CAPÍTULO 28

El camino iba hacia el noroeste serpenteando entre colinas bajas y onduladas con altos bosques de olmos y robles que mezclaban sus colores otoñales oscurecidos por la lluvia con los verdes perennes de los pinos. Indecisas gotas de lluvia temblaban en las puntas de las largas agujas verdes de las coníferas, y en el suelo un espeso manto de hojas amortiguaba el ruido de los cascos de los caballos.

Alaina iba tensa y silenciosa en su rincón, demasiado consciente del ceñudo perfil de Cole que se recortaba contra la ventanilla. El se había sentado a su lado y tenía la pierna derecha apoyada en el asiento del frente para aliviar la incomodidad que el largo viaje le producía.

El camino seguía el curso de un río y la berlina aminoró la velocidad cuando se acercó a un cerrado recodo. De pronto, desde la distancia, un grito quebró la serenidad de los bosques y Olie tiró de las riendas para detener a los animales. Cole bajó su pie del asiento y se asomó por la ventanilla para mirar el camino mientras Alaina lo observaba con ansiedad, pues si bien no le temía a la naturaleza había oído truculentas historias sobre el levantamiento de los indios sioux para hacerla desconfiar de estas regiones salvajes y de sus habitantes. Sus temores se calmaron cuando Cole volvió a apoyarse en el respaldo de su asiento y sacó un cigarro de su cigarrera de plata.

Por la pequeña ventanilla trasera de la berlina, Alaina vio en seguida a un hombre a caballo que se acercaba al galope para alcanzarlos. Cuando estuvo más cerca, notó que vestía ropas de caballero y que, de un modo recio, era bastante apuesto. Era un hombre grande, de anchos hombros y pecho voluminoso. Debajo del ala de un sombrero de castor asomaban cortos mechones de pelo castaño rojizo. El jinete detuvo su caballo junto al carruaje, enganchó una rodilla en el arzón y se inclinó para mirar al interior del coche.

—Maldición, Cole — exclamó—. ¿Has olvidado que tienes vecinos? Cole miró al hombre y sin responder encendió un fósforo que acercó a su cigarro. Aparentemente inafectado por la indiferencia del mayor, el desconocido se apeó y fue a la parte posterior de la berlina donde ató las riendas. Volvió, abrió la portezuela, arrojó su sombrero sobre el asiento vacío y subió.

—Lo menos que hubieras podido hacer era detenerte y dejar que echemos una mirada a tu nueva esposa — dijo en tono de chanza. Golpeó el techo con los nudillos y le gritó a Olie: — Siga el viaje, hombre. Iré con ustedes hasta la casa. — Acomodó su voluminoso cuerpo en el asiento frente a la pareja y observó atentamente a Alaina. — ¿Cuánto tendré que esperar, Cole, o quieres que yo mismo me presente?

Cole cumplió de mala gana con las formalidades.

—Alaina, permíteme presentarte a uno de nuestros vecinos. El primero y el más cercano, el doctor Braegar Darvey.

Ella extendió la mano y el hombre respondió tomándole los dedos y rozándolos gentilmente con los labios.

—Es un placer, señora Latimer. — Se echó atrás y separó sus piernas de gruesos muslos para afirmarse cuando el coche se puso en movimiento. — Debo maldecir el día en que mi padre, Dios dé paz a su alma, miró a su primogénito y decidió darle el nombre de su abuelo. — Su voz pareció adquirir un marcado acento irlandés cuando continuó. — En realidad es un bello nombre y aquel buen señor temblaría en su tumba hasta hacer estremecer los páramos si yo no estuviese orgulloso del mismo. Pero se necesita una lengua ágil y sobria para pronunciarlo correctamente. — Inclinó la cabeza hacia Cole, quien permanecía indiferente a todas esas banalidades y seguía mirando por la ventanilla, y habló a Alaina en voz baja, como si estuviese revelando un profundo secreto. — He aprendido a no ofenderme por las equivocaciones de un borracho. Puesto que su marido no se lo dirá, lo haré yo. — Se irguió y adoptó un tono de maestro. — Mi nombre es Braegar…deletreado: B — r — a — e — g — a — r—. Inténtelo.

—Bri — gar — dijo Alaina lentamente—. ¡Braegar Darvey!

—¡Oh, muy bien! — rugió el hombrón—. Usted debe de ser una dulce hija de la verde Erín.

Alaina rió y habló enfatizando su acento escocés.

—Mi padre era un escocés de las tierras altas, señor, y puedo describirle el tartán y las armas para probarlo.

—¡Bueno! Somos casi parientes, entonces. Los irlandeses y los escoceses han hecho mucho bien por el país, ¿no lo cree?

—¡Por supuesto! — sonrió ella.

Cole resopló con desdén y atrajo una rápida mirada de ambos.

—Puesto que el buen doctor Latimer se muestra tan reticente, yo conduciré la conversación a mi modo — anunció Braegar, cruzó las piernas y apoyó su fusta de montar en una rodilla—. En los buenos tiempos de antes — se inclinó y suspiró como disfrutando de los recuerdos — nosotros éramos prácticamente las únicas personas en esta región, los Latimer y los Darvey. Cole y yo nos criamos casi como hermanos, sobre todo cuando murió su madre y mi propia madre quedó viuda. Pero por alguna razón la guerra nos separó y su marido no ha sido capaz de superar sus celos. — Sonrió traviesamente. — En realidad, señora Latimer, soy yo quien debería sentirse celoso… todos esos viajes y aventuras que él disfrutó.

Alaina sintió que Cole no estaba del todo contento con la presencia de Braegar Darvey, porque su ceño se había acentuado ominosamente desde el momento en que el hombre se inclinó ante su mano.

—Me alegra saber que usted es un amigo, doctor Darvey, y que quiere arrancarme el cuero cabelludo.

Braegar rió ruidosamente.

—Supongo que los forasteros están asustados por lo que oyen de nosotros. Sentiría mucho haberle causado inquietud.

—Inquietud, precisamente, no. — Alaina le dirigió una graciosa sonrisa. — Sería mejor decir absoluto terror, pues pensé que nos atacaban salvajes pieles rojas. Su grito se hubiera dicho que fue lanzado por uno de ellos. — Se puso seria y preguntó con cuidado. — Pero como… casi hermano de mi marido… ¿también estuvo usted en el ejército?

—Tengo un defecto que me impidió servir en el ejército — repuso él con un asomo de humor.

Alaina quedó sorprendida porque él parecía enteramente saludable. Braegar vio su desazón.

—Una especie de defecto mental… — dijo.

—¡Es insano! — comentó Cole con rudeza.

El irlandés se apresuró a explicar.

—Es sólo que supe desde el principio que los rigores de la vida militar no armonizaban con mi carácter gentil.

—Lo que realmente quiere decir — gruñó Cole — ¡es que es un bastardo completamente indisciplinado!

Alaina miró a su marido, atónita por el insulto. Braegar también se puso serio y miró ceñudo a Cole, pero fue casi como si tratara de sondear el humor de su amigo.

—Su marido está celoso de mi estado intacto — dijo en tono levemente admonitorio—. Ese trozo de metal en su pierna lo ha vuelto un terco gruñón y tunante. — Sonrió a Alaina. — Si alguna vez llegara a cansarse de su carácter de ogro recuerde que tiene un refugio cerca, señora Latimer, donde siempre será bienvenida. En realidad, me sentiría muy tentado a robársela a este bribón sin corazón.

La sonrisa con que respondió Alaina sugirió cierta benévola desconfianza.

—Señor, yo supongo que cuando alguien hace una sugerencia tan escandalosa delante del esposo de una dama, en realidad no lo hace en serio. — Enarcó una ceja y rió por lo bajo. — Si alguna vez llegara usted a buscarme a solas yo tendré desconfianza de sus motivos.

—Vaya, vaya — dijo Braegar con humor—. Cole es un tirador muy bueno. Sería peligroso hacer algo a espaldas de él.

—Y él es un libertino de primera — murmuró Cole secamente, sin dejar de mirar por la ventanilla—. Su intención es deshonrar a toda mujer que sea lo suficientemente tonta como para dejarse convencer por su lengua de oro.

Braegar aceptó la réplica con un largo, profundo suspiro.

Mi familia también se queja y mi madre amenaza con desheredarme. No puede usted imaginar cómo las mujeres se aprovechan de mi carácter amable.

Convencida de que él estaba bromeando, Alaina soltó una risita pero rápidamente se puso seria cuando Cole la miró de soslayo y enarcó una ceja. Cuando bajó la cabeza y alisó la manta de pieles sobre su regazo, él miró desdeñosamente el sombrero negro que ella había vuelto a ponerse sabiendo cuánto le disgustaba.

Braegar no vio el intercambio de miradas entre la pareja.

Madre esperaba que regresaras pronto, Cole — continuó el irlandés—. Tenía la peregrina idea de que debía dar su aprobación a esta unión y está ansiosa por conocer a tu esposa. Si les resulta cómodo, a ella le gustaría que llevaras a Alaina a cenar a nuestra casa mañana por la noche.

Cole arrugó la frente.

—Desafortunadamente, vendrá un abogado del Este para hablar de algunos asuntos. — Se encogió de hombros cuando vio el rostro turbado de Alaina—.Sin embargo, no veo por qué la cena tendría que suspenderse por cuestiones de negocios. Si quieres traer a Carolyn y a tu madre a nuestra casa, estoy seguro de que Alaina disfrutará de su compañía.

Con jovial curiosidad, Braegar preguntó:

—¿Yo también estoy invitado?

—Creo que Annie estará encantada con tu presencia — replicó Cole secamente—. Ustedes los irlandeses tienen tendencia a juntarse.

—Annie es una rara joya, Cole — rió Braegar—. Deberías darte cuenta.

Cole sacudió cuidadosamente la ceniza de su cigarro.

—No creo que debas decirme a qué o a quién yo debería apreciar.

Braegar posó sus ojos castaños y danzarines en Alaina sin advertir el endurecimiento de la expresión de Cole.

—Creo que lo has hecho muy bien sin ayuda. Pero tu joven esposa parece lo mejor que has logrado hasta ahora. — Hizo un guiño a los ojos grises cuando éstos se elevaron hasta los suyos. — Si tus negocios te obligan a ausentarte mañana por la noche, Cole, haré lo posible por entretener a tu esposa.

Los brillantes ojos azules lo miraron sin asomo de expresión. Después de un momento, Cole se quitó el cigarro de la boca y si no hubiera sido por la frialdad de su mirada, su respuesta hubiera podido pasar por un comentario frívolo.

—Entonces, simplemente tendré que tomar tu presencia en consideración y modificar en consecuencia mis compromisos.

Alaina vio la incertidumbre que pasó por la cara de Braegar, interrumpiendo su actitud amistosa.

—Vamos, Cole, no puedes preocuparte por mi reputación, ¿verdad? Debes saber que no son más que murmuraciones y exageraciones interesadas.

Cole apagó con gesto impaciente su cigarro y se limitó a seguir mirando por la ventanilla. La berlina siguió descendiendo entre altos árboles, acercándose de tanto en tanto al río. El débil y brumoso resplandor del cielo estaba desapareciendo, pero hacia el noroeste brillaban ocasionales relámpagos que iluminaban las densas nubes. Cuando salieron de la protección del bosque fue como si hubieran abierto una puerta hacia una furiosa tempestad. Ráfagas violentas barrían el campo y azotaban a los caballos con las hojas que volaban.

Alaina vio fugazmente una gran mansión de piedra gris encaramada sobre una barranca que miraba al río. Después la berlina dobló en un recodo y los árboles ocultaron el edificio. Pronto el carruaje se detuvo ante la imponente casa y Olie se apeó para sujetar a los nerviosos caballos. Cole abrió la portezuela y bajó. Apoyándose en su bastón, contempló las turbulentas nubes de color gris verdoso que se atropellaban en el cielo, miró a los ocupantes de la berlina y se dirigió a Braegar, con cierta sequedad.

—No llegarías a tu casa antes que pase lo peor de la tormenta. Será mejor que te quedes a cenar con nosotros.

Braegar se apeó y miró al cielo.

—Ayudaré a Olie a llevar los caballos al establo — anunció, y saludó con la mano a Peter, el hijo del cochero, quien venía corriendo para ayudar a su padre a descargar el equipaje. Traviesamente, Braegar le dio un leve tirón de oreja a Peter y dijo en un tono de voz que Alaina no pudo oír: — No soy nadie para imponer mi presencia a un hombre y su esposa en la primera noche que pasan juntos. Sin embargo, si yo fuera tú, Cole, me habría quedado en el hotel de la ciudad por un tiempo antes de venir a esta casa llena de sirvientes.

Braegar dio más cerca del blanco de lo que había pensado. Riéndose de su propio humor, subió a su caballo y partió, dejando a Cole desconcertado y ceñudo.

Alaina se asomó a la portezuela del carruaje y Cole se acercó para ayudarla a bajar. Una extraña sonrisa asomó a los labios de Cole, como si le causara gracia alguna broma secreta, y cuando se hizo a un lado señaló burlonamente hacia la mole oscura.

—La casa de Latimer os da la bienvenida, señora.

Pinos y cedros retorcidos y unos pocos árboles de hojas caducas, deformados y castigados por los vientos y los fríos inviernos, crecían alrededor de la casa tapando muchas de las ventanas de la planta baja. La piedra gris toscamente desbastada se alzaba más arriba del follaje. Donde empezaba el primer piso, la piedra dejaba lugar al ladrillo y la construcción se volvía un poco más ornamentada. Las ventanas superiores eran altas y angostas con paneles de cristales emplomados que brillaban esporádicamente con los relámpagos. Un pórtico había sido añadido a la fachada, aparentemente en una etapa posterior. El empinado techo a dos aguas apuntaba al cielo con violencia y entre las torres que se alzaban en los extremos corría una ornamentada barandilla de hierro. El conjunto recortaba contra el cielo tormentoso una silueta caprichosa en púrpuras y grises y negros, iluminados por los últimos restos de luz.

Por un momento a Alaina le acometió el pensamiento de que en el borde de la barranca acechaba alguna bestia espantosa de muchos ojos que la observaba como calculando qué nuevos tormentos ella podría traerle. Se reprochó en silencio esas tontas ideas. Nada sabía de este lugar, pero si le daban la oportunidad, antes de mucho resonarían risas entre sus paredes. Demasiado tiempo había pasado entre el dolor y el luto y era hora de olvidar el pasado y buscar los mejores momentos que pudiera ofrecerle la vida.

—Será mejor que entremos antes que estalle la tormenta — dijo Cole.

Una ráfaga de viento le arrancó el sombrero de la cabeza y antes que ella pudiera agarrarlo, se alejó volando en una rebelde danza de libertad.

—¡Déjalo que se vaya! — gritó Cole con alegría.

Alaina se sujetó el pelo y se volvió hacia Cole. El también se había detenido para mirar el vuelo de la prenda, pero en su cara había un asomo de placer.

—No tienes que sentirte tan complacido — dijo Alaina y se adelantó, ignorando el viento que le hacía flamear las faldas.

Cole la siguió. Cuando estaban subiendo la escalinata de la entrada principal, empezaron a caer gruesas gotas de lluvia. Fue sólo una señal para que se desencadenara un violento aguacero. Cuando Cole la conducía corriendo a través del pórtico, un hombre alto y nervudo abrió la sólida puerta de roble. El mayordomo se hizo a un lado cuando entraron y aceptó el abrigo de su amo.

—Dudábamos de que regresara esta noche, señor. Murphy dijo que quizá se quedarían en el hotel.

—Un cambio de planes, Miles — repuso Cole y tomó la capa de Alaina. Hubo breves presentaciones y Cole anunció —: El doctor Darvey vendrá dentro de unos momentos. A vise a Annie que quizá se quede a cenar.

El mayordomo asintió y observó subrepticiamente a la nueva señora mientras recibía los abrigos. La joven llevaba un vestido modesto y falto de colores, hasta gastado, pero lo saludó con una gracia y una compostura que fue un placer contemplar. Parecía silenciosa y reservada, pero rápida y observadora. El hombre se preguntó si había algo que escapara a esos alerta ojos grises. Cuando lo miró, Miles vio en esos ojos una honestidad que lo desarmó. Sin embargo, se propuso ser mucho más cauteloso esta vez. La primera señora Latimer también había sido hermosa, pero pronto demostró la superficialidad de esa cualidad.

El joven Peter se detuvo en el arranque de la escalera principal para espiar a la nueva señora, y cuando Miles pasó junto a él le dio un codazo para recordarle sus obligaciones.

—Tú fascinas al joven — comentó Cole bruscamente cuando los hombres se fueron—. Nunca lo había visto tan embobado.

Alaina descendió los escalones desde el pequeño vestíbulo de entrada y cruzó el vestíbulo frotándose las manos a causa del frío que se filtraba en la mansión.

—Quizá sólo te teme a ti.

—Nunca había notado esa clase de conducta.

—Como no puedo juzgar por mí misma no discutiré, pero no creo que mi mera presencia pueda trastornar tanto al personal de tu casa. Te aseguro que esa no es mi intención.

Dirigiendo su atención hacia algo menos provocativo que la mirada ligeramente divertida de él, Alaina miró a su alrededor. Las lámparas de aceite poco hacían para disipar las penumbras y aligerar la atmósfera sombría del vestíbulo. La maciza, profusamente tallada escalera de palisandro ascendía pegada a la pared que daba frente a la entrada, y el diseño de enredaderas esculpido en la madera se continuaba en las columnas y postes del vestíbulo. En total, el decorado era un poco recargado, aunque todo brillaba con una limpieza característica del propietario.

Cole se apoyó en su bastón y dijo en tono serio.

—Con el tiempo te acostumbrarás.

Preguntándose si su desagrado era tan evidente, Alaina pasó una mano por una columna ricamente esculpida.

—Estaba admirando el tallado…

Su marido la miró dudando.

—Siempre he respetado tu sinceridad, Al, aun cuando sonara a veces desagradable. ¿Vas a dejarla ahora de lado para complacer a un yanqui?

—Creo que eso es parte de la madurez. Renunciar a los sueños para aceptar la realidad es el costo que todos debemos pagar.

Cole sonrió sin rastros de rencor.

—Bien dicho, señora.

Confundida, Alaina lo miró a los ojos y sintió su aprobación pero dudó de su sinceridad. El la miraba con ojos tiernos y rientes, lo cual aumentó el desconcierto de ella. Después, lentamente, Cole levantó la vista hacia la oscuridad, más allá de la cima de la escalera. Alaina se volvió para seguir la dirección de esa mirada, pero sólo vio penumbras y sombras.

—¿Mindy? — dijo Cole en tono suave, interrogador.

Alaina lo miró, preguntándose qué había visto él en la oscuridad más allá de la balaustrada. De arriba llegó el sonido de un movimiento rápido y furtivo, pero cuando Alaina volvió a mirar le pareció que sólo había menos sombras que antes.

Apenas habían pasado unos segundos cuando de la dirección opuesta llegó el sonido de pasos rápidos, y con el suave crujido de rígido tafetán, apareció una mujer de pelo oscuro en la cima de la escalera. Allí, envuelta en sombras, se detuvo para mirar hacia el vestíbulo. En una brevísima fracción de tiempo la mujer pareció una ilusión, un retrato sin terminar que algún artista hubiera abandonado al percatarse de que su retratada había envejecido más allá de la belleza de la feminidad. El pelo negro, con leves toques de gris, estaba severamente peinado hacia atrás formando un sencillo rodete en la nuca. Un largo delantal de lino cubría el corpiño del vestido negro que con sus puños y cuello blancos le recordó penosamente a Alaina su atuendo más bien austero.

—Buenas noches, señor. Señora. — Sus ojos oscuros se posaron brevemente en Alaina y revelaron una leve sorpresa al notar las ropas de viuda. — Peter subió el equipaje de la señora, señor, y me estaba preguntando cuál de las habitaciones tengo que preparar.

Cole sacó su reloj para disimular su súbita ira. El solo pensar en el arreglo lo irritaba.

—Puede acompañar a la señora Latimer al piso alto, señora Garth — dijo secamente—. Ella elegirá.

Un sereno movimiento de obediencia le respondió antes que la mujer dirigiera su mirada a la nueva señora.

—Por favor, señora, si quiere seguirme.

Consciente de que Cole no apartaba su atención de ella, Alaina subió erguida la escalera. Ella podría elegir, pensó, pero también quedaba entendido que la suite del amo no estaba abierta para la elección. El podría divertirse cuando se le ocurriera, pero eso era todo lo que deseaba del matrimonio… y de ella.

La mujer, ama de llaves de la casa, la condujo por el pasillo.

—Le enseñaré el dormitorio de la difunta señora — anunció—. Tiene vista al río y es muy elegante. Ella lo prefirió a las habitaciones más pequeñas.

—¿Y el señor ? — preguntó Alaina sin poder contenerse. — ¿Dónde duerme?

El ama de llaves no pareció sorprenderse por la pregunta.

—El doctor Latimer duerme dondequiera, señora. Excepto cuando le molesta su pierna. Entonces, creo que no duerme en absoluto.

La señora Garth abrió una puerta, entró en una habitación a oscuras y procedió a encender las lámparas. Mientras lo hacía, la visión de Alaina fue ampliándose gradualmente. Las paredes estaban cubiertas de terciopelo de color rojo oscuro. Hasta el alto cielo raso tenía colgaduras de seda escarlata que se unían sobre una ornamentada araña de oro y cristal. Daba la impresión de hallarse dentro de una lujosa tienda de campaña. Los dorados y rojos abundaban, mientras que el suelo estaba cubierto de alfombras orientales de exótico diseño y grandes cojines dispersos al azar frente a un hogar de mármol esculpido; cerca había un canapé lujosamente tapizado. Si había alguna ventana estaba bien oculta detrás de gruesas cortinas con flecos dorados. En medio de toda esta grandeza reinaba una cama cubierta con satén dorado. En total, el decorado sugería una clase de riqueza recargada hasta la vulgaridad y el mal gusto.

No notando la falta de entusiasmo de su señora, la señora Garth abrió el gran armario. Adentro se amontonaban los vestidos que Roberta había coleccionado febrilmente, pero que apenas había usado. La vista de ellos bastó para que Alaina volviese a la realidad. Sin decir palabra ni dar ninguna explicación, giró sobre los talones y salió por la puerta más cercana. Del otro lado del pasillo había otra puerta entreabierta y ella la empujó hasta abrirla por completo. En comparación con la habitación que acababa de dejar, ésta era austera y despojada. El hogar de ladrillo estaba apagado y libre de cenizas y Alaina sintió una corriente de aire frío. Una cama de cuatro postes con un sencillo cubrecama de retazos, una pequeña mesita de noche, un armario recto y alto y un gran sillón de orejeras eran los únicos muebles. El piso era de madera desnuda y sólo había un par de alfombras pequeñas. Pero la habitación, situada en el ángulo trasero de la casa, tenía una vista panorámica del río y, hacia el oeste, de las colinas. Las ventanas estaban adornadas con cortinas de lino, pero durante el día debía de haber abundante luz de sol para calentarla.

—¿Esta habitación está ocupada? — preguntó Alaina cuando la señora Garth entró y se detuvo detrás de ella.

—No, señora.

—Entonces puede decirle a Peter que traiga mi equipaje aquí.

—Sí, señora. — El ama de llaves pasó junto a ella, abrió una puerta y reveló un cuarto de baño separado. Una bañera de metal, un lavabo con jarra y jofaina de porcelana blanca y otras comodidades sencillas pero prácticas proporcionaban todo lo que una persona pudiera necesitar.

Los pasos irregulares de Cole se oyeron en el pasillo fuera de la habitación, y cuando él entró miró a su alrededor con la misma sonrisa extraña que había exhibido cuando el sombrero salió volando de la cabeza de Alaina. La señora Garth se retiró y cerró la puerta tras de sí. Cole enarcó una ceja y miró a su esposa hasta que ella se molestó por el humor no reprimido que veía bailando en esos ojos azules. Cole rió divertido.

—¡De modo que no te gusta la habitación roja!

Alaina lo miró con los ojos entrecerrados, preguntándose qué encontraba él de gracioso en su elección.

—Allí me sentiría como en la tienda de un sultán, con la inminente amenaza de violación. Por lo menos he tenido experiencia suficiente para saber que puedo sobrevivir a eso.

Cole pasó por alto la provocación y cojeó hasta la cámara de baño donde inspeccionó rápidamente la jarra de agua. Después se volvió hacia ella, con esa misma sonrisa exasperante.

—¿Qué tiene la habitación roja que te resulta tan desagradable? — Se encogió despreocupadamente de hombros. — A Roberta le gustaba.

Alaina hizo rechinar los dientes por la frustración.

—Ya nos confundiste antes una vez.

—Continuamente me lo estás recordando. — Apoyó una mano en el pomo de la otra puerta del cuarto de baño pero como si lo pensara mejor, cruzó la habitación hasta la misma puerta por donde se había marchado la señora Garth. — Annie servirá la cena dentro de poco — anunció—. Esperaré abajo, en el salón.

Alaina sintió que él la miraba de arriba abajo y entendió el mensaje. Debía ponerse presentable para la cena.

La tormenta había descendido sobre la casa con la ferocidad de una bestia enloquecida. La lluvia caía en torrentes contra las ventanas de vidrios emplomados y los relámpagos surcaban el cielo cada vez con más frecuencia. Cuando se reunió con los hombres en el salón Alaina logró mantener una apariencia exterior de serenidad pese a la turbulencia que rugía fuera de la casa. Ahora presentaba una apariencia más agradable, pues había descartado el vestido negro y se había puesto el de seda gris.

Cole estaba de pie, de espaldas al fuego, pero se volvió para mirar hacia la puerta cuando Braegar se detuvo en mitad de una frase y se puso rápidamente de pie.

—Usted está maravillosa, señora — proclamó el hombrón, adelantándose para acompañarla a un sillón frente al que él acababa de dejar—. Su belleza haría empalidecer la de un capullo de magnolia en la primavera.

—¿Está usted familiarizado con las magnolias, doctor Darvey? — preguntó ella. Su risa suave y flotante fue tan placentera como el tintinear de campanillas de plata en una serena noche de invierno. Penetró en la cabeza de Cole donde giró y se enroscó, como tejiendo un hechizo. Cole posó los ojos en su mujer y se dejó caer en un sillón, pero a diferencia de Braegar, no hizo comentario alguno.

—Antes de la guerra fui varias veces a Louisiana — respondió Braegar cuando volvió a sentarse. Estaba ansioso por platicar con una dama tan hermosa y agraciada y sonrió con picardía—. Si hubiera sabido que allá vivía usted, me habría internado hasta en los pantanos más profundos y oscuros para hacerle la corte.

Cole soltó un resoplido.

—El ángel custodio de ella debió de trabajar mucho para impedirlo. Braegar replicó sin amilanarse, con los ojos brillantes de picardía.

—Eso lo creo, aunque… está casada contigo. — Dirigiendo otra vez su mirada a Alaina, se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en sus rodillas y sostuvo su copa de brandy con sus dedos largos y romos. — Francamente, empiezo a pensar que me equivoqué al no alistarme y brindar mis servicios a la causa. Cole parece haber sido más que recompensado por la que sufrió. Ciertamente, le envidio la suerte que tuvo al conocerla.

Alaina rió cálidamente.

—Estoy empezando a pensar que usted es un verdadero Don Juan, doctor Darvey, y que ni siquiera parece detenerlo el hecho de que soy casada.

—Las mujeres casadas son más seguras — murmuró Cole dentro de su copa—. Quién sabe cuántos maridos se han convertido en cornudos por culpa de él.

Braegar extendió sus manos en gesto implorante.

—¡Soy inofensivo!

—Hum — gruñó Cole.

Un suspiro de alivio brotó suavemente de labios de Alaina cuando entró Miles y anunció la cena. El comedor, como todas las estancias principales de la casa, era recargado y ostentoso. La mesa era demasiado larga, las sillas demasiado grandes. Todo era rico, profusamente tallado y pesadamente grandioso. Cole observó su reacción cuando ella miró a su alrededor con expresión cuidadosamente neutra.

Había ventanas salientes que daban al este y cuando los relámpagos desgarraban la oscuridad del cielo tormentoso, los cristales brillaban con miríadas de gotas de lluvia.

Cole la hizo sentar en una de las cabeceras, él se sentó en la otra y Braegar ocupó un lugar en el medio. Se abrió la puerta de vaivén de la cocina y entró una mujer de cabello gris que trajo a la mesa un gran bol de patatas humeantes que dejó en el centro. En seguida retrocedió y suspiró satisfecha. Apoyó sus manos en sus caderas, saludó a Braegar y observó cuidadosamente a Alaina.

—Ah, muy bonita, sin duda — dijo por fin y se presentó—. Mi nombre es Annie, cariño. Annie Murphy. Mi tarea es ocuparme de la cocina y de preparar las comidas. — Lanzó una mirada aguda a Cole y señaló con el pulgar en su dirección. — Aunque mis tareas no son muy apreciadas por mi amo. Es una vergüenza que yo tenga que presentarme cuando él se ha demorado tanto atendiendo a su propia comodidad. — Dirigió una mirada cargada de significados a la copa que él tenía delante.

—Eres una regañona, Annie Murphy — gruñó Cole.

—¡Bah! Le agradeceré, señor, que se guarde sus comentarios para usted solo. ¿Le gustaría que diga lo que pienso de usted?

—¡El Cielo no lo permita!

—Debería ser un caballero como este otro. — Señaló a Braegar con un movimiento de cabeza. — El tiene finos modales, siempre riendo y hablando bien de la gente. — Se detuvo un momento para considerar la distancia entre sirvienta y amo y cerró la boca. Al salir del comedor comentó en un susurro que todos oyeron. — ¡Y el señor Braegar es mucho más amistoso, además!

El irlandés soltó una carcajada y Alaina miró directamente a Cole y le sonrió.

—Como debes, haber adivinado — dijo Cole —, Annie dice lo que le viene en gana. Como lleva aquí por lo menos veinte años, piensa que yo no la despediré y se ha vuelto imposible de manejar.

—¡A mí me parece encantadora! — Alaina se encogió de hombros y delicadamente dirigió su atención a la comida.

Durante la cena fue Braegar quien llevó la conversación, porque Cole mantuvo su silencio. Alaina notó que su marido ignoró las patatas y comió principalmente carne y otros vegetales mientras que Braegar comió de todo con apetito. El mayordomo, Miles, se mostró formal en el servicio y muy respetuoso hacia su amo. La efervescente jovialidad de Annie contrastaba notablemente con la seriedad del hombre, pero ambos parecían llevarse muy bien. Hasta cuando la cocinera le dio un codazo en las costillas para llamarle la atención hacia las patatas en el plato de Alaina, Miles se limitó a sonreír ya asentir con la cabeza.

—He aquí una persona que sabe lo que es bueno para ella — declaró la cocinera y miro de soslayo a Cole—. No como usted, señor.

Cole no levantó la vista y siguió cortando su carne. Se le oyó murmurar.

—Un cuerpo puede aprender a tolerar casi cualquier cosa cuando ha estado a punto de morirse de hambre.

Como la lluvia parecía decidida a continuar toda la noche, se preparó un dormitorio para Braegar. Finalmente la tormenta cesó pero bien pasada la medianoche, dejando en su estela una silenciosa quietud. Las nieblas envolvieron la tierra con jirones blancos mientras que muy arriba en el cielo la luna parecía perseguir a las pocas nubes que quedaban.

Mucho después de haberse acurrucado debajo de los edredones de pluma de ganso, Alaina seguía despierta escuchando las pisadas que ahora le eran familiares. No era un matrimonio casto el que habían contraído con el torrente de pasiones que ya se insinuaban. Amor, odio, cólera, lujuria… ¿después de todo, esas emociones eran tan diferentes entre sí?

Alaina terminó por dormirse sin oír lo que sus oídos se esforzaban por escuchar y lentamente, entró en el vago mundo de los sueños. Se deslizó por la superficie de un mar de color azul brillante en un barco con altos mástiles y velas enormes e hinchadas. El rítmico crujir de los mástiles susurró y suspiró en su cerebro, como si el sueño buscara sustancia. Después, abruptamente, despertó y supo qué había perturbado su sueño. Había sentido la presencia junto a ella, una silueta alta débilmente recortada contra las ventanas de su dormitorio iluminadas por la luna.

—¿Cole? — suspiró.

Se oyó el chasquido del pestillo y Alaina volvió la cabeza, miró la puerta cerrada y supo que estaba nuevamente sola. Empero, pasó un largo, largo tiempo hasta que pudo borrar de su mente esa sombra esquiva.