CAPÍTULO 18

El capitán Cole Latimer se levantó temprano la mañana del lunes, séptimo día del mes ventoso. Con una última mirada a su apartamento, cargó sus alforjas y partió, aliviado porque la noche de insatisfacción, de pasearse inquieto por su habitación hubiera terminado y porque ahora tenía una actividad definida en que ocupar su mente.

En el hospital recogió las órdenes que lo destinaban como médico a la Primera División del Cuerpo 19 al mando del general William H. Emory y aceptó la entrega de un equipo de cirujano de campaña, una pesada y abultada maleta de cuero curvada en el fondo para que se ajustara al arzón trasero de la silla de montar. Se detuvo brevemente en la puerta de la sala de oficiales para comprobar ante la duda, si "Al" había decidido regresar. Quedó defraudado, naturalmente.

Al pasar por el tablero de anuncios tomó un volante que antes apenas había mirado, pero sólo cuando se hubo asegurado pasaje en el ferry de Gretna y tubo un momento de tranquilidad sacó el papel de su chaqueta y lo leyó con más atención.

BRIAR HILL

Propiedad de la renegada

ALAINA MACGAREN,

LEGALMENTE CONFISCADA

1.500 acres, aproximadamente

600 cultivables (estimados)

Vivienda, establo, cocheras

intactas. Otros edificios

en necesidad de reparaciones.

Oferta mínima aceptable:

5.000 dólares U.S.A.

Solamente se aceptan

ofertas en sobre cerrado

hasta el 12 de abril de 1864.

Cole se apoyó en la barandilla del pequeño barco a vapor y miró el río que fluía bajo sus pies. Ahora estaba tan seguro de que Alaina regresaba a su hogar, aunque fuera para verlo por última vez, como de que este pequeño barco hacía ruido. La ruta de la marcha llevaría al ejército a través de Cheneyville desde donde, le habían asegurado, había sólo unas pocas millas hasta Briar Hill. Quizá tuviera la suerte de ver, al pasar, una silueta esbelta y familiar.

En Gretna, Cole llevó el roano a un vagón del tren destinado a Brashear City y al ejército que aguardaba y después se instaló en un asiento del vagón de pasajeros con esperanzas de poder recuperar algo del sueño que había perdido durante la noche. Pero no encontró socorro para su mente cansada y fue víctima del lento transcurrir del tiempo que parecía arrastrarse interminablemente.

El mayor Magruder estaba aguardando ansiosamente su llegada en la estación de Brashear City. El hombre había protestado con estridencia cuando lo asignaron a la campaña, pero ahora, con Cole como voluntario, estaba impaciente por regresar a su confortable alojamiento de Nueva Orleáns. No bien el joven médico bajó del tren, el mayor se le acercó y pasó por alto todas las formas usuales de saludo.

—Encontrará el campamento médico a unas tres millas al oeste de la orilla del lago. Es un buen lugar, pero debo advertirle acerca de los mosquitos. Se han vuelto bastante bárbaros con tanta sangre yanqui para alimentarse. — Su voz siguió zumbando como un moscardón en una rápida sucesión de órdenes, directivas y el estado general de alistamiento del cuadro médico el cual, le aseguró a Cole, estaba listo para ponerse en movimiento no bien lo ordenaran. Después de un momento, hizo una pausa y se aclaró la garganta. — ¿Alguna pregunta, capitán ? — Ante la negativa de Cole, Magruder se animó un poco. — ¡Bien! Entonces usted no me necesita y me ocuparé de mi caballo. — Dio unos pasos y se volvió con una lánguida sonrisa. — Le deseo suerte, capitán Latimer, pero creo que su primera campaña le parecerá desprovista de frivolidades.

La mayoría de las unidades que Cole pasó camino al campamento médico parecían hallarse en un estado de reposo permanente en vez de preparadas para una marcha inminente. Los que habían eludido los grupos de trabajo holgazaneaban y se dedicaban a pasar el tiempo. El campamento médico no era la excepción. En realidad, allí había una atmósfera más propia de una excursión dominical que de un hospital de campaña.

El sol estaba tocando las copas de los árboles cuando el encargado de los alojamientos envió a Cole a la tienda recientemente desocupada por el mayor Magruder, y el breve crepúsculo del sur había terminado cuando él regresó del rancho de oficiales. Una linterna de aceite le proporcionó una luz débil cuando él anotó su nombre en el diario de la unidad y se instaló.

El ocho de marzo amaneció despejado y soleado, con la promesa de un continuado buen tiempo. El capitán Latimer se había levantado antes que el sol, y después de un abundante desayuno regresó al área de acantonamiento para inspeccionar el pequeño destacamento que sería su comando. No encontró ningún rol de funciones y en la tienda de administración un cabo le informó que no existía tal cosa y que el mayor Magruder había sido el responsable de las cuestiones organizativas de la unidad médica. Lleno de malos presentimientos, Cole buscó al sargento mayor y juntos fueron al parque de vehículos. Había veinticinco carros de suministros y otras tantas ambulancias del recio tipo «rucker», junto con cinco carros de medicina. Cole comprobó que estos últimos estuvieran bien aprovisionados. Las ambulancias eran nuevas y se hallaban en buen estado Pero cuando bajó la puerta trasera de un carro de suministros y miró al interior, Cole deseó inmediatamente que Magruder hubiese caído en ese retrete que había mencionado Alaina. Se volvió hacia el sargento mayor y su primera pregunta fue fría como un viento de invierno.

—¿Dónde están las listas de carga de estos carros?

—No hay listas, señor — replicó el hombre sin alharaca—. Simplemente, los cargamos con todo lo que teníamos a mano. El mayor dijo que no tenía importancia. Si llegara a haber combate, de todos modos, los carros serían agrupados.

—¿Y cómo encontraríamos algo sin tener que descargarlos todos? Quizás a usted le agradaría esa tarea, sargento. — El tono cortante de Cole le dejó al sargento pocas dudas de que se había cometido un error. — Sugiero que organice a los hombres y haga descargar estos carros a fin de que podamos poner un poco de orden en este caos.

—¡Pero, señor!

El sargento mayor guardó silencio ante la mirada gélida del capitán Latimer.

—Sargento — empezó Cole lentamente, casi con gentileza—. Si una granada alcanzara a este carro podríamos vendar unos cuatro acres de pantano pero a ningún soldado. El siguiente contiene todo el alcohol y el láudano. Si ése llegara a volcarse en la ciénaga, usted tendría el grupo de caimanes más felices en millas a la redonda.

—Sí, señor. — El sargento mayor terminó por entender. — Reuniré ahora mismo a los hombres, señor.

Fue un día para poner a prueba a cualquiera. Hubo que confeccionar roles de funciones destinando cinco carros de suministros y cinco ambulancias a cada tren de carros divisional, según lo ordenado. Hubo que asignar conductores a todos los vehículos, dos camilleros y un enfermero a cada ambulancia. Un cirujano ayudante iba con los carros de farmacia y los carros acompañarían al estado mayor del comandante de la división. Después, todos los suministros tuvieron que ser clasificados, distribuidos y vueltos a cargar a fin de que la pérdida de cualquier carro no pusiera en peligro a toda la campaña.

Hacia la caída de la noche había sido restablecida una semblanza de orden y los carros estaban ya todos cargados, esta vez adecuadamente. Cole arregló su mosquitero y estaba endilgándole epítetos al mayor Magruder cuando un mensajero llegó a su tienda. El joven soldado saludó militarmente e informó al capitán que el grupo del cuartel general y las dos divisiones del Cuerpo 13 iniciarían la marcha a la salida del sol del día nueve. La división de Cole, la primera del Cuerpo 19, seguiría al estado mayor en cuanto el camino estuviera despejado pasando la intersección.

Hubiera podido decirse que fue un presagio ominoso que el sol saliera en un cielo de color sangre. El día aclaró cuando las nieblas desaparecieron con el primer calor y los pensamientos sombríos fueron olvidados. La división levantó campamento y se puso en camino a media tarde, pero aún estaban a la vista del campamento que acababan de abandonar cuando el cuerpo de vanguardia ordenó alto para pasar la noche.

Cole gimió interiormente y se preguntó si Magruder estaría dirigiendo esta campaña.

El día diez amaneció gris y brumoso, y antes que fueran apagados los fuegos del desayuno empezó a caer una lluvia ligera. Cole se puso su impermeable y se caló bien el sombrero cuando montó al roano. Hasta que la necesitaran en otra parte, había tomado una de las ambulancias para su alojamiento, y en este vehículo había dejado sus alforjas y su abultado equipo.

El ejército del general Franklin, aunque integrado por hombres en su mayoría veteranos, no había estado junto el tiempo suficiente para fusionarse como una unidad. Las columnas se extendían como acordeones cuando marchaban y fue necesario ordenar altos cada vez más a menudo cuando el camino de arcilla colorada se convirtió en un insidioso mar de lodo. El bayou o río Teche corría a la derecha ya la izquierda extendíase una ciénaga negra, oscura. Abandonar el camino equivalía a pasar de la duda a la desesperanza.

La lluvia se intensificó hasta convertirse en un auténtico chubasco y así siguió durante el resto del día. El barro colorado tenía la cualidad de adherirse con tenacidad a todo lo que lo tocaba. Ciertamente, parecía estar en todas partes. Cuando se ordenó alto para hacer noche, los carros se detuvieron donde estaban y los hombres buscaron el terreno sólido, o por lo menos semisólido, más cercano donde poder tender sus cuerpos cansados. Se encendieron algunos fuegos donde se encontró leña seca y entonces, con la oscuridad, una niebla densa subió del pantano para amortajar a la columna de veinte millas de largo. Uno de los últimos pensamientos de Cole antes de hundirse en un sueño que mucho necesitaba fue que las fuerzas de la naturaleza parecían decididas a impedirle llegar a Briar Hill mientras Alaina estuviera allá. y en los días siguientes tuvo más motivos para desesperar, porque las lluvias continuaron sin parar.

Esa misma lluvia caía sobre el objeto de sus cavilaciones, Alaina, que miraba con ojos brillantes la larga avenida de robles. Las ventanas de la casa blanca estaban cerradas con tablas, la puerta principal cruzada con listones de madera. Era un cottage grande, elevado, con influencia de las Indias Occidentales, con un techo inclinado con gabletes y pórticos con columnas en tres de sus lados.

¡Para Alaina era el hogar! Le había llevado casi cinco días, pero por fin estaba allí.

Agitó las riendas contra los lomos de los caballos y la decrépita yunta avanzó sobre los charcos del camino arrastrando el desvencijado carro fúnebre. Una mirada al ataúd envuelto en paños negros que iba dentro del coche fúnebre con paredes de cristal era suficiente para saciar la curiosidad de los que miraban, pero apenas un puñado de personas habían prestado alguna atención al muchacho delgado y mulato sentado en el pescante, porque los pendones amarillos que flameaban en astas en cada ángulo advertían que el coche fúnebre llevaba a una víctima de la fiebre amarilla y la mayoría de los que se cruzaban en el camino estaban ansiosos de mantener una respetuosa distancia.

Un alto sombrero de copa cubría completamente el pelo mal cortado de Alaina y una chaqueta de largos faldones ocultaba sus formas femeninas. La tintura de nogal había sido usada para oscurecer su piel clara y le permitió pasar sin problemas por un muchachito sirviente que llevaba a su casa a su amo muerto. El coche fúnebre pertenecía al conocido de la señora Hawthorne, que resultó ser enterrador. Igual que la anciana, él tomó la idea con sentido del humor y disipó la preocupación de Alaina sobre la devolución del carruaje.

—Si eres amiga de Tally — dijo — para mí será un honor servirte. Además, el carro es casi tan viejo como yo y no vale la pena traerlo de vuelta. No te preocupes.

Así, Alaina viajó hasta su hogar y con voz grave y quejumbrosa alejó a cualquiera que se atrevía a acercarse demasiado.

—¡Apártese! El amo ha muerto de fiebre amarilla y los yanquis dicen que hay que quemarlo. Pero el amo quería que lo enterraran cerca del lugar donde nació.

Un dosel de ramas llenas de musgo se arqueaba bien alto sobre su cabeza y dejaba caer sobre ella gotas de lluvia. Volvían los recuerdos de sus últimos días en Briar Hill y de las penurias que pasó cuando los yanquis ocuparon Alexandria en la primavera del año sesenta y tres. El enemigo arrasó los cultivos, confiscó el ganado, el algodón y la leña donde pudo encontrarlos y quemó casas y edificios cuando le dio la gana. Aunque Briar Hill escapó al fuego, no escapó a la devastación de sus campos y al robo del ganado y el algodón. Unos pocos plantadores lograron esconder barcazas cargadas de algodón en las ciénagas, pero Banks lo mismo salió bien provisto. Empero, las pérdidas de Alaina sólo fueron superficiales si tomaba en consideración lo que le había entregado al capitán Latimer. Aquella noche estaba grabada a fuego en su memoria.

Las hojas de los árboles eran de un color verde nuevo y su crecimiento sin duda había sido estimulado por las interminables lluvias primaverales. Las azaleas estaban en flor y pese a la densa niebla todavía tenían los tonos ricos y vibrantes de fucsia de días más felices. Pero eran sólo las circunstancias y la gente lo que cambiaba en tiempos difíciles. La primavera llegaba lo mismo con su estallido de color y fragancia, los árboles permanecían enhiestos en medio del dolor para traer nueva vida bajo un sol radiante o bajo lluvias abundantes.

Cuando estuvo más cerca de la casa, Alaina clavó la mirada en la gran cruz roja que había sido pintada en la puerta y su espíritu luchó bajo el peso de las acusaciones lanzadas contra ella. Había sido condenada por traidora por su propia gente sin siquiera haberla escuchado. La cruz simbolizaba el veredicto: la matarían si pudieran.

Con las piernas temblorosas, Alaina se apeó del coche fúnebre y subió los escalones. La risa argentina de su madre pasó flotando por su mente mientras los rostros de sus hermanos y su padre aparecían en su memoria como fantasmas. Había sido feliz viviendo en esta casa con su familia, pero nada quedaba de la alegría que aquí conoció. La misma, como sus seres queridos, se había ido para siempre.

Lentamente, Alaina caminó por la galería al costado de la casa, inspeccionando con la vista cada ventana clausurada. La cocina estaba al fondo, separada del edificio principal, y Alaina encontró sólo una tabla que bloqueaba la entrada posterior. Se metió pasando por debajo y empujó con el hombro la puerta que siempre había sido difícil de abrir en tiempo de humedad. Una vez adentro, cerró rápidamente la puerta tras de sí y parpadeó ante la oscuridad que envolvía al comedor. Sólo dos o tres rayos de débil luz vespertina filtrábanse por rendijas en las ventanas, y cuando ella cruzó la estancia sus pisadas resonaron con un sonido hueco y fantasmal. Cuando sus ojos se habituaron a la escasa luz advirtió que un buen número de muebles habían sido sacados de la casa. Corrió hasta el dormitorio de sus padres y de allí al salón, pero ambas habitaciones estaban casi vacías. Sus ojos no pudieron buscar y tocar y demorarse sobre todos aquellos objetos familiares tan llenos de recuerdos. Era como la muerte de un ser querido, y la garganta se le apretó con pena contenida.

Caminó distraídamente hasta su propia habitación donde la mayor parte de los muebles estaban como en el momento de su partida. Desesperada, se dejó caer sobre el borde de la cama, cansada y llena de un profundo dolor interior. Sus manos delgadas aferraron el colchón desnudo, como si por pura fuerza de voluntad pudiera aferrar los recuerdos relacionados con su hogar. Entonces, se enderezó con aprensión cuando a sus espaldas el piso crujió bajo un pie pesado. Se volvió de un salto para enfrentarse al intruso. Pero de inmediato, al reconocerlo, sus ojos se dilataron llenos de incredulidad.

—¿Señorita Alaina? — preguntó la voz familiar con incertidumbre y el negro gigantesco se adelantó vacilante—. ¿Es usted, criatura?

—¡Saul! — Su grito de alegría quebró el silencio de la casa y en el instante siguiente Alaina se arrojó entre esos brazos de oso—. ¡Oh, Saul, creí que habías muerto!

—No — sonrió él y retrocedió un paso—. Los malditos yanquis estuvieron pisándome los talones casi por una semana, pero por fin logré despistarlos. y no me atreví a atraerlos hacia usted, señorita Alaina.

—Pensé que te habían capturado y por eso fui a la casa de tío Angus — dijo ella con un sollozo.

—He estado vigilando este lugar todo el tiempo por si usted volvía. y pensé que regresaría tarde o temprano. Con todos los rumores que oí, supe que se encontraba en grandes dificultades. Parece, señorita Alaina, que la mentira empeora cada día que pasa. — Inclinó la cabeza, la miró y rió por lo bajo. — Sin embargo, nadie la conocería. Se ve casi como yo.

Riendo y secándose las lágrimas, Alaina señaló hacia un rincón vacío donde antes había un armario.

—Pero ¿adónde se ha ido todo, Saul? Esto ya no parece mi hogar.

Saul soltó un resoplido de disgusto.

—Esa banda de chacales de camino abajo cargaron sus carros y cuando regresé ya se habían llevado casi todo. Fui hasta la casa de los Gillett para ver personalmente y descubrí que ellos tienen buena parte de lo que falta. Cuando el señor Jason regrese de la guerra iremos a charlar con ellos a punta de pistola. Ese joven miserable de Emmett ha estado diciendo por todos lados que él fue quien la obligó a huir. No hablará tanto cuando regrese el señor Jason.

Alaina suspiró profundamente.

—Me temo que Jason no regresará, Saul.

—Oh, nooo — gimió el negro mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Cómo te las has arreglado tú? — preguntó Alaina con voz trémula.

Saul se limpió la cara con la manga y se tragó sus lágrimas.

—Oh, no tuve problemas, señorita Alaina. He estado viviendo en el piso bajo y cuando alguien viene a fisgonear me oculto en el ático. Los Gillett vinieron una noche a meter las narices y yo tomé una cadena y la hice sonar arrastrándola por la casa y también hice ruidos de fantasmas. Entonces ellos se marcharon inmediatamente y no han vuelto a acercarse desde entonces.

—Se lo tienen merecido — murmuró Alaina—. Son nada más que unos cobardes.

—Sí, lo son — admitió Saul—. Después vino un sujeto a caballo con otros hombres, uno de ellos yanqui, que dijo que nosotros éramos espías. Bueno, ese sujeto llamativamente vestido dijo que él iba a comprar Briar Hill cuando estuviera en subasta. El y los otros dos hombres y una mujer que llevaba pantalones de montar se internaron en el bosque. Yo los seguía y me acerqué tanto como pude. Ellos enterraron algo allí y creo que fue a uno de los hombres, porque sólo regresaron tres, el hombre elegante, el teniente y la mujer. Yo no encontré coraje suficiente para ir a abrir la tumba y ver a quién habían enterrado.

La idea de que un asesino se convertiría en dueño de Briar Hill era muy dura de tragar para Alaina. De alguna forma tendría que impedirlo. Con sombría determinación, dijo:

—Tenemos que averiguar qué fue lo que sepultaron.

El negro la miró vacilante.

—¿Va a desenterrar a un muerto, señorita Alaina? Ya lleva un tiempo en la tierra.

—Si alguna vez voy a limpiar mi apellido podría tener que probar que esas personas son asesinos a fin de obtener la devolución de Briar Hill. ¡Es mi hogar y no lo entregaré sin pelear!

—Sí, ama — murmuró Saul con aprensión,

—Ocultaremos el coche fúnebre y los caballos en un cobertizo, después, cuando llegue la noche, llevaremos una linterna al bosque y veremos si podemos encontrar lo que ha ocultado ese hombre elegante.

Esa noche, el par de vagabundos comió pasablemente. Encontraron unas docenas de mazorcas de maíz en el granero y las molieron hasta reducirlas a una pasta digerible. Varios nidos quedaban en el viejo gallinero y algunas gallinas habían logrado regresar después que tos yanquis las dispersaran. Allí Alaina encontró media docena de huevos y en la despensa de la cocina encontró sal y levadura que mezcladas con los huevos y el maíz molidos produjeron una torta de rico color dorado y delicioso sabor. Además cocinaron frijoles secos con una delgada tira de tocino que Saul sacó de su zurrón, y para coronar la cena comieron lobinas que Saul pescó en el río. Por lo menos por unos momentos, los dos pudieron olvidar las penurias que la guerra les había traído.

La luna subía lentamente en el cielo y formaba halos plateados con las nubes bajas que le pasaban por delante, Alaina reunió los tazones de madera y los lavó en un cubo de agua. Después tomó la linterna y se enfrentó resueltamente a Saul. El negro suspiró y se puso de pie, sin demostrar ningún entusiasmo por la tarea que tenían por delante. Pero asintió obedientemente.

—Traeré una pala — dijo.

La extraña pareja empezó a recorrer el bosque en la esperanza de encontrar algún rastro de lo que buscaba, pero casi se sorprendieron cuando Saul halló un punto de terreno blando entre dos robles jóvenes marcados por el fuego. Evidentemente, alguien había planeado regresar al lugar.

Con renuencia, Saul se abocó a su tarea mientras Alaina sostenía en alto la linterna. La lluvia se había reducido a una llovizna fina, esporádica, pero la tierra estaba empapada y pesada de levantar. Casi tres cuartos de hora pasaron hasta que la pala de Saul tropezó con algo, con algo muy duro. Pese a toda su desconfianza, el negro sintió un renovado interés. No era un cuerpo lo que habían enterrado los malandrines.

—Señorita Alaina, acerque un poco más la linterna — pidió—. Aquí hay algo.

Apartó una palada de barro e inmediatamente perdió parte de su entusiasmo cuando descubrió los restos de una mano. La misma estaba todavía flojamente adherida a un brazo extendido sobre una gran caja reforzada con metal. Alaina retrocedió tropezando y se llevó una mano a la boca. Hasta este momento su valor se había debido a que no creía que en las tierras de Briar Hill se hubiera cometido un asesinato. Ahora la verdad se le impuso con una fuerza que la hizo sentirse enferma.

—Oh, Dios, señorita Alaina. Yo tenía razón. Ellos lo mataron.

Estremeciéndose, Alaina permaneció muda mientras el negro trabajaba para sacar de la tumba el pesado cofre. Cuando por fin lo puso delante de ella, Alaina apartó la tierra húmeda adherida a la tapa y acercó la linterna. Las letras « U.S.A. " estaban pintadas en la tapa de la caja e identificaban el objeto como propiedad de la Unión. Movida por la curiosidad, trató de desatar el alambre que mantenía cerrado cofre. La forma en que estaba doblada la aldaba sugería que antes había habido allí un candado que había sido abierto violentándolo.

—Hágase atrás, señorita Alaina — dijo Saul, y cuando ella obedeció, golpeó el nudo de alambre con la pala. El nudo se rompió al segundo golpe y el negro levantó la tapa. Alaina ahogó una exclamación de sorpresa y se arrodilló junto a Saul. Dentro del cofre había fajos de billetes de banco yanquis envueltos en papel, dispuestos en varias capas sobre otra capa de saquitos llenos de piezas de oro de veinte dólares.

—¡Santo Cielo! — susurró Saul asombrado.

—¡Es dinero yanqui! — dijo Alaina. De entre los saquitos de oro sacó un fajo de papeles y lo revisó rápidamente—. Es dinero para la paga. Despachado desde Washington a Nueva Orleáns y destinado a las tropas al mando del brigadier general T. Kilby Smith. ¡Aquí hay más de cien mil dólares! — Hizo una pausa como si súbitamente se le hiciera la luz. — ¡Pero si debe ser esto! — agitó excitada los papeles ante la cara de Saul y se apresuró a explicar —: ¡Esta es la paga que fue robada en Nueva Orleáns, de lo cual me culparon a mí!

—¡Vaya, es como si el hombre elegante estuviera seguro de que comprará este lugar y ya estuviese instalándose!

Alaina se mordió pensativamente el labio inferior. Entrecerró los ojos y el brillo de la determinación que en ellos apareció empezó a preocupar a Saul. Lo que ella estaba pensando podía significar problemas para ambos.

—¿Señorita Alaina? — empezó él en tono de ansiedad, pero ella lo miró decidida.

—Te diré, Saul, que si Alaina MacGaren va a ser colgada por robo, nadie más va a disfrutar de este dinero.

—¿Qué haremos con todo esto, señorita Alaina?

—Por el momento lo ocultaremos en algún lugar de donde podamos retirarlo apresuradamente en caso de que el hombre elegante regrese.

Saul resopló.

—Nos las veremos muy mal si nos encuentran con ese dinero. Tener esa caja debajo de nuestras narices es como tener un lazo corredizo alrededor del cuello, esperando que llegue cualquiera y le dé un tirón. y si ese hombre elegante llega a encontrarnos no estaremos mejor que este individuo aquí en la tumba.

—Sólo tendremos que poner cuidado para que no nos descubra… nadie.

La tierra fue vuelta a empujar a la tumba y el lugar fue cuidadosamente disimulado como antes. Por el momento, un viejo baúl que había en el establo recibió holgadamente el cofre con el dinero de la paga. La bandeja superior del baúl tenía una variedad de correas de arneses y de hebillas rotas y todo fue cuidadosamente vuelto a poner sobre el cofre. Como ninguno de los fugitivos tenía mente criminal, no pensaron que sólo un hombre excepcionalmente honrado sería capaz de encontrarse con una tapa o una puerta cerradas y no sucumbir a la tentación de averiguar qué ocultaban.

El turbio río corría entre remolinos de agua lodosa y rojiza bajo el sol poniente del catorce de marzo. Por encima del verde oscuro de los árboles, el cielo era una llamarada de color; rosas vibrantes y oros brillantes con un toque de azul profundo aquí y allá. La bruma azulada del horizonte oriental se hacía más profunda a cada momento, y de la misma dirección llegaba un sonido bajo, grave, como de truenos distantes, aunque no se veían destellos de relámpagos. Alaina miró a Saul.

—¿Oye? — preguntó él.

Ella asintió con la cabeza y nuevamente miró hacia el este.

—¡Cañones! — dijo Saul de repente—. ¡Cañones grandes! Vienen del otro lado de Marksville. Quizá de veinte millas más allá.

—Fort de Russy — murmuró Alaina—. Apostaría a que los yanquis están tratando de tomarlo.

—Entonces vendrán hacia aquí, señorita Alaina. — El enorme negro se retorció las manos. — Oh, Dios, no tenemos nada para darles. Esta vez seguramente quemarán todo.

—Clava otra vez ese cartel yanqui que dice «Prohibido Pasar" en la puerta. — Alaina se lanzó al proceso de tomar decisiones. — Lo pensarán dos veces antes de quemar una propiedad que les pertenece. Nosotros nos iremos por un tiempo a vivir en alguna cabaña. — Sonrió con malicia. — Si los barrigas azules llegaran, yo tendría que hacerme pasar por parienta tuya.

Al día siguiente el sonido de disparos de artillería cesó. El pequeño fuerte había sido reducido, la guarnición tomada prisionera y el día dieciséis la flotilla de barcos de guerra yanquis remontó el río Rojo custodiando a unos treinta vapores de transporte que llevaban dos divisiones de veteranos al mando del general A. J. Smith. Otra división, comandada por otro Smith, el general T. Kilby, se quedó para arrasar los restos de Fort de Russy, y con inusitada generosidad extendieron sus actividades a la campiña circundante.

Recién salidos de la mano orientadora de Sherman, los chaquetas azules demostraron ser expertos en el arte de la guerra. Simsport sintió el calor de las antorchas yanquis y la verdeante pradera de Avoyelles tampoco se salvó. Habitada por los amables acádicos que tenían una rica tradición de libertad y que generalmente simpatizaban con la causa de la Unión, el área pronto quedó sembrada de «monumentos de Sherman», las chimeneas quemadas y desnudas que quedaban solitarias donde una vez hubo espaciosas casas de plantaciones.

La lluvia continuaba encenegando los campos de las plantaciones mientras los yanquis asolaban las praderas. En Shreveport, cuartel general del Ejército Confederado del Oeste, el teniente general Kirby Smith, tercero de ese auspicioso apellido en estar involucrado, se preocupaba e inquietaba pero no pudo lanzar al ataque al general Taylor y su reducida división de Louisiana hasta que el diezmado ejército del oeste pudiera reagruparse desde sus puestos dispersos y concentrarse contra el Ejército de la Unión que avanzaba. El mayor general Richard Taylor, hijo de Zachary y cuñado de Jeff Davis, sólo pudo retroceder, reclutando voluntarios a su paso con la esperanza de que en alguna parte pudiera tener la oportunidad de defender el suelo de su estado natal.

Alaina se preocupaba por la misma cosa: cómo proteger su hogar de las hordas de uniformados azules que se acercaban cada vez más. El olor a cenizas llenaba el aire y ni siquiera la lluvia podía llevarse el hedor. En su mitad de la mísera cabaña, trataba de relajarse sobre una yacija rellena de algodón, pero sólo podía preguntarse qué le depararía el destino ahora que los yanquis estaban tan cerca.

Cuando la lluvia cesó, la noche quedó silenciosa. El olor a cenizas ya humo se hizo casi insoportable cuando empezó a soplar la brisa del este. Se tapó la cabeza con la manta en un vano esfuerzo de escapar al odiado hedor de la guerra.

Esperó. La espera se hacía opresiva. Ni ella ni Saul se atrevían a alejarse de la cabaña. Vivían con el temor angustioso de que en cualquier momento el enemigo se les arrojaría encima con antorchas encendidas.

Entonces, cuando parecía que Briar Hill sería la siguiente víctima, la división de Kilby Smith se cansó de su diversión. Los hombres subieron otra vez a sus barcos y viajaron hacia el norte a fin de unirse con el resto del ejército transportado por el río y que ya estaba en Alexandria. Pero apenas hubo un momento de respiro hasta que otro enjambre de soldados de la Unión atravesó la tierra familiar.

Sacándole toda la velocidad posible al cansado caballo que montaba, Saul corrió hacia la cabaña agitando su sombrero y gritando:

—¡Vienen! ¡Vienen!

Alaina se llevó una mano temblorosa a su palpitante corazón.

—¡Tienen carros y hombres hasta donde alcanza la vista, señorita Alaina! — Se detuvo un momento para recobrar el aliento. — ¡Los he visto! Un poco más allá del arroyo donde yo estaba cazando.

—¿Vienen hacia aquí? — preguntó ella con voz ahogada.

—Muy pronto los veremos, señorita Alaina. Están enviando patrullas a derecha e izquierda.

—Entonces nos quedaremos cerca de la cabaña hasta que pasen. — Agitó los puños Con desesperación. — Quiera Dios que no se les ocurra incendiar lo que encuentren.

Era el veinte de marzo cuando la infantería de Franklin llegó a Cheneyville, y casi el mediodía cuando el grueso del Cuerpo 19 entró en el pequeño caserío en el ángulo noroeste de la pradera de Avoyelles. Cole arregló para ausentarse durante la tarde y se unió a una patrulla de caballería que realizaba una exploración de rutina en dirección a la plantación de Briar Hill. La patrulla había recorrido poco más de dos millas cuando el camino dobló bruscamente hacia el oeste para terminar en una caleta. Un estrecho sendero de tierra salía a la derecha, ya cierta distancia podía verse un grupo de casuchas agrupadas. Todas tenían el aspecto de haber sido armadas con el primer material que viniera a mano y a puro capricho del constructor. Los habitantes, por lo menos los que se hicieron visibles, parecían blancos aunque el color de la tierra local, que estaba liberalmente adherida a porciones de anatomía al descubierto, hacía que esta observación resultara dudosa. Cuando pasó la patrulla varios niños desnudos fueron levantados del barro del sendero donde estaban jugando y ocultados rápidamente. Los niños mayores y los adultos no hicieron ningún esfuerzo de aproximarse al sendero. En realidad, pareció que preferían mantener una saludable distancia entre ellos y los jinetes desconocidos.

Un poco más lejos por el camino del estero había varias cabañas bien construidas y en fila. La mayoría parecían abandonadas y tenían aspecto de haber sido saqueadas, porque en los patios había trozos de muebles rotos. La maleza crecía donde una vez hubo pequeños jardines, y las puertas colgaban de sus goznes rotos. Cole notó que una cabaña del extremo de la fila era la única que exhibía señales de estar habitada. Una fina columna de humo subía de la chimenea de ladrillo y en el porche delantero un gran negro estaba apoyado perezosamente en un poste, observando a la patrulla yanqui que se aproximaba. Más allá de las cabañas, otro sendero penetraba en un denso seto de brezos enredado con glicinas y el techo empinado de una casa grande era visible entre las copas de robles enormes. Un letrero roto, que colgaba de un poste cerca de la entrada, todavía tenía unas letras descoloridas:…HILL.

Alaina espiaba desde la sucia ventana cuando la patrulla yanqui pasó por el camino de barro. Los dos oficiales que conducían a la corta columna eran casi idénticos con sus sombreros de alas anchas y los impermeables grises que los protegían de la lluvia. Pero el que venía más cerca era más alto y montaba muy erguido un roano que era igual a…

Sus ojos se posaron en la cara del hombre. Con la palma de la mano, limpió un sector del sucio cristal. Ahogó una exclamación y se apoyó contra la pared junto a la ventana.

¡Cole Latimer! El nombre relampagueó intensamente en su mente. ¿Cómo pudo enterarse él de dónde estaba ella? ¿Cómo?

Cole levantó una mano para avisarles a sus compañeros que se separaba de la patrulla y llevó al roano hasta detenerse delante de la cabaña, cerca del porche donde estaba el negro.

—¿Perteneces a esta granja?

—Antes sí, pero ahora soy libre — declaró Saul—. Y por aquí no hay nadie que diga algo diferente.

—¿Has visto a la muchacha que solía vivir aquí? ¿La que llaman Alaina?

El negro se rascó la cabeza.

—Señor yanqui, ella se marchó hace tiempo. Todos los blancos que vivían en la casa grande están muertos o lejos. Hace mucho que no veo un rostro blanco por aquí. Sólo los Gillett, camino abajo. Pero ellos son gentes malas y generalmente traen problemas cuando vienen de visita. El amo MacGaren no se trataba con esas personas.

—¿Estás seguro de que no has visto a la muchacha? — insistió Cole. Saul se encogió de hombros y rió por la bajo.

—Casi todos los que se detienen aquí hacen la misma pregunta, señor yanqui, y a todos les digo lo mismo.

Cole miró a su alrededor, lleno de frustración. El negro no debía de tener motivos para confiar en alguien de uniforme azul, y Alaina era demasiado empecinada para salir por propia voluntad. Empero, Cole había esperado impacientemente que aconteciera lo improbable.

—Si llegas a ver a la muchacha dile que Cole Latimer estuvo aquí preguntando por ella. Dile… dile que no renunciaré tan fácilmente.

El negro la miró con atención.

—¿Está buscando ganarse la recompensa que ofrecen por ella, señor?

—Tú sólo díselo. Ella sabrá qué quiero decir.

Cole guió su caballo hasta el camino cubierto de maleza y se dirigió hacia la casa. Más allá de la alta cerca fue como entrar en un mundo diferente. Se detuvo y observó pensativo la casa y el terreno. Comprendió el odio de Alaina hacia la gente que le había arrebatado ese mundo dejándola reducida a la pobreza, y se sorprendió de que ella hubiera podido controlarse y ocultar su identidad en medio de sus enemigos por casi seis meses.

Los robles, enormes y cubiertos de musgo, se elevaban desde un amplio prado densamente cubierto de hierba y donde casi parecían resonar las risas de niños jugando. Por un momento pudo imaginar a una muchachita divirtiéndose con sus hermanos. La visión desapareció para ser remplazada por unos ojos grises llenos de lágrimas y por el recuerdo de un cuerpo joven y flexible en sus brazos.

Cole se acercó más y vio que las ventanas inferiores y las puertas estaban clausuradas con tablas. Un papel se agitaba con la brisa adherido a la puerta principal sobre una cruz roja groseramente pintada. Fue esto lo que lo enfureció. ¡Santo Dios, la muchacha apenas podía soportar a vista de sangre! ¿Cómo podían condenarla por asesina?

Llevó al roano hasta el patio trasero provocando en Alaina una maldición contenida. Ella corrió a la puerta trasera de la cabaña y salió sigilosamente, apretando alrededor de su cuello la chaqueta de lana. Corrió a la largo de la fila de cabañas hasta que llegó al cerco de magnolias que bordeaba el patio. En el fondo de la casa, se agazapó entre unos arbustos desde donde podía seguir vigilándolo mientras él continuaba con su inspección. No pensaba confiar en un yanqui por más íntimamente que lo hubiera conocido.

Los ojos de Cole recorrieron el establo y la cochera. Según lo anunciado todavía estaban intactos, aunque ambos tenían las puertas abiertas. Detrás de estos edificios, en el borde de un amplio campo, había más cobertizos y graneros, algunos en estado calamitoso. Detuvo su caballo en la puerta que daba al campo y miró a su alrededor, presa súbitamente de una sensación de tristeza por no haber podido conocer a los MacGaren como una familia.

Cuando se alejó con su caballo del portón vio una forma extraña en uno de los cobertizos. Curioso, se detuvo y se apeó para inspeccionar el artefacto cubierto con una lona. Resultó un coche fúnebre con los costados de vidrio, completo con un ataúd en el interior y salpicado de barro colorado y seco, el mismo que últimamente se le había hecho excesivamente familiar. Banderillas amarillas colgaban de los cuatro ángulos del carruaje y Cole comprendió. Estiró una mano enguantada y levantó la tapa del ataúd. Con alivio, vio que la caja estaba vacía. Hizo una mueca y dejó caer la sucia lona.

Pasó una mano por una rueda cubierta de barro seco y regresó lentamente a su cabalgadura. Casi pudo ver el coche fúnebre con banderillas amarillas conducido por un cochero pequeño y delgado. Disfrazada nuevamente de muchacho, pensó.

Montó. Ahora la patrulla estaba lejos y tendría que apresurarse para alcanzarla. Los oficiales de la Unión solitarios no eran muy populares en estas regiones y Briar Hill despertaba recuerdos que por el momento era mejor olvidar.

Alaina contuvo el aliento cuando él pasó lentamente frente a su escondite. No parecía que se dispusiera a llamar a la patrulla y sólo cuando llegó a camino principal puso su caballo al galope.

Alaina no pudo resistir el impulso de regresar donde estaba el coche fúnebre y en el camino pasó por el cobertizo donde ella había dejado a los caballos antes que Saul los llevara a un bosquecillo oculto en el pantano más allá de los campos. Un objeto blanco en una de las puertas le llamó la atención y cuando se acercó vio que era un papel doblado y encajado en una hendidura de la madera. Lo desplegó y vio el volante que anunciaba la inminente venta de Briar Hill y que traía, su nombre en letras mayúsculas, acusándola de renegada. Volvió el papel y encontró un mensaje escrito a pluma.

«Al. Deberías cubrir el estiércol fresco que hay aquí. Es una

señal delatora. Deseo verte en Nueva Orleáns cuando regrese.

Tenemos asuntos de importancia que discutir.»

C.L.

¿Qué andaba buscando ese yanqui por acá, señorita Alaina? — le preguntó Saul cuando ella corrió hacia él.

Ella plegó el papel y lo guardó dentro de su sostén.

—Creo que sentía curiosidad por Alaina MacGaren, lo mismo que todo el mundo.

—Parece un poco más decidido que los demás — gruñó el negro. Alaina asintió en silencio. Tenía la sensación de que de este yanqui no podría librarse con facilidad.