CAPÍTULO 25

A veces Jacques DuBonné prestaba dinero a alto interés. No corría muchos riesgos, pues tomaba como garantía propiedades de un valor mucho mayor que la suma prestada. En esta condición de usurero, una radiante mañana de septiembre, entró en la tienda de un comerciante frente a la tienda de Angus Craighugh y habló con el propietario.

—Está muy atrasado en sus pagos, señor. Jacques DuBonné no tiene tanta paciencia en cuestiones de dinero. O paga su deuda o perderá su tienda. ¿Comprende?

—Es evidente que ésa ha sido su intención desde el comienzo — dijo el comerciante—.Lo he visto actuar y entrar en la tienda de enfrente y me figuro que le ha proporcionado a Angus Craighugh dinero y mercaderías a fin de que él pueda bajar sus precios y quitarme la clientela. Usted es capaz de hacer eso por el tío de esa ladrona y asesina Alaina MacGaren y se aprovecha de la situación apurada de un hombre honrado como yo.

—Perdón, señor. ¿Qué dice usted?

—¡Dije que usted planeó esto desde el comienzo!

—¡No, no! Me refiero a esa Alaina MacGaren.

El comerciante lo miró lleno de ira.

—¡Cualquiera que lo conozca puede decirle que Angus Craighugh es el tío de esa perra traidora!

Jacques enderezó el alto sombrero sobre su cabeza y golpeó el pecho del hombre con el ornamentado mango de su bastón.

—Tiene hasta mañana por la tarde para pagar su deuda, señor. No pierda ni un momento si desea conservar su negocio.

El francés salió de la tienda, lanzó una larga y pensativa mirada hacia la tienda de Craighugh y después subió a su landó. A veces valía la pena tomarse su tiempo.

Una ligera niebla cubría la ciudad y convertía árboles y casas en sombras esfumadas cuando Saul y Alaina se dirigían a casa en las brumas del crepúsculo. En la casa de Craighugh, Alaina corrió a la puerta trasera mientras el negro guardaba el calesín en la cochera. Cuando la joven entró en la cocina, Dulcie anunció.

—La señora Leala está en el salón, criatura. y hay un caballero con ella. No sé para qué ha venido, pero viajó desde Minnesota y fue enviado por el señor Cole.

Alaina se alisó el pelo húmedo.

—Creo que todos han olvidado contarte, Dulcie, que estoy a punto de seguir los pasos de Roberta.

—¿Qué? — La mujer la miró desconcertada.

—Voy a casarme con el doctor Latimer.

Dulcie abrió la boca asombrada y después susurró lentamente:

—¡Señor! ¡Qué maravilla!

—Qué maravilla — repitió Alaina distraída. Pese a ella misma, había estado contando el paso de los días y preguntándose cuándo llegarían noticias de su salvador yanqui—. Será mejor que vea para qué ha venido ese hombre.

Alaina cruzó la casa y llegó al salón. Cuando entró, un hombre más bien pequeño, flaco, cuidadosamente vestido, se puso de pie. Junto a su silla había una gran maleta de cuero.

—Alaina, querida, éste es el señor James — dijo su tía Leala como presentación—.Es un abogado que ha enviado Cole.

—Es un placer, señorita Haw… hum… señorita MacGaren — se corrigió el hombre y sonrió amablemente—. El doctor Latimer me explicó detalladamente su situación aquí, pero me temo que olvidó informarme que usted es joven y hermosa.

—El doctor Latimer, en el pasado, se dejó engañar por el hollín y la mugre y no pudo ver debajo de ellos — replicó Alaina—. Pero dígame, señor, ¿cómo un hombre tan amable como usted llegó a relacionarse con el doctor Latimer?

El señor James estaba confundido por la velada pulla de Alaina, pero explicó cortésmente.

—Llevo cierto tiempo relacionado con la familia Latimer. Yo conocí a su padre.

—Y ha venido a arreglar los detalles del casamiento. Supongo que tiene copia de las cartas, el acuerdo y lo demás. — Alaina lo miró con curiosidad, esperando casi que él le diera algún motivo para rechazar el matrimonio.

—Es mi primer propósito y tengo la necesaria autorización. — El señor James asintió con la cabeza y se apresuró a poner la maleta delante de Alaina—.El doctor Latimer también le envía un presente de ropas para su casamiento y para viajar al norte.

—Eso no es necesario — repuso ella con frialdad—. He podido adquirir un ajuar considerable y no pienso aceptar de la caridad del doctor Latimer más de lo que yo pueda permitirme.

El señor James tosió con delicadeza. Le habían advertido, por supuesto, de la terca independencia de la joven y trató de calmar la ira de ella lo mejor que pudo.

—Quizá desee mirar los regalos, de todos modos. Podría haber algo que resulte de su agrado.

—¿Cuándo llega el doctor Latimer? — preguntó ella sin preámbulos.

—Oh, creo que usted no se da cuenta del motivo de mi presencia aquí. Traigo la representación del doctor Latimer y estoy dispuesto y preparado para cumplir el servicio en ausencia de él.

—¿Quiere decir que ese yanqui barriga azul ni siquiera puede venir a su propia boda?

—Últimamente el doctor Latimer se ha sentido un poco molesto…

—¡Molesto! — exclamó ella. Sintió que se ruborizaba y que le ardían las orejas. El señor James quedó sorprendido por el estallido y trató de explicar, pero con un grito ahogado de rabia, Alaina dio media vuelta y lanzó un comentario que dejó boquiabiertos al visitante y a la tía. Salió por la puerta principal y echó a correr, arrastrada por un loco impulso de alejarse de la casa. Leala corrió tras ella, rogándole que regresara, pero Alaina no la escuchó. Apresuró el paso y oyó que su tía llamaba a Saul. Con los ojos llenos de lágrimas, cruzó el jardín y salió a la calle, hacia la noche llena de niebla, como si los perros del infierno vinieran mordiéndole los talones.

Después de unos momentos recobró algo de su cordura y advirtió que se había alejado bastante de la casa. Le dolía el costado y se apoyó jadeando en un árbol junto al camino. Le pareció ver unas sombras, tres a cada lado de la avenida. Pero cuando trató de mirar, las sombras desaparecieron. Entonces llenó la noche un nuevo sonido, el mesurado clip clop de cascos de caballo en la calle empedrada y el lento crujir de las ruedas de un carruaje.

Alaina empezó a caminar alejándose del sonido. Las sombras regresaron, vagos movimientos a cada lado que se esfumaban antes que el ojo pudiera enfocarlos, y en algún lugar de la noche, el ruido del carruaje que se acercaba implacablemente. Alaina llegó a una esquina donde una farola iluminaba débilmente la niebla y entró aliviada en ese nimbo de luz como si fuera un refugio a salvo de la oscuridad circundante. Trató de mirar entre la densa niebla y entonces, lentamente, casi mágicamente, una sombra más densa cobró forma y se acercó. Era un magnífico par de caballos negros que arrastraban un landó del mismo color. El carruaje se detuvo y Alaina ahogó una exclamación cuando se apeó el cochero. Era el enorme negro que servía a Jacques DuBonné de cochero y guardaespaldas. A pocos pasos de ella, el hombre se detuvo e inclinó la cabeza, como si escuchara.

—¿Señorita Alaina? ¿Señorita Alaina? — La voz de Saul, apagada por la niebla, llegó débilmente desde las tinieblas.

—¡Saul! — gritó ella con toda su fuerza—. ¡Aquí! ¡Socorro!

Se volvió para echar a correr pero el cochero negro la alcanzó antes que pudiera dar un paso y la rodeó con sus brazos. Cuando ella juntaba aliento para gritar otra vez, él la volvió y su macizo puño la golpeó casi suavemente en la punta del mentón. La luz desapareció y Alaina flotó en un limbo, un vacío tan negro y sin fondo como el agujero más profundo y oscuro.

Gunn, el enorme sirviente de Jacques, levantó la forma fláccida y se volvió a tiempo para ver otro negro grande que se abalanzaba hacia él. Pero antes que Saul pudiera alcanzar a su presa fue atacado por una media docena de matones de los muelles. Luchó para desembarazarse de sus atacantes y vio mientras peleaba que Gunn llevaba a Alaina hasta el carruaje, sostenía hacia la luz la cara de la joven como para que la inspeccionara alguien que estaba en el interior, abría la portezuela y depositaba a la joven junto al misterioso viajero. Un instante después, el agudo silbido del hombre puso en movimiento a los caballos negros y el carruaje desapareció en la noche.

Saul se dedicó a los asuntos que tenía entre manos. Aferró el brazo de uno de los hombres que blandía una gruesa cachiporra de madera, se lo retorció, se apoderó de la cachiporra y noqueó al dueño en una fracción de segundo. Poco después Saul, jadeante, contemplaba las formas inmóviles de los seis hombres que había dejado fuera de combate. En dos de sus atacantes reconoció a sirvientes del despreciable Jacques DuBonné.

Metió la cachiporra en su cinturón y corrió de regreso a la casa. Mientras corría, hizo sus planes. De nada serviría darles a los de la casa la única noticia que tenía y que era de la peor clase. Angus probablemente explotaría y Leala tendría un colapso nervioso. Por eso, Saul fue directamente al establo. Puso la brida a uno de los mejores caballos de Cole y lo sacó por el portón de la casa. En seguida montó sobre el lomo desnudo y salió casi volando en la oscuridad de la noche.

Cuando entró en el caserío de los negros emancipados, ató el caballo en un cobertizo semiderruido perteneciente a un amigo e hizo a pie el resto del camino en busca de aquellos que tenían algún conocimiento del submundo de esta ciudad gris, turbulenta, medio civilizada. Una palabra aquí, una palabra allá, y pronto supo dónde tenía su cuartel general la peor corrupción de los muelles.

Alaina se movió y gimió. Una luz débil proyectaba fantasmas en la cara interna de sus párpados. Sentía un dolor sordo en la base del cráneo y un palpitar en algún lugar detrás de los ojos. Abrió los párpados y vio la silueta borrosa de un hombre sentado junto a lo que parecía una mesa con una lámpara encima. Parpadeó y en seguida reconoció la sonrisa lasciva de Jacques DuBonné. El estaba repantigado en su silla, con los faldones de su chaqueta sobre los muslos y las piernas abiertas.

—Ah, mi querida señorita Hawthorne. — Rió regocijado. — Bienvenida. Casi empezaba a temer que Gunn hubiera sido demasiado rudo con usted.

Ignorando al hombre por el momento, Alaina miró lo que la rodeaba. Estaba tendida sobre una bala de algodón, sobre la cual habían puesto descuidadamente una pieza de rica seda. La habitación era pequeña y silenciosa como una cueva. No llegaba ningún sonido del exterior y las paredes, aunque cubiertas con cajas y barriles, parecían talladas en roca viva. No pudo pensar en ninguna parte de la ciudad donde existiera un lugar así.

—¿Se siente lo bastante bien para discutir unas pocas cosas, querida mía? — La voz maullante de Jacques atrajo su atención una vez más.

Alaina trató de responder, pero un ronco graznido fue todo la que salió de su garganta reseca. Consiguió incorporarse, pero con el movimiento la cabeza pareció empezar a dar vueltas y vueltas.

—Bueno, estoy seguro de que en pocos momentos recuperará la voz — dijo Jacques—. Nunca vi a una mujer que pudiera estar mucho tiempo callada.

Alaina apoyó los pies en el suelo y en seguida tuvo que recostarse cuando le acometió el vértigo.

—Recuerde la sensación, señorita Hawthorne. — La voz de Jacques era fría e indiferente. — Y recuerde la gentileza de Gunn para con usted. Ello podría ahorrarle muchas molestias y dolores en el futuro.

Alaina lo miró con cólera frustrada. Graznó otra vez y señaló donde había un cubo y un jarro cerca de la puerta.

—Por favor, querida mía, sírvase — accedió Jacques—. Lo que usted desee… dentro de lo razonable, por supuesto.

Alaina había recuperado gran parte de su sentido pero deliberadamente se tambaleó y tropezó cuando fue por el agua. El líquido estaba tibio y rancio, pero su humedad fue una bendición. Bebió en abundancia, después se apoyó en la pared y con una mano se frotó la frente mientras que la otra buscaba el pestillo de la puerta. De pronto levantó el pasador, abrió la puerta pero se detuvo. Gunn ya estaba esperando medio agazapado y con los brazos abiertos. Alaina le cerró la puerta en la cara.

—Bueno, señorita Hawthorne — dijo Jacques, en medio de carcajadas —, diría que su súbita partida no estuvo dentro de lo razonable. Después de todo, aún no hemos llegado a un entendimiento.

Alaina recuperó el habla.

—¿Cree usted que podrá abusar de mí y hallarse seguro en cualquier lugar del sur? Vaya, todos los caballeros, sureños o yanquis, saldrían en persecución suya, se dedicarían a cazarlo como a un perro rabioso.

—¿Por Camilla Hawthorne? Lo que usted dice es verdad. — Le dirigió una sonrisa repugnante y se encogió de hombros—. Pero ¿por la ladrona, asesina, traidora Alaina MacGaren? Difícilmente. — Se miró el dorso de la mano. — Vaya, serían capaces de declararme ciudadano honorario… o de darme una medalla.

Alaina apretó la mandíbula. Ahora comprendió su locura al haber huido de la mansión de los Craighugh.

Jacques se puso de pie, se enderezó la chaqueta y empezó a caminar como un gallo pigmeo que se alisa sus plumas ante una gallina deseable.

—He conocido muchas hembras orgullosas antes que a ti, querida mía. Hubo una perra criolla que se consideraba digna del más guapo libertino del Delta. En cuestión de días vino arrastrándose de rodillas a implorarme que la llevase a mi cama. Después hubo una beldad sureña que vino de Memphis después del asedio. Oh, era muy arrogante. Pero apenas un poco más de una semana de mi hospitalidad la hizo comprender, y vino a mí de buena gana.

—¿Piensa asustarme con un relato de sus conquistas? — preguntó Alaina.

—¿Asustarte? — Jacques se detuvo y sus ojos negros recorrieron con atrevimiento el cuerpo de Alaina. — Claro que no, querida mía. Si quisiera asustarte llamaría a Gunn o a una docena de mis hombres. A ellos les encantaría asustarte. Ciertamente, disfrutarían con tus alaridos. Yo no deseo asustarte, Alaina, sólo quiero señalarte las ventajas de mi continua protección.

Alaina contuvo un impulso de vomitar y lo miró en silencioso desafío.

El empezó a caminar otra vez y a hablar en el tono más despreocupado y casual.

—Conozco unos hostales… algunos a lo largo de la costa… otros bien dentro de los pantanos. Tienen por clientes a una clase de hombres que encuentran los peligros de la guerra muy desagradables y que huyeron… de ambos bandos… para encontrar un lugar tranquilo y lejos del conflicto.

—¡Desertores! — dijo Alaina con desprecio.

—Hum, lo que fuere. Además, están aquellos que no siempre discriminan acerca de la pertenencia de los artículos que desean vender.

Alaina también los nombró.

—Piratas. Canallas. Ladrones.

—Quizá. — Jacques se quitó el sombrero y se alisó el pelo. — Además, hay muchos otros que no pueden soportar los rigores de una sociedad civilizada. El único fallo es que hay pocas mujeres en esos lugares. Ellas aborrecen la vida dura que allí se lleva. Por lo tanto, los hombres se desesperan cuando una cosita bonita y joven se pone a su disposición. A veces se muestran realmente rudos… hasta se podría decir que pueden ser brutales. ¡Aaahhh… señorita MacGaren! — Volvió a ponerse el sombrero. — ¡Ahí lo tiene! Vaya, si una cosita hermosa fuera allí por unos meses, piense en las cosas que aprendería. Cómo complacer a un hombre en… oh, en tantas maneras. — Se detuvo y la miró fijamente. — Y cuando regresara, sería muy consciente de los beneficios de una vida más amable, en la ciudad… una vida considerablemente menos repetitiva y aburrida y cansadora.

Alaina lo miró un largo momento y su decisión se formó con el carácter definitivo de una puerta que se cerrara en su mente. No cedería. Después de este punto, sólo había la libertad o la muerte. De algún modo encontraría la forma de matarse o de matarlo.

—¿Piensa usted convencerme, señor, de sus modales gentiles? — dijo y soltó una carcajada.

Los negros ojos de Jacques se entornaron peligrosamente.

—Le he advertido, señorita, que no se ría de mí.

—¡Aahh, Jacques DuBonné! Siempre el caballero. — Alaina le soltó una carcajada en la cara. — Usted no es una compañía apropiada para las personas de calidad, señor DuBonné. y la lástima es que nunca sabrá por qué.

—¡Soy Jacques DuBonné! ¡El caballero de Nueva Orleáns! — Su rostro se puso rojo de ira. Tomó rudamente a Alaina de un brazo y la apartó de la puerta. — ¡Soy Jacques DuBonné! — Se tocó el pecho con el pulgar. — ¡Llegué sin nada de río arriba!

—De un barco vivienda miserable, probablemente — dijo Alaina frotándose el brazo y alejándose prudentemente.

—¡Y ahora soy rico! ¡Poseo gran parte de la ciudad!

—Robó gran parte de la ciudad — corrigió secamente Alaina.

—¡A los holgazanes y estúpidos que no podían conservarla! — replicó Jacques—. Y a los tontos yanquis que lustran sus botones y se pasean a caballo por las calles. ¡Les sigo el juego y a todos los derroto! ¡Yo! ¡Jacques DuBonné!

—Usted nunca le ha hecho frente a los hombres, tonto arrogante. Usted se enfrentó con ancianas, viudas y niños. — Alaina se situó de modo que la mesa quedara entre los dos.

Los ojos de Jacques brillaron en la débil luz de la lámpara y sus dientes amarillos se mostraron en una mueca.

—Lo he visto arrastrarse demasiadas veces cuando tuvo que enfrentarse con un hombre — lo desafió Alaina—. Usted es un hombrecillo miserable.

—¡Hombrecillo! — Una mueca de furia le deformó la cara. Se lanzó hacia adelante, amagando hacia la izquierda y en seguida desviándose a la derecha. Lanzó un fuerte golpe a la cabeza de su adversaria pero ella se agachó, lo esquivó y lo golpeó con el tacón en el empeine. El gritó de dolor y ella se liberó, dejando en su mano un trozo de tela desgarrada.

—¡Yo te enseñaré, perra! — siseó él—. ¡Te arrastrarás y me llamarás amo DuBonné como una buena cerda negra !

—¡Usted se traiciona a sí mismo! Usted es un cerdo y tiene toda la gracia de un cerdo. — Alaina giró para eludirlo. — No sabe caminar y tropieza con sus finas botas de cuero — lo provocó cuando él se tambaleó—. ¿Se siente más cómodo descalzo en el fango?

Eran como dos animales salvajes medio agazapados, persiguiéndose en círculos.

—¿Cree — dijo Alaina en tono deliberadamente provocativo — que yo sería capaz de entregarme a alguien como usted? ¿Imagina que podría llevarme viva a una de sus sucias pocilgas? Le di una lección con un estropajo y un cubo de agua sucia, señor, y si se me acerca, le daré otra lección más seria que la anterior, pequeño cuervo chillón.

Jacques no pudo soportar más. Con un aullido de rabia, saltó sobre ella agitando frenéticamente los brazos. El puño de Alaina surgió con toda su fuerza y el golpe dio directamente en la entrepierna del francés. DuBonné cayó contra ella, ahora buscando con los brazos un punto de apoyo, con los ojos dilatados y vidriosos y sin poder respirar. Alaina trató de apartarlo de un empujón y su mano deslizóse bajo la chaqueta, hacia la axila izquierda de él. Como por un movimiento reflejo aferró la suave culata de la pequeña pistola, y empujándolo con un hombro aplicado al pecho de él, sacó el arma.

Jacques sintió el movimiento y al ver la pistola aferró la muñeca de Alaina con la mano izquierda. Su atención estaba dividida entre la lucha y el dolor cegador de su bajo vientre. Alaina retorció su muñeca y hundió los dientes en la base del pulgar de su adversario hasta que él gritó y se apartó pero sin soltarle la mano, temiendo por su vida. Ambas manos y la pistola golpearon con fuerza contra el costado de la cabeza de él y el arma se disparó. Un agujero nítido y redondo apareció fugazmente en la oreja izquierda de Jacques antes que lo ocultara un chorro de sangre. El se tambaleó hacia atrás gimiendo hasta que comprendió que seguía vivo y que sólo estaba ligeramente herido. Alaina luchó con el arma desconocida y trató de encajar el segundo cañón. Lo logró justo cuando Jacques levantó la lámpara de la mesa y la sostuvo bien alto sobre su cabeza como si se dispusiera a arrojarla. Ella apuntó a la luz, cerró los ojos y disparó. El estampido se mezcló con el ruido de cristal roto y un grito de Jacques.

Alaina abrió los ojos y vio al francés de pie con el brazo en alto convertido en una antorcha y vidrios rotos volando hacia todos lados. En el instante siguiente todo el costado de Jacques estaba en llamas y él soltó otro agudo chillido y cayó al suelo. Se levantó con dificultad apoyándose en la bala de algodón, tomó el trozo de seda y lo envolvió alrededor de su brazo para apagar el fuego.

Una expresión de mortal determinación asomó a su cara contorsionada por el dolor. Ignoró las llamas que ahora cubrían la mitad de la habitación, levantó su brazo izquierdo hasta su nuca y sacó lentamente el largo y fino estilete.

—¡Vas a morir! — siseó en medio del rugido del fuego. Avanzó hacia Alaina y ella levantó otra vez la pistola.

—¿No tienes bastante?

—¡Está descargada! — Su voz llena de dolor adoptó, no obstante, un tono burlón—. Dos disparos… nada más.

Hubo un grito en el exterior, después un ruido ensordecedor y la puerta, gruesa pero podrida por los años, cayó hecha astillas hacia adentro. Alaina y Jacques miraron sorprendidos cuando la enorme silueta negra se levantó del suelo. ¡Era Saul!

Alaina gritó su nombre y vio, cuando él se puso de pie, la forma inerte de Gunn tendido sobre los restos de la puerta. Jacques retrocedió rápidamente entre las llamas y Saul se adelantó y con un rápido movimiento le arrojó la mesa. El estilete cayó de la mano de Jacques y con un grito de furia el francés saltó sobre la bala de algodón y se izó hasta una pequeña puerta trampa que había entre las sólidas vigas del techo.

El humo tornaba sofocante el aire de la habitación a medida que el fuego crecía y alcanzaba otras mercaderías amontonadas contra las paredes. Saul tomó a Alaina de la mano y la llevó hacia la puerta. Gunn gimió y se movió cuando ellos pasaron sobre su cuerpo para llegar al estrecho pasadizo. En el corredor estaban los cuerpos inmóviles de otros cuantos guardias, pero Saul no les prestó atención. Arrastrándola tras él, llevó a Alaina subiendo un tramo de escalones y entró en un gran depósito repleto hasta el techo de balas de algodón.

Saul murmuró unas rápidas disculpas, deslizó un brazo debajo de las piernas de Alaina, la cargó sobre un hombro y echó a correr. Una luz vacilante empezó a crecer a sus espaldas antes que ellos encontraran la puerta y salieran al exterior. Se oyeron gritos airados y después una voz aguda que dijo: — ¡Atrápenla! ¡Atrápenla! ¡Mil dólares a quien me la traiga de vuelta !

—¡Bah! — gruñó Alaina, sacudida por los largos trancos de Saul—. Los… yanquis… ofrecieron… mucho más.

Corrieron siguiendo el terraplén, con el río a un costado y una larga fila de depósitos al otro. Después de haber corrido un buen trecho, Saul se metió en un estrecho callejón entre dos galpones. En seguida estuvieron en la sección negra de los muelles de la ciudad. Pasaron por un cerco de tablas donde alguien había dejado colgada una manta para ventilarla. Saul la tomó y la puso sobre los hombros de Alaina para cubrir el color claro de su vestido. En seguida formó una especie de capucha para ocultar el pálido óvalo del rostro.

Los gritos los seguían y se agacharon bajo un cobertizo de chapas cuando los hombres de Jacques pasaron corriendo. Los perseguidores se alejaron, pero ahora aumentó un nuevo furor. Las llamas se elevaban muy altas del techo del depósito de Jacques y devoraban con hambre las balas amontonadas abajo. El clamor aumentó alrededor de los depósitos.

¡Hasta los matones de Jacques tenían miedo de pasar mucho tiempo en el caserío negro de la ciudad, y grupos de hombres de color murmuraban amenazadores al verlos pasar. Después de unos momentos, Saul condujo a Alaina por los estrechos callejones y callejuelas hasta la casa de su amigo, donde había dejado el caballo.

Alaina no podía regresar a la casa de los Craighugh y tampoco la casa de la señora Hawthorne era ahora un refugio seguro. El doctor Brooks era conocido como amigo de ella y Alaina tampoco estaría a salvo ocultándose en la tienda. Sólo quedaba un lugar donde podía esconderse.

La casa de Craighugh estaba conmocionada cuando Saul regresó. El negro explicó que Alaina se encontraba a salvo y empezó a trazar el plan que habían pensado. Era cerca de medianoche, salió de la casa con una maleta y un gran bulto bajo el brazo. Puso ambos objetos en la parte posterior del calesín, subió al pescante, azuzó al caballo y tomó lentamente la calle fingiendo no notar a los dos hombres que lo siguieron a discreta distancia.

Cuando Saul se perdió de vista, Jedediah y Angus arrastraron un gran baúl de viaje fuera del establo y lo cargaron en el decrépito y viejo carromato. Momentos después, Jedediah salió con el carro en dirección opuesta a la que había tomado Saul. También a él lo siguió un hombre. Dulcie y Angus vagaron despreocupadamente por el terreno hasta que estuvieron seguros de que no quedaban espías y entonces Angus abrió sigilosamente una puertecilla poco usada detrás del establo y Cora Mae, la hija mayor de Dulcie, sacó por allí a Ol'Tar y lo condujo a través del patio de los vecinos donde montó, y viajando por caminos y callejones poco transitados, se dirigió al hospital. El alto reloj de pie del doctor Brooks daba la medianoche cuando el ama de llaves fue despertada por unos persistentes golpecitos en la puerta trasera. Murmurando improperios sobre lo avanzado de la hora, la negra se puso su bata y abrió la puerta de la cocina para encontrarse con una joven muchacha negra que esperaba pacientemente.

—Tengo un mensaje para el doctor Brooks.

—Vete de aquí, niña — dijo el ama de llaves—. No voy a despertar al doctor a esta hora de la noche. Vuelve por la mañana.

La mujer cerró la puerta y los golpecitos recomenzaron.

—Tengo un mensaje importante para el doctor — repitió la muchacha cuando la puerta se abrió otra vez—. El amo dijo que yo tengo que dárselo a él y que no permita que nadie me lo impida. Dígale al doctor que se trata de la señorita Lainie.

a mujer miró a la niña y murmuró irritada. Cora Mae sonrió y empezó otra vez, desde el comienzo:

Tengo un mensaje importante para el doctor.

asta el ama de llaves medio dormida pudo reconocer una insistencia empecinada.

—¡Ya lo sé! ¡Ya dijiste eso! — Agitó un dedo hacia Cora Mae. — Voy a despertar al doctor, y si él dice que tu mensaje no es importante, vendrá hasta aquí y te azotará.

Cora Mae aguardó pacientemente fuera de la puerta abierta y el ama de llaves se alejó protestando. Pasaron unos momentos, sonó una voz de hombre en algún lugar de la casa y pronto se oyeron rápidos pasos de pies calzados con chinelas que bajaban la escalera, seguidos de las disgustadas explicaciones de la mujer de color.

—¡Santo Dios! Hoy en día las jovencitas no tienen respeto a nada. Despertar a los mayores a estas horas de la noche…

Los lamentos cesaron, la puerta de la cocina se abrió y apareció el doctor Brooks que trataba con una mano de asegurar el cinturón de su bata mientras que con la otra se sujetaba los anteojos.

—Entra, criatura, entra — le dijo a la niña, y cuando ella obedeció, preguntó —: ¿Qué sucede, Cora Mae?

La niña lanzó una mirada recelosa a la mujer que se había situado junto al fogón.

—No tengo que decírselo a nadie que no sea usted.

—Está bien, Cora Mae. — El doctor Brooks miró por encima de sus anteojos al ama de llaves. — Tessie escucharía de todos modos detrás de la puerta. Ella sabe todo lo que sucede en esta casa.

La negra soltó un resoplido ofendido pero no hizo ademán de retirarse. Cora Mae sacó un pequeño sobre de su bolsillo y se lo entregó al doctor. Ello abrió, retiró la llave que contenía y pareció desconcertado.

—Esa es la llave de… — la muchachita miró un largo momento al techo —…del lugar del capitán doctor de la señorita Roberta… la casa de él… en Talba no sé cuánto…

El doctor Brooks enarcó las cejas.

—¿Quieres decir el apartamento del mayor Latimer en el edificio Pontalba ?

Cora Mae asintió con vigor.

—Sí señor, ésa es la llave.

—¿Y qué tiene que ver esto con la señorita Alaina?

—Bueno. — Cora Mae levantó una mano, abrió los dedos y empezó a contar los puntos que le habían indicado. — La señorita Lainie dice que lo ha pensado mejor acerca del casamiento y que lo hará con el… con el… — La jovencita se detuvo y pareció vacilar. — ¿Con el abogado? Pero cierto hombre — pasó al segundo dedo —, Jacques Debone, creo que era. — Cora Mae volvió al primer dedo, meneó la cabeza y pasó al tercero. — La señorita Lainie dice… o Saul dice, la señorita Lainie dice… que usted pase a buscarla con la llave y que ustedes dos vayan a ese Pon… Pon… donde se entra con esta llave, y que esperen adentro. — Cora Mae pasó al cuarto dedo y pensó.un momento. — ¡Ya está! Entonces el señor Angus traerá al abogado y al predicador, y el casamiento se hará como corresponde.

La niña dejó caer las manos y las unió a su espalda, sonriendo ampliamente por el éxito de su misión, mientras el doctor Brooks trataba de poner en orden las cosas que acababa de oír y el ama de llaves miraba fijamente la pared, murmurando entre dientes.

El doctor Brooks miró la llave y empezó a repetir con mucho cuidado.

—Ahora veamos… la señorita Alaina quiere casarse… — Cora Mae levantó la mano y empezó a contar con los dedos mientras el doctor hablaba—. Porque Jacques DuBonné la atrapó y causó muchos problemas. y yo tengo que tomar esta llave, recoger a la señorita Alaina e ir al apartamento del mayor Latimer donde encontraremos a Angus, al abogado y al ministro.

La muchachita asintió con energía, pero de pronto su sonrisa se apagó y se quedó mirando su pulgar todavía levantado.

—¡Sí señor! ¡Sí señor! — Pareció preocupada—. Pero hay algo más. — Pareció sumirse en profundos pensamientos hasta que la sonrisa volvió más luminosa que antes. — ¡Sí! La señorita Lainie está esperando allí donde solían estar los soldados rebeldes heridos.

—¿En el hospital? — preguntó urgentemente el doctor Brooks—. ¿En la vieja sala de confederados? Por supuesto, debí haberlo adivinado. Lo has hecho muy bien, Cora Mae, y espero que la señorita Alaina — miró otra vez a su ama de llaves quien meneó la cabeza, confundida — responderá cualquier otra pregunta que yo pudiera hacerle. Pero dime, criatura, ¿por qué viniste sigilosamente y por la puerta trasera?

—Saul dice que Debone tiene a sus matones blancos recorriendo las calles en busca de la señorita Lainie y tenemos que ser cuidadosos a fin de que no la encuentren.

—Muy bien, Cora Mae. ¿Tienes manera de volver a tu casa?

—Tengo a OI'Tar. El conoce el camino y está un poco más lejos, en la calle.

—Entonces vuelve a tu casa y ten tanto cuidado como tuviste para llegar hasta aquí.

Cuando la muchachita se marchó, el doctor se dirigió al ama de llaves.

—Voy a vestirme. Tomaré un caballo y un calesín del establo del hospital. Si alguien pregunta, dile que me llamaron del hospital.