Capítulo 53
—¡A los puestos de combate! —ordenó Wedge Antilles.
—El arma de los hutts se está moviendo —dijo el oficial táctico, expresando con palabras lo obvio en el mismo instante en que el gigantesco cilindro conectaba sus motores traseros con un destello tan potente como la explosión de una estrella.
—Es enorme —murmuró Qwi—. Ahora entiendo lo que han hecho... Se han librado de toda la superestructura prescindible y han canalizado directamente toda la energía hacia el superláser. Esta arma debería ser más maniobrable que la Estrella de la Muerte, y también debería poder resultar más fácil de recargar y ser capaz de disparar con mayor frecuencia.
—No permitiremos que escape —dijo Wedge.
—Malas noticias, señor —dijo el jefe de sensores, un teniente de nariz puntiaguda y ojos azules un poco más juntos de lo normal. El teniente se dio la vuelta antes de seguir hablando—. Hemos... Señor, hemos perdido la señal del transmisor del general Madine.
La noticia afectó a Wedge con la terrible fuerza de un puñetazo en el estómago.
—Oh, no —dijo, dejándose caer contra el respaldo de su sillón.
Qwi no comprendió su reacción.
—Pero hemos encontrado el arma —dijo—. Ahora ya no necesitamos el transmisor, ¿verdad?
Wedge respondió con voz tensa y enronquecida. Su intención inicial era dirigirse únicamente a ella, pero el silencio que acababa de adueñarse del puente permitió que todos oyeran sus palabras.
—Ese transmisor está sintonizado con el monitor vital de Madine. Si el transmisor ha dejado de enviar su señal, eso quiere decir que...
Wedge se irguió en su sillón y señaló hacia adelante con un violento gesto de la mano.
—Todos los sistemas de armamento a máxima potencia —dijo—. No debemos permitir que escapen. El Yavaris y el Dodonna seguirán un vector de aproximación directo. Las corbetas corellianas dispararán contra los motores traseros para reducir su velocidad. —Apretó los dientes—. Esta vez los hutts han escogido las víctimas equivocadas.
El jefe de sensores devaroniano lanzó un graznido de alarma en la cubierta de mando de la Espada Oscura y alzó su cornuda cabeza.
—¡Se aproxima una flota rebelde, noble Durga! Están activando sus sistemas de armamento.
—¿Qué? —Durga retrocedió, abriendo y cerrando sus enormes ojos que parecían linternas—. ¿Cómo nos han encontrado? —Después se volvió hacia Sulamar—. Bien, ha llegado el momento de poner a prueba sus habilidades de pilotaje.
Los motores lanzaron un nuevo estallido de luz y la Espada Oscura se puso en movimiento y fue adquiriendo velocidad. El palpitar ahogado vibró por todo el casco en una ondulación de potencia contenida a duras penas. La Espada Oscura fue acumulando más y más inercia. Durga dejó escapar una carcajada de deleite, complacido ante el excelente comportamiento de su superarma.
Y entonces un estridente gemido metálico brotó de los motores ocultos en las profundidades del núcleo, y fue seguido por un retumbar y un golpe sordo.
Durga miró a su alrededor, visiblemente preocupado. Sulamar estaba concentrado en los controles de pilotaje, mordiéndose los labios y fingiendo no haber oído nada que se saliera de lo corriente. Chorros de sudor brotaban de sus sienes. El extraño sonido se desvaneció, y Durga lo ignoró.
—Activen el superláser —ordenó el señor del crimen hutt—. Debemos estar preparados para disparar cuando llegue el momento adecuado. Aniquilaremos a la flota rebelde y la convertiremos en polvo espacial.
Los navíos de combate de la Nueva República persiguieron a la Espada Oscura, abriéndose paso a través de los restos de basura espacial del cinturón de asteroides en una veloz trayectoria. Los escudos empezaron a emitir cegadores destellos a medida que iban desintegrando las pequeñas rocas que se cruzaban en su camino. Pero algunos fragmentos más grandes lograron abrirse paso y chocaron con el casco del Yavaris.
—Esa arma hutt es como un inmenso ariete —dijo Wedge—. Está rompiendo los restos rocosos.
Una corbeta corelliana sufrió un impacto lateral al chocar con un meteoro de grandes dimensiones que daba tumbos por el vacío, y empezó a quedarse rezagada. El capitán informó a Wedge de que sus motores habían padecido serios daños, pero los campos de retención y los mamparos estancos habían impedido que el aire escapase por las pequeñas brechas abiertas en el casco.
—No hemos perdido ningún tripulante —añadió—, pero las reparaciones nos mantendrán ocupados durante algún tiempo. Vayan a acabar con los hutts por nosotros, señor.
Wedge asintió.
—Haremos cuanto podamos.
—Se dirigen hacia la parte más densa del campo de asteroides, general Antilles —dijo la navegante, que tenía el rostro empalidecido por la tensión.
—Entonces vamos a ir detrás de ellos —replicó Wedge.
La fragata de asalto disparó sus baterías turboláser e hizo pedazos un asteroide que venía hacia ellos. El Yavaris atravesó la nube de pequeños fragmentos rocosos sin que éstos causaran daños graves.
—Gracias, Dodonna —dijo Wedge.
Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de la superarma hutt, Wedge ordenó que todas las naves abrieran fuego.
Los asteroides empezaron a girar locamente a su alrededor a medida que el campo se fue volviendo más y más denso, y Sulamar hizo frenéticos esfuerzos para mantener a la Espada Oscura en la trayectoria de evasión correcta. Era una tarea imposible, y Durga dedicaba demasiado tiempo a mantener su rechoncho dedo suspendido sobre el botón de «ejecución» conectado al sillón de Sulamar.
—No podré seguir este rumbo durante mucho rato, noble Durga —acabó diciendo Sulamar—. Estamos en la parte más letal del cinturón de asteroides. Ninguno de nuestros navíos de exploración se ha atrevido jamás a entrar aquí.
—Entonces los rebeldes no osarán seguirnos —dijo Durga.
—¡Pero mire lo que hay ahí fuera, Durga! —chilló Sulamar, señalando las rocas del tamaño de lunas que se deslizaban unas sobre otras como los molares de una bestia que tuviera las dimensiones de un planeta.
—¿He de elegir otro piloto? —preguntó Durga.
—No, noble Durga —replicó Sulamar con un murmullo lleno de exasperación.
El hutt asintió.
—Nuestro superláser está activado y cargado —dijo—. No tenemos ningún motivo de preocupación.
Sulamar tragó saliva, y pensó que a él sí se le ocurrían muchas cosas de las que preocuparse.
La flota rebelde se lanzó sobre ellos y abrió fuego con todos sus sistemas de armamento. Cada andanada era insignificante en sí misma, pero centenares de haces surgidos de las baterías turboláser dieron en el blanco y empezaron a arrancar planchas más o menos sueltas del casco de la Espada Oscura, sacudiendo los componentes con las vibraciones de los impactos y haciendo que sus conexiones se fueran aflojando poco a poco. Los inquietantes ruidos procedentes de las profundidades del núcleo se volvieron más estrepitosos.
La Espada Oscura no tenía ninguna defensa exterior o torreta turboláser propia, y tampoco contaba con escuadrones de cazas TIE para hacer huir a las naves rebeldes que la acosaban. Algunos de los asteroides de mayor tamaño surgieron repentinamente a un lado de ellos, y los choques abollaron el casco del arma con sus tremendos impactos..., pero Sulamar siguió adelante con el rostro paralizado en una mueca de tensa preocupación. Durga castigaría severamente cualquier error..., si conseguían sobrevivir a él.
El impostor que se había fingido general alzó la mirada hacia su trayectoria de vuelo y contempló una pesadilla. La Espada Oscura estaba avanzando demasiado deprisa para poder maniobrar con efectividad. La estructura volvió a gemir y chirriar, y los sonidos que llegaban de las profundidades del núcleo sobresaltaron a Sulamar.
Dos de las rocas más grandes que había visto hasta aquel momento giraban delante de ellos y se unían en un pesado rechinar, como fauces de granito que aguardaran una nueva presa. Sulamar sabía que a la velocidad a la que avanzaban nunca podrían esquivar los planetoides lanzados en sus trayectorias de colisión mutua, y cerró los ojos.
Durga alzó la mano en un gesto desafiante.
—Quite de en medio a esos asteroides que se interponen en nuestro camino —dijo con arrogancia—. ¡Dispare el superláser!
El dedo de Sulamar tembló sobre el botón de disparo, pero no podía vacilar. Iban directos hacia los asteroides. Pulsó el botón y se tapó los ojos para protegerlos del cegador destello del mortífero haz de energía.
—¡Disparando el superláser, señor!
Pero en vez de un aullido de destrucción y una oleada de poder lanzada a través de la superarma, Sulamar sólo oyó un ruidoso siseo. Un chorro de chispas brotó del extremo delantero de la Espada Oscura, pero eso fue todo.
—¡Oh, no! —gritó Sulamar.
Pulsó el botón una y otra vez..., pero la Espada Oscura se negó a disparar.
Los dos planetoides chocaron, atrapando a la superarma hutt entre ellos. La Espada Oscura quedó aplastada en un instante y se convirtió en otro gigantesco resto espacial que se pasaría toda la eternidad flotando a la deriva en el campo de asteroides de Hoth.