CAPÍTULO 8

La mañana del viernes llegó para Alaina en medio de una prisa desorganizada. Despertó tarde, y desde ese momento el día se convirtió en un frenesí enloquecido. Sus estropajos le resultaban desusadamente pesados y en una oportunidad tropezó hacia atrás con un cubo de agua sucia. Se frotó el codo dolorido y, murmurando amargada, se puso de pie. Por el rabillo del ojo vio al capitán Latimer que se asomó al pasillo para ver la causa de la conmoción. Casi le arrojó el cubo a la cabeza. Cuando él se fue, Alaina trató de limpiarse un poco sus ropas mojadas.

Era media mañana cuando encontró tiempo para ver a Bobby Johnson. El soldado estaba aún bajo los efectos de una fuerte dosis de morfina para el dolor y para tenerlo con vida mientras curaban sus heridas. Para Alaina fue suficiente encontrarlo vivo.

A primeras horas de la tarde se convirtió otra vez en objeto de las miradas del capitán. Estaba limpiando el último vidrio de una ventana cuando notó que él la observaba pensativo. Por supuesto, cualquier otro yanqui hubiera podido ver a través de su disfraz y descubrir su secreto, pero ella pensó que el capitán Latimer sólo tenía ojos para sus sucias ropas. Parecía ciego a todo lo demás.

Deliberadamente, siguió frotando el vidrio cuando él se le acercó y no se volvió hasta que él estuvo apenas a un paso. Entonces, lo miró con desconfianza, como esperando algún mal trato de manos de él.

—No voy a golpearte — dijo Cole secamente—. Por lo menos, no todavía.

Alaina se limpió la nariz con la manga de su camisa.

—Mi padre me enseñó a no darle nunca la espalda a un barriga azul. — Su despectiva mirada lo recorrió de pies a cabeza. — ¡Yanqui!

—Debe de resultarte difícil con todos estos buenos yanquis a tu alrededor — repuso Cole con sarcasmo.

—Usted lo ha dicho, yanqui, no yo. — Alaina buscó en un bolsillo de su pantalón, sacó un trapo y procedió a sonarse ruidosamente. — No puedo encontrar un lugar donde mi trasero no esté dirigido a un yanqui.

—Si has terminado — dijo Cole con impaciencia —, tengo otro trabajo para ti, aunque no sé si estoy acertado.

—Ya debí imaginarlo — se lamentó Alaina con fingido fastidio—. Usted, o está fastidiándome por mi apariencia o queriendo que haga algo. ¿Qué es ahora, barriga azul? ¿Limpiar más vómitos yanquis?

Cole sonrió sardónicamente. El muchacho buscaba deliberadamente una reprimenda o un castigo, y puesto que ese parecía ser su deseo, Cole concluyó que sería lo último que recibiría. Contuvo su temperamento y respondió la impertinente pregunta.

—Algo peor, creo.

Alaina se encogió interiormente. No lo tomó como una amenaza vana y juró que si él le pedía que limpiase la sala donde los médicos hacían amputaciones, se marcharía. No tenía estómago para ese espectáculo.

—Sígueme. — Cole se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo cuando Alaina permaneció indecisa. — ¡Bueno, muévete!

Alaina repuso con fastidio:

—Creí que esta tarde usted iría a visitar a Roberta. ¿Qué lo retiene aquí?

Cole enarcó una ceja.

—Creo que fuiste mal informado. Alaina se encogió de hombros.

—Al ver que anoche usted estaba tan ansioso de ir a la casa de los Craighugh, imaginé que trataría de verla tanto como le fuera posible.

—Me enviaron aquí con la misión de atender a los heridos, no de cortejar a las damas. Y tú — añadió, mirándola a los ojos —, fuiste empleado para limpiar. Ahora ven.

Con gran alivio de Alaina, subieron la escalera hasta el segundo piso, lugar donde nunca le habían permitido la entrada. Era un día caluroso y allí el calor era más intenso. La transpiración parecía brotar de todos los poros y su rústica camisa de algodón se pegó inmediatamente a sus hombros y espalda. Pequeñas gotas de sudor empezaron a correr entre sus pechos.

Alaina debió alargar sus pasos para no quedar rezagada. Siguió al capitán por el pasillo principal y llegaron a otro corredor donde había un sargento ante un pequeño escritorio. El corto corredor terminaba en una puerta que estaba medio abierta y revelaba a todo un pelotón de soldados de la Unión que descansaban o jugaban a las cartas en la habitación. Detrás del sargento, un soldado montaba guardia frente a otra puerta. Allí el aire era sofocante y el sudor oscurecía las chaquetas de los soldados. Cuando vio a los recién llegados, el sargento se secó la frente con un pañuelo colorado, hizo a Cole una seña con la cabeza, se puso de pie, giró la llave de la puerta custodiada y puso fin al desconcierto de Al. Se reveló una sala dos veces más grande que las de abajo. Pero aquí, las camas estaban llenas de soldados de la Confederación, reconocibles por varias prendas del uniforme gris que llevaban muchos. Algunos permanecían inmóviles y silenciosos, mirando hacia arriba como aturdidos, mientras que otros gemían de dolor en sus camas. Un áspero ronquido venía de un joven soldado cuyo catre estaba cerca de la puerta. Cuando entraron, luchó para volver su cabeza sobre la almohada y mientras una tímida sonrisa se dibujaba en sus labios finos, fue acometido por un penoso acceso de tos. Alaina supo que estos hombres eran prisioneros que estaban ahí hasta que se pudiera enviarlos a Ship Island o a Fort Jackson.

—Este es Al — anunció Cole a los hombres—. El limpiará este lugar. — Se volvió para hacer que la delgada figura se adelantara, pero Alaina se apartó rápidamente.

—¡Quíteme las manos de encima, yanqui! — estalló—. No se me acerque y no tendremos problemas.

Un rebelde alto y flaco estalló en carcajadas.

—¡Vaya, capitán! ¿Dónde encontró a este chico tan malo?

—En una pelea con algunos de nuestros soldados — repuso secamente Cole—. Mi error fue creer que él estaba en desventaja. Entonces no supe que estaba salvando a los otros de un desastre seguro.

Desde el fondo de la habitación, un hombre corpulento gruñó: — Eh, pichón, ¿por qué estás trabajando para los yanquis? ¿Tu madre no te enseñó otra cosa?

Al se encogió de hombros.

—Ella lo intentó, pero de alguna forma yo tenía que comer.

El hombre lo miró y se rascó pensativo el mentón.

—Se me ocurre que no te dan de comer lo suficiente. La última vez que vi a un muchachito como tú, estaba sobre las rodillas de su madre. Quizás eres demasiado pequeño para saber que las personas respetables preferirían morirse de hambre antes de limpiar la mugre yanqui.

Lentamente, Al se acercó a los pies de la cama del hombre y miró la suciedad que lo rodeaba.

—Aquí no hay mugre yanqui, señor. Es toda mugre rebelde.

El soldado la miró ceñudo pero los ojos grises no vacilaron. Los otros empezaron a reír y el hombre, con el rostro encendido, ordenó roncamente:

—Ponte a trabajar antes que te rompa el mango de la escoba contra tu flaca espalda.

La mirada de Alaina se posó en la pierna sana del hombre, que estaba estirada junto a la otra que tenía un largo entablillado de madera.

—Inténtalo, hombre, y necesitarás que te entablillen la otra pierna. Cualquier preocupación que Cole hubiera podido tener por la seguridad de muchachito quedó inmediatamente disipada. Al se conducía como un pequeño gallo de pelea, lleno de bríos y perfectamente capaz de defenderse.

Alaina se volvió cuando un hombre de edad, corpulento y canoso, entró desde una habitación pequeña en el fondo de la sala. Con súbita alarma reconoció al doctor Brooks, el médico y amigo de los Craighugh.

—Capitán Latimer — dijo Brooks —, si tiene un momento libre, querría su opinión sobre un asunto. — El doctor se acercó a la cama de un soldado, le habló en voz baja y empezó a apartar la sábana que lo cubría. Alaina no quería ver si el soldado estaba cubierto con algo más que el vendaje que le cubría el vientre. Pero en su prisa por apartarse, giró y tropezó con el capitán.

—¡Al! — exclamó él—. ¿Qué sucede contigo?

Alaina murmuró una excusa.

—Creo que es el calor.

—Entonces quítate esa sucia chaqueta. Pareces a punto de asarte. — Hizo ademán de abrirle la camisa pero Al le apartó la mano con una palmada.

—¡Le dije que no me tocara!

El guardia entró seguido del sargento. Ambos parecían dispuestos a reprimir cualquier disturbio que pudiera estar preparándose. Cole miró irritado al muchacho y se frotó la mano golpeada.

—Uno de estos días, Al — dijo entre dientes —, uno de estos días…

—Yo se lo advertí. ¡No me toque! ¡Se lo dije! La culpa es suya.

—¡Al! — Los ojos azules de Cole se entrecerraron. — ¿Tienes idea de lo exasperante que puedes llegar a ser?

Al se encogió de hombros y Cole, por fin, se dirigió al sargento para tranquilizarlo.

—No es nada. Sólo le pido que vigile a este muchachito, o tendremos otra guerra antes que podamos detenerlo.

Con una última mirada de advertencia a Al, Cole se apartó y fue a hablar con el doctor Brooks. Alaina mantuvo la mirada cuidadosamente apartada de la forma flaca y desnuda que yacía sobre la cama y de la herida que Cole estaba examinando. Empezó a limpiar la estancia y se inclinó para levantar varios libros de poesías que estaban dispersos debajo de la cama cerca de la puerta.

—Eh — dijo el soldado, demasiado débil para levantar la cabeza de la almohada—. ¿Eres de por acá?

—De río arriba — repuso Al, moviéndose de rodillas mientras reunía los libros—. Cerca de Baton.

—¿No conoces a una joven que vive a unas diez millas de Alejandría? — preguntó el soldado con los ojos iluminados por un repentino interés—. Una joven muy bonita. No más grande que tú. Una vez nos dio comida a varios de nosotros. — Tragó con dificultad. — Y nos dejó pasar la noche en el establo. Nunca… nunca me enteré de su nombre, pero ella tenía… un negro grande que siempre cuidaba que la respetáramos. Ella lo llamaba Saul…

Alaina se volvió y murmuró, por sobre su hombro:

—Toda la gente de allí ahora se ha marchado. Probablemente, ella se fue como el resto de nosotros.

—Eso está muy mal. — El soldado tosió antes de continuar. — Estaba pensando que, quizá, cuando esta guerra haya terminado… y a mí me dejen salir de la prisión… que podría volver por aquel lugar. Ella era una verdadera dama… compartió con nosotros lo poco que tenía. Me gustaría pagarle… de alguna manera.

Alaina, con mano trémula, puso los libros a un lado. Un hombre joven, lleno de sueños, que pronto sería encerrado entre los muros de una prisión. ¿Cómo podía decirle que este muchachito escuálido, de pelo irregularmente cortado, era todo lo que quedaba de aquella joven?

Dio un respingo cuando una mano se posó sobre su hombro, y con recelo, se volvió y se encontró con el doctor Brooks.

—De modo que tú eres el muchachito sobre quien ha estado advirtiéndome el capitán Latimer — dijo él con una risita—. Me costó un esfuerzo, pero por fin te ha traído aquí para que me ayudes.

Los bondadosos ojos azules brillaron cuando Alaina levantó la mirada y en seguida el asombro le transformó la cara. El doctor Brooks quedó boquiabierto.

—¡Dios mío!

Alaina hizo una mueca cuando él la reconoció. El doctor Brooks había estado a menudo en la casa de Craighugh cuando ella y su familia se encontraban allí de visita. En varias ocasiones él le había hecho bromas por su inclinación a jugar con los muchachitos, como si fuera uno de ellos.

El doctor Brooks se aclaró la garganta, se volvió hacia Cole, lo tomó del brazo y lo condujo hasta la puerta.

—Había otro asunto que quería discutir con usted, capitán. Casi se nos ha terminado la morfina…

Los dos hombres salieron al pasillo y Alaina, lentamente, soltó el aliento. El doctor Brooks guardaría su secreto tan celosamente como cuidaba de las vidas de estos hombres que llenaban la sala de confederados.

Una brisa ligera la acarició, haciéndole tomar conciencia del ambiente que la rodeaba. De pronto advirtió que en esta sala estaba mucho más fresco que en cualquier otra habitación del hospital. Allí, el aire caliente podía escapar cuando las brisas más frescas del exterior atravesaban la estancia.

—Estos yanquis tontos todavía no lo notaron — dijo el rebelde flaco con una risita, al ver que el muchachito miraba la entrada de aire—. Nos tienen acá arriba para que no huyamos por las ventanas, pero todavía no han advertido que éste es el lugar más fresco del hospital.

Alaina sonrió al recordar al sargento que sudaba en su rincón sin aire.

Cuando el doctor Brooks regresó a la habitación, miró a Alaina a los ojos.

—Me gustaría hablar en privado contigo, Al, cuando hayas terminado tus tareas.

El sábado, Alaina fue a trabajar a la tienda de su tío bajo la supervisión de Roberta. Como la mayoría de las tareas de Al estuvieron terminadas para ese viernes a la noche, el capitán le dio al muchacho un día libre. Cuando esto fue descubierto, Roberta logró que Alaina fuera a la tienda, pues también a ella le pidieron que trabajara. Durante gran parte del día, Roberta se ocupó de ver que no resultara ninguna frivolidad indebida mientras se dedicaba a actualizar las cifras de los libros de contabilidad. Sentada en el gran escritorio de su padre, en varias ocasiones se convirtió en el objeto del interés de los soldados yanquis que pasaban por la tienda. La joven sentía un gran placer cuando estos hombres empujaban rudamente al pasar al muchachito harapiento que fregaba y limpiaba el lugar.

El domingo era un día para la iglesia y los encuentros sociales. Como Alaina no pudo acompañar a los Craighugh, se vio con unas pocas horas durante las cuales estaría libre de las provocaciones de Roberta. Dulcie y su familia fueron a su propia iglesia y eso era habitualmente un asunto de todo el día. Por lo tanto, Alaina quedó sola en casa. Se bañó tranquilamente, se perfumó, se puso el mejor de sus viejos vestidos de muselina y, por un corto espacio de tiempo, disfrutó de ser una mujer.

A primeras horas de la tarde miró por una ventana del frente y vio con inquietud que el capitán Latimer se acercaba a caballo. Presa de pánico, huyó a su habitación. ¡No había un momento que perder! El vestido y los escarpines fueron arrojados a un lado y los detestados pantalones y camisa fueron vestidos apresuradamente. Las botas le llegaban más arriba de los tobillos y ocultaban sus pies con medias de mujer. Se frotó la cara con un poco de tierra y se puso el sombrero para cubrir su cabello limpio. No tuvo tiempo de volver a ensuciarlo con grasa.

Sonó la campanilla de la puerta. Alaina contuvo el aliento, esperando que él se marchara. Por fin oyó pasos que cruzaban la galería. Aguardó, contando ansiosamente los segundos. Por la ventana, no vio señales del yanqui ni de su caballo. Bajó con cuidado la escalera de la galería. Para evitar un posible encuentro, se dirigió al fondo de la casa. Al ver la cochera, Alaina corrió hacia allí, saltando sobre los arbustos, y se precipitó por la puerta abierta. Miró hacia atrás y entró con intención de ensillar a OI'Tar y dirigirse a la orilla del río donde no la molestaran. Pero en el momento siguiente cayó con fuerza contra la espalda del capitán Cole Latimer. Lo golpeó con tanta fuerza que lo apartó de la bomba de agua y él quedó tendido en el polvo y el aserrín del suelo del establo.

Alaina miró sorprendida cuando Cole rodó y se puso de pie con un gruñido. El capitán reconoció a su atacante y tendió una mano para atrapar el delgado brazo mientras Alaina intentaba escapar.

—¡Pequeño patán atolondrado! — ladró él—. ¿Qué estás tratando de hacer?

Hundió sus dedos en el brazo de Alaina y ella se asustó al darse cuenta de que en su prisa se había dejado puestos el corsé y las prendas interiores femeninas. La suave camisa permitía que los pechos surgieran en toda su plena redondez mientras que el corsé le ceñía su pequeña cintura. Si el la tocaba ella no podría explicar eso.

—¡Quíteme las manos de encima, yanqui! — chilló—. ¡No tiene derecho a tocarme!

Enfurecida, liberó su brazo. De inmediato, agachó los hombros dentro de la camisa demasiado grande y cruzó los brazos para frotarse el codo dolorido. Se apartó un poco de él, hacia las sombras m profundas del establo.

Cole se sentía algo arrepentido por su pérdida de control.

—Lo siento. — Empezó a sacudirse el polvo. — Estoy seguro de que fue un accidente y… Fue accidente, ¿verdad?

—Sí — dijo Alaine, un poco más tranquila—. No lo vi en la oscuridad.

—¿De quién venías huyendo, de todos modos? — Cole soltó una risita. — Apuesto a que me viste y temiste que hubiera venido a buscarte para trabajar.

—No le temo al trabajo.

—Creo que no — admitió Cole. Desabotonó su camisa y se lavó las manos y la cara en la bomba de agua. — Traje mi caballo para darle de beber antes de seguir viaje. En realidad, tengo unas horas libres y pensé que podía saludar a tu prima. — Terminó de secarse con un pañuelo. Miró a su alrededor, buscando su sombrero. Lo encontró junto a la puerta. Lo sacudió y se acercó a Alaina. — Puesto que parece que en la casa no hay nadie, me marcharé. Puedes informar a Roberta de mi visita. — Vio que el muchachito se apartaba. — ¿Qué sucede?

—Me hizo daño en el brazo — replicó Alaina con expresión acusadora.

—Pediré disculpas por eso… si tú pides disculpas por haberme derribado.

—Sí…

Fue lo más que Alaina pudo decir. Pensaba lo agradable que sería darle un puntapié en la espinilla.

De pronto en la cara de Cole apareció una expresión de perplejidad Se inclinó hacia Alaina y olfateó.

—¿Qué demonios…? ¿Has adoptado costumbres de mujer?

El corazón de Alaina dio un salto. El continuó:

—Hueles como si te hubieras bañado en una tina llena de perfume:

—¡Oh! ¡Eso! — Alaina buscó desesperada una explicación y encogió de hombros. — Es de Roberta. Ella dijo que yo huelo mal y derramó sobre mí un poco de su agua de rosas.

Cole empezó a reír por lo bajo.

—Empiezo a entender por qué huiste de mí. — Se caló su sombrero, se abotonó la blusa y tomó las riendas de su caballo. — Quédate tranquilo, Al, tu secreto está seguro conmigo. Pero yo, si fuera tú, no iría al hospital oliendo de esa forma.

Alaina le dirigió una mirada inexpresiva. Lo siguió hasta el frente de la casa, pero sólo porque quería asegurarse de que se marcharía. Estaban rodeando el ángulo de la casa cuando el carruaje de los Craighugh se detuvo ante la escalinata.

—Oh, el capitán Latimer — exclamó alegremente Roberta, y agitó una mano—. ¿Qué lo trae hoy por aquí? — Su sonrisa se convirtió en una mueca cuando vio a Alaina—. No me diga que ha venido a visitar al pequeño Al.

Cole le ofreció una mano para ayudarla a bajar.

—Tenía libres unas horas y pensé que la encontraría en su casa. — ¡Ejem! — Angus se aclaró ruidosamente la garganta y descendió para ayudar a apearse a su esposa. — Me temo que esta tarde nuestra hija se ha comprometido a acompañarnos, capitán.

—¡Pero papá! — gimió Roberta y se dispuso a discutir, pero la mirada furiosa de su padre la hizo callar. No se atrevió a continuar por temor a provocar una escena.

—Tenemos pensado visitar a unos amigos y ellos pidieron especialmente que Roberta nos acompañara. — Era una rotunda mentira, pero Angus no estaba dispuesto a ceder a los caprichos de su hija otra vez y a permitir que este hombre se convirtiera en su yerno. Le concedía a su hija casi todo lo que ella le pedía, pero darla en matrimonio a un yanqui era algo muy diferente.

—Espero que no haya estado esperando mucho tiempo, capitán — dijo Roberta, con una sonrisa radiante.

—Al me entretuvo bastante bien — rió Cole —, hasta el punto de que llegué a pensar que no podría seguir soportando sus atenciones.

—¿Al? — Roberta lanzó una mirada en dirección al muchacho, de repente llena de recelos. — ¿Qué ha estado… contándole él?

—Estoy seguro de que él mismo tendrá sumo placer en contárselo. — Cole hizo una pausa y miró la espalda rígida de Angus. La hospitalidad del señor Craighugh parecía muy limitada, y no queriendo que su presencia provocara una reyerta familiar, habló en tono bastante apesadumbrado. — Sin embargo, me temo que debo marcharme. Ya se me ha hecho tarde.

Roberta lo miró decepcionada y sonrió lentamente cuando él se tocó el ala del sombrero después de montar.

—Me despido de usted, señorita Craighugh. — Miró a Al—. A ti, te veré mañana en el hospital.

Sin decir más, se marchó. Roberta aguardó hasta que sus padres entraron en la casa y entonces se volvió furiosa hacia Alaina. Consiguió mantener baja su voz, pero su tono sonó perentorio y exigente.

—¿Cómo fue que entretuviste al capitán Latimer? Pequeña zorra, si le has contado de mi…

—¡Santo Dios! No sé qué me sucedió. — Alaina fingió la inocencia de una papanatas. Sabía bien qué era lo que temía su prima y, por un momento fugaz, demoró la respuesta con el solo objeto de vengarse y de hacer sufrir a la otra.

—¡Alaina MacGaren! ¡Te arrancaré de raíz esa mata de pelo que tienes en la cabeza!

La muchacha más joven se encogió de hombros.

—No fue lo que dije sino lo que hice.

Roberta enarcó las cejas mientras sus pensamientos corrían desbocados.

—Tuvimos un encuentro repentino en la cochera. — Alaina se humedeció los labios, como si saboreara el tormento al que estaba sometiendo a su prima. — Hasta le gustó mi perfume.

—¡Laine! — chilló Roberta—. ¡Otra vez estás provocándome! ¡Lo sé! y si no me cuentas exactamente lo que pasó lo lamentarás.

—Oh, cálmate — dijo Alaina—. Pareces a punto de explotar. Sólo lo derribé al suelo y él quedó con la cara contra el polvo.

—¡Será mejor que eso sea todo! — amenazó la otra—. ¡Será mejor así!