CAPÍTULO 29

Alaina despertó al amanecer y se quedó un rato en la tibieza del lecho, temerosa del momento en que tendría que pisar el frío suelo del dormitorio. Por fin se rindió a lo inevitable, hizo a un lado las frazadas y se puso un chal sobre los hombros. Pese a su exterior de ladrillo y piedra y su aspecto de fortaleza, la casa de la barranca era fría y llena de corrientes de aire.

Corrió sobre el piso de roble y se subió al hogar elevado para saborear el débil calor que retenía. Agregó astillas a las brasas medio apagadas y trabajó con el fuelle hasta que surgieron llamas. Rápidamente puso leños y pronto el calor la obligó a retirarse. Ahora más cómoda, fue a la ventana para mirar la campiña por primera vez. Sus ojos contemplaron hambrientos el esplendor del panorama, el lánguido río, las brumas sutiles que flotaban sobre la superficie del agua, el brillo de los árboles y el empinado acantilado de la orilla opuesta.

Le costó un esfuerzo, pero se apartó de la ventana y pensó en bañarse. Sin embargo, la falta de agua caliente en el pequeño cuarto de baño era un problema. Se puso su delgada bata y bajó para buscar a Annie en la cocina. Una gran olla de cobre llena de agua ya estaba calentándose en el fogón de leña y cuando Alaina hizo su petición la cocinera se disculpó.

—En un momento enviaré a Peter arriba con el agua caliente, querida. y ahora que sabemos que es madrugadora no habrá más demoras.

Al volver sobre sus pasos y cruzar el vestíbulo, Alaina vio que puerta del estudio de Cole estaba entreabierta y se acercó movida por la curiosidad. El olor rancio a humo y licor que llenaba la habitación la hizo arrugar la nariz, pero por lo menos éste era un lugar donde se sentía a gusto. Las paredes con paneles de palisandro estaban cubiertas de libros y había un gran escritorio delante de la alta ventana saliente. Un sofá tapizado en cuero había sido instalado delante del hogar de piedra, y a cada lado había otros sillones, también de cuero, con una mesilla en el medio. La estancia tenía una atmósfera masculina y parecía mucho más en armonía con la personalidad del doctor Latimer que el resto de la casa.

A la débil luz matinal que se filtraba por las cortinas, Alaina distinguió la larga forma de su marido en el sillón frente a la ventana. Cole tenía los pies apoyados en una otomana de cuero y una gruesa manta de lana le cubría las piernas. El cuello de su chaqueta de fumar de terciopelo estaba subido hasta el mentón, como si la noche lo hubiera sorprendido allí. Alaina se acercó en silencio y sus ojos se posaron en la mesilla donde había una caja de cigarros abierta. Cerca de la caja había un grueso cenicero de cristal con los restos de varios cigarros y una gran copa con restos de licor. Cuando vio las evidencias que tenía delante, Alaina levantó la vista y al llegar a la cara de Cole vio que él se había despertado y la estaba observando. Alaina ajustó su liviana bata de muselina alrededor de su cintura y notó que la habitación estaba helada.

—¿Has pasado la noche aquí? — preguntó suavemente, picada su curiosidad.

Cole se frotó una mejilla áspera por la barba crecida.

—A veces la pierna me obliga a estar sentado en vez de acostado, y aun así, me pide ejercicio cada pocas horas. Casi he renunciado definitivamente a descansar toda una noche en la cama.

Alaina estiró un dedo y rozó el borde de la copa.

—Siempre queda la solución de Magruder.

Cole la miró ceñudo.

—Tu compasión es demasiada para poderla soportar.

—Parece que recurres al alcohol para aliviarte.

—Sé que ninguna otra cosa me daría un consuelo semejante sin una indebida cantidad de quejas — replicó él, pensativo.

—Supondré que te refieres a tu difunta esposa — replicó ella con vivacidad —, puesto que yo nunca me quejo.

Cole soltó un resoplido.

—¡Es cierto! Pero me cuido de no volverte la espalda por temor a que encuentres un arma y quieras vengarte.

—Y yo — Alaina enarcó una ceja — en adelante seré más cuidadosa en mi dormitorio. —El la miró y ella preguntó en tono inocente: — ¿O había algún asunto que deseabas discutir conmigo?

El tomó un cigarro y lo inspeccionó con cuidado.

—En realidad, hay muchas cosas que tenemos que arreglar entre nosotros.

Alaina se inclinó hacia adelante.

—¿Acaso me equivoqué, señor? Creí que habíamos terminado esa discusión en el hotel.

Cole rozó con la uña la cabeza de un fósforo y lo encendió.

—No te confundas, Alaina. La discusión todavía no está terminada.

Se oyeron pasos en el vestíbulo y después de llamar suavemente a la puerta entró la señora Garth con una bandeja con una taza humeante de café y un botellón de brandy. El ama de llaves dejó la bandeja en la mesilla, echó en el café una generosa dosis de brandy, vació el cenicero, tomó la copa sucia, se disculpó y se retiró.

—¿Eso es lo que tomas en el desayuno? — preguntó Alaina sorprendida.

—Deberías probarlo, amor mío — respondió él en tono burlón—. He oído que calienta los corazones más fríos.

—No he visto que caliente el tuyo — repuso ella, y se marchó sin escuchar el gruñido que lanzó él como respuesta.

Una vez en su habitación, Alaina se abocó a elegir su ropa para ponerse ese día. Su guardarropa era apenas adecuado, pero escaso y todo, en el alto armario no quedaba espacio para guardarlo. El mueble estaba atestado con la misma clase de vestidos, capas y peinadores que llenaban el de Roberta. Habría que encontrar otro lugar para las ropas de su prima, se dijo con firmeza.

Sacó brazadas de costosos vestidos que arrojó sobre la cama. Siguieron capas cortas y largas. Chaquetas, zapatos, sombreros. Las ropas no tenían señales de haber sido usadas, y Alaina quedó sorprendida porque las prendas que Roberta había descartado eran mucho más ricas que cualquier cosa que los MacGaren hubieran conocido jamás. Se sintió apenada por el derroche y tuvo que luchar contra una sensación de deprimente envidia que amenazó con minar su orgullo. Qué fácil hubiera sido ceder a las demandas de Cole y permitir que él la vistiera con tanto lujo.

Media docena de grandes cubos de agua caliente fueron dejados en el cuarto de baño, y con cinco de ellos Alaina se regaló con un lujoso baño. Usó los aceites perfumados que Cole había enviado, se frotó la piel con lociones y saboreó la suntuosidad de su tocado. Cepilló su pelo hasta que su brillo igualó al de los satenes de las costosas ropas y dejó colgando la melena suavemente rizada mientras se ponía sus pantalones de algodón. Tratando de no mirar las suaves y delicadas ropas interiores de seda que Cole hubiera querido que se pusiera, se sentó en la silla de su dormitorio para ponerse sus medias negras de algodón largas hasta las rodillas. Las cintas del corsé nuevo de satén habían sido quitadas para remplazar a las rotas del viejo y ella había reparado las prendas interiores. Aun después que él le rompiera las ropas, sólo se vio obligada a aceptar las cintas. Pero qué gran tentación eran los regalos de él. Las medias de seda eran un lujo que Alaina no conocía, y el corsé era para sus ojos hambrientos una visión de ensueño.

Una puerta golpeó en el cuarto de baño y Alaina quedó súbitamente horrorizada. ¡Alguien estaba allí! ¡Alguien con un bastón! Un espejo alto había sido llevado a su dormitorio en algún momento previo a la hora de la cena y Alaina vio su imagen reflejada, con los codos en alto y su camisola a medio colocar. Tardíamente se percató de lo que tanta gracia le hiciera a su marido la noche anterior y de dónde estaba la habitación de él. De todas las habitaciones de esta casa enorme, ella tuvo que elegir precisamente la contigua a la suya.

Alaina rechinó los dientes y terminó de ponerse la camisa. Fue hasta la puerta del cuarto de vestir y la cerró con el menor ruido posible. La puerta no tenía llave, como ella había descubierto la noche anterior, y de pronto recordó que no había visto ninguna cerradura con llave en la casa excepto en la puerta principal.

Con gran consternación, oyó que se abría la puerta del cuarto de laño. Después le llegó ruido de agua y un sonido extraño, hasta que comprendió que él estaba afilando su navaja. Alaina siguió vistiéndose apresuradamente. Si él pensaba afeitarse, ella quizá dispondría de unos momentos para vestirse adecuadamente.

Se puso el viejo corsé, temiendo respirar y que algún sonido llamara la atención de Cole. Las nuevas cintas, al pasar por los pequeños ojales, se enredaban sin esperanza y frustraban todos sus esfuerzos. Por fin dio vuelta a la prenda para desenredar los nudos. En eso se abrió la puerta. Cole, vestido nada más que con pantalones, se apoyó despreocupadamente en el marco, se quitó de la cara los últimos restos de espuma y la miró.

Alaina soltó un gemido de desesperación, le volvió la espalda, puso nuevamente el corsé en la posición correcta e imaginó varios destinos para el patán que tan groseramente se entremetía en la intimidad de una dama.

—¿No hay cerraduras en su casa, mayor? — preguntó con furia.

—Nunca tuve necesidad de ellas — repuso él—. Todo lo que hay en esta casa me pertenece.

Alaina le miró fríamente por encima de su hombro.

—Supongo que eso me incluye a mí.

—A ti muy especialmente, mi amor — rió él. Se echó la toalla al hombro desnudo y cruzó cojeando la habitación. Tomó entre sus dedos las cintas del corsé que como por arte de magia se desenredaron inmediatamente. Con diestros movimientos, Cole pasó las cintas por los ojales y empezó a apretar los lazos.

Alaina trató de parecer más indignada de lo que se sentía, pero la verdad es que disfrutó del servicio marital que él le brindó. Además, él ajustó los lazos tan bien que a ella le pareció una ventaja permitirle que lo hiciera.

Terminada su tarea, Cole acarició afectuosamente el trasero redondeado, después apartó el pelo de la oreja de ella, se inclinó y murmuró:

—A menudo he oído decir que está bien todo lo que termina bien. Pero tú, muchacha, tienes la mejor terminación que vi jamás… bueno, en mucho tiempo, por lo menos.

Alaina, todavía no dispuesta a perdonarlo, se volvió, pero inmediatamente comprendió su error. Estaba demasiado cerca de ese pecho duro y musculoso y una fugaz mirada a su imagen en el espejo le indicó que no se encontraba tan bien cubierta como suponía. La acometió un temblor que nada tenía que ver con el miedo. Como pretexto para apartarse sin ponerse en evidencia, buscó sus enaguas. En un intento de ignorarlo, pasó rápidamente la prenda sobre su cabeza. No quería parecer vulnerable pero Cole Latimer representaba una amenaza definida a su compostura y su tranquilidad mental.

—¿Hay alguna razón para que hayas venido aquí? — preguntó a través de la tela.

—Sí, la hay — fue la respuesta.

Alaina terminó de ponerse las enaguas y encontró a Cole apoyado en un poste de la cama y contando varios billetes grandes. Cole se acercó, extendió la mano hacia el borde superior de la camisa y metió un grueso rollo de billetes entre los pechos de Alaina.

—Anoche fuiste una anfitriona encantadora. Braegar quedó muy impresionado.

Con las mejillas ardientes de indignación, Alaina arrancó el fajo de billetes de su pecho, e imitando los modales atrevidos de él, metió un dedo en el borde superior de los pantalones e introdujo los billetes en la parte delantera. Sonrió con los labios apretados.

—No aceptaría su dinero por nada del mundo, mayor Latimer. El la miró intrigado.

—¿Has cambiado de opinión?

—Oh, no se preocupe, mayor. Estaré aquí para protegerlo de sus asuntos frívolos, pero puede quedarse con su dinero.

Cole fue hasta la cama y levantó una manga de tafetán rosado.

—Si no quieres aceptar el dinero, entonces esto debe de tener aproximadamente el mismo valor.

Alaina lo miró atónita y herida.

—¿Quieres hacerme usar la ropa de Roberta?

La expresión que apareció inmediatamente en el rostro de Cole la asustó.

—¿Crees que vestiría a mi esposa con trapos de segunda mano? — La idea lo enfureció. Extendió el brazo para señalar el gran montón de ropas que había sobre la cama. — ¡Todo esto fue comprado para usted, señora !

—Oh — gimió ella, mortificada por su error—. Nunca podría pagarte ni siquiera una pequeña parte de…

—Maldición, mujer, ¿es que estás decidida a seguir atormentándome? ¿Recibirás esta noche a los invitados para avergonzarme como un tacaño? ¡Lo prohíbo!

La fuerza de sus palabras hizo que Alaina rechinara los dientes en terco desafío.

—¡Me vestiré de tal manera que no tendré escrúpulos de conciencia, mayor Latimer!

—¡Te vestirás como corresponde a mi esposa! ¡Y si no puedes hacer que tu lengua me dirija palabras cariñosas, por lo menos te dirigirás a mí, en presencia de otros, por mi nombre de pila!

Cole giró sobre sus talones y un momento después el portazo de la puerta del cuarto de baño resonó dolorosamente en los oídos de Alaina.

El desayuno transcurrió en forma similar a la cena de la noche anterior. Cole se mantuvo silencioso y Braegar llevó toda la conversación. Después de la comida, el locuaz irlandés se despidió con la seguridad de que regresaría esa noche con su familia. Alaina quedó sola con Cole en el comedor y sintió que él miraba desapasionadamente su sencillo vestido de muselina estampada. Para evitar otra confrontación, Alaina dirigió la conversación hacia un tema menos explosivo.

—Me gustaría visitar la casa, si me está permitido.

—Por supuesto. Haré que la señora Garth te la muestre — murmuró él—. Tengo que revisar unas cuentas en mi estudio.

—No estaba pidiendo compañía — explicó ella—. No quiero incomodar a nadie.

—Señora — suspiró él —, nunca la he oído pedir nada, y eso me resulta casi tan exasperante como Roberta llorando porque quería la luna. Los sirvientes están aquí para su comodidad, además de la mía. La señora Garth la acompañará.

Cole se levantó y salió cojeando de la habitación. Momentos después, cuando Alaina cruzó el vestíbulo hacia la escalera, notó que la puerta del estudio estaba cerrada para prevenir cualquier intromisión. Cuando la señora Garth la acompañó para recorrer la mansión evitó esa parte de la casa donde el amo estaba encerrado.

La casa era un misterio. Las habitaciones estaban excesivamente ornamentadas o, en agudo contraste, eran sobrias y austeras. Sólo las habitaciones de los sirvientes en el segundo piso parecían adecuadamente amuebladas. La visita hizo poco por mejorar el humor de Alaina y casi se arrepintió de haber pedido hacerla. Una atmósfera de melancolía imperaba en las habitaciones y ella se alegró cuando la gira terminó y pudo escapar de la casa. La puerta del estudio estaba abierta cuando pasó por allí y Alaina pensó que Cole había terminado su trabajo y que se encontraba en otra parte de la mansión.

Desde el pórtico dejó que sus ojos absorbieran la natural belleza de las colinas y los bosques. La brisa le trajo aromas otoñales. Recorrió toda la galería y miró hacia lo lejos desde cada extremo a fin de familiarizarse con el paisaje de este clima norteño que la intrigaba aun más que la casa.

Una gran campana estaba montada sobre el poste junto a la escalinata delantera y Alaina vio asombrada que Miles salió, la tocó dos veces aparentemente como una señal, y después de saludarla con luna cortés inclinación de cabeza, entró nuevamente en la casa.

Cuando caminaba por el jardín de rosas lleno de maleza del lado oeste, Alaina se detuvo, convencida de que alguien estaba observándola. Se protegió los ojos con una mano, miró hacia arriba y advirtió que la ventana del dormitorio de Cole daba al jardín, arriba del salón. El pulido cristal era un vacío negro, pero cuando levantó los ojos le pareció ver una sombra fugaz en la pasarela que rodeaba el tejado. ¿Estaba él allí arriba? ¿Lamentaba haberse casado con ella?

Un calesín se acercó a la casa por el camino privado y Alaina reconoció a Olie en el asiento. Cuando se detuvo, el hombre se apeó, se quitó el sombrero y le dio unos alegres buenos días.

—¿Ha salido a disfrutar del sol, señora?

—Oh, sí — rió ella—. Es un día hermoso. Mucho mejor que ayer.

—¡Sí! ¡Sí! ¿Un buen día para un paseo, quizá?

No queriendo admitir que Cole no la había invitado, Alaina señaló con la cabeza en dirección a la campana.

—¿Para qué es, Olie? Oí que Miles la tocó hace un rato.

—Oh, es una señal para avisarnos a los de los establos si el doctor quiere el calesín o la berlina. Se la instaló porque el viejo amo hizo construir esta casa grande después que fueron levantados los edificios anexos a cierta distancia.

—Y este jardín de rosas, Olie. ¿No hay nadie que lo cuide?

—Quizá no. — Levantó su gorra y se rascó pensativo la cabeza. — Hace tiempo que no vemos al último jardinero. El primero no volvió de la guerra.

—¿Usted también estuvo en la guerra, Olie?

—Sí. Cuidaba los caballos como ahora.

Cole salió al pórtico. Vestía ceñidos pantalones marrones, camisa de seda y chaleco de cuero del mismo color. Olie corrió hacia él y ambos hablaron unos momentos mientras Alaina observaba a su marido. No pudo dejar de admirar ese físico esbelto pero musculoso, y sus facciones hermosas y bronceadas.

En el silencio que siguió al regreso de Olie a los establos, Cole medio se volvió para mirarla. El sombrero de copa baja le ocultaba los ojos, pero ella sintió la dureza que todavía tenía esa mirada. Esperó que él hablara y acomodó sobre sus hombros su chal de lana. Pasó un largo momento y él no lo hizo. Entonces, sin decir palabra, subió al calesín. Apoyó su pie izquierdo en el tablero frontal, levantó las riendas pero se detuvo con la vista en las ancas del caballo.

—¿Deseabas algo? — preguntó.

Alaina se volvió.

—No he visto a Saul por aquí y estaba preguntándome cómo se encuentra. Tiene tan poca ropa…

—Sube — dijo Cole y se deslizó sobre el asiento para hacerle sitio—. Te llevaré a verlo.

—Buscaré mi capa — dijo ella con más entusiasmo. Antes que pudiera abrir la puerta apareció Miles y le entregó una larga capa con capucha que su marido había comprado para ella.

—Necesitará esto, señora — dijo el sirviente.

Alaina miró a Cole preguntándose si él le habría ordenado al mayordomo que trajera el abrigo, pero él estaba mirando a la distancia.

Alaina tomó la mano que Cole le ofreció, subió al calesín y se acomodó en el estrecho asiento. El retuvo su mano más tiempo del que pareció necesario, y cuando ella el miró a la cara vio que sonreía levemente.

—Le advierto, señora, que impongo una condición. Durante todo el paseo usted dirá sólo palabras amables.

Alaina se sintió súbitamente contrita y bajó los ojos.

—Cole — dijo en voz queda —, siento mucho lo de la ropa. Si eres paciente conmigo yo trataré de no avergonzarte. Pero no puedo aceptar más de lo que puedo pagar.

—¿Por qué no? — preguntó quedamente él y la miró a los ojos—. A ti y a Saul os debo más de lo que nunca podré pagar.

Levantó una mano para detener la réplica y dio una orden al caballo. En el vivificante aire de la mañana, el trote del caballo los llevó colina abajo hacia el macizo de árboles donde había desaparecido Olie. Después de rodear el tronco de un enorme olmo pintado con los colores del otoño, entraron en un angosto camino bordeado por altos arces. Poco después salieron a un prado en cuyo centro había un grupo de edificios. Entre ellos había varias casas pequeñas, un largo galpón y un granero enorme que dominaba al resto como una gallina a sus polluelos. Cuando se acercaban al granero, unos fuertes ladridos anunciaron su llegada y Cole hizo que el caballo redujera velocidad. Un enorme perro negro, más grande que un potrillo, salió de los arbustos y empezó a saltar junto a ellos. Cuando Cole detuvo el calesín, la bestia se sentó sobre sus cuartos traseros y esperó hasta que el hombre se apeó. Después, con un alegre ladrido, dio un salto y se detuvo frente a Cole. Pareció confundido y decepcionado cuando Cole se volvió para ayudar a bajar a Alaina.

—¿Qué es eso? — exclamó Alaina.

—Un perro, por supuesto. — Ante la mirada exasperada de ella, agregó. — Un mastín.

—Es hermoso — murmuró Alaina.

—Difícilmente — gruñó Cole. Chasqueó los dedos y ordenó: — Soldado, ven aquí y saluda a la dama.

La bestia se acercó trotando y Alaina abrió los ojos con sorpresa cuando vio que la cabeza del animal llegaba más arriba de su cintura. Inconscientemente dio un paso atrás, pero el perro, con lenta deliberación, se sentó frente a ella y levantó una mano, ladeó su gran cabeza y la miró con sus ojos amarillos como para sondear el espíritu de la recién llegada.

—Espera que le estreches la mano — informó suavemente Cole.

Con valentía, Alaina tomó la mano ofrecida y una larga lengua rosada asomó por un lado de las enormes mandíbulas casi en una sonrisa.

—Es inofensivo, ¿verdad? — preguntó Alaina cautamente cuando el animal fue a inspeccionar las ruedas del calesín—. Quiero decir… ¿no se come a la gente?

Cole la miró, sorprendido de que ella pudiera temer a algo. Roberta había odiado con vehemencia al animal y se había negado a tenerlo en la casa, pero nunca demostró temor.

—¿Es este Al? — preguntó Cole con incredulidad—. ¿Asustado de un animal inofensivo?

Alaina se acomodó la capa un poco avergonzada.

—No le dije que le tuviera miedo. Sólo quiero saber dónde me encuentro con los yanquis y sus criaturas.

—Si no quieres tenerlo en la casa lo dejaré aquí en el granero — dijo él, resignado.

Alaina se encogió de hombros.

—Si sus modales son mejores que los tuyos, llévalo a la casa. Creo que podría necesitar un guardián.

—Ah, señora — suspiró Cole y rió—. Recuerde que sólo debe decir palabras amables.

—Lo siento. — Alaina se rascó la nariz, avergonzada. — Lo había olvidado.

En ese momento, un grito interrumpió el diálogo.

—¡Señorita Alaina!

Al oír su nombre, Alaina se volvió y vio a Saul que venía corriendo. Cuando llegó, el negro se quitó el sombrero.

—¡Vaya, Saul! — rió ella. Vio la camisa de lana colorada y los pantalones nuevos sostenidos por coloridos tirantes que llevaba el hombre. También lucía botas altas y un chaleco de cuero—. Casi no te reconocí con esas ropas tan elegantes.

—Sí, señorita Alaina. Nunca he sido tan rico. Vaya, tengo más ropa de la que puedo usar a la vez. Incluso uno de esos trajes de la Unión con botones hasta en la espalda, con el perdón del mayor. — Pareció fugazmente dolorido cuando se rascó las costillas. — Aunque temo que los venden con niguas.

—La lana puede causar mucha comezón en un día cálido — rió Cole mirando las prendas que el otro se había puesto una encima de otra. — ¿Tienes frío, Saul?

—No, señor — sonrió el negro—. Estoy muy bien.

—Me alegro. — Cole sonrió, se volvió a Alaina y señaló el granero. — Olie quería enseñarme algo. Regresaré en seguida.

El perro salió trotando detrás de su amo y Alaina quedó sola con Saul.

—El señor Cole me dio una casa para mí solo, señorita Alaina. Pese a que es un yanqui, debo decir que no es tan malo.

Alaina sonrió.

—¿Entonces has sido bien tratado? ¿Y te gusta este lugar?

—Bueno… la gente… es buena, y la casa es linda, y las ropas son abrigadas. Pero, señorita Alaina — se puso serio —, echo de menos aquel lindo sol caliente que teníamos en casa. Parece que el sol de aquí no calienta como aquél.

—Es el mismo, el único que tenemos — murmuró ella —, aunque quizás aquí es un poco menos amistoso. — Miró en dirección al granero y pensó en voz alta. — El mayor no parece sufrir mucho frío. Quizás es cuestión de puntos de vista.

—Sí, puede ser. — Saul señaló hacia atrás. — Creo que será mejor que ahora vuelva al trabajo. Tengo que trabajar para no deberle todas estas ropas al señor Cole cuando me marche.

—¿Marcharte?

—Oh, no quise decir que tengo mucha prisa, señorita Alaina. Pero cuando llegue el día, cuando pueda, creo que regresaré a casa. Si usted piensa de la misma manera hágamelo saber. Nos escabulliremos como vinimos.

—Gracias, Saul. — Su voz fue apenas un susurro. — Pero como tú, yo estoy en deuda con el mayor y no tengo medios para pagarle. — Se detuvo cuando Soldado vino trotando desde el granero y supo que Cole lo seguiría en seguida. — Hablaremos de esto en otro momento. Creo que viene el mayor.

Saul asintió.

—Cuídese, señorita Alaina. y como le dije, nos largaremos no bien usted diga. Siempre podremos enviarle al señor Cole el dinero que le debemos.

Cuando el negro se alejaba corriendo, Cole salió del granero y por la expresión de su rostro era evidente que no estaba contento. En lo alto, el molino de viento gemía y crujía ruidosamente. La brisa cantaba entre los árboles que daban sombra al patio.

—¿Sucede algo malo? — preguntó Alaina cuando él se acercó. Ella levantó hasta el calesín, subió y se sentó a su lado antes de responder.

—Alguien arrojó varias sillas y arneses al abrevadero durante la noche y derramó sal encima.

Alaina imaginó muy bien el tiempo y esfuerzo que llevaría hacer que el cuero fuera nuevamente flexible y útil, o el costo de remplazarlo.

—¿Por qué haría alguien semejante cosa?

Co1e suspiró.

—No puedo imaginármelo.

—¿Ha sucedido antes algo así?

—No, nunca — murmuró él.

Alaina juntó las cejas súbitamente preocupada.

—Si estás pensando que quizá yo… bueno, ni siquiera sabía dónde estaba el granero hasta que me trajiste aquí.

—Lo sé, Alaina — le aseguró él quedamente.

—¡Y Saul tampoco lo haría! — declaró ella con énfasis.

—¡Maldición, Alaina! No estoy acusando a ninguno de los dos.

—¡Considerando que somos los únicos sureños rebeldes de por aquí, se me ocurre que podrían echarnos la culpa! — insistió ella.

—¡Bueno, quizás alguien pensó lo mismo! O quizá pensaron que yo ayudé demasiado al enemigo. ¡Quién podría saberlo! De todos modos, es un maldito inconveniente.

Soldado estaba sentado junto al calesín y levantaba una nube de polvo agitando la cola, esperando una palabra de su amo. Sus ojos amarillos danzaban de anticipación. Por fin Cole levantó las riendas y silbó con fuerza.

—Muy bien, Soldado. Ven con nosotros.

El perro ladró y salió disparado, igualando la velocidad del calesín. Viajaron un rato bajo grandes árboles hasta que de pronto la vegetación del borde del camino se abrió y dejó ver una gran casa cubierta de enredaderas. Cole pasó sin dirigirle una sola mirada. Aunque la masa de hojas de color marrón rojizo ocultaba muchos detalles, Alaina alcanzó a ver el brillo de vidrios emplomados en forma de losange entre la maraña de hiedra que cubría las ventanas y las altas chimeneas de ladrillo.

—¿Qué es eso? — Alaina señaló con el mentón para no soltarse del asiento.

—La casa vieja — respondió Cole sin volverse—. El cottage. Fue la primera casa que construyó mi padre cuando vino aquí. — Una sombra fugaz pasó por su rostro. — El hizo construir la casa grande para mi madrastra.

Aunque ella esperó él no dijo nada más.

—Has sido muy generoso con Saul. Deseo darte las gracias — murmuró.

—Simplemente, trato de pagar mis deudas.

—¿Y qué piensas que le debes a él?

Habían llegado a una bifurcación del camino y Cole detuvo el caballo y se volvió para mirarla a la cara.

—Ustedes dos me salvaron la vida — dijo—. Eso vale mucho más de lo que cualquiera de ustedes pueda necesitar.

—¿Por eso accediste a ese casamiento? — preguntó Alaina, aprovechando diligentemente la ocasión.

¿Acceder? Cole se apoyó en el respaldo del asiento y se rascó el mentón. ¿Qué juego está jugando ella ahora? ¿Quiere alguna respuesta que mitigue cualquier violación que crea haber sufrido? Bueno, si eso quiere, yo se lo daré, pensó.

—Sentí cierta obligación… y tú eras pariente, prima de Roberta. Pasó un largo momento de silencio. Cole comprendió que su respuesta ni siquiera se acercaba a la que buscaba Alaina y se inclinó levemente hacia adelante.

—Lo que no logro entender es por qué te molestaste en salvarme y hasta arriesgaste el cuello al hacerlo.

Alaina se encogió de hombros.

—Tú eras pariente, eras el marido de Roberta. Además, siento algo por los animales heridos. No soporto verlos sufrir.

Cole la miró con una expresión extraña.

—¿Y eso es todo? — preguntó—. ¿Sólo porque yo era pariente?

Alaina miró directamente hacia adelante.

—Eso he dicho, yanqui.

Cole arrugó la frente, agitó las riendas y tomó por el camino que se alejaba de la casa. Esta vez hubo entre los dos un silencio definido, casi tangible, aunque ninguno podía ignorar el contacto de sus cuerpos en el estrecho asiento. Los pensamientos de Cole fueron hacia otros asuntos, pero no fue fácil ignorar la proximidad de la mujer que atraía tanto su atención.

—Con todas las personalidades que adoptaste — dijo por fin — no sabía con cuál me encontraría en el muelle. Al, quizás, o mejor la viuda esquiva, o hasta la joven Camilla Hawthorne. Pero hubo otra a quien, aunque abracé, nunca vi con claridad.

—No tengo deseos de recordar aquella noche, señor — dijo Alaina con firmeza. Demasiadas promesas susurradas y demasiados besos estremecedores habían sido intercambiados en la oscuridad de aquella noche para que ella se sintiera cómoda recordando. Por un largo rato observó a Soldado que trotaba al lado del calesín.

Los vientos de tormenta habían despojado a los árboles de sus hojas. Sólo los empecinados robles retenían algo de color otoñal. Cuando llegaron a las afueras de Saint Cloud, Cole redujo la velocidad del caballo, hizo subir a Soldado a la parte posterior del calesín y le ordenó:

—¡Sentado!

—Es bastante manso — respondió Cole a la pregunta no formulada de Alaina—. Pero la gente a veces se confunde y además él no se lleva bien con caballos extraños.

Pasaron varias manzanas de tiendas y al final de la ancha calle de lodo había un depósito de ladrillo hacia donde Cole guió el caballo. Alaina vio un buen número de hombres tendidos o durmiendo en la ancha plataforma de madera que servía para cargar y descargar. En una de las anchas puertas habían pintado un llamativo anuncio de cerveza y en la otra se leía:

Salón de Trabajadores

Cerveza 5 cent.

Comida 50 cent.

Cama, la noche 25 cent. ; con almohada y manta 50 cent.

Cole detuvo el calesín paralelamente a la plataforma, ató las riendas en el soporte del látigo y de debajo del asiento sacó no su bastón habitual sino uno más grueso y nudoso. Estaba lustrado con un tinte oscuro y un nudo de su extremo más ancho formaba el mango. Sonrió torcidamente a Alaina cuando flexionó su pierna herida, que estaba rígida después del viaje.

—Tengo que poner un anuncio pidiendo personal — explicó y blandió el grueso bastón—. Algunos de los muchachos se encolerizan de entusiasmo por demostrar su valía y más de un empleador ha tenido dificultades. Sin embargo, si todo va bien, no serán más que unos minutos. — Se metió un papel arrollado bajo el brazo y puso un pie en la plataforma antes de volverse para advertirle: — Le imploro, señora, que no se aventure a apearse del calesín.

—Creo que no tiene que temer al respecto — repuso Alaina cuando vio los hombres en la plataforma, quienes empezaban a mostrar interés en la pareja.

Cole chasqueó los dedos. Soldado saltó de la parte posterior del calesín y quedó alerta donde su amo le indicó.

—¡Sentado! — dijo Cole. El perro obedeció. — ¡Atento! ¡Vigila! — La larga lengua pasó por las anchas mandíbulas y los ojos amarillos empezaron a vigilar al grupo de hombres.

Después de mirar a su alrededor, Cole se dirigió a la puerta y entró en el salón. Cuando se perdió de vista los hombres se agruparon para mirar desde más cerca. No todos los días había un espectáculo tan agradable, y los largos meses en los remotos campamentos madereros estaban acercándose rápidamente. Alaina fingió no verlos, pero sacó del soporte el látigo del calesín y jugó con el mango, dejando caer la punta sobre el costado del calesín donde quedara lista para golpear.

Uno de los hombres, un enorme ejemplar de pelo rubio largo hasta el cuello de su chaqueta de lana a cuadros y una barba que ocultaba todo el ancho del cuello de toro, se acercó al borde de la plataforma, junto al calesín. Un grave gruñido empezó a formarse en el pecho de Soldado, pero el hombre lo ignoró y levantó un pie como para apoyarlo en el estribo.

—Yo, si fuera usted, no lo haría — le advirtió secamente Alaina.

—Oh, pequeña dama, realmente lo siento por ese perro. — El hombre soltó una risotada y varios le respondieron. — ¡Lo mataré así! — Sus manos enormes hicieron un movimiento demostrativo como si estuviera retorciendo el pescuezo de alguien. — Si estima al perrito, señora, dígale que se esté quieto.

Soldado medio se levantó y mostró unos comillos de tres centímetros de largo.

—¡Quédate quieto, perrito! ¡No tienes ningún respeto! — dijo el hombrón. Miró a su alrededor, hizo a varios a un lado y regresó con un palo de un metro de largo—. ¡Yo te enseñaré, bestia!

Lanzó con el palo un golpe de costado que Soldado recibió de lleno en el pecho. Fue como golpear el tronco sólido de un árbol. El perro abrió la boca, mordió el palo y con un rápido movimiento de cabeza lo arrancó de la mano del hombre y lo arrojó a un lado. Los ojos amarillos relampaguearon de odio, los largos colmillos blancos brillaron amenazadores y el gruñido se convirtió en un rugido cuando el enorme, negro animal avanzó con determinación.

¡Soldado! — La voz de Cole sonó con energía y el perro quedó inmóvil. — ¡Abajo! — Soldado se retiró al lugar junto al calesín y obedeció, aunque sus ojos siguieron vigilantes.

El hombre musculoso se enfrentó a Cole y dijo:

—¡Tienes suerte, hombre! ¡Gundar mata a los lobos así! — Las manos volvieron a retorcerse en explicativo gesto.

—¡Usted tuvo suerte! — replicó Cole y apuntó a Soldado con su bastón—. Los perros de su clase persiguen a los lobos y los matan por diversión. Su verdadero trabajo es derribar a toros salvajes y osos grandes. Soldado hubiera terminado en un segundo con usted.

Gundar se mostró asombrado y después furioso, porque lo ponían por debajo de un toro o un oso.

—¡Aj! ¡Usted habla demasiado! — Trató de ganarse otra vez la admiración de sus compañeros. — ¡Márchese! Gundar quiere hablar con la pequeña dama. ¡Hablaremos más!

Le volvió la espalda a Cole, dio un paso hacia el calesín y en seguida pareció abalanzarse sobre Alaina, pero cayó de bruces sobre la plataforma de carga. Su tobillo había sido enganchado limpiamente por el mango curvado del bastón de Cole. El rubio rodó sobre sí mismo, se sentó, y dirigió a Cole una mirada de furia. Metió un dedo en un lado de su boca, lo sacó y vio que estaba manchado de sangre. Sus palabras siguientes pudieron haber sido en inglés o en algún otro idioma, y quizá fue mejor que Alaina no pudiera entenderlas.

—La pequeña dama — dijo Cole en tono burlón, sonriéndole al herido —, es mi es…

El danés pareció explotar desde la plataforma con una trayectoria en diagonal, agarró a Cole por los muslos en un tremendo abrazo, lo levantó y lo lanzó contra el anuncio de cerveza. Alaina soltó una exclamación, medio se levantó del asiento del calesín y aferró el látigo con fuerza como si tuviese intención de usarlo. El perro lanzó un ladrido de furia al ver a su amo inmovilizado contra la puerta por el jadeante danés. Cole metió el grueso bastón debajo del mentón de Gundar y por encima de su hombro, después hizo fuerza de palanca hacia atrás. El danés cayó y su oponente quedó de pie. Alaina se volvió a sentar, pero todos los músculos de su cuerpo estaban tensos mientras miraba la batalla.

La mueca de Cole fue tanto de dolor como de encarnizamiento por la lucha, pero éste no era momento de preocuparse de una pierna demasiado sensible. Dio un paso a un lado y golpeó con el bastón el ancho trasero del danés, quien respondió con un rugido de ira. El hombre giró y Cole aplicó con toda su fuerza un golpe en el vientre, inmediatamente debajo de las costillas, con el mango romo del bastón, dejando a su adversario sin respiración. Gundar se tambaleó hacia atrás, Cole invirtió la posición del bastón y lo siguió. Golpeó al gigantón a la derecha ya la izquierda. Fue como golpear un barril.

¡Produjo sonido pero ningún efecto! Cole levantó del suelo el extremo grueso y nudoso del bastón. Esta vez la cabeza de Gundar se dobló hacia atrás y sus ojos vacilaron un segundo.

Cole cambió la posición del bastón, lo sostuvo delante de su pecho como un rifle y golpeó con el extremo más grueso. El danés rodó y se tambaleó hacia atrás. Al llegar al borde de la plataforma, Gundar vaciló como un alto pino listo para desplomarse. Cole decidió la cuestión con un leve empujón de su bastón en el pecho del hombre. El resultante géyser de lodo asustó al caballo, que empezó a piafar nervioso. Alaina tomó las riendas y con palabras tranquilizadoras logró calmarlo.

Cole se apoyó en su bastón y miró a la multitud con ojos desafiantes, pero nadie pareció dispuesto a recoger el guante del caído Gundar. El danés, atontado, asomó su cabeza cubierta de barro sobre el borde de la plataforma mientras Cole depositaba la parte de su persona que había tocado primero la pared en el asiento junto a Alaina, quien lo miró preocupada. Cole silbó y golpeó el respaldo del asiento con la mano para traer a Soldado a su sitio. Después agitó las riendas y el caballo levantó bien alto sus patas y alejó al calesín del salón de los trabajadores.

—¿Te encuentras bien? — preguntó Alaina con ansiedad—. ¿T e hizo daño en la pierna?

—Está un poco magullada, quizá. — La miró de soslayo. — Pero se pondrá bien.

Alaina miró hacia atrás y vio que varios hombres habían ayudado al danés a subir a la plataforma y que ahora estaban arrojándole cubos de agua. Se estremeció al pensar en el helado baño.

—Parecen disfrutar tanto con una pelea como con la bebida — comentó lacónicamente.

—Unos tipos rudos — admitió Cole—. Pero todos son buenos trabajadores cuando no están en el pueblo.

—¿Necesitas más trabajadores en la granja? — preguntó Alaina.

—No en la granja — repuso él—. Tengo buena tierra de bosques al norte y es hora de que empiece a explotarla.

Alaina notó que viajaban siguiendo el río pero no en dirección a la casa.

—¿Adónde vamos ahora? — Su voz sonó con un asomo de curiosidad. — ¿Me llevas a conocer a tu querida?

Cole la miró al principio asombrado pero en seguida vio un asomo de sonrisa en la boca de Alaina.

—Por cierto que no, señora — dijo con una carcajada—. En el salón había un mensaje para mí que decía que un viejo amigo está de visita en el pueblo. El hombre sería un excelente capataz para manejar a los leñadores en el norte.

Momentos después, el calesín se acercaba a una gran casa blanca recargada de adornos ostentosos. Un hombre alto y delgado, casi del tamaño de Cole pero más joven, salió al porche delantero cuando el calesín se detuvo ante el poste para atar los caballos.

Cole silbó y dijo:

—¡Mata, Soldado!

El perro saltó del calesín con fuerza suficiente para meciéndose peligrosamente. Alaina ahogó una exclamación cuando oyó la orden, pero el perro ladró alegremente, subió como un relámpago los escalones, saltó y apoyó sus manos en los hombros del hombre.

—¡Abajo, hijo ilegítimo de un alce! — dijo entre risas el desconocido mientras trataba de evitar la lengua que quería lamerlo—. ¡Cole! ¡Llámalo!

—¡Eso te enseñará a deshacerte de tu perro mestizo! — rió Cole.

—¡Mestizo! ¡Bah! — respondió el hombre—. Probablemente tiene un linaje mejor documentado que el tuyo.

Cole se apeó. Alaina vio que se ponía rígido cuando sus pies tocaron el suelo, como si estuviera probando la resistencia de su pierna derecha antes de apoyar su peso en ella. Cole sacó de debajo del asiento el bastón más delgado. Dio la vuelta al calesín para ayudar a apearse a Alaina.

—Mi esposa Alaina — dijo cuando subieron los escalones de la entrada—. Franze Prochavski, un simple polaco.

—¡Polaco no! — replicó Franze riendo en una forma encantadora, como un muchacho—..Prusiano! y como todo alemán cabeza dura, Cole no puede entender la diferencia.

—¡Austriaco! — lo corrigió Cole con una sonrisa.

—¡Por supuesto! — Los ojos de Franze brillaron divertidos habiendo él satisfecho su venganza—. Mis disculpas, Herr Latimer.

Una joven atractiva, evidentemente encinta, salió y vino a reunirse con ellos. Sus alegres ojos azules brillaron con bondad, en armonía con su encantadora sonrisa.

—Mi esposa Gretchen — anunció Franze a Alaina.

—No tuvimos oportunidad de conocer a la primera esposa de Cole. — El leve acento alemán de Gretchen era sencillamente cautivante—. De modo que nos propusimos conocerte. — Tomó entre las suyas las manos de Alaina. — Espero que esta vez Cole también tenga oportunidad de hacer un bebé, ¿eh?

Bajo la mirada de Cole, Alaina se sintió enrojecer y dijo unas pocas palabras confusas que esperó fueran una respuesta adecuada.

—Esta es la segunda vez que esperamos un hijo — confió Gretchen, y continuó con algo de tristeza —: Pero la primera vez fue antes que Cole viniese de la guerra. La comadrona dijo que el bebé venía mal y que se ahogó con el cordón. Pero esta vez Cole se encargará de todo, ¿eh?

—Confías demasiado en mí, Gretchen — la amonestó él con gentileza.

—Porque eres el mejor doctor de la región. No te negarás y vendrás al norte, ¿verdad?

—He renunciado a mi profesión — dijo él en voz baja.

—¡No! — Gretchen abrió los ojos, evidentemente incrédula. — ¡Pero si tanto te gustaba! ¿Cómo fue que tomaste esa decisión?

—Se dieron tales circunstancias que decidí que era mejor renunciar — repuso Cole, con expresión turbada.

La mujer se dirigió a Alaina, sinceramente preocupada porque un médico de la capacidad de él hubiese tomado una decisión así.

—¿Puedes persuadirlo a que cambie de idea?

—No lo sé — murmuró suavemente Alaina—. El no me ha dicho por qué renunció. — Cuando Cole levantó la vista lo miró directamente a los ojos y añadió —: Pero parece una pena puesto que era tan bueno en lo que hacía.

Gretchen se sintió más tranquila cuando observó a la pareja. Si alguien podía influir sobre Cole tenía que ser esta joven, pensó.

Gretchen los invitó a tomar el té que sirvió acompañado de unos panecillos dulces deliciosos, como Alaina nunca había probado. Mientras estaban sentados a la mesa frente al hogar encendido, Alaina se enteró de que la casa pertenecía a los padres de Gretchen, quienes habían salido esa tarde, y que la joven pareja estaba de visita y había venido desde una granja que estaban tratando de establecer cerca de las propiedades de Cole.

Era bien entrada la tarde cuando las cuestiones de negocios quedaron arregladas y Cole acompañó a Alaina hasta el calesín. Gretchen se quedó en la puerta hasta que el vehículo se perdió de vista y después se volvió hacia su esposo y con una suave sonrisa le dijo.

—Cole vendrá al norte cuando llegue el tiempo de que nazca el bebé.

Franze la miró, totalmente perplejo.

—¿Cómo lo sabes?

La sonrisa de ella se acentuó.

—Lo sé, simplemente.