella, poniéndole una mano en el pecho y empujándolo suavemente —, debería volver a la cama. Hace frío y podría enfermarse. — Cole trató de mirarle la cara pero sólo vio una mancha borrosa. — Tengo algo que hacer abajo pero no me demoraré mucho. Regresaré pronto.

Alaina sonrió mentalmente de su propia astucia. Nada tenía que hacer abajo, por supuesto, pero en su ebriedad, él se quedaría profundamente dormido inmediatamente después que ella se marchara.

La idea no fue del gusto de Cole. Hacía mucho tiempo que no se encontraba con una mujer tan hermosa y aunque no podía verle claramente la cara, su fragancia y esa voz de seda lo enardecían intensamente. Terminó el brandy con impaciencia y dejó el vaso a un lado.

—Descanse un momento, capitán — dijo Alaina apartándose—. De veras tengo que bajar por unos minutos.

Cole la tomó de un brazo cuando ella llegaba a la puerta. Alaina lo miró sorprendida, sin atreverse a hablar. El parecía tan alto e inmenso, irguiéndose sobre ella como un ave de presa amenazante…

—Quiero un beso — murmuró él con voz espesa — para no cansarme de esperar. Ven. — La estrechó con fuerza contra su pecho. — Dame una muestra de tu dulzura a fin de que pueda esperar mejor tu regreso.

Si no hubiera sido por la insistente presión de ese cuerpo que arrasaba con toda su confianza, Alaina hubiese suspirado aliviada. Pero este hombre era demasiado atrevido para que pudiera sentirse cómoda. Momentos antes había creído que podría manejarlo, pero ahora, cuando Cole le puso una mano en una nalga y la apretó hacia él, fue agudamente consciente de su inocencia. El instinto de apartarse de esa firmeza desconocida era casi abrumador. Empero una experta mujer de la noche difícilmente hubiera reaccionado indignada o le hubiese negado un beso a un cliente.

Decidida, Alaina se estiró sobre las puntas de sus pies. De inmediato él la besó en la boca. Alaina cerró los ojos, y la fuerza del abrazo, el sabor a brandy en esa boca, la dura presión que él ejercía sobre ella la hicieron comprender que éste era un hombre fuerte, vital y saludable, que estaba tratándola como a una mujer y ciertamente deseándola.

—Usted de veras abruma a una mujer, capitán — susurró ella con voz trémula—. Pero ahora debo marcharme.

De pronto él la miró ceñudo. — ¿Otro… no?

Alaina lo miró, confundida, hasta que de pronto comprendió.

—Claro que no, capitán. Pero es que yo, como usted sabe, tengo otras obligaciones.

Cole volvió a tomarla en brazos.

—Otro más — murmuró — y quizás entonces te dejaré ir.

«¡El tonto!", pensó Alaina. La había perseguido y hostigado todas estas últimas semanas, sin darse cuenta de que era una mujer. Bueno, ahora ella le enseñaría.

Casi con ansiedad, Alaina se apretó contra él sin advertir el efecto devastador que tenía su cuerpo suavemente cubierto sobre los sentidos de Cole. Su mente giró embriagada por el apasionado beso y no sintió necesidad de luchar. Ingenuamente pensó que pronto él quedaría satisfecho y que volvería a su cama y se quedaría dormido. Mientras tanto, la mujer tanto tiempo reprimida que había en ella se sintió en libertad de disfrutar del abrazo de un hombre. y no un hombre cualquiera, sino Cole Latimer.

Cole aflojó un poco su abrazo y Alaina sintió que tenía que apoyarse en él para no caer. De pronto, sintió que él tenía los brazos dentro de la bata y que lo único que los separaba era la delgada batista del camisón. Alaina recuperó la prudencia, se volvió ligeramente, deslizó un brazo hacia abajo y con el codo trató de separarse. Antes que ella pudiera reaccionar, él le tomó los pechos y acarició con los dedos los pezones debajo de la tela.

Ahogando una exclamación, Alaina dio un paso atrás al tiempo que le tomaba las manos y trataba de contenerlo.

—Capitán Latimer, su ansiedad me asombra. A la cama, capitán, y beba otra copa. Tenga la seguridad de que en un momento estaré nuevamente con usted. Pero ahora tengo que marcharme.

Cole la miró entre sonriente y ceñudo.

—No sé adónde te llaman tus obligaciones, muchacha, pero las mismas tendrán que esperar. Ahora, ahora mismo — Alaina vio el brillo duro y decidido en los ojos azules —, ahora mismo debo tenerte.

La tomó en brazos y de inmediato estuvieron los dos en la cama.

Alaina tuvo un violento sobresalto cuando él le subió el camisón y su muslo desnudo sintió el roce quemante de la virilidad de Cole.

—Capitán, por favor — imploró Alaina, logrando que en su voz no se notara la alarma que sentía—. Habrá tiempo de sobra más tarde. Deje que me vaya por un momento.

El la tomó con fuerza de los brazos, por encima de los codos. Lentamente, la atrajo hacia abajo hasta que ella quedó tendida sobre él moviendo frenéticamente los muslos para escapar a la presión de esa espada atrevida de pasión que la quemaba a través de la delgada tela del camisón. El bajó la cabeza y sus labios jugaron hambrientos con la suave punta de sus pechos. Su boca, ardiente y húmeda, trazó un sendero de fuego sobre las suaves, trémulas curvas y Alaina contuvo la respiración cuando él acarició perezosamente los pezones con la lengua. Un súbito estremecimiento la atravesó y toda la fuerza huyó de sus miembros. Débilmente, se dejó caer sobre él y Cole rodó hasta ponerse encima. La miró a los ojos y sonrió lentamente.

—Muchacha, te tomaré ahora. Alaina meneó la cabeza en frenética negativa. Algo de miedo se mezclaba con el intenso placer de sentir un cuerpo duro presionando contra el suyo.

—Debo marcharme — protestó sin aliento, y casi con un sollozo, repitió —: Debo marcharme. " — No, muchacha. Te tomaré ahora. He pagado por esta noche y tengo derecho.

Alaina se aferró a esas palabras con renovada esperanza.

—Pero es que usted aún no ha pagado, capitán — susurró en tono de urgencia y sabiendo que él no tenía dinero encima.

Cole la miro ceñudo y en seguida miró hacia atrás. No había señales de sus ropas. Si ahora la soltaba, ella huiría, y él la deseaba en forma desesperada. De pronto, tuvo una idea. Se quitó pasándola sobre su cabeza la cadena con el medallón de oro y se los ofreció. — Esto más que triplica tu precio. Con esto te pagaré.

—¡No! ¡No puedo! — exclamó Alaina, pero él le pasó la cadena por la cabeza. El calor del metal le quemó el pecho—. Por favor, capitán, le ruego… "

—Cole — murmuró él, besándola en la boca.

—¡Por favor, capitán… no puedo!

—¡Cole! — insistió él.

—Cole. — El susurro de Alaina sonó cargado de miedo.

Cole sonrió y suprimió en un instante la distancia que los separaba. Una locura ciega se apoderó de Alaina cuando él se volvió más decidido. Descendió sus caderas entre los muslos de ella y Alaina abrió grandes los ojos al sentir el calor ardiente de la virilidad de él, que la tocaba íntimamente y entraba en la privacidad de su suave carne de mujer.

—¡Oh! — gimió, con voz ahogada, temerosa de eso que entraba con presión suave pero implacable en su carne. Tembló y se apretó contra el pecho ancho de él—. Cole, escúchame…

Un dolor quemante estalló en su interior y hubo una sensación de plenitud cuando él la penetró más profundamente. Alaina apretó la cara contra la base del cuello de é y se mordió el labio hasta que sangró, mientras que rodaban por sus mejillas incontenibles lágrimas de dolor. Entonces, la boca hambrienta de él le buscó los labios y la besó con ternura hasta que el dolor de la penetración empezó a ceder, mientras que un extraño, desconocido éxtasis florecía y crecía dentro de Alaina, y la dominaba una sensación que no podía resistir ni negar. Empezó a responder a los besos ardientes y salvajes de él y lo rodeó con sus brazos. Ni siquiera se dio cuenta del momento en que empezó a moverse. ¡Pero de pronto fue incapaz de razonar! Se arqueó contra él y reaccionó instintivamente a la pasión abrasadora de Cole. Cada uno de los impulsos, ahora firmes y con fuerza, la llevaba a una nueva altura de placer y cada uno de esos niveles parecía tan plenamente lleno de goce que ella creía que no podría llegar más alto. Sin embargo, seguía ascendiendo… más alto, más alto. Su mundo se liberó de toda restricción y subió hasta un placer casi intolerable. La respiración ronca y áspera de él era como un eco al trueno poderoso de su corazón, y el intenso, salvaje ardor los fundió en un vertiginoso remolino de pasión. En algún momento, ella perdió la torpe incertidumbre de la inocencia y fue arrastrada por voraces llamas de deseo. Labios y cuerpos se unieron en una encendida fusión que llegaba hasta las profundidades de sus almas y los dejaba convertidos en cenizas que el viento arrastró y que se depositaron lentamente en la tierra.

Mucho más tarde todo volvió a su lugar. Cole experimentó un muy necesario desahogo de su mente y su cuerpo y aunque no quedaban fuerzas en sus miembros, trató de aferrarse a este momento a fin de no perderse ni una porción del mismo. Pero sus esfuerzos lo agotaron y se sintió hundir en el sueño, perdiendo el contacto con la realidad.

Alaina subió de las profundidades del universo sin fondo donde se encontraba y otra vez fue consciente de que estaba tendida, acurruca — da contra un cuerpo cálido y firme.

—¿Cole? — murmuró, medio despierta, y en la siguiente fracción de segundo se dio plenamente cuenta de lo que había hecho. ¡Ella! ¡Alaina MacGaren! ¡Esa altanera hija de la Confederación se había entregado a un oficial yanqui!

Un grito de angustia brotó de sus labios antes que ella pudiese ahogarlo. Se liberó del abrazo de Cole, se puso de rodillas y lo golpeó en un hombro para hacer que se volviera, pero lo único que obtuvo fue un murmullo incoherente. El se había hundido en ese sueño profundo que ella había intentado provocarle antes.

Ahogándose, con sollozos de cólera, cerró sobre su pecho el camisón desgarrado y se puso la bata. En la puerta, se volvió y miró con ojos llenos de lágrimas la cama donde él yacía desnudo. De inmediato abandonó la habitación, sin cuidarse de cerrar completamente la puerta. Su propia habitación le ofreció refugio y un ambiente familiar. Se acostó y se acurrucó debajo de las frazadas. Allí, completamente exhausta, lloró de congoja y consternación, y mucho antes de lo que esperaba la dulce paz del sueño la envolvió.

Roberta despertó cuando un grito penetró su sueño y abrió semidormida la puerta en el momento en que se abría otra en el extremo del pasillo. La luna iluminó momentáneamente la forma pálida de Alaina cuando la joven se detuvo un momento en la puerta del cuarto de huéspedes, antes de huir llorando a su habitación. Los sollozos ahogados llegaron hasta Roberta y excitaron su curiosidad.

Roberta encendió una lámpara y se dirigió hasta la puerta que su prima había dejado abierta. Se llevó una mano a la boca cuando vio la forma masculina tendida en la cama. El extraño tenía el rostro vuelto hacia el otro lado, pero su pecho velludo subía y bajaba con la lenta respiración del sueño. La habitación olía a brandy y Roberta vio las pruebas delatoras en la mesilla de noche donde habían quedado el botellón y el vaso. Con cautela, se acercó hasta que la luz iluminó la cama, hasta que las manchas oscuras de sangre en la blancura de las sábanas fueron evidentes.

«¡Vaya, la pequeña zorra ha sido desflorada!» se dijo Roberta riendo para sí. Entonces ahogó una exclamación de horror cuando de pronto reconoció al hombre dormido. ¡El capitán Cole Latimer!

«¡La zorra! — pensó, mientras una cólera maligna crecía en su interior—. ¡Se adelantó y lo tomó a mis espaldas! ¡Perra! ¡Lo tomó! ¡Y él era mío! ¡Mío!»

¡Oh, cómo ansiaba vengarse! Hubiera querido clavar sus uñas en la cara de su prima, abofetearla hasta que las mejillas le quedaran hinchadas y enrojecidas. Casi corrió al cuarto de Alaina para arrancarla de la cama, pero las pequeñas manchas de sangre la hicieron detenerse. Las observó, pensativa, y su mente empezó a funcionar a gran velocidad. Esta podría ser su oportunidad para hacer caer en una trampa al capitán. Si estaba ebrio, y debía de estarlo para haberse acostado con la pequeña víbora, quizá no recordaría nada de lo acontecido una vez que despertara por la mañana. ¿Y si recordaba, y protestaba?

«No importa — pensó con una sonrisa taimada—. Papá se encargará de eso.»

Apagó la lámpara y arrojó descuidadamente al suelo su camisón. Se acostó y se apretó contra el pecho firme de Cole. El no despertó y Roberta sonrió satisfecha de su propia astucia. Alaina le había solucionado todos sus problemas, hasta el punto de dejar evidencias de una virginidad perdida.