CAPÍTULO 19

La guerra continuaba inexorable. Los ejércitos en el este todavía se enfrentaban a través del Rapidan y se preparaban para las ofensivas de primavera. El mismo Butler, famoso en Nueva Orleáns, conducía un ejército remontando el James para amenazar a Richmond. En el teatro central, Sherman refinaba sus tácticas en una marcha a través del Misisipí septentrional hacia Meridian y de regreso, mientras Steel partía de Little Rock hacia Shreveport para alejar a algunas de las fuerzas de Kirby Smith de la embestida de Banks remontando el río Rojo.

El Sur tenía poco de que alegrarse. El general Forrest conducía su pequeña banda de caballería en una incursión hacia el norte a través del Oeste de Tennessee y Kentucky. Brag, después de ser rechazado a través del Chickamauga, fue relevado de su comando y remplazado por el general Joe Johnson, quien procedió a dirigir una impecable retirada de Atlanta. En Louisiana el general Dick Taylor retrocedió de mala gana ante Banks y se tomó su tiempo esperando refuerzos.

El general Banks, por la otra parte, procedía cómodamente a la ejecución de su campaña. Después de demorarse en Nueva Orleáns para asistir a las festividades de la toma del mando se reunió con sus tropas en Alexandria, donde llegó en vapor y les ordenó que se pusieran en marcha el día veinte mientras él, un ex político, se quedaba para presenciar las primeras elecciones de abril. Una vez más eligió la forma más fácil de viajar y se reunió con sus hombres la noche del día dos. Finalmente, el seis, el general Banks y sus tropas partieron de Natchitoches en lo que estaba planeado sería la última etapa de su viaje. El objetivo era la toma de Shreveport y era obvio para Banks, y así lo dijo, que la Confederación no podría reunir ningún ejército capaz de derrotar a sus más de treinta mil valientes veteranos y probados.

Pero Dick Taylor rehusó dejar su estado sin luchar. El lugar fue Sabine Crossroads y muchos soldados de la Unión recordarían en adelante ese nombre con un estremecimiento. Fue allí que Banks permitió que su larga columna, con las unidades separadas por trenes de carros de dos y tres millas, fuera atacada por una reducida fuerza de unos nueve millares de confederados. El ejército gris se desempeñó bien, arrollando a las líneas azules hasta que la batalla degeneró en un caos. La oscuridad dio a Banks un respiro y pudo reunir a sus desalentadas fuerzas en la aldea de Pleasant Hill. A la tarde siguiente, antes del crepúsculo, Taylor lanzó otro ataque sobre el flanco izquierdo de la Unión. Al borde de otra confusión, los confederados fueron sorprendidos en su flanco derecho por los veteranos de A. J. Smith y tuvieron que huir. Fue una repetición del día anterior y ahora también la oscuridad puso fin al conflicto.

Banks estaba eufórico por su éxito pero sus generales aconsejaron la retirada, con excepción de Smith, a quien hubo que ordenarle que cesara su persecución de los rebeldes. Cruzando el campo de batalla, Taylor se retiró hasta la aguada más cercana ya la mañana temprano fue despertado por su superior Kirby Smith quien, enterado de la derrota, le ordenó que retirase sus fuerzas a Mansfield. Así fue que ambos ejércitos se retiraron del campo de batalla, Taylor disgustado y Banks deshonrado.

El Ejército de la Unión se retiró a Grand Ecore y a la protección de los pesados cañones de la flota de Porter, la misma que había sufrido un severo castigo del tejano Green y sus jinetes del oeste cuando la flotilla trataba de abrirse camino remontando Loggy Bayou. Los uniformados de azul resultaron mucho más veloces en la contramarcha y llegaron a Natchitoches en un solo día, pero una triste consecuencia de la batalla fue que la mayoría de los heridos incapacitados para caminar tuvieron que ser dejados a merced de la Confederación, pues alguien irresponsable había ordenado que los carros regresaran antes del final del encuentro y con ellos se fueron los suministros médicos. Fue esta situación la que atrapó al capitán Latimer en las crueles fauces del destino de las cuales no escaparía ileso.

Una dieta de bagre, pollo, huevos y un ocasional conejo cazado con trampa había mantenido a los ocupantes de Briar Hill por tres semanas o más. La idea de los jamones curados con azúcar que colgaban en el ahumadero de los Gillett servía para hacer agua la boca, pero no para alimentar al cuerpo. Una incursión al cobertizo de curado de los Gillett parecía la única manera de satisfacer sus deseos.

Alaina se aplicó la tintura de nogal con tanta repugnancia como cuando se disfrazaba de Al. Saul trajo uno de los caballos del escondite del pantano y los dos malandrines partieron cuando el crepúsculo se cerró sobre la tierra. A cierta distancia de la morada de los Gillett dejaron el animal atado al borde de un grupo de árboles desde el cual, si se presentaba la necesidad, podrían emprender una rápida huida. La aproximación al ahumadero se realizó sigilosamente porque los miembros de la familia eran dados a salir a horas desacostumbradas. El sol seguía descendiendo y tocaba el horizonte cuando Alaina y Saul, después de abrirse camino entre densos arbustos, encontraron un escondite detrás de un tronco caído al borde del mal definido patio trasero de los Gillett.

A unos quince metros se levantaba la sólida construcción de troncos que servía al clan como ahumadero, y junto a la puerta no más alta que la cintura de un hombre holgazaneaba la conocida figura de Emmett Gillett, el mismo cuya proposición matrimonial a Alaina, un año atrás, había provocado tanta hilaridad como para que ella se le riera en la cara antes de echarlo a punta de pistola. El también tenía el honor de ser el que la había denunciado por espía a los yanquis.

Se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y un silbido que se acercaba en la oscuridad. Poco después apareció un muchacho pequeño y flaco que traía una linterna encendida que colgó de un poste cerca del ahumadero.

Emmett se enderezó y se ajustó los pantalones.

—¿Qué estás haciendo afuera a estas horas, Tater? — preguntó en tono autoritario.

—Te traigo una luz. — El muchacho ajustó la mecha de la linterna hasta que cesó el parpadeo. — Tu padre no quiere que te lastimes en la oscuridad.

Emmett miró al joven con desconfianza pero no captó el insulto. Decidió que este neófito necesitaba que lo impresionaran con el relato de su hazaña. Hundió su fofa barriga, echó los hombros hacia atrás y se balanceó sobre los talones.

—Jesús, Tater. Yo solo capturé a ese yanqui. — Se tocó el cinturón negro del correaje del uniforme de la Unión que le ceñía la cintura.

—¡Ah, Emmett! Yo sé que viste a ese yanqui flotando en un bote esta mañana en el pantano y que viniste corriendo y llamando a gritos a tu papá.

—¡Yo no grité!

—¡Sí gritaste! Yo te oí.

—Escucha, Tater Williams. Papá me dio este revólver porque yo capturé a ese yanqui.

—Bah, Emmett, tu papá te deja que lo uses mientras vigilas la puerta a fin de que no protestes por tener que cenar tarde. Vaya, si ese yanqui saliera ahora mismo tú te llevarías un gran susto.

—¡No! Yo no le temo a ningún yanqui. ¡Mira! — Emmett tomó una pesada caña, la introdujo por la estrecha ranura de la puerta y la agitó con violencia. — ¡Eh, yanqui! ¿Estás despierto? — gritó.

El palo se sacudió un poco como si alguien tirara débilmente del otro extremo. Tater abrió los ojos con sorpresa y Emmett aferró el extremo de la caña con ambas manos para que no le fuera arrebatada. Una fracción de segundo después adoptó una expresión de asombro cuando fue tirado hacia adelante. Su frente golpeó contra los toscos troncos del ahumadero. Soltó un grito de dolor cuando sus nudillos rozaron contra la estrecha abertura y la caña desapareció en el interior. Antes que pudiera incorporarse, el palo reapareció y lo golpeó en medio del abdomen, arrojándolo hacia atrás sobre un charco de lodo.

—Abre esa puerta, patán — gritó una voz ronca desde el interior, y te mostraré cómo estoy de despierto.

Detrás del tronco donde estaba agazapada, Alaina apretó con fuerza el brazo de Saul. El negro la miró intrigado y vio que la joven tenía la cara tensa y rígida en la media luz.

—Tenemos que sacar de allí a ese yanqui tonto — dijo ella.

—¿Señorita Alaina? — repuso Saul—. No necesitamos tanto ese jamón. Busquemos algunos lindos pollos.

Alaina miró irritada a Saul y comprendió que el negro no había entendido su razonamiento.

—No. Olvida el jamón. Quiero decir que tenemos que sacar de allí a ese yanqui.

Emmett se puso de pie con una maldición y miró con furia hacia la ranura de la puerta.

—Mejor que tengas cuidado, yanqui — dijo entre las carcajadas de Tater—. Podría matarte con este revólver.

—Tu padre dijo que si llegas a sacar ese revólver de la funda te desollará el trasero a latigazos.

—Tú vete a la casa con el resto de los niños — ladró Emmett—. Yo tengo trabajo que hacer y no puedo perder tiempo con chiquillos.

Tater pareció dispuesto a obedecer y la tarde quedó silenciosa mientras Emmett trataba de ignorar el lodo que empezaba a secársele en el trasero. En la creciente oscuridad pronto se acercó otra silueta y una jovencita de proporciones más bien sorprendentes entró en el círculo de luz lanzado por la linterna.

—Hola, Jenny. — Emmett pareció más animado. — ¿Quieres que haga salir al yanqui para verlo?

—Tu padre dijo que nadie tiene que tocar esa puerta — informó secamente la jovencita.

—Oh… Jenny…hum, ¿quieres que vayamos detrás del ahumadero y… platiquemos un ratito?

—Yo sé qué quieres hacer, Emmett. Willy te rompería la cabeza por eso si lo supiera.

—Bah, Jenny, él no tiene por qué enterarse. — El mocetón movió los pies en el polvo.

—De todos modos tu madre me envió para que te trajera un poco de leche. — Jenny le tendió un jarro y un plato de estaño lleno de bizcochos y sémola.

—¿No puedo ir a cenar ahora a la casa? — gimió Emmett.

—¡No! Eddie vendrá a relevarte dentro de una o dos horas — replicó la joven.

—¡Una o dos horas! ¡Pero si he estado aquí toda la tarde!

—Todavía no has estado más de una hora y tu padre dice que camines para no quedarte dormido de pie.

—¡Bueno, vigilar a ese yanqui es un trabajo duro! — protestó Emmett.

Duro para ti, quizá. Porque para ti ya es muy duro mantenerte despierto.

—Nadie trabaja tanto como yo — dijo Emmett a la joven que se alejaba.

Las últimas luces del crepúsculo desaparecieron y Emmett quedó a solas con su vigilado. La tarea era tediosa y él bostezó hasta que su mandíbula crujió. Caminó de un lado a otro bien lejos del alcance del palo. Las nubes estaban espesas y la débil luz de la linterna proyectaba unas sombras largas y fantasmal es que se movían con la brisa. Leves sonidos surgían de la oscuridad y el joven luchaba con una imaginación que llenaba la noche de yanquis sigilosos. Deseó que su padre no hubiera sido tan específico acerca de desenfundar el revólver Remington. Le hubiera gustado sentir en la palma de su mano esa culata bien aceitada.

Saltó cuando un leve sonido llegó desde los arbustos y creyó ver una sombra delgada.

—¿Tater? ¿Eres tú? — Un largo silencio le respondió. — ¡Tater Williams, sal ahora mismo de ahí!

Solo hubo más silencio y el hombre se encogió de hombros y trató de silbar con sus labios resecos. Se volvió para reanudar su caminata y una exclamación temblorosa se ahogó en su garganta. Un inmenso gigante negro se erguía a menos de un brazo de distancia. Los ojos del ogro brillaban con fuego amarillo en la luz reflejada de la linterna y unos brazos enormes se alzaron para aferrarlo. Con un gemido cascado, el aterrorizado Emmett giró y dio cuatro pasos antes de caer con fuerza contra la pared del ahumadero. Lentamente, lánguidamente se desplomó en el polvo, habiendo escapado a sus demonios por el camino difícil.

Saul se agachó, dio vuelta al caído y asintió con la cabeza aliviado cuando notó la respiración y el punto que se hinchaba rápidamente en la frente del joven.

Alaina se acercó como una sombra y le indicó a Saul que se apoderase del revólver y la funda. Se inclinó hacia la puerta y trató de mover el pesado tronco apoyado en la misma pero rápidamente se hizo a un lado ante el súbito agitarse del palo de bambú.

—¡Eh! ¡Basta con eso! — siseó por la ranura—. Hemos venido a socorrerlo.

Tocó a Saul en el hombro y señaló el tronco. El negro lo apartó con un solo movimiento de su poderoso brazo y en seguida volvió a su tarea de atar al desmayado Emmett mientras ella abría la puerta baja, se arrodillaba y le hacía al ocupante gestos de que saliera.

Cole Latimer se arrastró por el reducido portal y se apoyó débilmente en la pared exterior. Empezó a respirar aire fresco mientras sus salvadores empujaban al frustrado centinela por el mismo agujero que Cole terminaba de cruzar. Alaina entró en el ahumadero y un instante después reapareció con un jamón. La puerta fue cerrada y el tronco apoyado cuidadosamente en su lugar.

Saul puso un brazo de Cole sobre su hombro mientras Alaina lo seguía borrando con una rama con hojas todas las huellas de su presencia. Por fin llegaron al lugar donde estaba atado el caballo, después de cruzar terreno blando y un denso grupo de árboles. Cole fue subido sin ceremonias en el lomo desnudo del caballo. Saul sacó al caballo a campo abierto y Alaina lo siguió, cuidando de no dejar huellas de su paso.

Cruzaron un denso seto donde el olor de las flores de magnolia flotaba en el aire y llegaron a la parte trasera de una casa grande ya oscuras. Había algo familiar aquí, pero Cole no pudo identificarlo con su mirada afiebrada. Ahora lo levantaron y el más pequeño de sus salvadores se llevó el caballo a un escondite mientras el grandote lo tomó de un brazo y medio lo arrastró medio lo cargó hacia el interior del edificio desierto. Después de un rato regreso el pequeño y hubo ruidos en la oscuridad. Se encendió un fósforo y empezó a arder una vela y después otra. Las formas borrosas de sus compañeros se movieron por la habitación escasamente amueblada. Los dos se agacharon junto a él y entonces el pequeño empezó a reír y el otro, que resultó ser un negro, se unió a sus carcajadas. Cole no veía nada de chistoso en la situación y los miró confundido hasta que el más pequeño se quitó el sombrero y sacudió el pelo oscuro y corto, y se volvió de modo que su cara quedó iluminada.

—¡Alaina! — dijo Cole lleno de alivio—. ¡Dios mío, Alaina!

Alaina se puso seria y tendió una mano trémula para tocarlo en el muslo. El frente de la pernera derecha del pantalón estaba abierto desde la parte exterior de la cadera hasta la rodilla y mostraba la tela manchada de un vendaje improvisado. A la media luz toda la pierna se veía mojada con sangre fresca. El resto del uniforme estaba cubierto con el légamo seco de los pantanos que él había atravesado. Débilmente, Cole se dejó caer nuevamente al suelo, suspiró, cerró los ojos y perdió la conciencia.

Alaina miró al hombre dormido o desmayado y cuando habló su voz sonó cortante en la oscuridad de la habitación.

—Saul — ordenó con repentina resolución —, creo que será mejor que llevemos al capitán a la cama.

—Pero señorita Alaina — repuso Saul asombrado—. ¡La única cama en la casa es… !

En el pasado hubiera sido inaudito que una joven sugiriera que un hombre ocupase su cama, cualquiera que fuese el motivo. Sin embargo, era un signo de la época que semejantes costumbres ya no fuesen prácticas y Saul terminó por aceptarlo.

Alaina sintió la aceptación del negro.

—¡De prisa, Saul! Puede estar desangrándose hasta morir.

Sin más reservas ni objeciones Saul levantó al yanqui herido y siguió a Alaina que subía la escalera con una lámpara. La joven abrió la puerta de su dormitorio y corrió para abrir la cama. Después se hizo a un lado para que Saul depositara al capitán cubierto de lodo sobre el colchón. Dio un respingo cuando Saul enderezó la pierna empapada en sangre, la cual arrancó a Cole un leve gemido.

—Será mejor ver primero cómo es de grave y después trataremos de limpiarlo. — Alaina empezó a tirar de una bota llena de barro. Se estremeció cuando recordó una camilla cubierta con una sábana y que era llevada a la morgue de ladrillo. Irritada, desechó ese pensamiento, rechazó esa posibilidad, aunque sus labios se movieron en una plegaria silenciosa.

—Yo no soy médico, señorita Alaina — comentó Saul mientras examinaba la herida. Pero creo que esto es tan grave que deberíamos llevarlo donde puedan atenderlo bien.

Alaina se mordió el labio.

—No podemos confiar en ningún médico de los alrededores. Tendremos que llevarlo hasta un hospital de la Unión.

—Pero ¿dónde está eso, señorita Alaina? Exceptuando a éste, no he visto a un yanqui en varios días… sólo hay confederados batiendo los arbustos. Oí decir que están acampados en Alexandria pero hay muchos confederados por los alrededores. ¿Cómo podremos llevarlo?

—No lo sé. No lo sé — gimió ella—. El doctor Brooks es el único en quien confiaría, pero está en Nueva Orleáns… es un viaje largo.

—No sabemos cuándo los yanquis serán expulsados de Alexandria, señorita Alaina. Podríamos llegar allá cuando no quede ningún médico yanqui para curarlo. Me parece que ahorraríamos tiempo si fuésemos directamente a Nueva Orleáns.

—Quizá tengas razón, Saul — suspiró ella.

—Hasta entonces, será mejor que le lave la herida y vea qué puedo hacer para ayudarlo a sanar.

—Encenderé fuego y herviré agua. Podríamos bañarlo.

—¿Cree que sería capaz de conseguirse aguja e hilo y remendar este pantalón desgarrado? — preguntó Saul yendo hacia la puerta—. Sería mejor descoserlo para quitárselo, pues de lo contrario le causaríamos dolor al tratar de tirarlo desde el extremo.

—Lo remendaré con cualquier cosa si es necesario — repuso ella en tono decidido—.Adelante.

Alaina prácticamente voló hasta la cocina. Puso un caldero de agua sobre las cenizas del gran fogón y empezó a encender el fuego. Con las patrullas confederadas recorriendo la campiña había muchas razones para ser cauteloso, pero no era demasiado arriesgado encender un fuego pequeño.

Encontró una bandeja con ungüentos y medicinas que su madre había usado para curar las heridas pequeñas y cortaduras de la familia, tomó una pila de sábanas y toallas, artículos que a los Gillett no les interesaban, pues eran demasiado haraganes para usar algo más que unas sucias mantas en invierno y evitaban completamente bañarse con agua y jabón. Su dormitorio estaba directamente sobre el comedor y el montacargas, oculto detrás de pequeñas puertas junto a los hogares, subía desde la planta baja al primer piso. Una cuerda y una polea accionaba al montacargas que podía elevarse o bajar a] nivel requerido. Golpeó con los nudillos en la pared interior de] agujero para indicarle a Saul que enviaba lo necesario y después tiró de la cuerda hasta que el estante llegó a su dormitorio.

Cuando subió con una gran olla con agua caliente vio que Saul le había quitado a Cole las ropas sucias y las había dejado en un montón junto a la cama. Cuando ella entró, el negro se apresuró a cubrir la desnudez del capitán con una toalla.

—Yo lo bañaré — declaró Alaina con determinación—. Tú ocúpate de la pierna.

—Señorita Alaina, si no le importa que se lo pregunte — dijo e] negro con vacilación —, ¿por qué este yanqui es tan importante para usted? ¿No es el que vino en su busca?

Alaina empezó a desgarrar una sábana para hacer vendas.

—Es el marido de la señora Roberta.

El negro pareció sorprendido.

—¿La señorita Roberta se casó con un yanqui? ¿y el señor Angus! que los odia tanto?

—Todavía sigue odiándolos y en éste encontró más motivos — repuso ella y arrugó la nariz cuando miró la carne viva de la herida—. Será mejor que nos pongamos a trabajar antes que el capitán se desangre sobre el colchón.

—Sí, señorita — admitió Saul.

—Tiene fiebre — dijo Alaina apoyando una mano en el cuello de Cole.

—Habrá que poner algún ungüento en esta herida para evitar la infección.

—Cualquier cosa que lo ayude — murmuró ella distraída y sin dejar de mirar a Cole. «Que no muera — imploró en silencio una y otra vez —, que no muera."

Trabajaron un tiempo con sólo murmullos o una palabra ocasional mientras Cole, en su estupor, gemía y se retorcía bajo las manos negras y grandes que limpiaban y se afanaban sobre su carne lacerada.

Saul miró a su ama y señaló la herida.

—Apostaría a que hay algo en este agujero — dijo—.No sé qué es pero si se trata de una bala de plomo le envenenará la sangre si no logro sacarla.

Alaina arrugó la frente.

—Pero ¿puedes sacarla?

—Si no está demasiado profunda, señorita Alaina…cerca del hueso. Además, no tengo nada con qué sacarla.

—¿Podremos llegar a Nueva Orleáns?

—No lo sé, señorita Alaina. Quizá con un ungüento y vendajes en la pierna podríamos llevarlo allí sin que empeore demasiado… y quizás hasta llegue un poquito mejor.

—Cuando amanezca saldrás para ver por dónde podemos sacarlo. Probablemente veremos menos confederados si vamos hacia el sur.

El negro aplicó un ungüento en la herida y la vendó con el fin de acercar los bordes. Después levantó al capitán mientras Alaina ponía una sábana limpia debajo del herido. Una vez que el ungüento estuvo aplicado a la herida Cole descansó mejor y entró en un sueño profundo. Alaina le afeitó, y con las mejillas limpias, Cole se pareció más al de antes. Ella fue súbita y agudamente consciente de la desnudez de ese cuerpo musculoso y bronceado, con hombros anchos y caderas estrechas y con una línea de vello negro que descendía desde el pecho sobre el vientre plano. Sintió que sus mejillas enrojecían al advertir que su mirada se demoraba sobre ese cuerpo y rápidamente lo cubrió con una sábana.

—Quédate un rato con él, Saul. Yo prepararé algo para comer.

Rápidamente se marchó sin esperar la respuesta del negro. Buscó el aire de la noche para refrescar sus mejillas ardientes y pasó un largo momento hasta que sus dedos cesaron de temblar.