CAPÍTULO 32

El vestido había quedado imposible de reparar, pero Alaina era de una naturaleza mucho más resistente. Cuando llegó la noche, había decidido que podría soportar bastante bien la pérdida de la prenda. En este estado más sereno se tendió sobre un sofá de terciopelo verde oscuro que no estaba en la habitación cuando ella salió para trabajar en el jardín. Le resultaba muy extraña la forma en que llevaban elementos para su comodidad a su habitación durante su ausencia, pues ella no había expresado necesidad por ninguno. Primero fue el espejo, un día después el reloj sobre la chimenea, luego la espesa alfombra oriental y finalmente el sofá de mullido tapizado y situado frente a las ventanas, donde podía relajarse y disfrutar del paisaje. Pero no podía explicar la razón de estos añadidos a su habitación como no podía explicarse el daño causado a su vestido.

La noche trajo sus misterios a la casa. Cambió el viento y ráfagas ululantes empezaron a agitar los árboles con frenesí ya arrancar de las ramas las últimas hojas, dejándolas como brazos desnudos. Relámpagos de cegadora intensidad cruzaron el cielo y los truenos estallaron ensordecedores. La lluvia golpeó con fuerza las ventanas. Después, tan rápidamente como llegó, la tormenta cesó y todo quedó otra vez en silencio. La casa quedó a oscuras cuando fueron apagadas las lámparas y todos se fueron a la cama. Más tarde en la noche Alaina creyó oír el inquieto caminar de su marido en el estudio de la planta baja, pero por fin eso también cesó. La luna apareció entre las nubes y Alaina volvió a dormirse. En un limbo de flotante oscuridad, la serenidad fue alterada por extraños ruidos que parecían venir de algún lugar en las profundidades de la casa. Soldado gimió en el pasillo fuera del dormitorio y Alaina, decidida a ser valiente pese a ignorar lo que sucedía, encendió una vela, se puso la bata y abrió cautelosamente la puerta. Soldado estaba sentado sobre sus cuartos traseros frente a la puerta de la habitación de Roberta, y la aparición de Alaina en el pasillo lo distrajo sólo momentáneamente. Rascó la puerta y gimió, como si quisiera que lo dejasen entrar en esa habitación.

—Ven, Soldado — dijo Alaina—. Allí no hay nada.

El gruñó como en desacuerdo y la mano de Alaina tembló y casi dejó caer la vela. Comprendió que el perro no se iría hasta que su curiosidad quedara satisfecha, de modo que ignoró sus propios temores y abrió la puerta del cuarto de Roberta. El animal entró inmediatamente y dio varias vueltas por la habitación, olfateando y deteniéndose como para escuchar. Alaina miró a su alrededor. Nada parecía fuera de lugar. La ventana estaba abierta y la cortina se agitaba con un ruido especial. Segura de haber descubierto el origen de la perturbación, Alaina lanzó un suspiro de alivio.

—Eso fue lo que oímos, Soldado. — Hizo la afirmación en voz alta como si quisiera convencerse a sí misma. Fue a cerrar la ventana y la sorprendió encontrar las cortinas secas y no tocadas por la lluvia. Sólo se le ocurrió como explicación que uno de los sirvientes la había abierto después de la tormenta para dejar que las brisas de después de la lluvia refrescaran la habitación. También había entrado un frío invernal que Alaina sintió de inmediato. La habitación de Roberta no era un lugar donde le gustara estar y la atmósfera helada, como de tumba, no la alentó a quedarse. Llamó a Soldado pero él estaba ocupado olfateando y gimiendo a una pared donde pequeños trozos cuadrados de vidrio plateado puestos muy juntos unos a otros creaban la ilusión de un gran espejo. Lo enmarcaba una especie de alcoba y todo estaba envuelto en terciopelo rojo. Parado ante su imagen reflejada, el perro parecía convencido de que había encontrado otro animal en la habitación.

—¡Fuera, Soldado! — ordenó ella—. ¡Fuera, he dicho!

El perro metió la cola entre las piernas y salió de mala gana. Después, a salvo en su propia habitación, Alaina debió esperar un largo momento hasta que pasó su inquietud.

Durante el desayuno, el lugar de Alaina en la mesa permaneció vacío, y aunque el dueño de casa hizo averiguaciones entre los sirvientes, recibió solamente la vaga explicación de que la señora no se sentía. bien esa mañana. Cole decidió informarse personalmente y subió al dormitorio de su esposa, a quien encontró sentada en el sofá, a punto de levantarse. Cuando Alaina vio quién era su visitante volvió a recostarse, murmuró un saludo y se cubrió la frente y los ojos con un paño.

De inmediato Cole sintió el frío de la habitación.

—Hubieras debido llamar a los sirvientes para que avivaran el fuego, Alaina — la regañó suavemente—. Podrías enfermar en esta habitación.

Ella nada respondió y se hundió aún más entre los almohadones.

—¿Debo entender que no te sientes bien?

—Nada fuera de lo ordinario — murmuró ella.

—Creí que podrías estar lamentando la pérdida de tu vestido.

—Eso ya lo he olvidado como sugeriste.

—Si quisieras remplazarlo, estoy seguro de que la modista de Saint Cloud podrá conseguir la misma tela y encaje…

—Puedo arreglármelas sin ese vestido. Tengo otros, no tan lindos, quizá, pero bastarán.

—Iré al pueblo para hablar de unos asuntos con Franze y estaba preguntándome si te gustaría venir conmigo — dijo Cole.

Alaina levantó un extremo del paño, lo miró y volvió a cubrirse los ojos.

—Lo siento, pero hoy estoy indispuesta.

Cole arrugó la frente.

—Si te duele la cabeza, le diré a Annie que traiga un poco de hielo de la nevera. Tiene un efecto calmante…

—Mi cabeza está bien, mayor — replicó Alaina, acentuando el título.

Cole le puso una mano sobre la frente.

—Tampoco tengo fiebre, mayor — dijo ella secamente.

—Entonces estoy desconcertado, señora… — empezó él, pero Alaina tomó el paño y lo arrojó furiosa al suelo.

—¿Desconcertado? ¡Doctor Latimer! — exclamó, y enrojeció intensamente por la necesidad de explicar—. ¿No te das cuenta de que soy una mujer? ¿Tan poco sabes de mujeres que no puedes imaginar que estoy verdaderamente indispuesta?

Cole trató de reprimir una sonrisa divertida.

—Lo siento sinceramente, señora. No me daba cuenta de que su estado es tan delicado. Como esposo debería comprender sus complicaciones femeninas, por supuesto, pero no teniendo intimidad con usted, en cierto modo me encuentro en desventaja.

—Márchate — gimió Alaina.

—Me iré, querida, después de haberme asegurado de tu comodidad. Ella se irguió con desconfianza cuando él fue a su dormitorio. Poco después volvió con un botellón de brandy y una copa. Sirvió una pequeña cantidad y se la ofreció. Alaina frunció la nariz Con repugnancia y volvió la cara.

—Creo que prefiero mantenerme sobria y sufrir en soledad.

—Vamos, Alaina — dijo él con humor—. El brandy te calmará y te hará entrar en calor, y quizá aliviará tu malestar. Como médico, es lo mejor que puedo aconsejarte para tu estado.

Ella aceptó de mala gana la copa.

—Creí que habías renunciado a tu profesión.

—¿Cómo podría resistirme cuando tengo una paciente cautiva? — dijo él Con una sonrisa.

Ella lo miró con fastidio, pero él se limitó a cubrirle las piernas con una manta que envolvió alrededor de los pies desnudos y fríos.

—¿Hay algo que tu orgullo te permita aceptar y que yo pueda comprarte en el pueblo?

Ella levantó la nariz para indicar que la pregunta la irritaba.

—¿Bombones, quizá? — preguntó él, observándola con atención.

La sugerencia hizo que Alaina olvidase su irritación. ¡Hacía años que no probaba bombones!

—Te compraré tantos, querida mía, que te pondrás gorda si los comes todos. Entonces no tendré más remedio que anular nuestro matrimonio.

Ella vio el brillo divertido de los ojos de Cole y no pudo dejar de sonreír.

—Con unos pocos me contentaré.

—Sin embargo, regresaré tarde — le advirtió él—. Tengo que contratar leñadores para que vayan al norte con Franze y no estoy seguro del tiempo que me llevará. Probablemente cenaré en el pueblo. No tienes que esperarme para cenar. — Cole fue hasta la puerta.

Ella levantó el paño de sus ojos.

—Y yo probablemente cenaré en mi habitación. Y si ello te preocupa, seré muy cuidadosa en la elección de mis invitados.

Cole se puso ceñudo, pero después de un momento una leve sonrisa asomó a sus labios.

—Por lo menos no tengo que temer a Braegar Darvey y a sus atenciones por un tiempo.

Los ojos grises adquirieron una dureza de hielo.

—Mayor Latimer, usted parece tener una moralidad curiosa. Me tomó prestamente en Nueva Orleáns cuando me creyó una mujer de la calle. Supongo que su excusa es que fue para aliviar una necesidad física. Por otra parte, interpreta la amabilidad más correcta como si fuera una sórdida traición.

—Hay muchas cosas que tú no comprendes, Alaina.

—¡En eso, señor, tiene mucha razón! — Le dirigió una semisonrisa de perplejidad.

Cole abrió la boca para responder pero se abstuvo. Abrió la puerta, se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó, dejándola más intrigada que antes.

Era cerca de medianoche cuando oyó que Cole entraba en su habitación e iba al cuarto de baño. Las pisadas se detuvieron junto a la puerta y después se retiraron. Más tarde, lo oyó caminar en el estudio del piso bajo.

A la mañana siguiente Alaina se detuvo sorprendida al cruzar la entrada del comedor. Sobre la mesa, delante de su sitio habitual, había una caja de latón pintado y un ramillete de pequeñas margaritas amarillas atadas con una cinta. En esta época del año, era un espectáculo muy agradable.

Sonrió cuando se sentó y vio la tarjeta apoyada en la caja, que decía simplemente «Alaina». Levantó el ramillete y aspiró la picante fragancia. Sabía que la lata contenía los dulces que él le había prometido y pensó que esos bombones se fabricaban en las grandes ciudades del este y requerían un cuidadoso tratamiento en el transporte a esta región tan remota. ¿Por qué nunca dudó de que Cole se los traería cuando se lo prometió tan despreocupadamente ?

En seguida supo la respuesta. A Roberta le encantaban los bombones. Ciertamente, los exigía aun en los tiempos más difíciles. Ahora estaba muerta. Pero ¿se iría alguna vez de su vida?

La puerta de la cocina crujió cuando Cole la abrió. De inmediato, él se detuvo al ver a su joven esposa enmarcada por un remolino de brillante seda gris. La luz matinal la bañaba con un suave halo que le daba el aspecto de una aparición de ensueño. Lentamente, ella levantó la mirada y la misteriosa sonrisa que asomó a esos labios suaves y apetitosos dejó a Cole sin respiración.

—Gracias, Cole.

—¿Los bombones cuentan con tu aprobación? — preguntó él con suavidad.

Ella rió alegremente como si estuviese a punto de lanzarse a una extraña, excitante aventura. Levantó la tapa de la caja, tomó un bombón, saboreó su delicadeza, suspiró y cerró los ojos.

—¡Absolutamente exquisito! — dijo con una risita—. ¿Te sirves uno?

Cole ocupó su lugar en la mesa y dijo en tono melancólico. — Olie asegura que esos dulces pueden destruir la virilidad.

Alaina lo miró con una sonrisa.

—¿Crees en esos cuentos, doctor Latimer?

—Últimamente, si alguien dijera que el agua tiene un efecto similar, yo no podría probar lo contrario — comentó secamente él.

—Quizá deberías probar algunos — repuso Alaina—. Podrían calmar el aspecto libidinoso de tu carácter.

—Gracias por la sugerencia. — La miró directamente a los ojos. — Aunque diría que mi aspecto libidinoso ha tenido muy pocas oportunidades de expresarse, trataré de reprimirlo en el futuro. — Miró la empuñadura de plata en forma de cabeza de perro de su bastón y dijo, como hablando para sí mismo. — No tenía idea de que el matrimonio era tan parecido al estilo de vida monacal.

Una docena o más de comentarios adecuados se juntaron en la punta de la lengua de Alaina, pero no quería arruinar el placer de la mañana y guardó silencio en aras de la paz. Sin duda, llegaría un momento en su irregular relación en que pudiera recordarle que él estaba obteniendo exactamente lo que había pedido.

A la mañana siguiente Alaina bajó a la hora habitual y encontró a Annie moviéndose nerviosamente frente al hogar. Un olor a chocolate quemado llenaba la habitación, y cuando la cocinera se hizo a un lado, Alaina vio la razón. Los carbones cenicientos del hogar estaban cubiertos de una sustancia negra y pegajosa. La caja de latón, doblada y retorcida, estaba sobre la rejilla del fuego con la pintura quemada y ennegrecida.

Alaina lanzó un grito y extendió la mano para sacar la caja, pero la retiró de inmediato porque la lata estaba caliente. Con el atizador, logró por fin retirarla del fuego.

—Esto es algo diabólico, señora — sollozó Annie—. No puedo decir quién hizo esto pero sin duda es un demonio.

Obviamente, la lata había estado en el fuego durante la mayor parte de la noche para haberse quemado en esa forma sobre los carbones cubiertos de cenizas. Quienquiera que lo hubiese hecho, había vaciado deliberadamente los bombones sobre el fuego y después había mutilado la caja. No fue un acto de cólera momentánea sino de odio frío y calculado. Alguien de la casa, evidentemente, sentía un profundo odio hacia ella.

—¿Qué ha pasado aquí? — preguntó Cole desde la puerta.

Las dos mujeres se volvieron, Alaina parpadeando por las lágrimas que llenaban sus ojos y Annie con la boca abierta. Cuando él vio la caja deformada, la cocinera se apresuró a explicar.

—La lata estaba ahí, señor, cuando vine a poner la mesa. Alguna maligna criatura anda haciendo maldades por aquí y no tengo idea de quién puede ser.

—Quizá los otros sirvientes puedan arrojar más luz sobre este asunto — repuso Cole—. Hablaré con ellos inmediatamente.

—No fue un accidente, señor — dijo Annie—. Fue un acto de pura maldad.

—Así parece — respondió él con brusquedad—. Pero estas cosas tienen que terminar, así deba despedir a todo el personal.

La cocinera se retorció las manos, llena de inquietud. Se sentiría muy desgraciada si tuviera que marcharse. Después de trabajar tanto tiempo para los Latimer, sentíase parte de la familia y consideraba a su amo como a un hijo. Empero, comprendía que para él estaba primero su joven esposa.

Alaina murmuró una excusa y salió de la habitación. Cole la siguió hasta el vestíbulo y la vio subir la escalera. Estaba por alejarse cuando ella apareció otra vez junto a la balaustrada, rígida y pálida.

—¿Cole? — La voz de Alaina tembló cargada de emoción. — ¿Quieres subir un momento, por favor?

Cole subió lo más rápidamente que pudo con ayuda de su bastón y se preguntó qué daños habrían sido hechos ahora. Mentalmente empezó a repasar las severas medidas con que había amenazado si sus temores resultaban confirmados. Pero cuando entró en la habitación de su esposa y vio de qué se trataba, rió con fuerza, muy aliviado.

—¡No veo nada gracioso en esto! — estalló Alaina, con los labios tensos—. ¡Siempre traen algo aquí mientras yo estoy ausente! ¡Y ahora esto! ¿Qué clase de broma estúpida es ésta?

Levantó la pequeña caja de latón pintado que había sido dejada en el centro de su cama y se la entregó a Cole. Era aproximadamente de la mitad del tamaño de la otra caja pero contenía los mismos bombones.

—Es de Mindy — repuso Cole—. Creo que has ganado una amiga.

—¡Mindy! ¿Quién es Mindy? ¿Es alguna querida que tienes en esta casa debajo de mis propias narices?

—¿Querida? — Cole rió sorprendido. — Yo diría que ella tiene necesidad de amor, pero no de la clase que tú piensas. Quizá es hora de que conozcas a Mindy. Ven, querida.

La tomó de la mano y la llevó a un dormitorio que había en un extremo de la suite de Roberta. Abrió la puerta y la hizo entrar con él. La habitación tenía un aspecto extraño, intacto, sin señales de que alguien la habitara. Cole gruñó y casi arrastrando a Alaina, salió de la suite y bajó la escalera.

—¡Cole! — siseó ella, tratando de liberar su muñeca

¿Qué pensarán los sirvientes?

En el comedor pasaron delante de Miles y la señora Garth y Alaina trató de aparentar dignidad, pero Cole la arrastró sin ceremonias hacia la cocina. Allí, Annie se volvió desde el fogón y los miró sorprendida.

Cole le ordenó silencio con un ademán y excitó aun más la curiosidad de la cocinera. Miró a su alrededor, detrás de la caja de la leña y en la despensa y después salió por la puerta trasera al pequeño porche cerrado.

—Aquí estás — le dijo a alguien que Alaina no podía ver. Levantó la mano con la lata—. ¿Tú le diste esto a la señora después que se quemó su lata? — Aunque Alaina no oyó ningún sonido supo que él había recibido una respuesta afirmativa porque lo vio sonreír. — A ella le gustaría darte las gracias y creo que ya es hora de que dejes de esconderte y conozcas a la señora. Ven. No tienes por qué temerle a ésta. Su nombre es Alaina y es una señora muy buena.

Alaina ahogó una exclamación cuando Cole le presentó a una niña de no más de seis o siete años, que aferraba una vieja muñeca de trapo. Llevaba un vestido de descolorido calicó largo hasta los tobillos debajo de una chaqueta de lana que era demasiado pequeña para ella, y aunque en la cocina no hacía frío, temblaba como un conejo asustado. Unos grandes ojos oscuros dirigieron una furtiva mirada a Alaina. La carita, delgada, estaba sucia y ennegrecida con hollín y los bucles enredados indicaban un largo descuido.

—Ella no habla mucho — informó Cole a su esposa—. Pero ésta es Mindy.

—¡Santo Dios, Cole! ¿Qué has hecho con esta criatura? — preguntó Alaina, horrorizada por el estado de abandono de la pequeña—. ¡Está sucia!

—Le compré ropa — Cole se encogió de hombros —, pero no quiere usarla. Arriba hay un dormitorio para ella, pero se niega a dormir allí. Parece que prefiere la cocina. Es muy independiente, como otra a quien llegue a conocer muy bien en Nueva Orleáns.

—Mindy, por lo general, evita a la gente — intervino Annie, incapaz de contener su lengua—. Y yo no puedo culparla. La otra señora solía protestar enfurecida por tener que compartir su casa con cualquier criatura abandonada que el amo trajera. Hasta una vez quiso azotar a Mindy con una correa de afilar navajas pero el señor intervino a tiempo para impedirlo.

—Annie, tu lengua se suelta demasiado a menudo — comentó severamente Cole.

La mujer no se inmutó.

—Yo digo lo que pienso y sin adornos, tenga la seguridad. Pero la niña parece que simpatiza con la nueva señora. Mindy lleva días observándola. — Annie suspiró profundamente y continuó. — En realidad, estaba tan afligida por la señora que se deshizo de la caja que el señor le había regalado. No puede negarse que la pobre huerfanita tiene un gran corazón.

—¿No tiene ningún pariente? — preguntó Alaina.

—Tenía un tío — dijo Cole—. El hombre trabajó para mí como jardinero después que vine de Nueva Orleáns, pero parece que nadie sabe qué le sucedió. Mindy está aquí desde que él desapareció.

—Pero ¿dónde están sus padres?

—La matanza de hace tres años — susurró suavemente él y meneó la cabeza para advertirle que evitara el tema.

Alaina tomó la caja de manos de Cole y se la tendió a la niña.

—Necesitaré que me ayuden a comerlos. ¿Quieres guardarme la caja y ayudarme a comer los bombones?

Mindy parpadeó con sus grandes ojos y miró a Cole como buscando orientación. El asintió y ella volvió vacilante su mirada a la señora. Aceptó la caja, inmediatamente la apretó contra su pecho y se acercó a la puerta, ansiosa de escapar.

Alaina había conocido personalmente el miedo, el hambre, la desoladora sensación de no tener un hogar, y comprendió muy bien las ansiedades y temores de la niña. Tiernamente, le hizo señas de que se acercara.

—No te haré daño — le aseguró.

Mindy se acurrucó llena de desconfianza y se dirigió a la puerta, pero Cole la tomó de un brazo.

—¡Vamos! ¿Qué estás haciendo? ¿No oíste a la señora?

—Quiero mirarte de cerca, Mindy. Ven aquí — dijo Alaina con un tono de voz suave pero firme, que no admitía desobediencia.

Mindy se acercó con renuencia y Alaina caminó a su alrededor para observarla. Levantó un bucle para mirar una oreja sucia y por fin le dirigió a Cole una mirada de desaprobación.

—¿Has dejado que esta criatura viva así en tu casa? ¿Tú, nada menos?

—Puedes atribuirme una gran experiencia en lo relacionado cor mujeres, pero te aseguro que ésta no cabe en esa clasificación. Si pudieras iluminarme sobre la mejor forma de tratarla, te estaría muy agradecido.

—Lo que toda criatura necesita, es una mano que la guíe y le diga cuándo bañarse y cómo mantenerse limpia. Y eso, doctor Latimer, será el próximo paso aquí. Ven, Mindy — dijo Alaina y tomó a la niña del brazo—. Primero nos ocuparemos de algunos de tus problemas más obvios.

Mindy adoptó una expresión de rebeldía. Estaba perfectamente satisfecha llevando la vida que llevaba sin necesidad de bañarse. Su tío no se había preocupado de tenerla limpia, y aunque el doctor Latimer había insistido, ella se escondió de los sirvientes hasta que estos estuvieron demasiado ocupados con otras tareas para dedicarle tiempo.

Alaina se dirigió serenamente a la criatura y asintió con la cabeza.

—Bueno, supongo que puedo llamar a Peter, Miles y la señora Garth para que te sujeten mientras yo te lavo. A mí no me importa si tengo que hacerlo a la fuerza o amigablemente, pero de todos modos vas a tomar un baño.

La niña miró a Cole con la esperanza de que él la salvara de esta mujer que le hacía tales amenazas. Después de todo, él la había rescatado a menudo de la primera señora. Pero ahora Cole no parecía interesado en su situación, pues sacó su reloj de bolsillo y miró despreocupadamente la hora. Mindy no tuvo más remedio que ceder y bajó la cabeza.

—Ven — dijo Alaina y tomó a la niña de la mano—. Cole, podría necesitar tu ayuda si encontrara resistencia. ¿Nos acompañas?

—Haré que Peter le lleve agua caliente — ofreció Annie con entusiasmo. Estaba muy impresionada por el sentido común demostrado por esta joven y no podía dejar de compararla con la anterior dueña de la casa.

Cole también estaba impresionado.

—Alaina, si puedes realizar milagros como llevarla calmosamente a bañarse, entonces quizá podrías persuadirla a que duerma arriba en una cama.

Mindy meneó apasionadamente la cabeza.

—Pero ¿por qué no? — preguntó Alaina desde la puerta.

Annie tosió para llamar su atención y dijo:

—Perdone mi interrupción, señora, pero como dije antes la primera señora Latimer maltrataba a la niña cuando el amo no estaba y la pequeña Mindy tenía el dormitorio vecino a la habitación roja. Creo que ahora teme que la señora Roberta regrese. Teme estar sola allá arriba.

—Veremos qué podemos hacer sobre eso — repuso Alaina.

Arriba, en el dormitorio de su esposa, Cole puso más leña en el hogar mientras ella desenredaba el pelo de la chiquilla. Mindy, obedientemente, dejó la caja de latón, pero se negó a entregar la muñeca aun cuando le quitaron la chaqueta y el vestido. Alaina arrugó la nariz al ver la suciedad de la ropa y recordó los días en que se disfrazaba de Al. Por lo menos ella en aquel entonces estaba limpia debajo de la ropa.

Cole contemplaba a la pequeña, esbelta mujer que se había hecho cargo de la niña. Perecía que con cada día que pasaba la conocía diez veces más profundamente que antes, aunque dudaba de que con todas las facetas de esa personalidad pudiera llegar a conocerla completamente o a dejar de sorprenderse e intrigarse por alguna nueva característica recién descubierta. Era una mujer de gran espíritu y él quería domar nada más que su corazón.

A petición de ella la ayudó vertiendo agua de una jarra mientras Alaina lavaba el cabello de Mindy. Cuando se vio ante la perspectiva de dejar a un lado la muñeca mientras la bañaban, la niña la aferró con más fuerza. Alaina no se inmutó.

—Eso está bien. Parece que ella también necesita un baño. Sólo que tendrás que ser cuidadosa porque ella es mucho más delicada que tú y sería una pena que se desarmara en el agua.

Cole sonrió. Mindy lo pensó mejor y depositó la muñeca sobre el banco junto a la tina.

Fue una Mindy mucho más limpia, más sonrosada, y oliendo mejor la que, después de un tiempo, salió del cuarto de baño envuelta en dos grandes toallas. Alaina le llevó a la niña a Cole y se emocionó extrañamente cuando él arrojó el cigarro y levantó a la pequeña sobre su regazo.

El armario más pequeño en la habitación de la niña estaba lleno de ropas nuevas como había indicado Cole, pero Alaina descubrió algo muy extraño. Cada prenda, hasta los refajos y las enaguas, había sido deliberadamente cortada o desgarrada y vuelta cuidadosamente a su lugar a fin de que el daño pasara inadvertido. Eligió las prendas más necesarias que podían repararse rápidamente y regresó a su habitación. Allí sacó un peine, tijeras, hilo y agujas de su cómoda. Se arrodilló después delante de Cole, le indicó a la niña que se pusiera en pie, descartó las toallas y la envolvió en una manta. En seguida empezó a peinarle el pelo húmedo.

—No puedo decir por qué ni cuando — murmuró en tono sereno, sin prisa —, pero todas las ropas que compraste para Mindy han sido deliberadamente dañadas. Creo que no lo sabías, pero supongo que ésa es la razón por la cual Mindy se negaba a usarlas.

La niñita escondió la cara contra el hombro de Cole cuando Alaina levantó el vestido de terciopelo rojo con su amplio cuello y puños y le mostró las costuras desgarradas. El rostro de Cole se ensombreció.

—Había abrojos en las medias y mantequilla en los zapatos — Meneó la cabeza, desconcertada. — Limpié los zapatos lo mejor que pude.

—¡Roberta ! — gruñó Cole.

—¿Lo crees?

—El jardinero desapareció un par de meses antes que Roberta muriera, y cuando yo me hice cargo de la niña ella hizo sus habituales escenas. Parece muy probable que se haya vengado rompiendo las ropas al no poder maltratar a la niña.

Alaina cosió en silencio un buen rato, preguntándose cómo su prima pudo ser tan vengativa. Mientras tanto, Mindy se había quedado dormida entre los brazos de Cole.

—¿Conociste bien al tío de Mindy? — preguntó Alaina.

Cole soltó un resoplido.

—Lo suficientemente bien para saber que era un bastardo. El y Roberta hubieran formado una buena pareja.

—¿Qué quieres decir?

—Mindy le temía a su tío como le temía a Roberta. El hombre parecía gozar castigándola y yo una vez lo amenacé con despedirlo si lo sorprendía golpeándola otra vez. Poco después de eso desapareció y dejó abandonada a la pequeña.

—Creo que Mindy está mejor sin él — dijo Alaina y miró de soslayo a su marido—.Quizá deberías adoptarla.

Cole arqueó una ceja y sonrió torcidamente.

—Tenía entendido que la paternidad viene más gradualmente.

—Usted debería saberlo muy bien, señor.

El rió divertido.

—Señora, nunca he tenido hijos… ¡créame!

Ella lo miró con dudas.

—¿Y tu primera esposa? ¿No estaba encinta cuando murió?

—Roberta y yo no compartimos la cama… o nada más íntimo después de mi regreso de la campaña del río Rojo. Ella quedó embarazada de otro hombre.

Alaina bajó la vista confundida.

—Lo siento, Cole. No lo sabía.

—No tienes por qué disculparte. Fue por consentimiento mutuo. Ella no lo echaba de menos y yo…

Alaina levantó la vista cuando él se detuvo y se preguntó qué había estado a punto de decirle.

—Yo tampoco — terminó Cole secamente—. Por lo menos, no con ella.

—Ella debió de amarte, Cole.

—No. — El meneó la cabeza. — No creo que fuera capaz de amar a nadie. Disfrutaba representando el papel de señora rica. Quizá hasta le enorgullecía tenerme como esposo antes que me hiriesen. Le gustaba usar ropas costosas y exhibir su belleza, pero no era para mí.

Alaina levantó el vestido reparado y trató de llevar la conversación hacia un tema menos perturbador.

—Tienes un gusto excelente y este color armonizará muy bien con la piel clara y el cabello oscuro de Mindy. Será una pequeña beldad.

Cole se frotó la pierna cuando empezó a sentir un calambre. Alaina se puso en pie y quiso tomar a la niña pero él la detuvo poniéndole una mano en el brazo.

—Tienes instinto maternal. Deberías tener varios hijos tuyos.

Sus rostros estaban a muy corta distancia. Con voz ronca y baja, Alaina preguntó:

—¿Está sugiriendo algo, señor?

Cole apoyó la cabeza en el alto respaldo tapizado de la silla y arqueó una ceja.

—¿Y qué si estuviera haciéndolo?

Ella tomó a la niña y sonrió.

—Yo en este caso le recordaría nuestro convenio, señor.

Los días que siguieron, Mindy respondió prestamente a las atenciones firmes pero cariñosas de Alaina. Después del descubrimiento de pequeños abrojos secos ocultos debajo de la sábana inferior de la cama, la aversión de Mindy a dormir en ella se hizo explicable. Pero también persistía una renuencia a quedarse sola en la habitación por parte de la niña. Por lo tanto, Alaina pidió consejo a Cole. Su sugerencia fue trasladar a la niña a otra habitación donde estuviera lejos de ese caldero de odio que eran las habitaciones de la primera señora de la casa. La idea pareció agradar a la niña.

Alaina dio una palmada a la cama recién hecha en la nueva habitación y se sentó frente a Mindy.

—¿Ahora dormirás aquí?

Mindy respondió con un movimiento de cabeza, pero esta vez tampoco hubo palabras sino una sonrisa fugaz. Después, la niña abrió desmesuradamente los ojos, casi con temor, como si temiera que volviera alguna pesadilla.

—Oh, Mindy — dijo Alaina, compadecida—. Pobre criatura. — Atrajo a la niña y la tomó en brazos. — Somos iguales tú y yo — susurró tristemente—. Pero por lo menos mis problemas fueron una cuestión de elección y yo sé muy bien por qué fue hecha la elección. En cambio, tú nada tuviste que ver con los tuyos.

Esa noche Mindy se bañó en la tina de Alaina y cuando estuvo vestida con un camisón largo y una bata abrigada, buscó su muñeca y la caja vacía de dulces y dejó que Alaina la acostara en su cama nueva. Escuchó una breve plegaria que recitó Alaina arrodillada junto a la cama, cerró los ojos y cuando la mujer la besó en la frente una leve sonrisa asomó a sus labios y allí quedó.