CAPÍTULO 3

Al depositó sobre la cama la gran maleta de mimbre y se tendió a su lado. En el barco fluvial, una bala de algodón le había servido de cama y todavía era un misterio cómo una cosa que empezó siendo tan blanda pudo volverse tan dura e incómoda. Logró dormir muy poco durante el viaje. El fresco de las madrugadas era su único respiro y cuando el día se volvía más caluroso y opresivo era necesario mantenerse más alerta a fin de que un descuido no destruyera sus planes. La comedia dio resultado y hasta la prueba de Roberta fue superada.

Se levantó y fue a mirar por la ventana cuando se abrió la puerta y las dos hijas de Dulcie entraron luchando con una pequeña tina de bronce. No había forma de saber si habían sido advertidas, pero era mejor evitar más conmociones mientras el yanqui estuviera en la casa. Las muchachas no pudieron evitar mirar con curiosidad la espalda delgada del huésped mientras traían agua y preparaban un baño tibio. Pero nada dijeron, y después de dejar toallas y jabón, se marcharon y cerraron la puerta con suavidad.

Unas manos pequeñas y mugrientas se hundieron en la tina y tomaron un poco de agua que aplicaron a la cara sucia. Un largo suspiro de placer escapó de los labios cansados cuando un espíritu claudicante fue reanimado. Con renovada atención, los ojos grises inspeccionaron la habitación. Faltaban algunos muebles, pero los que quedaban eran familiares. La habitación parecía recibir al huésped como a un amigo, evocando gratos recuerdos de antaño. Estos recuerdos eran necesarios para acallar a otros no tan gratos de origen reciente. No era su hogar, pero era lo mejor que esta criatura veía en los últimos quince días.

La delgada figura giró lentamente para mirar el espejo rajado que estaba junto a la tina. Un sonrisa melancólica se extendió por el rostro pensativo. Como movidas por una voluntad propia, las manos se elevaron y los dedos finos se hundieron en la mata despareja de pelo bermejo. Las botas fueron despedidas con vigor, en seguida las siguieron los flojos pantalones y la chaqueta. La camisa llegaba casi hasta las rodillas y dedos nerviosos desabrocharon los botones hasta que esta prenda también fue descartada.

Alaina MacGaren quedó ante el espejo en pantalones y camisa, con sus pechos jóvenes casi completamente aplanados por la tensión de esta última prenda. Sucias, manchadas de sudor, las prendas interiores se unieron al otro montón y por fin, libre de restricciones, la joven se permitió un largo, profundo suspiro. Su imagen reflejada en el espejo le confirmó el hecho de que el año transcurrido y sus dificultades la habían dejado muy flaca. No le importó recordar el hambre que había pasado y su aspecto famélico, pues ello contribuyó al éxito de su disfraz. Aunque tenía diecisiete años, logró pasar por un muchachito bajo las mismas narices de los yanquis. El capitán Latimer ni siquiera sospechó.

Alaina, con algo de irritación, recordó la cálida aceptación del capitán demostrada por Roberta. La coquetería de su prima sin duda haría que él regresara al hogar de los Craighugh. Pero para Alaina, esas visitas serían una fuente de problemas. En cualquier momento tendría que volver a representar su comedia.

Pero también había que considerar el asunto trabajo. Después de ver la casi pobreza de los Craighugh, no podía aceptar gratuitamente su caridad. Estaba decidida a sostenerse a sí misma, pero lo que dijo el c capitán era verdad. Había pocos civiles que pudieran permitirse pagarle un salario. Además, ¿dónde una mujer que quisiera hacerse pasar por un muchacho podría ocultarse mejor que en un hospital? La idea seguía con ella y empezaba a excitar su imaginación..

Alaina estudió su imagen más atentamente. ¿Cuánto tiempo podría hacerse pasar por muchacho en el hospital yanqui? La nariz fina y respingada, que con su quemadura de sol casi parecía un añadido a su cara, y el rostro delgado, ligeramente cuadrado con sus altos pómulos, posiblemente podían pasar por facciones de muchacho, pese a su delicadeza. Quizá los ojos grises, grandes, chispeantes e inclinados hacia arriba debajo de largas y sedosas pestañas negras, tampoco serían una desventaja. ¡Pero la boca! ¡Era demasiado suave! ¡Demasiado rosada y delicada! ¡Ciertamente, nada varonil!.

Alaina hizo pucheros y mohines y sonrió apretadamente a su propia imagen. «¡Así! — pensó—. Si pudiera mantener mis labios apretados con firmeza… podría resultar.»

Alaina consideró sus facciones sólo por el peligro que podrían representar. Pese a los esfuerzos de su madre, había sido una muchachita retozona desde pequeña. Luego, esos últimos años de abrumadora responsabilidad, de una dieta escasa y de trabajo duro poco menos que suprimieron los cambios acostumbraos de la feminidad. Frente a esta postergación, la naturaleza, con infinita paciencia, esperaba su momento para actuar. Esta era una época para sobrevivir, no para ensueños de muchacha. Con una firmeza mental nacida de la necesidad, Alaina pensó en la mejor forma de llevar a cabo su proyecto de disfrazarse. No se preocupó por el día en que estos mismos rasgos, aunque ahora inconvenientes, podrían hacer, que un hombre olvidase cualesquiera otros objetivos que tuviera en la mente.

El sonido de la puerta principal al abrirse y cerrarse llamó la atención de Alaina, y fue a mirar por las celosías de las puertas que se abrían al balcón que daba al prado delantero. El capitán Latimer apareció y caminó hacia su caballo. De mala gana, Alaina tuvo que admitir que era una figura masculina espléndida y hasta excepcional. Alto, erguido, esbelto y musculoso, daba al uniforme una dignidad que pocos hombres podían darle. Alaina hasta tuvo que admitir que era apuesto con sus facciones enjutas y sus vívidos ojos azules. Pero era un yanqui yeso, en opinión de Alaina, era un pecado imperdonable. Dejó de pensar en él y volvió a su baño. Si Roberta estaba prendada de él, ciertamente esta prima no lo estaba ni lo estaría jamás. No podía aceptar a Cole como meses atrás no hubiera podido aceptar a ese teniente que amenazó con hacerla colgar por espía. En realidad, si llegara a conocerse la verdad, el capitán Latimer probablemente buscaría el mismo final para ella.

Alaina se metió en el baño y empezó a frotarse la mata de pelo con el jabón de fabricación casera. Cortarse su cabellera fue la peor parte, pero las largas guedejas suavemente rizadas habían llegado a convertirse en un serio inconveniente. Oculta en un granero cerca del río, ella las cortó a fin de que una ráfaga de viento o un roce en la multitud que pudieran arrancarle el sombrero no la traicionaran.

En qué forma tan inocente había empezado todo. Al comienzo, los soldados confederados sólo pedían comida y refugio, a veces una o dos noches de descanso antes de seguir avanzando. Su madre los había acogido con bondad y Alaina siguió haciéndolo después de la muerte de Glynis MacGaren, esperando que alguna mujer fuera igualmente bondadosa con su hermano Jason, ahora el otro único sobreviviente de los MacGaren de Louisiana. Banks y sus saqueado — res dejaron muy poco después de su ocupación de Alexandria, pero Alaina persistió, compartiendo lo que podía después que los yanquis saquearon Briar Hill. Pero entonces, hacía más de una quincena, un joven soldado murió en su granero, dejándole a su cargo un mensaje para el general Richard Taylor. A ella le pareció bastante simple entregarlo en el campamento confederado. Ese hecho, sin embargo, le trajo graves inconvenientes. El hijo mayor de sus vecinos, repetidamente rechazado por la lengua algo cáustica de ella, la siguió discretamente al campamento y al regreso. Una vez más le propuso instalarse él mismo en la casa de MacGaren como amo y señor y le ofreció casarse con ella ahora que no le quedaban parientes que la cuidaran. Pero se retiró muy a prisa cuando Alaina tomó la pistola de su padre y lo echó de la casa. El enamorado rechazado no perdió tiempo y fue a contarle a los yanquis acerca del mensaje, recibiendo, sin duda, una buena suma por su… lealtad.

El odio amargó aún más el corazón de Alaina cuando recordó al teniente yanqui que apareció en Briar Hill con un puñado de soldados negros. El oficial permaneció montado mientras contemplaba con regocijo a sus hombres que la rodearon con sus caballos asustando la vaca lechera que ella conducía. Pero cuando el teniente se cansó de la desafiante mirada de la joven, ordenó bruscamente a sus hombres que registraran las instalaciones en busca de soldados confederados y después, abriendo la pistolera como una advertencia, hizo que ella lo precediera al interior de la casa y allí, después de atrancar la puerta, le hizo una proposición en términos tan groseros que resultaron directamente insultantes.

Alaina replicó con seco, frío desdén, que su aceptación estaba condicionada a que un día hiciera tanto frío que cierto improbable lugar se congelara. El galante teniente dejó a un lado su innata gentileza y trató de imponérsele a la fuerza en el salón. Los gritos de Alaina hicieron que Saul entrara corriendo por la puerta trasera, y frente a la furia del enorme servidor negro, el cobarde teniente huyó como un gozque con el rabo entre las piernas, llamando a sus hombres y prometiendo que a ella la haría colgar, junto con ese maldito negro. Regresarían, prometió el teniente, y con refuerzos. Entonces, antes de marcharse por el sendero, el oficial sacó su pistola y le disparó un balazo a la vaca entre los ojos. Si su amenaza no había provocado suficiente temor, esta gratuita crueldad aterrorizó a Alaina. El oficial se tomó una mezquina venganza, sin importarle quién sufriera.

El dolor de haber abandonado su hogar todavía torturaba a Alaina. Parecía que habían pasado años desde que metió lo que pudo en la vieja maleta, asumió su identidad de muchacho y montó detrás de Saul en el único caballo que quedaba en Briar Hill. Más de una semana estuvieron vagando por el campo, ocultándose cuando había tropas de la Unión en la vecindad y sólo atreviéndose a regresar a la casa una vez, por alimentos, en horas de la madrugada. Se encontraban en Baton Rouge cuando Saul, que se disponía a cruzar la calle para reunirse con ella con su precioso bolso con comida, fue detenido por un grito. Alaina vio que el teniente corría y hacía gestos a otros soldados para que impidieran la fuga del negro. Eran pocos los hombres que hubieran podido detener al corpulento gigante. Cuando él huyó calle abajo alejándose de ella, Alaina se internó en el callejón y se ocultó hasta tener la seguridad de que nadie la había visto. Después montó a caballo y se alejó. Esa noche estuvo aguardando a Saul, recorriendo las calles, y por fin acampó en las afueras. No volvió a ver a su sirviente y después de buscarlo durante dos días y de comer nada más que un puñado de maíz crudo que recogió de un campo abandonado, vendió su caballo por el precio del billete del vapor fluvial y partió hacia Nueva Orleáns.

Los recuerdos aguzaron el dolor de la nostalgia y Alaina dirigió su mente a algo menos penoso. Terminó rápidamente de bañarse, se cubrió con una prenda raída y sacó sus escasas posesiones. El vestido negro que había usado en el funeral de su padre era el mejor que tenía, mientras sus dos vestidos de muselina estaban remendados en varias partes. Alaina meneó la cabeza atormentada por los recuerdos. Ese tonto soldado del muelle casi había reventado la maleta y ella temió dejarla caer del caballo del capitán Latimer cuando montó detrás de él. A un muchacho le hubiera sido difícil explicar por qué poseía una maleta llena de ropas de mujer. El capitán estaba seguro de que había rescatado a un muchachito huérfano, pero en realidad había salvado a una jovencita acusada de espía y perseguida como un animal peligroso.

Un leve golpe en la puerta, y cuando Alaina respondió, Leala entró en la habitación seguida de Angus y Roberta.

—¡Alaina, criatura! ¡Me diste un gran susto! — la regañó tiernamente la mujer mayor antes de depositar un beso en la frente de la muchacha donde el pelo corto empezaba a secarse ya formar rizos suaves como plumas—. ¡Y tu pelo! ¡Tu hermoso pelo!

—¿Qué te hizo abandonar Briar Hill? — preguntó Angus bruscamente—. Cuando fuimos para el funeral de tu madre tú estabas decidida a quedarte. Hace casi un año que murió Glynis. ¿Qué fue lo que te hizo cambiar? Seguramente, Jason no ha…

—¡No! — Alaina ni pensar quería que su hermano mayor pudiera haber perecido como su otro hermano, Gavin, y su padre. — No — dijo con más calma—. Es que cuando los yanquis ocuparon Alejandría, pisotearon con sus caballos nuestros cultivos, derribaron los cobertizos, alistaron a nuestros esclavos en su ejército, mataron el ganado para saciar su glotonería y se llevaron los caballos, sin dejarnos nada para subsistir. Vaya, hasta se llevaron las mulas, pero no sé si para comerlas o para montarlas. — Caminando de un lado a otro, siguió relatando la historia, haciendo gestos ya veces retorciéndose las manos cuando los recuerdos la atormentaban mucho. — No hay forma de saber qué le sucedió a Saul. Si el teniente lo atrapó, puede estar muerto o en la cárcel.

—¿Pero qué piensas hacer ahora, Alaina querida? — preguntó Roberta con ojos agrandados, inocentes.

Angus se aclaró la garganta, y al no ver otra alternativa, declaró magnánimo:

—Se quedará con nosotros, por supuesto. No puede hacer otra.

—Pero, papá — imploró Roberta—. El capitán Latimer seguramente volverá. ¿Qué pensará cuando descubra que Al es realmente una muchacha?

—No debiste invitarlo, Roberta — dijo el padre, disgustado.

—Oh, papá. — Roberta le sonrió afectuosamente y lo pellizcó en una mejilla. — Piensa en todo lo que él puede hacer por nosotros. ¿No es hora de que empecemos a recibir cosas de los yanquis en vez de darles todo lo que tenemos? ¿Acaso ya no nos han robado bastante? ¿Con la mantequilla a cuatro dólares la libra y los huevos a cinco dólares la docena, cómo podríamos seguir subsistiendo? Dulcie va cada vez menos al mercado francés y tus clientes se muestran remisos para vender sus mercaderías y pagar sus cuentas. Vaya, hace meses que no tengo un vestido nuevo y ahora tenemos otra boca que alimentar.

—¡Roberta! — exclamó su madre.

Si alguna duda le quedaba a Alaina sobre la necesidad de conseguir trabajo, la franqueza de Roberta reafirmó su determinación.

—No tengo intención de ser una carga — anunció—. El capitán Latimer está buscando un muchacho para trabajar en el hospital y yo aceptaré la propuesta… como Al.

—¡No harás tal cosa! — dijo Leala espantada—. ¡Nunca he oído nada tan ridículo! ¡lmagínense! ¡Una muchacha joven e inocente trabajando para esos sucios yanquis! Vaya, tu madre volvería de la tumba para atormentarme si yo consintiera en semejante tontería. La pobre Glynis tenía esperanzas de que aprendieras a conducirte como una dama. ¡Y ahora, mira cómo te encuentras, mi pequeña! ¿Qué se ha hecho de ti? — La mujer pareció disolverse en lágrimas, incapaz de soportar lo que esta guerra espantosa le había hecho a su sobrina.

—Vamos, mamá — la calmó Roberta, y palmeó a su madre en el hombro. Aunque siempre algo flaca y huesuda, Alaina había atraído, con sus encantos y su ingenio, a una corte de jóvenes admiradores que la rodeaban continuamente, y Roberta no quería compartir para nada la atención masculina con su prima. Por lo tanto, sólo pensó que Alaina, vestida de muchacho, no sería una rival. Ciertamente, la situación hasta podía resultar divertida. Alaina, de todos modos, siempre era demasiado arrogante pese a ser una prima del campo—. Los yanquis no sabrán que es Lainie. Creerán que es sólo un muchacho… Al… eso es todo. y ella representa muy bien el papel, nadie nunca descubrirá la verdad.

Angus asintió silenciosamente con su esposa. Su hermana, Glynis, a menudo se había desesperado porque Alaina se negaba a conducirse en una forma más apropiada. La muchachita parecía encontrar más placer retozando con sus hermanos, y Angus no dudaba de que era capaz de disparar un arma y de montar tan bien como la mayoría de los hombres. Si alguien podía llevar adelante una farsa así, Alaina era la más indicada.