CAPÍTULO 9

Con el fin del otoño ahora los días eran más frescos. El pelo de Alaina había crecido hasta provocar miradas de desaprobación de Cole Latimer y, de mala gana, la joven debió someterse a las tijeras de tía Leala. El nuevo corte, prolijo, sencillo, sentaba muy bien a su rostro pequeño y acentuaba la belleza de los grandes ojos grises, de las frágiles facciones y de los pómulos altos y delicados. Con la dieta más abundante, su silueta delgada y flexible empezó a madurar debajo de las ropas demasiado grandes pero, como antes, ella seguía sintiéndose incómoda disfrazada de muchacho.

Era lunes, y como de costumbre, los cirujanos se reunieron a la mañana temprano para recorrer las salas. Este era, en parte, el momento para que los hombres expusieran sus quejas y lamentaciones. Sin embargo, como era su costumbre, el mayor Magruder se situó junto al general con un lápiz preparado y una mirada de advertencia para quienes criticaran demasiado al personal. También era la oportunidad en que los médicos tomaban sus decisiones sobre cuáles soldados estaban en condiciones de dejar sus lechos y regresar a las unidades de servicios limitados.

Alaina apenas había empezado su trabajo cuando una breve columna de soldados de uniforme gris, una vez más con grilletes, bajó la escalera arrastrando los pies. El doctor Brooks mantenía una batalla constante para retener a estos hombres hasta que estuvieran completamente recuperados, pues comprendía que si se los enviaba a prisión en un estado de excesiva debilidad, sería lo mismo que sentenciarlos a muerte. Mientras miraba, Alaina sintió un dolor dentro de su pecho. Para la mayoría de ellos la guerra había terminado. A menos que lograsen escapar de las bien custodiadas prisiones yanquis, no volverían a ver batallas sino que pasarían sus días luchando con las privaciones de un confinamiento brutal. Cuando los prisioneros pasaban, unos pocos le sonreían o le dirigían algunas palabras. El corpulento sargento, cuya pierna ella había tratado, levanto un puño.

—Animo, muchacho. — Sonrió al muchachito de la cara sucia. — La guerra aún no terminó.

Sus palabras sonaron a hueco y fue como si él estuviera tratando de darse ánimo.

Alaina buscó una réplica adecuada, pero ellos se fueron en seguida y el vestíbulo quedó vacío, aunque el rítmico tintineo de los hierros siguió resonando unos momentos más. Tantas esperanzas habían ido a la guerra con estos hombres hacía apenas uno o dos años… Sintió que se le formaba un nudo en la garganta y las lágrimas amenazaron con rodar por sus mejillas. Rápidamente se secó los ojos y levantó la vista para encontrarse con que Cole estaba observándola. En este momento, el odio de Alaina hacia los yanquis era más intenso que nunca. Ver desfilar a los prisioneros era como ver que se llevaban encadenado a su propio hermano. ¡Cómo odiaba esta guerra! ¡Odiaba al enemigo! ¡Más que nada, odiaba a Cole Latimer!

Cole volvió prudentemente la espalda y continuó con sus tareas. Dejaría que el tiempo actuara como bálsamo sobre este muchachito insolente. Cualquier cosa que dijera ahora sólo serviría para intensificar el odio del jovencito.

Para consternación de Alaina, esa misma mañana llegaron más prisioneros para ocupar las camas vacías. Varios fueron traídos en camilla y llevados a cirugía. Entre ellos había un joven soldado de la caballería confederada que tenía una bala incrustada en la pierna y una herida abierta e impresionante desde la mitad del muslo hasta la rodilla. El general Mitchell había partido del hospital después de la inspección de la mañana y el mayor Magruder quedó al cargo. La decisión de este último, junto con el mayor Forbes, fue amputar la pierna cerca de la cadera, puesto que eran incapaces de extraer el proyectil de plomo alojado en la vital articulación. Cole se enteró por un comentario casual de un enfermero y se apresuró a reunirse con sus superiores.

—¡Hay que amputar! — declaró Magruder con irritación después que el hombre más joven dio su opinión.

—¡Maldición, mayor! — Cole luchó un momento con su propia cólera y pudo continuar con más calma. — Es la pierna de un hombre, no los cuartos traseros de una mula. No hay infección.

—El proyectil está muy profundo y sólo es cuestión de tiempo antes que empiece el envenenamiento por plomo. No hay forma de extraerlo. El mayor Forbes y yo ya lo hemos intentado.

—Entonces, inténtelo otra vez — dijo Cole—. Por lo menos, eso pueden hacerlo.

—Tenemos otros heridos que atender — replicó secamente Magruder—. Algunos de nuestros propios hombres están esperando. No podemos perder tiempo.

Cole se enfureció.

—No hay ninguno que no pueda esperar. Una herida pequeña aquí y allá y eso es todo. Caballeros, este hombre muy bien puede necesitar su pierna después de la guerra. ¿Acaso son ustedes carniceros para mostrarse tan indiferentes?

—¡Carniceros! — El rostro enrojecido de Magruder reveló su cólera. Nunca le había gustado este advenedizo que parecía considerar su opinión más valiosa que la de los de más rango y experiencia. El hombre, evidentemente, no estaba enterado de las muchas cuestiones más apremiantes; el solo peso de la administración era abrumador—. Capitán, si no desiste usted, informaré de su insubordinación — amenazó—. Sus simpatías hacia el enemigo serán el final de su carrera. Ahora le ordeno que salga de aquí. Tenemos trabajo que hacer.

Cole abandonó abruptamente la habitación y casi tropezó con Alaina, que estaba fregando el piso del pasillo. La discusión había sido imposible de ignorar y ella miró con odio al capitán por segunda vez en ese día.

—Va a quedarse ahí de brazos cruzados y dejar que ellos lo hagan, ¿verdad?

—Ve y trae al doctor Brooks — dijo Cole secamente—.¡Y date prisa!

Alaina partió de inmediato. Pese a sus pesadas botas, cruzó el vestíbulo corriendo y pronto regresó con el doctor, que venía jadeando y resoplando. Cole tomó al anciano del brazo y lo introdujo en la habitación donde Magruder estaba listo para empezar la amputación.

—Caballeros, si siguen adelante — interrumpió Cole —, creo que tendrán que responder ante el doctor Brooks y serán responsables de trato inhumano a un prisionero.

El mayor Magruder dejó caer el escalpelo y preguntó con incredulidad:

—¿Me está amenazando, capitán Latimer?

—No, mayor — replicó Cole casi con amabilidad —, Pero no creo que el cirujano general vaya a tolerar semejante tratamiento a un prisionero de guerra,

—Usted es demasiado atrevido, capitán — advirtió el mayor Forbes. Cole cruzó sus manos detrás de la espalda.

—Quizá, señor, pero sólo puedo esperar que, si una decisión similar tuviera que hacerse en relación conmigo, alguien tomara en consideración que yo valoro mucho mis piernas.

Magruder dijo, en tono iracundo:

—Si siente tanto amor por este rebelde, capitán, entonces usted y su buen amigo sureño pueden tratar de salvarle su maldita pierna, aunque bien podría ser que el hombre perdiera la vida por ello.

Cole Latimer no rechazó el desafío. Con la ayuda del doctor Brooks, puso manos a la obra. Alaina no se apartó de la puerta de la sala donde trabajaban los médicos, y cuando Cole por fin apareció, los claros ojos grises lo miraron con ansiedad.

—Vivirá — dijo Cole.

—¿Y la pierna ? — preguntó ella, temiendo lo peor.

Cole sonrió lentamente.

—Aún la tiene.

Cole vio un rápido relámpago de dientes blancos y sintió que el muchachito se le acercaba sentimentalmente, pero en seguida Al se puso nuevamente ceñudo y volvió a su tarea, dejando desconcertado al capitán. Obviamente, el muchacho no quería demostrar nada parecido a la gratitud y parecía sentirse más cómodo adoptando una actitud de beligerancia.

El estado de Bobby Johnson había mejorado algo. Las dosis de morfina eran disminuidas continuamente. Pero cada vez que Alaina se detenía junto a su lecho y trataba de platicar, el joven soldado volvía la cabeza y se negaba a responder.

A las primeras horas de una mañana tormentosa Alaina la encontró luchando con pluma y papel, tratando de escribir una carta. Disimuladamente, fue acercándose hasta poder ver el fruto de esos esfuerzos. Oscuras manchas de tinta marcaban la hoja de papel y las líneas de escritura subían y bajaban.

—Nadie podrá leer eso — dijo Alaina.

La mano se detuvo de pronto y después arrugó la hoja. Con un sollozo, Bobby arrojó el papel contra la pared.

—¡Eh, yanqui! Soy yo quien tengo que poner orden.

La réplica llegó instantánea y amarga.

—Ustedes los rebeldes me han dejado así y nadie podrá poner mi cuerpo en orden.

Alaina soltó un resoplido.

—Los cementerios están llenos de casos peores que usted, y no son chaquetas azules.

El soldado movió su cabeza sobre la almohada.

—Preferiría estar muerto. Ahora volveré a mi hogar para que mi esposa tenga que alimentarme toda la vida. ¡No puedo pedirle eso a Jeannie! ¿Qué mujer quiere a un ciego por esposo?

—Me parece, yanqui, que ella estará muy dichosa de tenerlo nuevamente en casa.

—¡Mi nombre no es yanqui! — exclamó él.

—Sí, lo sé. Es Bobby Johnson. Nos conocimos fuera de la sala de cirugía.

—¿Tú eres Al?

—Sí.

Bobby Johnson suspiró.

—Creo que tengo demasiado tiempo para dolerme de mí mismo.

Alaina miró al joven, deseosa de consolarlo pero temerosa de comprometerse sentimentalmente. Empero, su bondad natural terminó por imponerse.

—No me gusta mucho leer, pero a veces no tengo nada mejor que hacer. ¿Le gustaría que leyera para usted… a veces?

—Eso sería excelente.

Los días siguientes, Alaina se apresuró a completar su trabajo a fin de poder sentarse junto al joven y leerle algo. El empezó a responder a sus pullas y hasta aceptó dictar una carta para su madre y otra para su esposa. No fue hasta que leyó la última página de una novela corta y cerró el libro que Alaina levantó la mirada y vio una expresión preocupada en la cara de Bobby Johnson.

—¿Qué sucede? ¿No le gustó? — preguntó, algo desalentada.

—Me gustó — repuso Bobby lentamente—. Pero noté mientras leías que tu voz se suavizaba. Diría que tienes educación, pese a que tratas de disimularlo.

Alaina sintió un súbito escalofrío y contuvo el aliento.

—También sé que no eres Al. — Estiró una mano y la tomó de una muñeca. — Tú eres una pequeña… una pequeña mujer. ¡Sí! ¡Eres una muchacha! ¿De dónde viene ese nombre, Al?

—De Alaina — susurró ella.

—¿Joven? — Sus dedos recorrieron la mano de huesos delicados. Aunque ásperas por el trabajo, no eran manos de una persona mayor.

—Diecisiete. — Alaina se mordió el labio y preguntó con timidez: — ¿Vas a decírselo a alguien?

—Explícame por qué quieres que los otros crean que eres un muchacho y entonces decidiré.

Con renuencia a confiar en la sabiduría del ciego, Alaina refirió su historia, sin guardarse nada.

—No soy culpable de espionaje — murmuró—. Pero, ahora, mi juez es usted. Mi libertad depende de lo que usted decida.

Pasó un largo momento lleno de ansiedad, hasta que por fin, el soldado dijo:

—Siempre me gustó la historia de Oliver Twist. ¿Me la leerás?

Lágrimas de alivio llenaron los ojos de Alaina.

—Mi tío tiene el libro en su estudio. Lo traeré mañana.

Empezó a alejarse, pero se detuvo.

—No se lo contará al capitán Latimer, ¿verdad?

—No, a menos que lo estime necesario — le aseguró él.

La lluvia siguió cayendo sobre la ciudad, y el sábado, cuando parecía haber alguna esperanza de que aclarara, las densas nieblas de la madrugada se condensaron en una lluvia torrencial. Cielos plomizos parecían oprimir los tejados y hasta en las calles empedradas corrían hilillos de lodo. Al tenía la tarde libre. Durante la semana había dejado todo reluciente y limpio, y aun después de una cuidadosa inspección, ella misma no encontró nada más que hacer en las salas. Pero cuando salía de la última, el sucio piso de mármol del vestíbulo atrajo su atención. Allí había un desafío. Sería necesario todo su talento para devolver la belleza original a ese mármol veteado.

Tiempo después, Alaina retrocedió y observó con satisfacción el suelo recién fregado. « Una pasada final con agua para enjuagarlo — pensó —, y podré volver a casa.»

La tarea estaba casi concluida cuando hubo voces en el exterior y la puerta se abrió para dejar entrar a varios militares y un par de civiles de aspecto oficial. Cruzaron el vestíbulo y no notaron la furiosa mirada que los siguió cuando dejaron marcados sus pasos con pisadas embarradas.

Ominosamente, Al levantó el estropajo y volvió a meterlo en el cubo de agua. Empezó otra vez a limpiar las marcas y había avanzado muy poco cuando la puerta se abrió nuevamente y otro par de botas embarradas avanzaron por el piso de mármol.

—Eh, yanqui, no puede limpiarse las…

—¡Fuera de mi camino, pequeño tonto!

Alaina fue rudamente empujada a un lado y cayó de bruces, pues sus pies se enredaron en el estropajo. Jacques DuBonné siguió avanzando, arrogante, despreocupado por sus botas que dejaban oscuras manchas de lodo en el piso de mármol. Varios pasos más allá de donde había quedado el muchachito, se detuvo, se volvió a medias y preguntó:

—¿Dónde hay un doc…?

Su última palabra terminó abruptamente con un húmedo flap cuando los trapos mojados del estropajo le dieron en plena cara y se enroscaron alrededor de su cabeza. DuBonné levantó un brazo para destaparse la cara y soltó una exclamación cuando el agua sucia contenida en el cubo lo bañó de pies a cabeza. Escupiendo de rabia, buscó debajo de su chaqueta y sacó su delgado cuchillo. A la media luz, la filosa hoja brilló con malignidad.

Alaina retrocedió, todavía sosteniendo su cubo, y empezó a reírse del empapado cajun, hasta que súbitamente fue sujetada por dos enormes brazos negros que surgieron desde atrás y la dejaron inmovilizada. Luchó para liberarse y soltó una serie de juramentos que hubieran dejado atónito a un carretero. DuBonné avanzó hacia ella, blandiendo el cuchillo en forma amenazadora.

—¡Vamos a ver! ¿Qué está pasando aquí? — La voz tajante de Cole llegó desde la escalera. El capitán se les acercó casi corriendo. Había estado a punto de marcharse y llevaba su uniforme de reglamento y el sombrero que caía sobre su rostro ceñudo.

Furtivamente, Jacques ocultó el cuchillo, pero el negro no hizo intento de soltar su presa.

Cole se detuvo a un paso de ellos.

—Suelte al muchacho — ordenó—. Si es necesario, yo lo castigaré. — El gigante negro se limitó a mirarlo y el capitán levantó la voz—. ¡Suéltelo, he dicho!

Como el negro no dio señales de obedecer, Cole levantó la solapa de su pistolera y apoyó la mano en la culata de su revólver, pero Jacques se dirigió al negro en una lengua desconocida para Alaina. El gigante sonrió y separó los brazos, dejando caer a Alaina al suelo. Los ojos de Jacques se entrecerraron cuando la observaron con más atención.

—¡Te conozco del barco! — exclamó—. Estás en deuda conmigo. La próxima vez, me cobraré con creces.

Mientras Alaina se ponía de pie, Jacques se quitó la chaqueta empapada y se volvió hacia el capitán.

—¿Ve usted? — Señaló la manga de su camisa manchada de sangre—. Estoy herido. Vine aquí por un médico y este pequeño… ¡este pequeño bastardo mal nacido… !

Alaina apretó ominosamente la mandíbula y se abalanzó con los puños en alto, pero Cole la tomó de los pantalones y en el proceso aferró también una porción de nalga dolorida.

Mirando con desconfianza al airado muchachito, Jacques continuó:

—¡Me atacó con el estropajo y el cubo! — Se tocó disgustado su arruinado chaleco de brocado. — ¡Mire! ¡Mi ropa! ¡Está estropeada!

Alaina soltó un resoplido y se liberó de la mano de Cole.

—El necesitaba un buen lavado.

—¡Ese mocoso me las pagará! — gritó Jacques, avanzando amenazador hacia Alaina.

Cole se interpuso entre los dos y tomó al hombre de un brazo. — Dudo de que el muchacho pueda pagar siquiera uno de sus pañuelos, y no hablemos del resto. Será castigado, tenga la seguridad.

Alaina miró a Cole con furia y él le dijo en tono severo:

—Estás aquí para limpiar, no para ensuciar.

—Eso era justamente lo que estaba haciendo cuando este asno sucio entró sin haberse limpiado los pies.

Una rápida mirada le permitió a Cole comprender la irritación de Al, pero la obligación de un médico era atender a los heridos, y no le dio al francés oportunidad de seguir discutiendo.

—Déjeme ver eso. — Levantó la manga y examinó brevemente la herida antes de mirar al hombre con curiosidad. — Esto parece un corte de sable. ¿Cómo se lo hizo?

—¡Bah! — Jacques levantó su mano sana. — Tomé una casa en el campo como pago de una deuda. El sheriff es un hombre de ciudad. No quiso entregar la notificación de modo que lo hice yo mismo. ¡Pero la señora Hawthorne! ¡Es una vieja loca! No quiso aceptar la notificación. Tenía una espada oculta en sus faldas, y cuando yo traté de ponerle los documentos en la mano — levantó indignado su mano herida — me atacó. — Rió despectivamente. — Ahora, el sheriff tendrá que arrestarla. Eso le enseñará a la vieja señora, ¿eh?

—¡Desalmado! — gritó Alaina, pero una mirada de Cole la hizo callar.

—Yo ya me marchaba — dijo Cole bruscamente—. Pero creo que puedo demorarme un momento. — Medio se volvió hacia Al y le prometió: — Hablaré contigo más tarde. Ahora, limpia esto que has hecho.

Alaina se encrespó como un puercoespín enfurecido. Aferró su estropajo y entre cerró los ojos cuando el capitán se llevó a Jacques por el pasillo. El negro los siguió, después de dirigir a Alaina una amplia sonrisa que más pareció una mueca.

—Limpiaremos eso y le pondremos un poco de carbólico — dijo Co1e—. No es profundo. Una compresa sencilla bastará.

Alaina terminó su trabajo rápidamente y guardó sus herramientas. No quería esperar, pues el capitán Latimer había amenazado demasiado a menudo con castigarla, y esta vez podría cumplir su promesa. Tomó su sombrero y se puso en camino.

Todavía había algo de indignación en la expresión de Alaina cuando llegó a la casa de los Craighugh. Con más energía de la necesaria, aun siendo tan menuda, dio un portazo cuando entró en la cocina e ignoró el temblor de los vidrios en sus marcos de madera. No estaba de humor para hablar de banalidades con Roberta, pero desde la discusión que tuvieran, su prima tenía la costumbre de esperarla cerca de la entrada. Con Angus en la tienda y Leala frecuentemente ayudándolo, Roberta no tenía que ocuparse más que en trivialidades. Se levantaba tarde, dejaba pasar las horas ocupándose de su persona y mucho antes de la hora de cenar empezaba a vestirse con un cuidado exasperante. Cuando Alaina llegaba ya tenía cada hebra de su pelo cuidadosamente rizada y lucía un vestido limpio. Esta tarde no fue diferente.

—Digo yo, Al. — Roberta empezaba a disfrutar usando el apodo masculino. — Nunca sé si eres tú o un muchacho vagabundo que entra por la puerta trasera. ¡Desempeñas tan bien tu papel!

—¡Sí! ¡Y también voy a empezar a llevar una pistola! — replicó la muchacha más joven con virulencia—. A veces me dan ganas de matar a alguien.

Roberta quedó momentáneamente atónita. Dulcie se volvió desde el fogón, donde estaba revolviendo un guiso, y preguntó: — ¿Qué te propones, pequeña? ¿Quieres buscarte más problemas?

Alaina se quitó las gruesas botas y las envió deslizándose por el suelo hacia la despensa.

—He sido empujada, golpeada y amenazada, pasé la mañana de rodillas fregando pisos sólo para que una roñosa rata de río volviera a ensuciarlos. Y ese yanqui de piernas largas me tomó del trasero…

Roberta ahogó una exclamación, sinceramente escandalizada.

—¡Es posible que él sea el primero a quien maté! — advirtió Alaina, apuntando a Roberta con un dedo—. Tú ya verás. ¡Y después apuntaré con mi revólver a ese réprobo de Jacques DuBonné y lo obligaré a arrastrarse de barriga hasta la casa de la señora Hawthorne a fin de que ella pueda terminar lo que empezó!

Roberta estaba pasmada. Nunca había visto a su prima en ese estado.

—¡Alaina! ¿Qué te sucede?

Estoy justamente furiosa, eso es lo que me sucede! ¡Con justicia! ¿Sabes lo que significa eso, Roberta? — Avanzó hacia su prima con expresión, amenazadora. Murmurando en forma incoherente y meneando la cabeza, Roberta retrocedió hasta dejarse caer en una silla donde, con la boca abierta, se quedó mirando esos ojos grises que despedían llamas—. ¡Significa que. tengo una causa justa! — gritó Alaina a su temblorosa prima—. Se irguió y caminó arrogante por la cocina. Levantó dramáticamente una mano. — ¡Una causa justa! ¡Sí! ¡Podré decirlo en mi juicio!

—¿Qué juicio es ese? — preguntó Dulcie, apoyando firmemente las manos en sus anchas caderas—. ¿Qué ha hecho, señorita Alaina? ¡Dígamelo ahora mismo!

—Nada, todavía — replicó Alaina mansamente. Tomó un nabo pelado y lo mordió, después señaló con la hortaliza, masticó y esperó hasta que se le aclaró la garganta, antes de continuar: — Pero voy a hacer algo. Antes que yo haya terminado, Jacques DuBonné deseará no haber puesto jamás los ojos en la señora Hawthorne.

—¿Quieres decir esa anciana que viene a la tienda de papá? — preguntó Roberta con inquietud.

Alaina se interesó. — ¿La conoces?

—Bueno, no viene muy a menudo cuando estoy allí — dijo Roberta, no del todo segura de cuánto debía contarle a Alaina. Después de todo, su prima podía poner en peligro lo que parecía ser una muy promisoria relación con Cole.

—Pero sabes dónde vive — insistió Alaina.

—No exactamente. — Roberta se encogió de hombros. — Creo que en alguna parte al norte del viejo camino del río…

Alaina fue hasta donde estaban sus botas y se las puso.

—¡Averiguaré dónde vive así me lleve toda la noche!

—¡No, Lainie, no! ¡No hagas ninguna tontería! — rogó su prima.

La muchacha se caló su viejo sombrero y sonrió, mostrando sus dientes pequeños y blancos.

—Todo depende de lo que tú consideres una tontería, Robbie. Yo no considero una tontería matar a unos cuantos bribones sin corazón.

—Se encogió despreocupadamente de hombros. — Todo depende de ellos.

Antes de dejar la casa, Alaina fue hasta el armario de su habitación y tomó la pistola de su padre. Ninguno de los Craighugh sabía que ella la tenía. La había traído a la casa dentro de su maleta el día de su llegada. Era una Colt 44 de cañón largo, casi demasiado pesado para ella, pero Alaina sabía usarla muy bien. Metió el arma en su bolso de cuero y se pasó la correa sobre la cabeza y el brazo. Pese a sus amenazas, no estaba en sus planes usar el arma, pero, por las dudas, añadió el frasco de pólvora y una caja de balas a su bolso. Le dio una sensación de seguridad sentir sólidamente contra su cadera el peso del arma.

Más de una hora después que Alaina sacara a OI'Tar de los establos y se alejara de la casa, Roberta enfrentaba a Cole Latimer en el umbral de la residencia de los Craighugh.

—Oh, capitán Latimer — dijo Roberta con una sonrisa radiante y completamente recuperada de la perorata de Alaina—. Pensé que se había olvidado de mí.

—Me temo que ésta no es una visita social, Roberta — dijo él con toda la gentileza posible—. Me gustaría ver a Al, si es que está aquí.

—¿Al? — Roberta quedó decepcionada. No había pensado que Alaina, disfrazada de muchachito, podría ser una competidora, pero tampoco había imaginado que la animosidad existente entre esos dos alejaría de ella la atención de Cole. Cubrió su irritación con un petulante puchero y agitó coquetamente las pestañas. — Vaya, capitán, ¿ va a decirme que ha venido para ver a ese muchachito insolente? Y yo que pensé que venía a visitarme. Estoy desconcertada.

—Lo siento — dijo Cole en tono de disculpa —, pero hoy en el hospital el muchacho arrojó un balde de agua sucia a un herido. — La exclamación de horror de Roberta fue sincera. — Lo que tengo que decirle a Al no me llevará mucho tiempo. ¿Puedo hablar con él?

—Pero Al no está aquí, capitán. — Roberta sonrió, vacilando. — Estuvo, pero se marchó hace un rato.

—¿Dijo adónde iba? Debo arreglar esto antes que él vaya a trabajar el lunes. No puedo permitir que vuelva a suceder una cosa así.

Roberta pensó por un momento si era mejor declararse inocente Y contarlo todo en caso de que Alaina cumpliera de veras sus amenazas, o fingir ignorancia sobre las andanzas de la muchacha. El problema era saber cuál sería la reacción de Cole.

—Le diré, capitán, que ese muchacho estaba furioso. — Roberta vaciló cuando pensó en la posible reacción de Alaina, pero continuó con valentía: — Nos asustó terriblemente a mí ya Dulcie. Vaya, amenazó con matar a cierto bribón llamado Jacques, y juraría que salió a buscarse problemas.

A su pesar, Cole se sentía responsable del muchacho. — ¿Qué camino tomó?

—El camino viejo del río. — Roberta salió a la galería y extendió el brazo en la misma dirección que había tomado Alaina. — Vaya por allá alrededor de una milla y después doble al norte una milla o dos. No puede equivocarse. Una casa grande y vieja de madera, con techo empinado y único porche en el frente. Tiene un poste de hierro para atar caballos en forma de muchacho negro con una anilla en la mano.

Cole estaba por marcharse cuando ella le puso una mano sobre el brazo.

—Tendrá cuidado, ¿verdad, capitán? Al es muy buen tirador y dijo que estaba pensando en hacerle a usted un agujero en el cuerpo.

—¡Pequeño atrevido y exaltado! — murmuró Cole entre dientes. Jacques había dicho que tenía intención de regresar a la casa de la señora Hawthorne con el sheriff. Era muy posible que Al se metiera en problemas más graves de los que pudiera manejar.