CAPÍTULO 5

No le era difícil a Alaina evitar al atareado doctor, aunque demasiado a menudo para su tranquilidad se veía obligada a aceptar su compañía. Cierta animosidad florecía entre el muchacho, Al, y el hombre, Cole, y más de una vez Alaina sintió la mordedura de la reprobación del médico. Aunque esto le daba cierta seguridad de que él todavía no sospechaba su verdadero sexo, se preguntaba si todo lo que veía era la suciedad de su cara porque era allí donde se dirigían las críticas. Cole, por supuesto, no podía saber el esfuerzo que ella hacía todas las mañanas para ensuciarse la cara o su corta cabellera. El polvo y la grasa resultaban un reemplazante excelente para el viejo sombrero que él le había prohibido usar en el hospital, pero sólo agravaba la ambición del hombre de ver limpio al muchachito.

—Uno de estos días — amenazó el doctor —, voy a enseñarte cómo tienes que lavarte. ¡Mira tu pelo! ¡Es lamentable!

—Apostaría a que usted nació con un trozo de jabón en la boca — replicó Alaina con irritación—. Nunca he visto a nadie tan afecto a lavarse como usted.

—Eso plantea la cuestión de con qué naciste tú — repuso Cole con sarcasmo, y se alejó.

La noche que el capitán fue a visitar a Roberta, Alaina se mantuvo lejos de la casa. No tenía intención de unirse al grupo para cenar. Vestida como un muchachito sucio, estaría sujeta a la desaprobación del yanqui y provocaría, además, su curiosidad acerca de las causas por las que Angus permitía que el jovencito apareciera en la mesa en un estado tan lamentable.

Si Alaina logró escapar a la reunión de esa noche, no pudo evitar que Roberta la fastidiara con su relato. La prima mayor la buscó no bien pudo, sin importarle que Alaina estuviese a punto de dormirse cuando entró en su habitación.

—¡Oh, Lainie, fue la noche más excitante que he vivido! Y sabes, el padre de Cole también es médico, y es viudo desde poco después que nació Cole. Estoy segura de que también es rico.

—¿Se lo preguntaste? — bostezó Alaine.

—Claro que no, criatura tonta. Eso sería grosero. Pero sé que lo son. — Roberta sonrió con astucia. — Cole ha viajado al extranjero y se educó en el este donde él y su padre poseen tierras, además su de hogar en Minnesota. Supongo que cuando el viejo muera, Cole heredará toda la fortuna. Vaya, él ya tiene sus propiedades. Ahora dime, ¿qué hombre sin dinero podría jactarse de eso?

—¿El se jactó? — preguntó Alaina, mirando con recelo a su prima. — ¡Oh, Lainie, eres exasperante! — exclamó Roberta—. Claro que no. Pero yo sé cómo averiguar las cosas por medio de preguntas sutiles.

—Creo que le preguntaré si es rico — pensó Alaina en voz alta—. Eso es lo que realmente quieres saber, ¿verdad?

—¿Y por qué no? — dijo Roberta a la defensiva—. Una joven debe cuidar sus intereses en estos días. Y estoy cansada de vestir estos harapos con que me ha dejado la guerra. Voy a conseguirme un hombre rico que pueda comprarme todo lo que deseo.

Alaina reprimió otro bostezo.

—Es tarde, Roberta, y estoy cansada. Casi me quedé dormida en la ensenada junto al río esperando que ese yanqui se marchara. ¿Podemos hablar de esto en otra oportunidad? Tengo que levantarme con el sol.

Roberta suspiró como compadeciéndose de su prima.

—Pobre Al, tienes una vida dura. Pero…

—¡Lo sé! ¡Es lo que me merezco! — Irritada, la muchacha ahuecó su almohada y la golpeó con un puño. — ¡Y el capitán Latimer parece haber sido enviado aquí con el propósito especial de impedirme dormir!

Ahora Al limpiaba las salas en dos días, deseosa de demostrar al capitán que se ganaba cada centavo de su paga pese a su apariencia desaseada. Los soldados heridos empezaron a recibir con alegría la alteración de la monotonía en que tenían que vivir. Al empezó a intercambiar algunas palabras con ellos ya dirigirles comentarios hirientes, pero a medida que iba conociendo a los soldados como individuos en vez de enemigos, su tono se suavizaba.

Se formulaban preguntas sobre familias, orígenes y tendencias, políticas y de las otras. Algunos soldados luchaban por conservar algo de humor en este sombrío lugar. Con estos, Al intercambiaba bromas ligeras. Otros estaban deprimidos por sus heridas y decepcionados por el dolor y sin fuerzas para vivir. A estos, Alaina les presentaba un desafío, un reto para que siguieran viviendo. A los que estaban seriamente heridos les otorgaba de mala gana compasión y una extraña ternura dulce y amarga. Hacía recados para los que no podían moverse, a veces compraba un peine, una brocha de afeitar, o una botella de agua de lilas para una novia lejana. El paquete de cartas que llevaba al correo se hizo cosa de todos los días, y la aparición del jovencito con su cubo, escobas y estropajos, era esperada con ansiedad por aquellos confinados a las salas.

Para Alaina, todo empezó como un trabajo sencillo, un empleo, una tarea, una forma de ganar dinero. Pronto se convirtió para ella en una ocasión de conflicto. Sus simpatías estaban firmes con la confederación en guerra, pero contra su voluntad se sorprendió simpatizando con algunos de estos hombres, muchos, uno o dos años mayores que ella y varios aun más jóvenes. Tal como su padre y su hermano habían marchado a la batalla y ahora yacían en sus estrechas camas, doloridos e indefensos, esperando la curación y sus recompensas… o la muerte.

En Briar Hill hubo ocasiones en que la muerte parecía lo único que se merecían todos los yanquis. Ahora a Alaina le resultaba doloroso hasta la agonía ver que estos yanquis luchaban hasta su último aliento por sus vidas. ¡Los conocía! ¡Eran humanos! ¡Sufrían! ¡Morían! Más de una vez tuvo que buscar la soledad para ocultar el temblor de sus manos y taparse la boca para ahogar sus sollozos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Sus intentos de endurecerse fracasaban. En cambio, parecía volverse cada vez más vulnerable al dolor y la agonía ajenos.

En esta mañana de comienzos de noviembre, Alaina se juró mantenerse a distancia de cualquiera que estuviese cercano al final. Era un día apacible y agradable cuando subió al tranvía tirado por mulas para continuar su viaje al hospital. Roberta le había pedido a su padre que le permitiera usar el mejor caballo y el carruaje, de modo que Angus no tuvo más alternativa que enganchar a OI'Tar en el carro más viejo y viajar así con Alaina hasta la tienda. Desde allí, ella caminó hasta la iglesia de San Agustín, donde tomó el tranvía hasta el hospital.

—Llegas tarde — comentó Cole distraído cuando ella entró y pasó junto a él.

—No es fácil pagarse el viaje con el dinero que exprimen ustedes los yanquis — replicó Alaina dirigiéndose a la espalda de él, quien ya se alejaba. Abrió la boca para añadir algo más pero la cerró rápidamente cuando el doctor Mitchell, general médico, salió de una de las salas. El general miró al jovencito súbitamente ruborizado y en seguida miró ceñudo la espalda del capitán, quien seguía alejándose ignorante de la situación.

—¿Tienes alguna queja, hijo? — preguntó amablemente el canoso oficial.

Alaina trató de tragarse su incomodidad. — No, señor.

—Entonces, sugiero que empieces a trabajar. Varias ambulancias llegaron durante la noche y hay que hacer un poco de limpieza. El capitán Latimer está ahora demasiado ocupado para discutir tu paga.

—Sí, señor — murmuró Alaina. El general Clay Mitchell era el único yanqui a quien ella no se atrevía a desafiar. Era un irlandés alto, de pecho ancho, y aunque exigía respeto a todos, era amable y justo.

Más cerca de las salas de cirugía se habían instalado catres para recibir a los recién llegados, algunos de los cuales gemían y se retorcían de dolor mientras otros lloraban quedamente. Uno estaba separado del resto; se lo veía tan quieto que Alaina hubiera podido tomarlo por un muerto. Un vendaje le cubría los ojos y un hilillo de sangre seca salía por un ángulo de su boca. Su vientre estaba cubierto por una sábana para mantener a las moscas lejos de la herida que lentamente teñía de rojo la blancura de la tela. Era uno que se hallaba tan grave que los médicos habían decidido demorar su tratamiento hasta que aquellos soldados con más esperanzas pudieran ser atendidos y quizá salvados.

El espectáculo hizo retroceder lentamente a Alaina. «Basta — pensó—. He tenido suficiente.» Huyó hacia donde guardaba su equipo de limpieza, decidida a mantener su resolución ya ocuparse en fregar el piso del extremo de una sala donde estaba segura de que no había ningún soldado al borde de la muerte.

La promesa que se hizo, empero, no pudo ser cumplida. Aun en el lugar alejado que eligió pudo oír una llamada desesperada. Por un momento trató de ignorarla. Seguramente, alguien acudiría a los llamados del hombre. Era muy sencillo llevarle agua al soldado. ¡Pero no era su trabajo! ¡Nunca más!

Sin embargo, parecía incapaz de oír otra cosa, y nadie acudía con el agua.

—¡Al demonio con todo! — exclamó, y corrió hasta el pasillo donde estaba el soldado, todavía tan inmóvil que la asustó. Entonces vio que el desdichado se pasaba débilmente la lengua por los labios resecos.

—Aguarde. — Se inclinó junto a su oreja, temerosa de que estuviera demasiado grave para oírla. — Le traeré agua.

Cuando regresó, deslizó un brazo debajo de la cabeza del herido y se dispuso a darle de beber. Pero alguien le aferró la muñeca.

—¡No! — ordenó secamente Cole, quitándole el vaso—.'Le harías más daño que bien. — Vio la perplejidad en la sucia carita y suavizó su tono. — Nunca des de beber a un hombre herido de bala en el vientre. Mira, yo te enseñaré.

De un gabinete cercano sacó un paño limpio, lo sumergió en el agua y cuidadosamente humedeció los labios resecos. Empapó nuevamente el paño, pero esta vez dejó caer unas gotas en la boca del soldado. Alaina observó en silencio mientras Cole empezó a hablarle al hombre en un tono firme pero magnánimo.

—Este es Al. El se quedará contigo un rato. — Cuando ella meneó la cabeza en su desesperada necesidad de alejarse, Cole la miró ceñudo y le indicó que se callara. — Quédate tranquilo. Podremos atender tus heridas dentro de unos momentos. Están ahora preparando la sala de operaciones.

Cole se irguió, tomó la mano delgada de Al y le puso el paño mojado en la palma.

—Estarás aquí cuando yo regrese. Si alguien pregunta, es orden mía.

Ella asintió en silencio.

—Tenlo lo más cómodo posible. No será largo.

Nuevamente, Alaina asintió y no bien el capitán se volvió para retirarse, fue hasta un palanganero por una jofaina y una jarra con agua. Suavemente, lavó la sangre seca de la mejilla del herido y con toques delicados le refrescó la frente y espantó las moscas que no cesaban de acercarse al vendaje que cubría los ojos.

—¿Al? — El débil graznido la hizo inclinarse hacia él.

—Sí, estoy aquí — susurró.

Al soldado le costó un esfuerzo pronunciar sus siguientes palabras. — Gracias.

Alaina se alegró de haber dedicado un momento a la misericordia y se mordió los labios para contener su temblor antes de contestar:

—No es nada, yanqui.

Cole se detuvo en el vano de la puerta de la sala de oficiales cuando el sargento enfermero lo llamó. El sargento Grissom corrió para alcanzarlo.

—Hay una joven que desea verlo, capitán. Está aguardándolo en el vestíbulo.

—No tengo tiempo — dijo Cole secamente.

—Ella dice que es urgente, señor. Dice que no puede esperar. Cole se puso ceñudo. Le intrigaba el recado pero tenía mucho que hacer.

—¿Está herida?

El sargento Grissom sonrió.

—Definitivamente, diría que no, capitán.

—¿Entonces algún otro está herido?

—Ella no ha dicho eso, señor.

—Bueno, vea si uno de los otros doctores está libre para atenderla. El sargento enarcó sus pobladas cejas.

—Ella dijo que tiene que ser usted, capitán y lleva cerca de una hora esperando.

Cole suspiró y sacó su reloj de bolsillo.

—Sólo puedo dedicarle un momento. Dígale a la dama que iré en seguida.

Cole se quitó su guardapolvo sucio de sangre. Su uniforme también estaba marcado por manchas oscuras y no resultaba adecuado para recibir a una dama, pero no era posible evitarlo. No había tiempo para cambiarse. Abotonándose la casaca, Cole se dirigió rápidamente al vestíbulo.

Roberta se levantó de un banco y le dirigió al capitán Latimer una sonrisa radiante.

—Parece sorprendido de verme, capitán. — Bajó coquetamente las pestañas. — Supongo que no parece apropiado que yo haya venido aquí de esta forma.

—Por supuesto que no es así, señorita Craighugh. — Co1e tomó amablemente la mano ofrecida. — Es que ahora acaban de decirme que había una dama esperando. Si el sargento Grissom hubiese mencionado que se trataba de una dama tan hermosa yo me habría tomado un momento para ponerme más presentable. Pero usted debe comprender, he estado muy ocupado.

—No tiene que darme explicaciones, señor. — Roberta no trató demasiado de contener un fruncimiento gracioso de su nariz cuando apartó con remilgos la vista de la chaqueta manchada de sangre. — Vine aquí sin intención de molestarlo, capitán.

—Continúe, señorita Craighugh. — Sonrió amablemente. — Su voz es la más dulce que he oído en todo el día.

—Es usted muy galante, capitán. — Roberta inclinó levemente sombrero de ala ancha a fin de que el capitán pudiese admirar su fino, aristocrático perfil. Conocía la belleza de su larga nariz levemente caída y de sus pómulos altos, como asimismo de sus labios rojos, carnosos y curvados. — Pasaba en mi carruaje cuando se me ocurrió pensar en lo mucho que trabaja usted. Sin tiempo para el descanso se diría, o para una comida agradable. Pero un hombre tiene que comer, ¿eh, capitán? y nadie podría culparlo si se tomara unos pocos momentos para ello. Conozco un lugarcito divino en el Vieux Carré donde sirven una comida deliciosa. ¿Desearía acompañarme, capitán? — Aunque era toda sonrisas y expresiones tímidas, contuvo el aliento esperando la respuesta. Había planeado esto en secreto durante toda la semana y se sentiría aplastada si ahora él la decepcionaba.

—Debo pedirle humildes disculpas, señorita Craighugh. Tengo heridos que atender. De lo contrario, tendría mucho gusto en acompañarla.

Roberta disimuló su fastidio. Este no era un jovenzuelo ni un escolar al que pudiera llevar de la nariz y hacer que la obedeciera. Intentó otra táctica.

—Para usted no sería una distancia terrible de hacer a caballo hasta nuestra casa y venir a cenar con nosotros.

Cole sonrió ante la insistencia.

—¿Qué diría su padre de mi visita, señorita Craighugh? Tengo la sensación de que él preferiría que su hija no se tratara con un yanqui.

Los ángulos de la boca de Roberta se elevaron con coquetería. — Vaya, capitán Latimer, usted no me impresiona como un hombre a quien le importe demasiado lo que piensen los padres.

Cole rió y la miró con ojos acariciantes.

—Al contrario, señorita Craighugh. Me importa lo que piensen los padres. En cuanto a su invitación, preferiría evitar sorpresas y no llegar sin anunciarme antes.

—No se preocupe por eso. Sé cómo manejar a papá. Dulcie está cocinando una bouillabaisse deliciosa y usted no querrá perdérsela.

El le dirigió una sonrisa que la hizo estremecerse.

—Si no sucede nada imprevisto, estaré libre más tarde, esta noche.

Roberta logró contener un suspiro de alivio.

—Entonces esperaré con impaciencia esta noche, capitán. Ahora debo dejarlo a fin de que pueda volver a sus ocupaciones. — Esperó brevemente oír las protestas de él pero otra vez tuvo que disimular su decepción cuando no llegaron. El miró imperturbable el reloj del vestíbulo y Roberta le tendió una mano lánguida. — Lo he entretenido bastante, capitán. Me perdonará, ¿verdad ? Debo de saber muy poco de medicina para imaginar que usted puede entrar y salir cuando le plazca.

—Estoy destruido — repuso Cole mientras la acompañaba al carruaje—. Pero le aseguro que usted ha hecho que mi día sea considerablemente más brillante.

—¿Entonces esta noche, capitán? — murmuró Roberta.

—Esta noche. — Cole sonrió, la saludó, giró sobre sus talones y entró corriendo en el hospital sin mirar hacia atrás.

Roberta lo miró alejarse y el pensamiento de ese hombre alto y esbelto conduciéndola en un salón de baile fue casi abrumador. ¡Y todo ese dinero! No pudo reprimir un estremecimiento delicioso al pensarlo. Golpeó con su sombrilla el respaldo del asiento del cochero.

—Jedediah, llévame alrededor de la plaza Jackson antes de volver a casa. Hace meses que no paseo en coche.

Cuando el carruaje se puso en movimiento, Roberta levantó la sombrilla para proteger su piel de los rayos del sol, pero no lo suficiente para ocultar su belleza a los ojos de los soldados que se detenían a mirarla.