CAPÍTULO 27

El carruaje siguió su viaje por las calles lodosas hasta que Olie lo detuvo frente a un edificio de ladrillos. Un cartel en el ángulo de la construcción de color crema afirmaba que se trataba del Nicollett House. En deferencia a la cojera de su empleador, Olie había acercado la berlina a la acera de tablas a fin de que pudieran descender con más comodidad. Ahora la lluvia caía con más intensidad y empapó rápidamente el sombrero y el abrigo de Cole cuando se apeó.

—¿Tienen equipaje? — gritó un joven musculoso desde la protección del portal.

Alaina levantó la vista sorprendida cuando Cole señaló el portaequipaje. No había pensado que estaría alojada con él en un hotel por ningún período de tiempo. Cuando se movió hacia la portezuela del carruaje Cole la tomó de la cintura y la depositó fácilmente sobre la ancha acera bajo la protección de un balcón del primer piso que sobresalía encima de la puerta principal, formando una especie de marquesina. Cuando su marido la condujo del brazo al vestíbulo del establecimiento, Alaina fue agudamente consciente del contraste entre sus ropas modestas y el rico decorado del interior. Pronto también notó que se convertía en el centro de la atención de la mayoría de los hombres que estaban en la habitación. Pensó que no se merecía tantas miradas de admiración y se preguntó cuánto tiempo haría que ellos habían visto por última vez una mujer.

Cole señaló la escalera y dejó caer una llave en la mano del muchacho. El joven partió apresuradamente con el baúl y el mayor regresó y en gesto posesivo puso una mano en la cintura de su mujer. Cuando la condujo a través del vestíbulo unos pocos hombres, al mirarlo a los ojos, saludaron brevemente con la cabeza, pero al reconocer el desafío de esa mirada volvieron a ocuparse de sus asuntos.

En el comedor escasamente ocupado la pareja disfrutó de una comida bastante tranquila, aunque Alaina encontró demasiado serio el ceño de Cole. Estaba devorando un delicioso postre con una ansiedad que revelaba su larga abstención de los dulces cuando el muchacho regresó con la llave y se marchó contando feliz las monedas que recibió como propina.

Salieron del comedor y después de un tramo de escalera Alaina se sintió obligada a protestar por la mano que la tomaba del codo no con mucha gentileza.

—¡Por favor! ¿Tienes miedo de perderme?

Cole se detuvo frente a una puerta, la abrió y la hizo entrar en la suite.

—Mis anteriores experiencias con usted, señora, me han vuelto comprensiblemente cauteloso. Usted tiene la costumbre de desaparecer en los momentos menos adecuados.

Alaina fue rápida en la réplica.

—Si me hubiera quedado, señor, usted no se habría visto obligado a casarse con Roberta sino conmigo. ¿Lo hubiera considerado más conveniente?

—El menor de dos males, seguramente — repuso él.

Alaina se sintió ruborizar.

—Como dijo usted, señora, mejor conmigo que con Jacques. — Cerró la puerta empujándola con el bastón. — Y mejor usted que Roberta.

—En la forma que usted peleaba con ella, eso no me parece un cumplido — dijo ella secamente.

—Teníamos poca consideración uno por el otro, es cierto — admitió Cole. Dejó su sombrero y su abrigo y sonrió—. Considerando todas las cosas, usted y yo nos llevamos mucho mejor.

Alaina se sintió tan vulnerable como la primera noche que pasó en el apartamento de él. Cruzó la habitación a fin de ponerse fuera de su alcance.

—¿Debo recordarle, señor, nuestras incontables discusiones?

—Recuerdo unas pocas veces en que usted perdió el control de su carácter…como en el hospital después que me hirieron. Sin duda, consideró un crimen que yo la deseara.

—¡Era un hombre casado! — exclamó Alaina—. y no me gustó que me abrazaran y tocaran cuando cualquiera hubiera podido vernos.

—Mis disculpas, señora. — Sonrió sardónicamente e hizo una breve reverencia. — Hubiera debido esperar una mejor oportunidad.

—Sabe que no es eso lo que quiero decir — dijo ella con dignidad.

—Usted se paseaba por las salas levantando considerablemente el espíritu de los soldados — declaró Cole con crudeza—. Ciertamente, el teniente Appleby parecía ansioso de cortejarla y algo más, mientras yo tenía que limitarme a mirar cómo la perseguía como un escolar enamoradizo. ¡Y usted se lo permitía!

—¿Y por qué no? Era agradable ser cortejada por un caballero para variar, y pese a lo que usted pudo imaginar, él siempre fue un caballero. También era un hombre libre, si lo recuerda, mientras que usted no lo era. Usted sólo quería otra amante para añadir a su serrallo mientras que él quería una esposa.

—¿Acaso se lo propuso? — preguntó Cole con aspereza, y cuando ella asintió, preguntó: — ¿Entonces por qué no se casó con él?

—Estaba cansada de soldados yanquis, especialmente de los oficiales. — Arqueó una ceja y lo miró con recelo. — Además, no estaba enamorada de él.

Cole resopló despectivamente.

—No está enamorada de mí, tampoco. Eso lo ha expresado con suficiente claridad.

Alaina se volvió y se encogió de hombros. Se sentía cada vez menos segura de las razones que la llevaron a casarse con él. Estaba cansada de luchar por sobrevivir. Todo lo que deseaba era un breve interludio de tranquilidad. Sin embargo, con Cole como marido eso parecía quedar fuera de su alcance.

Alaina entró en el dormitorio y regresó de inmediato. Cole la conocía lo suficiente para interpretar la mueca de fastidio que apareció en el rostro de Alaina. La suite tenía sólo un dormitorio. Pasó junto a ella que seguía en la puerta, entró en la habitación, se quitó la chaqueta y corbata y abrió su chaleco y su camisa.

—Pensé que iríamos a nuestro hogar antes que llegara la noche — dijo ella con algo de timidez.

El levantó la vista y empezó a arremangarse la camisa.

—Pronto llegaremos allí, Alaina. No tengas temor.

—Si tienes cosas que hacer en la ciudad, quizás Olie pueda encontrar a Saul o al señor James antes que se marchen y yo podría ir con ellos. Sólo sería una molestia para ti si me quedara aquí.

Cole tensó su mandíbula. De modo que ella seguiría haciendo la virgen cuando los dos sabían que no había motivos para eso.

—No permitiré que viajes sacudiéndote en un carro como una sirvienta. Te llevaré a mi casa con más dignidad de la que pareces esperar.

—Vosotros los yanquis habláis mucho de orgullo y dignidad — replicó ella con altanería. Son lujos que últimamente no he podido permitirme.

Cole se acercó y Alaina casi retrocedió ante esos ojos súbitamente fieros. Pero se sobrepuso y le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Puedes disfrutar de cualquier lujo que yo — se golpeó el pecho para acentuar las palabras — pueda permitirme. — Se enderezó pero siguió mirándola a los ojos. — Sugiero que dejes de lado esta tonta idea que tienes sobre las ropas que compré para ti. Si no puedes aceptar el casamiento conmigo privadamente, te pido que pienses en lo que deberías hacer por guardar las apariencias. No puede ser muy difícil para ti, querida mía, pues ya te has disfrazado de muchas cosas.

Alaina contuvo su lengua con dificultad. Estaba decidida a no permitir que sus emociones se enredaran con el hecho de que era la esposa de él y por lo tanto sería mejor permanecer callada. Como él parecía esperar una respuesta, se encogió de hombros.

—No esperaba que me vería alojada tan íntimamente contigo, eso es todo.

—¿La idea de compartir una cama conmigo te resulta desagradable? — preguntó él.

—No es compartir una cama lo que me preocupa. Es lo que puede suceder en una cama. — Levantó la nariz con altanería y dejó que él regresara al saloncito.

Cole juró entre dientes. Se había equivocado al pensar que ella se mostraría más sumisa. Era el paradigma del Sur, terco y orgulloso. Sin embargo, pese a todo su espíritu y su fuego, no exhibía nada de la maldad de Roberta, y aunque ella lo eludía con habilidad, él no se sentía ni rechazado ni desalentado por su actitud. Por cierto, toda la situación le parecía más bien un desafío.

Se acercó y trató de ayudarla a desatar el nudo que ella había hecho distraída con los lazos de su capa.

—Puedo arreglármelas sola. Gracias — dijo ella, rechazando la mano tendida.

Cole se apoyó en el marco de la puerta.

—Como guste, señora. Será interesante ver cuánto tiempo puede mantenerse indiferente a este casamiento.

—Si fuera un casamiento apropiado, no veo cómo podría mantenerme indiferente. — Por fin desató el nudo y se quitó la prenda de lana. — Pero no son lazos matrimoniales los que tenemos aquí. Es un arreglo, y un arreglo temporario.

Se volvió, se alisó el pelo y se detuvo cuando vio que Cole la miraba con una intensidad que la hacía sentirse desnuda. La mirada de él recorrió los pechos altos y llenos y la fina cintura.

—Espero no decepcionarte.

—Al contrario — replicó él con vivacidad—. Has florecido en forma asombrosa. — Extendió una palma, pensativo. — Estoy pensando en el frenesí de murmuraciones que se producirá cuando te presente como mi esposa.

—¿Porque vengo del sur? — preguntó Alaina, interpretándolo equivocadamente—. ¿O porque te has casado tan pronto después de la muerte de Roberta?

Cole se sentía divertido.

—Esto es todavía una frontera. No se espera que un hombre permanezca viudo cuando podría tener que pasar solo el invierno.

—A menos que hayas hablado de mis circunstancias personales con alguien — arguyó ella —, no imagino por qué yo tendría que despertar interés…

—No tengo la costumbre de inclinarme sobre los oídos de la gente con cuestiones personales mías — le aseguró Cole secamente. Se volvió hacia una mesa cercana sobre la cual había una bandeja con varios botellones y copas. Ante su mirada de interrogación, Alaina rechazó una copa con un movimiento de cabeza. Cole se sirvió un brandy—. Cómo logré una esposa tan hermosa sin salir del territorio será la pregunta que todos se harán. «¿Prima de Roberta?, murmurarán, y en seguida se preguntarán unos a otros. «¿Crees que han sido amantes alguna vez ?» — Rió con ganas ante la mirada asesina que le dirigió Alaina. Bebió el licor y fue a sentarse en un sofá. — En verdad, Alaina, parece que has superado a tu prima en todos los aspectos.

No sabiendo si sentirse halagada o insultada, Alaina le dirigió una sonrisa leve y fugaz.

—No quiero parecer tonta, pero ¿qué quieres decir exactamente con «en todos los aspectos»?

Cole respondió con una pregunta.

—¿Sabes lo hermosa que eres?

Alaina fue tomada desprevenida. ¿Hermosa con ropas de viuda? Con cautela, preguntó:

—¿Estás intentando tomarme por tonta?

Ella miró con expresión de duda.

—¿Todavía virginal, Alaina?

Ella se ruborizó intensamente.

—¡Tú deberías saberlo más que ninguno! Pero — añadió en tono de reprobación — debo recordarte que me confundiste, me tomaste equivocadamente por Roberta.

Cole la miró y saboreó un pequeño sorbo del licor color ámbar.

—No totalmente.

—¿Cómo? — Su incredulidad se traslució en su voz. — ¿Quieres decir que no fuiste engañado como dijiste una vez ? — Rió con sarcasmo. — Entonces mis oídos me engañaron. Yo hubiera podido jurar que gemiste en agonía por haberte casado con Roberta.

Cole la miró.

—Desafortunadamente, fue sólo después de formular los votos que comprendí que la pasión no era uno de los puntos fuertes de Roberta, que ella era diferente de la joven con quien me acosté originalmente en la casa de Craighugh.

Alaina se volvió, incapaz de soportar esa sonrisa irónica.

—Si no te importa, me gustaría refrescarme un poco.

—Desde luego. — Cuando ella corrió hacia la puerta del dormitorio, él la detuvo con un comentario. — Las ropas de viuda no son desfavorecedoras, Alaina, pero tienden a comunicar tristeza a todo lo que nos rodea. — Los helados ojos grises lo miraron con fijeza. — Es mi deseo que luzcas un vestido más apropiado para la ocasión.

—¿Ocasión? — repitió ella fríamente—. No sabía que estábamos celebrando algo.

—He hecho una mujer honesta de ti — dijo él lentamente—. ¿Eso no es motivo suficiente?

Alaina no pudo contener la ira.

—¡Oh, yanqui cabeza de mula! ¡Te llevó bastante tiempo encontrar la mujer apropiada!

Cole respondió con carcajadas y Alaina entró en el dormitorio. Cerró la puerta, se quitó el vestido negro y pensó muchas maldades del hombre en la habitación contigua. Se lavó la cara y los hombros, ahogando una exclamación al contacto con el agua fría. Se cepillo el pelo hasta dejarlo brillante, lo partió al medio, desenredó las puntas suavemente curvadas y las reunió dentro de una redecilla de seda de color gris claro. Entre los pechos y detrás de los lóbulos de las orejas se aplicó el perfume que tomó de la caja que él le enviara. No había podido resistir la fragancia evasiva y delicada, insinuante y seductora, pero jamás le confesaría a él esa debilidad. Que adivinara, si podía.

Posó los ojos sobre un vestido de seda gris que había sacado de su fiel maleta de mimbre. Cole quizá se sorprendería al comprobar que ella no era una indigente total, y se regodeó con ese pensamiento. Levantó con cuidado el vestido sobre su cabeza y se lo puso. Era una prenda que había logrado comprar con dinero trabajosamente ahorrado pero, como la mayor parte de su guardarropa, había pertenecido previamente a otra persona, una joven amiga de la señora Hawthorne. El corpiño simulaba una chaqueta de diseño zuavo y tenía adornos de cinta de color gris hulla. Linón bordado imitaba una blusa malva de cuello cuadrado y adornos de la misma tela asomaban en las mangas de la falsa chaqueta. Por lo menos, así vestida no podrían acusarla de tener el aspecto de una huérfana sin hogar.

Cole se había reclinado en el mullido sofá para esperar que su esposa terminara de acicalarse, y cuando ella por fin emergió del dormitorio, se puso rápidamente de pie.

—No recuerdo este vestido entre los que te envié.

—Yo tenía un poco de dinero — murmuró Alaina y bajó la vista ante la mirada abiertamente admirativa de él, estremecida y satisfecha consigo misma por haber podido sorprenderlo.

—Es muy tentador — admitió él.

Alaina aceptó el cumplido con una suave, discreta sonrisa. Se le ocurrió que quizás había enfocado todo este asunto del casamiento en una forma poco sabia. Roberta hubiera sido más astuta y se hubiese valido de artimañas para sacar ventajas. A veces, los métodos de la prima mayor habían resultado más efectivos. Un poco de mostrar el pecho, un poquito de aletear los párpados y manejar a un hombre resultaba mucho más fácil. Pero a Alaina le era difícil imaginar a Cole dejándose manejar sumisamente.

Cole se acercó y ella tuvo que reprimir un impulso de retroceder cuando él levantó una mano hacia la parte superior del vestido. Sintió contra su piel, como si fueran de fuego, los dedos de él que se deslizaron entre sus pechos para sacar el medallón de ese tibio nido. Levantó el disco de oro y lo examinó.

—Creí que ahora ya no seguirías usando esto.

Alaina lo miró a los ojos y temió haber perdido más terreno que el ganado. Todavía le quemaba la piel donde él la había tocado y apenas podía respirar con regularidad.

—Lo uso para recordar mis pasadas tonterías.

—¿Tonterías? — Enarcó una ceja. — ¿Tuyas o mías?

—Tómalo como prefieras. — Alaina se encogió de hombros. — ¿Acaso puede llamárselo de otra forma?

Contemplando las mejillas encendidas de ella, él volvió a poner la medalla en el suave valle y con amoroso cuidado enderezó la cadena alrededor del cuello. Alaina permaneció dócil bajo la mano ardiente. Tío Angus le había advertido cuidadosamente antes de su partida que la ley no reconoce el matrimonio casto. En realidad, había insistido en que el estado de abstinencia debía ser celosamente conservado como único medio de escapar al matrimonio cuando las condiciones lo permitiesen. Sus palabras volvieron a Alaina con viva claridad: «El hombre es un yanqui y ya ha maltratado a mi pobre Roberta hasta matarla. No quisiera que fueras mal preparada a reunirte con él. Y te advierto que ni el doctor Brooks ni la señora Hawthorne tienen alguna responsabilidad en esta cuestión. La responsabilidad es solamente mía.»

Empero, aquí se estaba enfrentando a este "libidinoso aventurero yanqui» y su preocupación era más causada por sus propias reacciones que por el contacto de él. Casi quedó sin respiración cuando la mano de él descendió y se apoyó posesivamente en su cadera.

—Doctor Latimer — murmuró dulcemente—. Creo que ambos hemos aceptado que este sería un casamiento solamente de nombre. ¿Por casualidad lo ha olvidado?

—Me pregunto — musitó él en alta voz — si el acuerdo sobrevivirá a la prueba de la carne.

Alaina rió con aterciopelada suavidad, trayendo a la memoria de Cole la ardiente visión de una joven desnuda en sus brazos.

—Nada como las promesas de virtud para encender los deseos, ¿eh, mayor? — Le golpeó suavemente la muñeca. — ¿Y dónde perdí mi virtud sino en la cama de un yanqui?

—De modo que ahí está el problema. — Cole retiró la mano y, luchando por dominar el deseo que crecía en su bajo vientre, se acercó a la ventana. — Poseída en la cama de un yanqui, ahora busca la venganza.

—¿Venganza, señor mío? — Rió suavemente, provocativamente. — Dígame, señor, por favor, ¿cómo podría vengarse una dama sureña de su esposo yanqui?

Cole giró y la miró ceñudo.

—Creo, señora, que no necesito decirle eso, porque usted parece saberlo muy bien.

Alaina se percató de que había encontrado una grieta en la coraza de él, aunque no estaba segura de cómo la había abierto.

Pasó un momento que ensanchó la brecha entre los dos. El ceño de Cole se tornó ominoso y ella perdió mucho del coraje que la había sostenido hasta entonces. Se sintió muy aliviada cuando llamaron suavemente a la puerta. Su mirada siguió a Cole, quien cojeó hacia la puerta, y antes que él tomara el tirador, encontró nuevamente su voz y dijo:

—Mayor, si es alguien que usted está esperando o con quien tiene negocios que discutir y desea hacerlo a solas, puedo retirarme al dormitorio.

Cole encontró agraviante que ella se le dirigiese de un modo tan formal.

—Quédese, señora — dijo con firmeza—. Le informaré cuando desee estar solo. Hasta entonces, tiene mi permiso para quedarse.

Alaina cruzó los brazos y se sintió como una niña reprendida. Se abrió la puerta y ante la invitación de Cole entró un hombre corpulento. Después de quitarse una gruesa capa de abrigo de su cuerpo bajo, el rotundo individuo levantó la pequeña maleta que había dejado entre sus pies y miró a su alrededor.

—Ah, presumo que ésta es su esposa — dijo, y como no oyó ninguna negativa, se acercó a Alaina—. No creerá lo que su marido ha ordenado para usted, señora. ¡Lo mejor! ¡Absolutamente lo mejor!

—¿De veras? — Alaina miró hacia Cole, quien súbitamente había asumido una expresión remota.

—¡Oh, sí, señora! — balbuceó el hombre obeso y señaló la maleta. — Con su permiso, doctor.

Cole asintió en silencio y el individuo levantó lentamente la tapa de la maleta para exhibir su contenido ante Alaina.

Alaina quedó atónita porque allí, dispuesta sobre terciopelo oscuro, había una colección de joyas dignas de una reina. Rodeando un grueso anillo de oro incrustado con diamantes y rubíes había varias sartas de perlas, un collar de esmeraldas con aretes haciendo juego y un grupo de grandes diamantes montados en un pendiente de oro exquisitamente trabajado, con pendientes para las orejas de diamantes en forma de lágrimas.

Cole se puso al lado de su esposa y se inclinó para examinar las piezas.

—Todo perfecto, señor — dijo el radiante joyero—. Yo mismo lo revisé todo. Mire estos diamantes. ¿Ha visto alguna vez algunos tan brillantes ? ¿La señora desea probárselos?

Cole levantó el collar y se volvió hacia Alaina. Para no contrariarlo delante del joyero, ella dejó que él le pusiera el collar en el cuello. ¡Una belleza! — murmuró Cole sin mirar la joya.

—¡Sí! ¡Por cierto! — cloqueó el joyero.

—Alaina, mi chaqueta, por favor. — Cole señaló el dormitorio con un movimiento de cabeza. — ¿Puedes traérmela, cariño?

—Sí, claro — murmuró ella, extrañamente enternecida por la palabra afectuosa y sin embargo sabiendo que, como había dicho él, sólo por las apariencias, lo mismo que las ropas y las joyas.

En el dormitorio Alaina tomó la chaqueta de Cole y la puso sobre su brazo. Pensativa, acarició el rico paño. Qué fácil sería dejar que las apariencias se convirtieran en realidad… si por lo menos no hubiera ese arreglo entre ellos. Cole era guapo y todavía joven. y aunque no estuviera presente el amor, lo mismo podrían formar un matrimonio dichoso. ¿Quién podía predecir los milagros que podría traer el futuro? Empero, había sido la palabra de él la que trazó la frontera entre los dos y el orgullo de Alaina no le permitía cruzarla.

Cole recibió de ella la chaqueta, sacó su cartera de cuero, contó varios billetes grandes y se los dio al hombre.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted, doctor Latimer. ¿Me avisará cuando pueda ofrecerle otra vez mis servicios ?

Cole llevó al hombre hasta la puerta y lo despidió con cortesía. El joyero hizo una reverencia y se marchó.

Ahora la comedia ha terminado, pensó Alaina. Por lo menos hasta que estuvieran otra vez en compañía de otros, Cole olvidaría las palabras tiernas y ella le recordaría su posición.

—Me temo que me es imposible aceptar las joyas. Nunca podría pagártelas.

—No seas absurda, Alaina — repuso él y sacó el anillo de su nido de terciopelo—.Por supuesto, usarás esto y yo quiero que lo uses. — Le tomó la mano y deslizó el anillo en el tercer dedo. — Y esta sortija, señora mía, nunca dejará tu mano.

—¿Una sortija de boda? — susurró Alaina, mirándolo incrédula.

—¿Es extraño que un marido le dé una a su esposa? ¿O es que dudabas de que recibirías una? Debo disculparme por la demora. Llevó cierto tiempo hacer traer el anillo hasta aquí. — Se encogió de hombros. — Supongo que hubo cierta confusión sobre la inscripción que tiene en el interior. Quizá el nombre los desconcertó.

Eso era comprensible puesto que había varias formas de escribir su nombre. Pero no era eso lo que preocupaba a Alaina. Teniendo en cuenta el arreglo, el costo del anillo parecía desproporcionado.

—Nosotros realmente no estamos… quiero decir. — Momentáneamente le pareció imposible explicarse. — Estamos casados, es cierto. Pero en realidad no somos… — Cole la miró con curiosidad hasta que ella se ruborizó y se volvió, confundida. — No esperaba esto, eso es todo. No esperaba nada de esto. — Señaló el estuche. — Me es imposible aceptarlo.

—Puras tonterías, Alaina — repuso él con impaciencia—. El valor de las joyas no se perderá si tú las usas, y las usarás. Serás presentada como mi esposa y vestirás en una forma adecuada a tu posición.

¡Otra vez las apariencias! Su vida estaba volviéndose toda una serie de farsas y comedias.

—Si como dices las piezas no pierden nada de su valor con el uso, entonces consiento en usarlas. — No era capaz de pensar con lógica. — Pero las ropas son algo diferente. Las usaré sólo cuando pueda pagarlas.

—¿Cómo esperas pagarlas cuando ni siquiera estás dispuesta a aceptar dinero de mí? — preguntó él.

Alaina se encogió de hombros.

—Limpié el hospital por un salario. Puedo limpiar tu casa por un salario.

Cole alzó una mano.

—Tengo todos los sirvientes que necesito.

—Entonces, en tu consultorio, quizás. He ayudado al doctor Brooks…

—Eso estuvo muy bien, señora. — Su tono fue cáustico. — Pero desafortunadamente, ya no ejerzo mi profesión.

Alaina lo miró desconcertada.

—¿Quieres decir que has renunciado a tu carrera?

—Algo así — dijo él secamente y desechó cualquier otra pregunta. Ella no deseó seguir poniendo a prueba su paciencia. No obstante, quiso quedarse con la última palabra y dijo firmemente:

—Si no puedes encontrar empleo para mí debo rechazar los vestidos.

El ceño de Cole se volvió fiero. Conocía demasiado bien a la joven y sabía que no cambiaría de opinión en muchos días. Pero estaba decidido a que ella no anduviera en harapos. De pronto rió y preguntó:

—¿Has considerado la posibilidad de trabajar de esposa para mí? Alaina se puso rígida, temerosa de la dirección que podía tomar esa conversación.

—Según ha sido redactado el contrato nadie sospecharía que no lo soy. ¿Qué tienes pensado que yo debería hacer para ganar un salario?

Como pensando en la pregunta, Cole se rascó el mentón.

—Tengo un ama de llaves, dos criadas para la limpieza, una cocinera, un muchacho recadero y un hombre para atender la puerta.

Si excluimos esas tareas, ¿qué nos queda?

La más obvia obligación de una esposa quedó sin mencionar, pero ella no caería en la trampa.

—Puesto que tenemos el arreglo establecido entre nosotros, yo supondría que estás hablando de la obligación que tiene una esposa de desempeñarse como anfitriona.

—¿Una anfitriona? ¿Una señora de mi casa? — La miró lentamente de pies a cabeza. — ¿Sin experiencia?

—Yo aprendo rápidamente — replicó ella.

—Quizá yo tenga otra cosa en la mente — señaló él.

Alaina lo miró con calma.

—¿Y cuál es tu sugerencia?

Cole abrió la boca para responder, pero alguna conmoción se produjo en su interior, porque de la perplejidad pasó rápidamente a la cólera.

—Como sugieres, por supuesto, una anfitriona — repuso rápidamente—. Será mi refugio en medio de una aburrida sociedad de madres que parecen detestar el hecho de que un hombre deba permanecer soltero y de padres con pistolas demasiado grandes. Serás mi representante, mi delegada, por así decir. ¡Esa será tu obligación! — Tomó la chaqueta del respaldo del sofá y empezó a abotonarse la camisa. — ¡Y en retribución representarás el papel como corresponde a mi esposa!

Ella no tuvo oportunidad de discutir porque él cojeó hasta la puerta, la abrió y dijo:

—Ponte cómoda, mi amor. Podría pasar un rato hasta que yo pueda recordar que sigo siendo un caballero.

Con eso se marchó dando un portazo. Alaina oyó girar la llave en la cerradura y después sus pisadas irregulares en el pasillo. Se pasó los dedos trémulos por la frente. Era una prisionera. El había cerrado la puerta con llave. Pero por el momento estaba libre de su abrumadora presencia.

Alaina regresó al dormitorio y se quitó el vestido de seda y el collar. La invadió un gran cansancio y sintió necesidad de dormir. La discusión con Cole la había dejado agotada y el sueño agitado que había tenido durante la noche sería insuficiente para seguir resistiendo. Se le ocurrió que una noche en el sofá estaba dentro de las posibilidades, porque sabía que cualquier cama y Cole Latimer eran una combinación desesperada y que sería mejor evitarla como al infierno.

Se quitó la redecilla y sacudió su cabellera. Llevó las manos a su espalda y tiró de los lazos de su corsé, pero las viejas cintas se rompieron y la prenda se aflojó de golpe. Exasperada, arrojó el corsé sobre un arcón y empezó a desatar la cintura de su enagua. Tendría que tomar prestadas las cintas del corsé que Cole le había comprado o prescindir de la prenda.

Sorprendida, oyó girar una llave en la cerradura. Como no se le ocurrió una razón que explicara el regreso de Cole sintió algo de temor, sabiendo que las costosas joyas habían quedado a su cuidado.

Se echó sobre los hombros la capa de lana, fue hasta la puerta del dormitorio y esperó. Se sintió profundamente aliviada cuando apareció Cole, quien arrojó a un lado la chaqueta que traía en el brazo y cuando se volvió para cerrar la puerta, Alaina vio que la costura de su pantalón se había abierto todo a lo largo de la pierna, dejando ver la pernera blanca de su calzoncillo.

—¿Qué pasó? — preguntó preocupada.

—Me enganché en un maldito clavo — gruñó él. Alaina contuvo un deseo de reír y sugirió.

—Si te quitas los pantalones y me los entregas, yo podré remendarlos.

Fue al dormitorio, sacó su equipo de costura y lo abrió sobre la cama, pero de la otra habitación le llegó la voz irritada de Cole.

—¡Maldición, mujer! ¿Crees que voy a quedarme aquí en calzoncillos? Me cambiaré y el hotel podrá remendarlos.

Alaina cerró cuidadosamente la puerta para negarle la entrada en el dormitorio, pero comprobó que la llave no estaba en la cerradura. Un brillo suave cerca de la pared recompensó su esperanzada mirada hacia el suelo, y estaba inclinándose para recoger la llave cuando la puerta se abrió y la golpeó en las nalgas. Se irguió en seguida como un resorte y se sintió completamente ridícula ante la mirada de Cole.

—Su manía por la intimidad me está cansando, señora. No tengo intención de quedarme en el salón semidesnudo mientras me cambio los pantalones. Lo haré aquí, en mi dormitorio, como corresponde.

Ella movió la cabeza en un gesto de impaciencia.

—Entonces, señor, yo esperaré afuera.

Cuando iba hacia la puerta, Cole la tomó de un brazo y con la otra mano dio un portazo. Ella se detuvo sorprendida y lo miró.

—¿Con la llave en su mano, lista para encerrarme? ¿Y con su capa puesta, preparada para escapar? — preguntó él. Le arrebató la llave—. Creo que no, señora. Usted esperará conmigo hasta que yo por lo menos esté vestido como para poder salir en su persecución.

Cole cerró con llave, sacó la llave de la cerradura y la arrojó hacia atrás con despreocupada determinación. Su puntería fue sorprendente, porque después de rebotar en la pared, un ruido casi musical sonó en la habitación cuando la llave golpeó contra la gran escupidera de bronce.

Alaina había seguido con la vista el vuelo de la llave y después de una breve pausa se encogió de hombros.

—Creo que tendrá dificultad para recuperar su llave, señor.

Cole miró la escupidera con expresión indolente.

—Pertenece al hotel. Que ellos la recuperen.

Alaina se volvió y la capa se abrió y mostró la enagua remendada.

—¡Qué demonios! — Cole le arrancó la capa de los hombros y la arrojó sobre una silla. Ella lo miró con una leve interrogación en la mirada.

—¡Por el fantasma de! gran César! He visto ropas mejores en la esposa de un trapero.

—Su atención a los detalles de la indumentaria femenina es verdaderamente sorprendente, señor. Por cierto, usted parece muy enterado acerca de las prendas interiores de las mujeres — replicó ella con irritación, y en seguida se disculpó mientras alisaba con la mano la prenda en cuestión—. Pero ésta me ha servido bien y yo la conservo en buen estado.

—Una labor muy elogiable, señora — resopló Cole, y con un rápido movimiento tiró de una cinta y soltó la cintura de la enagua.

—¡Señor! — exclamó Alaina mientras su enagua caía al suelo.

El miró los sencillos pantalones de mujer hechos en tela de algodón que ceñían las caderas esbeltas pero bien redondeadas. No pudo ocultar una expresión de admiración.

—Tengo una esposa que se viste como la sirvienta de un granjero — gruñó, medio para sí mismo —, aunque yo la he provisto con cosas mejores.

Exasperado, fue hasta el sacabotas y se descalzó. Miró hacia atrás y se encontró con que ella lo miraba con una sonrisa entre divertida y tolerante, como si él fuera un niño caprichoso. Ello lo irritó más, le hizo olvidarse del buen sentido y pensar que era tiempo de ejercer su autoridad. Repitió sus palabras anteriores, pero esta vez con la firmeza de una orden.

—En adelante, te vestirás como corresponde a la señora Latimer.

—Cuando usted se haya ido, señor — repuso ella con calma.

—¡Ahora!

—¡No!

Casi con incredulidad, él preguntó:

—¿Qué has dicho?

—¡Dije que no!

¡La caprichosa se atrevía a desobedecerle! Cole lanzó su camisa y su chaleco sobre una silla, se acercó al baúl abierto de ella y sacó la maleta de cuero que le había enviado. la abrió y revolvió su contenido, que desparramó descuidadamente sobre la cama.

—¡Toma! — le arrojó a los pies una fina camisa de gasa. — ¡Te pondrás esto! ¡Y esto! — Siguió sacando pantalones, medias de seda, vaporosas enaguas y un corsé de satén y encaje en rápida sucesión. La última prenda que sacó fue un vestido de viaje de terciopelo verde oscuro, ricamente adornado con presillas de cuero y botoncitos de color marrón. — ¡Y esto! ¡Quiero verte con esto!

Alaina había recuperado su compostura y también su terquedad. Dejó las prendas a sus pies y aunque no intercambiaron palabras, la expresión de sus ojos fue de pura rebelión. Deliberadamente le volvió la espalda, cruzó los brazos y empezó a golpear el suelo con la punta del pie.

Una sonrisa casi lasciva separó los labios de Cole cuando sus ojos se posaron en la cama. Pero no quiso que ella la viera y adoptó un ceño ominoso. Se le acercó y su mano tomó las tijeras del equipo de costura. Rápidamente sus dedos tiraron de la cintura de los pantalones de ella y después de un rápido corte, la prenda cayó flojamente. Con una exclamación de sorpresa, Alaina trató de levantarlos y recuperar su decoro, pero Cole, con la mano segura de un cirujano, cortó las cintas que sostenían la prenda en los hombros. la prenda cayó y Alaina apenas alcanzó a sujetarla antes que fuera demasiado tarde. Giró, con una expresión de indignación en el rostro.

—Aahh — sonrió Cole, condescendiente—. Ahora tengo tu atención. — Hizo una reverencia e inclinó su torso semidesnudo en un gesto cortés. — A sus órdenes, señora. El día es todavía joven.

Alaina subió la prenda para cubrirse el pecho, consciente de la mirada presuntuosamente posesiva que recorría su cuerpo. El se volvió lentamente, sacó un pantalón de su maleta y lo puso sobre la cama. Desabotonó su bragueta, se bajó los pantalones rotos y se sentó en el borde de la cama para quitárselos. Pero la curiosidad lo venció y no pudo resistir el deseo de mirar hacia atrás. Su esposa se había movido, dejando las finas prendas donde estaban, y ahora se encontraba en un rincón de la habitación, mirando la pared, negándose tercamente a mirarlo a él. Los ojos de Cole recorrieron las bellas curvas, desde la columna esbelta y enhiesta del cuello hasta la tentadora plenitud de las caderas. La femineidad de Alaina despertó su deseo, y Cole sintió un endurecimiento conocido debajo de su ropa interior.

Se levantó y fue a situarse detrás de ella, sin tocarla, pero lo suficientemente cerca para que ella quedara atrapada y no pudiera moverse sin entrar en contacto con él. Apoyó el antebrazo en la pared y miró la curva tentadora de los pechos que se hinchaban casi libres bajo la camisa dañada y la mano que la sujetaba.

—Eres una mujer, Alaina — murmuró roncamente.

—¿De veras? — dijo ella y apretó con más fuerza la camisa contra su pecho.

—Lo suficiente para volver loco a un hombre — jadeó Cole.

—No tenía idea — se disculpó ella, aunque la presencia de él casi la dejaba aturdida—. Pero quizá desees probar tus palabras.

—¿Probar?

—¡Tu insania! ¡Tu locura! — Se esforzó por hablar en un tono petulante y despreocupado. — Pero no tienes por qué fastidiarme. Un poco de espuma asomando entre tus labios bastaría para probarlo.

El aroma embriagante del perfume de Alaina se mezclaba con el aroma de la mujer y llenaba la cabeza de Cole y le encendía la sangre.

—Es conveniente que estés casada, Alaina, porque si estuvieras libre, terminarías como la querida de algún príncipe europeo. Estás hecha para el amor.

La cercanía de él amenazaba con destruir la compostura de Alaina. Pero sólo amenazaba.

—¿Casada? ¿Un arreglo de naturaleza temporaria?

—Sí. — El estiró la mano para acariciar la sedosa suavidad de un hombro desnudo. — Legal y válidamente casada ante cualquier tribunal de la ley.

Ella se apartó de su contacto, incapaz de respirar.

—Yo diría que fue nada más que un acuerdo, un arreglo.

—Por supuesto — rió él por lo bajo—. Un acuerdo para calmar los escrúpulos de tu tío a fin de que él firmara los papeles. Pero por definición, eres mi esposa.

—Dentro de la castidad y la abstinencia — continuó ella, luchando por no perder el control de sus pensamientos.

—Somos marido y mujer — dijo él con voz ronca—. ¿Qué tiene eso que ver con la castidad y la abstinencia ?

—Nosotros somos el doctor Cole Latimer — dijo ella con voz indiferente, inexpresiva —, héroe herido de la Unión, y Alaina MacGaren, buscada por asesinato, traición, robo, espionaje y otros delitos.

—Estás aquí porque yo me casé contigo. Alaina rió brevemente.

—Estoy aquí porque no tenía alternativa.

—¿Alternativa? Sí, claro. No pudiste elegir. — Dejó de lado las palabras airadas de ella. — Tú eres la elegida, mi amor. — Pasó los dedos por el pelo oscuro y brillante de Alaina, alisándolo como con reverencia. — La elegida indiscutida.

Las suaves palabras y las caricias de él despertaron en Alaina respuestas cosquilleantes en lugares que ella trató de ignorar. Esta traición de su propio cuerpo fue sentida como una vejación. Tontamente, había creído que todos los fuegos que una vez sintiera en presencia de él estarían ahora apagados por el insulto de la propuesta matrimonial, si no definitivamente, fáciles de extinguir a voluntad. Pero estaba volviéndose consciente de la locura de esa suposición. El tocaba, ella ardía. Era algo difícil de aceptar para su orgullo, especialmente cuando era él quien había exigido un matrimonio casto. ¿Qué esperaba de ella?

—Tratas la palabra amor a la ligera, cuando esa misma emoción debería ser una prueba previa de devoción y compromiso, antes de formular los votos matrimoniales.

Cole bajó su cara hasta rozar el cabello de Alaina a fin de aspirar profundamente su fragancia. Para ella, fue como un ruido áspero que la hiciera estremecer. Se acercó más a la pared, tratando de romper el contacto que tanto la turbaba.

—Modérese, señor — dijo secamente—. Eso no está dentro de nuestro arreglo.

—Al demonio con los arreglos y las cosas previas — murmuró Cole—. Sólo un hombre puede saciar tu deseo y no permitiré que otro lo haga.

La apartó de la pared y la levantó en brazos mientras ella luchaba por cubrir su desnudez.

—¡Mayor! — dijo ella sin aliento—. Este juego ha llegado demasiado lejos. ¡Déjeme!

—Los juegos son para los niños, mi amor. Pero esto es algo entre un hombre y una mujer. — La miró con ojos ardientes y caminó decidido hacia la cama. — No habrá más fingimientos entre nosotros en nuestro lecho matrimonial.

Cole se arrodilló sobre su colchón y la depositó con suavidad. Antes que ella pudiera moverse, sus brazos la atraparon como dos columnas. Cole descendió sobre ella hasta quedar tendido. Alaina no se atrevió a tratar de liberar su mano por temor a tocar alguna porción de la entrepierna de él y confundir innecesariamente la débil defensa que pudiera oponerle.

Demasiado vívido estaba el recuerdo de aquella primera noche, cuando la resistencia física de nada le sirvió. Aparentemente, él no tenía intención de soltarla hasta después de haber saciado sus deseos y de que los votos matrimoniales quedaran sellados en un nudo físico de pasión.

Alaina se sintió estremecer, pero en lo más profundo de su ser quedaba todavía un vestigio de cordura. «¡No, detenlo!», rugió la voz severa de su conciencia. Su mente re asumió sus funciones y pensó en Cole como en un niño malcriado que siempre había tenido lo que quería. Mujer que deseaba, mujer que tomaba. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que él viera otra de su agrado? Alaina sintió que su cólera despertaba y pensó valerse de ello. Dejó su cuerpo fláccido debajo de las caricias de él.

—¿Tiene que ser así? — susurró ella—. ¿Igual que antes?

El se incorporó levemente y la miró desconcertado. La hermosa boca de Alaina se curvó en una dulce sonrisa.

—Ya me has dado las joyas. ¿Cual será mi precio esta vez? ¿Tengo que entregarme por las ropas? — Sus dedos jugaron con el medallón cuya cadena de oro brillaba cálidamente contra la cremosa desnudez de sus pechos. — ¿Tienes otro medallón como éste? Oh — Alaina rió suavemente —, te estás volviendo extravagante con tus caprichos.

La suavidad de su tono no ocultaba la amarga ironía de sus palabras. Cole sintió que su deseo se apagaba, pero trató de volver a despertarlo bajando sus labios hacia la boca de ella.

—¿Así conquistabas a Roberta… con dulce devoción? — preguntó ella en tono inocente.

Cole apretó los dientes y se apartó lleno de frustración. Se levantó de la cama y, vibrándole de cólera las aletas de la nariz, la miró fijamente. Ella se sentó y se cubrió con los brazos el pecho desnudo.

—¿No soy digna del precio? — preguntó fingiéndose herida.

Una maldición salvaje brotó de los labios de Cole, quien tomó sus ropas y sus botas y salió cojeando del dormitorio. Un momento después, Alaina apareció en la puerta cubriéndose con la capa y vio cómo él ajustaba sus pantalones con movimientos rápidos y nerviosos. Cole se sentó para calzarse las botas, pero hizo una mueca cuando se puso la del pie derecho. Enderezó la pierna, se frotó el muslo y levantó la vista y vio la mirada preocupada de ella.

—Guárdate tu compasión — gruñó—. No soy un mendigo baldado para conformarme con las migajas de tu piedad. Es evidente que tienes sangre Craighugh.

Ella levantó el mentón, ligeramente ofendida por esa afirmación. — ¿Acaso pedirte que te atengas a tu promesa es algo demasiado difícil para ti ?

—La agudeza de tu lengua de doble filo hiere a un hombre más profundamente de lo que Roberta pudo jamás. Como ella, tienes una forma especial de tentar a un hombre hasta que él cede gimiendo a tus pies, pero cuando la verdad del asunto está cercana, la arrojas a un lado como un trofeo arrancado de la entrepierna de una bestia viviente.

—¿Cómo puedes afirmar que mi simple negativa hiere tu hombría?

El la miró con el rostro rígido, se puso de pie y tomó su bastón y su abrigo.

—Me rindo a usted, señora — ladró—. Haré traer el carruaje y la llevaré a casa.

Cuando cojeaba hacia la puerta, Alaina le recordó calmosamente.

—Olvida usted su sombrero, señor.

Cole la miró incrédulo. Nadie lo había provocado con tanta audacia desde que era niño. Hasta Roberta había sabido cuándo callarse. No atreviéndose a descargar su cólera, salió de la habitación con un portazo y empujó a un lado a un sorprendido botones que encontró en su camino.

Alaina, otra vez sola, empezó a temer haber llegado demasiado lejos.