Capítulo 10
Mientras las fuerzas del Supremo Señor de la Guerra Harrsk intentaban recuperarse del ataque, la almirante Daala se encontró en el puente de mando del Destructor Estelar de la clase Imperial Tormenta de Fuego.
Examinó la carnicería que habían causado las fuerzas del Gran Almirante Teradoc: los restos humeantes del navío insignia, los cadáveres congelados de todos los soldados perdidos en la explosión... Tres de los Destructores Estelares de Harrsk habían quedado lo suficientemente dañados como para necesitar complejas reparaciones que tardarían un tiempo considerable en ser llevadas a cabo. Daala no podría utilizarlos en su ataque de represalia.
Eso le dejaba ocho Destructores Estelares, el doble de las naves que le había dado el Gran Moff Tarkin para defender la Instalación de las Fauces. Bastarían.
Daala permaneció rígidamente inmóvil en el puente y clavó los ojos en el gigante rojo. Unos gruesos filtros habían sido colocados sobre los visores para que pudiera contemplar el océano de gases calientes sin parpadear. La conmoción de los preparativos de batalla siguió desarrollándose a su alrededor sin que Daala le prestara ninguna atención.
Un caldero de frustración hervía dentro de Daala. No quería luchar con Teradoc. No quería luchar con Harrsk. Quería que los dos —y todos los otros señores de la guerra que siempre estaban enfrentándose entre ellos se unieran para luchar contra los malditos rebeldes. El comandante Kratas había muerto a causa de sus disputas. Los señores de la guerra eran una ofensa para la memoria del Imperio, y si aquello era todo lo que la idea imperial podía ofrecer... Bien, entonces quizá sería mejor que fracasaran.
Pero Daala no podía aceptar eso. Tarkin le había enseñado a no rendirse jamás. Juntó las manos detrás de la espalda, tensando sus guantes negros con tanta fuerza que le dolieron los huesos. Tenía que haber una manera mejor, incluso si tenía que obligar a entenderla a quienes gritaban y se peleaban.
La imagen ampliada de Harrsk llegó hasta ella a través del sistema de comunicaciones. El señor de la guerra mantenía su rostro medio repleto de cicatrices vuelto hacia la zona de transmisión, con lo que mostraba tanto la mitad horrenda como el lado que no había sufrido daños.
—Almirante Daala, estoy a bordo del Destructor Estelar Torbellino, en su flanco. Usted ocupará la punta en la formación de nuestro ataque, y confío en que ya habrá desarrollado una estrategia.
—Señor de la Guerra Harrsk —dijo Daala, contemplando la algo borrosa imagen de su rostro—, acabo de empezar a estudiar los datos concernientes a la fortaleza de Teradoc que han ido acumulando sus espías. Déme unos momentos para evaluar las posibilidades de ataque.
—No —insistió Harrsk—. El Gran Almirante nunca esperará que ataquemos con tanta rapidez. Cada segundo de retraso hace que vayamos perdiendo un poco más de nuestro elemento de sorpresa. Lanzaremos un ataque frontal con todo el armamento escupiendo fuego. ¡Le asestaremos un golpe tan terrible que le hará tambalearse!
Daala frunció el ceño, e hizo varias inspiraciones lo más rápidas y controladas posible a través de sus dilatadas fosas nasales.
—He estudiado mis fracasos, y he comprendido que la causa de muchos de ellos tiene su origen directo en acciones imprudentes emprendidas bajo los efectos de la ira.
—Aun así seguirá mis órdenes y lanzará un ataque inmediato —replicó Harrsk—. No dispongo del tiempo o de la paciencia necesarios para tratar con su cobardía y su insubordinación. Si continúa discutiendo, la degradaré y la encerraré en el calabozo.
Daala se envaró. Quería librarse de aquel mando que en realidad sólo era una mascarada, desde luego, pero no quería ser encarcelada y juzgada por traición. Kratas había muerto. Su antigua tripulación había sido dispersada. Todas sus conexiones se habían ido encogiendo hasta la insignificancia, y Daala tenía que empezar a reconstruir sus capacidades por algún sitio. Aquello era un comienzo, y Daala decidió utilizar su imaginación para descubrir alguna manera de sacar el máximo provecho posible de la situación e impedir que terminara en una catástrofe.
—Muy bien, Supremo Señor de la Guerra —dijo, saludándole marcialmente—. Teniendo el mando supremo sobre este Destructor Estelar, haré cuanto pueda para asestar un golpe en nombre del Imperio.
—Bien. —Harrsk se frotó las manos—. Mi Destructor Estelar personal permanecerá en el flanco que ocupa actualmente para no atraer el fuego directo del enemigo. Les confundiremos haciendo que usted dirija la carga. No me falle.
—El Imperio está por encima de todo. Supremo Señor de la Guerra, v_ nunca le fallaré —dijo Daala.
Dio órdenes al navegante y el Tormenta de Fuego se colocó en primera línea de la formación de naves de guerra. Los tres Destructores Estelares dañados permanecieron dentro de la zona de eclipse planetario, escondidos entre las sombras del tórrido mundo de Harrsk. Las ocho naves restantes siguieron las coordenadas hiperespaciales de Daala cuando ordenó el lanzamiento hacia la fortaleza del Gran Almirante Teradoc.
Un cortejo de planetoides orbitaba un gigante gaseoso amarillo y blanco, formando un disco de rocas en el espacio. El sistema anular de peñascos medio desmoronados y cargados de hielo reflejaba la dorada claridad solar y era muy hermoso visto desde lejos, pero Daala lo veía como un mero desafío táctico. Los cascotes espaciales creaban decenas de millares de posibles objetivos, y cada uno de ellos era un sitio que el Gran Almirante podía haber elegido para esconder su fortaleza.
—Vamos a ver si sus espías le han proporcionado una buena información —dijo Daala por el sistema de comunicaciones sintonizado con Harrsk a bordo del Torbellino.
—Más vale que así sea, porque pagamos mucho dinero por ella —replicó Harrsk—. Una parte bastante significativa de mi presupuesto fue dedicada a sobornar a otros imperiales para conseguir esa información.
La expresión de Daala no cambió, aunque sintió cómo una oleada de disgusto se extendía por todo su ser. Nunca tendría que haber sido posible sobornar a soldados imperiales. Esa clase de conducta tan poco profesional había provocado la caída del Imperio, que acabó sucumbiendo al peso de la corrupción, la deshonestidad y una falta de visión tan tremenda que rozaba lo criminal.
—Muy bien, Harrsk —dijo—. Seguiremos un rumbo directo hacia el sistema anular y nos dirigiremos hacia el objetivo. Todas las baterías turboláser están activadas y preparadas para hacer fuego.
Los Destructores Estelares se sumergieron en el plano anular como proyectiles lanzados por un gigantesco cañón, y avanzaron velozmente hacia su objetivo. Enormes fragmentos de hielo y rocas reflectantes se desplazaban a su alrededor. La flota llegó a toda velocidad, esperando poder caer sobre Teradoc antes de que éste tuviera ocasión de volver a agrupar sus fuerzas.
Daala suponía que el Supremo Almirante Teradoc debía de estar celebrando su victoria y que sus comandantes estarían descansando, sin esperar una represalia tan pronto. Sonrió al pensar que iban a llevarse una gran sorpresa..., igual que Harrsk.
Mientras Daala guiaba la ofensiva a máxima velocidad de los atacantes, dos planetoides del anillo estallaron. Las cargas de proximidad ajustadas para detectar el paso de naves hostiles instaladas en ellos habían actuado. Los restos llameantes de las detonaciones salieron despedidos en todas direcciones y llovieron sobre los Destructores Estelares de Harrsk, dejando seriamente averiado uno y destruyendo a dos.
«Quedan cinco —pensó Daala—. Qué desperdicio...»
Harrsk estaba gritando por el sistema de comunicaciones. Su voz sonaba frágil y quebradiza a causa de la excitación.
—¿Qué ha ocurrido, almirante Daala? ¿Por qué no previó esa eventualidad?
Daala cortó el sonido de la transmisión, y disfrutó con el espectáculo del rostro lívido del señor de la guerra mientras éste seguía lanzándole gritos inaudibles.
—Estamos llegando a la fortaleza de Teradoc, almirante —dijo el navegante.
Diagramas de alta resolución del sistema anular aparecieron en una pantalla delante de ella, y Daala contempló cómo una roca de dimensiones medianas que no tenía nada de particular empezaba a parpadear para indicar la situación de la fortaleza del Gran Almirante.
—¡Destructores Estelares de la clase Victoria aproximándose! —gritó el sargento de armamento.
Daala tensó las manos sobre la barandilla del puente y estudió todos los componentes de la situación. Vio que docenas de pequeños planetoides eran en realidad otras tantas guarniciones, rocas ahuecadas que servían como hangares para los navíos carmesíes de la clase Victoria. Las naves de guerra más pequeñas emergieron e iniciaron su persecución, algunas recién reparadas y aprovisionadas y otras todavía mostrando las cicatrices de combate sufridas durante el reciente ataque al mundo de roca fundida de Harrsk.
—No vamos a luchar con ellos —dijo.
El oficial táctico se irguió en su asiento, y un chispazo de sorpresa brilló en sus negros ojos.
—Disculpe, almirante, pero me temo que no la he entendido.
—He dicho que no vamos a luchar con ellos —replicó secamente Daala—. Esos navíos de la clase Victoria no son nuestro objetivo. Tenemos una misión mucho más importante que llevar a cabo, y no podemos permitir que esos intentos de aficionado con los que pretenden desviar nuestra atención nos aparten de ella.
Harrsk, que estaba detrás de la nave de Daala y avanzaba entre los maltrechos restos de su falange de Destructores Estelares, ignoró sus directrices y ordenó a los artilleros del Torbellino que empezaran a disparar contra los navíos de la clase Victoria que les perseguían. Dos naves de guerra más imitaron el ejemplo de Harrsk, pero Daala se apresuró a utilizar el sistema de comunicaciones interno de la flota.
—¡Alto el fuego! Necesitamos toda nuestra energía para emplearla contra el objetivo principal.
La imagen de Harrsk siguió aullando en silencio con el sonido desconectado. Daala la ignoró.
Se volvió y contempló a la dotación del puente que estaba bajo sus órdenes.
—Oficial táctico, quiero control personal de los sistemas de armamento. —Pero almirante... ¿Está segura de que es prudente? —preguntó el sargento de armamento.
—Control personal —repitió Daala—. Tengo intención de disparar la primera andanada. —Después fingió una afable sonrisa, confiando en su reputación—. Llevo mucho tiempo luchando para ver llegar este momento. El sargento de armamento se apresuró a asentir.
Lanzas llameantes de fuego turboláser salieron disparadas de la fortaleza de Teradoc y fueron hacia ellos. La imagen amplificada de la pantalla que estaba contemplando Daala le permitió discernir baterías camufladas, y Daala sabía que el Gran Almirante probablemente estaría escondido en las profundidades de un búnker blindado, a salvo de la batalla, mientras sus enjambres de navíos de la clase Victoria actuaban como defensas móviles del perímetro.
Fue hacia la consola de armamento y el sargento le cedió su puesto, contemplándola con respetuoso temor mientras se apartaba. Daala se sentó y echó un vistazo a los controles, familiarizándose con ellos en un instante. Había pasado el último año aprendiendo a convertirse en parte del futuro del Imperio, en vez de conformarse con permanecer atrapada en su pasado.
—Estoy derivando toda la energía de las baterías turboláser para concentrar toda la potencia de nuestro primer ataque en el cañón iónico —dijo.
El oficial táctico tosió y la miró, visiblemente nervioso.
—Pero almirante... El cañón iónico sólo hace que los sistemas eléctricos y los ordenadores dejen de funcionar. ¿Está segura de que eso bastará para cumplir nuestro objetivo? —preguntó, bajando la mirada hacia las lecturas de la fortaleza rocosa de Teradoc y contemplándolas con los ojos entrecerrados.
—Será suficiente para alcanzar mi meta —dijo Daala.
Los navíos de la clase Victoria se aproximaron, esquivando los restos helados del sistema anular, y Daala centró el cañón iónico del Tormenta de Fuego y puso un dedo sobre el botón de disparo.
—¡Almirante! —gritó el sargento de armamento—. Esas coordenadas corresponden a...
Daala desenfundó su arma y disparó una ráfaga aturdidora contra el sargento. Arcos de cegadora luz eléctrica rodearon al responsable del armamento, y su cuerpo se derrumbó sobre la cubierta en un amasijo de miembros. Daala disparó el cañón iónico antes de que los otros ocupantes del puente pudieran reaccionar.
El arma del Tormenta de Fuego eructó un estallido de energía disruptora que se esparció sobre la torre del puente del Torbellino, el Destructor Estelar de Harrsk. Relámpagos de terrible intensidad deslizaron un millar de dedos malévolos por encima del casco, desactivando sus sistemas de mando, ordenadores y armas.
La dotación del puente del Tormenta de Fuego saltó de sus asientos entre un estallido de gritos, y Daala se puso en pie.
—Estoy al mando de esta nave —dijo, alzando la voz para acallar las objeciones—, ¡y todos ustedes seguirán mis órdenes!
Después alzó su pistola desintegradora y colocó el dial de potencia en la posición MATAR.
—Cualquier persona que cuestione mis órdenes será ejecutada al instante por amotinarse contra la legítima comandante de esta nave —siguió diciendo—. ¿Lo han entendido?
Daala sólo les concedió un segundo para que la contemplaran en un temeroso silencio.
—Vamos a retroceder. Seguiremos un curso paralelo al del Torbellino. La nave de Harrsk no puede moverse, por lo que incrementaremos la potencia de nuestros escudos para protegerla en el caso de que alguna de las naves de Teradoc decida perseguirnos.
La aturdida dotación del puente apenas había empezado a moverse para obedecer sus órdenes cuando unos potentes golpes sordos reverberaron por todo el casco del Tormenta de Fuego. Dos de los tres Destructores Estelares de la clase Imperial restantes habían empezado a disparar contra la nave de Daala.
—Son leales al Señor de la Guerra Harrsk —dijo el navegante.
—No saben lo que están haciendo —respondió Daala—. Si alguno de ustedes sintiera el más pequeño amor por el Imperio, habría hecho esto hace mucho tiempo.
—Nuestros escudos están a máxima potencia, almirante —dijo un miembro de la dotación del puente con voz temblorosa—. Estamos a cubierto y mantenemos cubierto al Torbellino, pero el campo de los escudos es bastante difuso. No podremos soportar un ataque a gran escala si los navíos de la clase Victoria, o los nuestros, deciden acabar con nosotros.
—Abran un canal de comunicaciones —dijo Daala—. Usen todas las bandas de transmisión. Quiero asegurarme de que nuestros Destructores Estelares escucharán el mensaje con tanta claridad como los de Teradoc..., y los del Señor de la Guerra Harrsk.
Entró en la zona de transmisión y aspiró una profunda bocanada del aire procesado del puente. Las buenas naves imperiales tenían un acre olor a limpieza metálica, y ese olor dio nuevas fuerzas a Daala para seguir el camino que le marcaban sus convicciones.
—Aquí la almirante Daala —dijo—, al mando del Destructor Estelar de la clase Imperial Tormenta de Fuego. Sirvo al Imperio. Siempre he servido al Imperio, y nunca dispararé contra ningún leal servidor del Imperio. —Tragó saliva con expresión sombría—. He ejecutado un ataque preventivo contra el Destructor Estelar del Señor de la Guerra Harrsk para impedir que atacara otra fortaleza imperial. El ataque de Harrsk es una respuesta directa a una acción hostil emprendida por el Supremo Almirante Teradoc. También condeno esa acción. No puedo seguir tolerando que se desperdicien tantos esfuerzos y se malgasten tantos recursos que podrían emplearse de forma mucho más provechosa en la destrucción de bases rebeldes.
»Muchos de vosotros habéis oído hablar de mis intentos de destruir a la Alianza Rebelde, cuando yo sólo contaba con cuatro Destructores Estelares, información anticuada y ningún apoyo del Imperio.
La imagen de Harrsk la interrumpió entre un ruidoso estallido de estática. A Daala le sorprendió que hubiera conseguido volver a hacer funcionar su sistema de comunicaciones con tanta rapidez, pero también la complació.
—¡No la escuchéis! ¡Es una traidora y una renegada! —gritó Harrsk—. Ordeno a la tripulación leal del Tormenta de Fuego que reduzca a Daala usando la fuerza y que la ejecute. Sus crímenes son obvios.
Daala siguió empuñando la pistola desintegradora, pero permitió que su cañón se inclinara hacia abajo mientras barría a la dotación del puente con la mirada.
—¿Es realmente tan obvio mi crimen? —preguntó—. Lo único que quiero es detener esta guerra civil para que podamos enfrentarnos a nuestro verdadero enemigo. ¿De verdad creéis que el Señor de la Guerra Harrsk actúa en defensa de los intereses del Imperio..., o meramente está interesado en su poder personal?
»No estoy intentando hacerme con el control de esta flota. No quiero poder personal o un liderazgo político. Lo único que pido es que se me permita mandar tropas. Serviré a las órdenes de cualquier líder que consagre todas sus fuerzas a la labor de derrotar a la Alianza Rebelde de una vez y para siempre.
Los dedos de Daala volaron sobre los controles del sistema de comunicaciones, y no tardó en abrirse paso a través de la transmisión cargada de interferencias para poder volver a dirigirse a todas las naves. Vio que estaban rodeados por un enjambre de docenas de navíos carmesíes de la clase Victoria, una acumulación de armamento lo suficientemente poderosa para aniquilar a los Destructores Estelares de Harrsk..., pero de momento no habían abierto fuego.
Daala fue hasta el puesto de mando del puente del Tormenta de Fuego, dando la espalda a la dotación para demostrar la confianza que tenía en ellos. Seguía estando extremadamente tensa, pero se negaba a permitir que se le notara. Vio por el rabillo del ojo cómo el navegante se levantaba lentamente de su asiento y empezaba a desenfundar su desintegrador reglamentario. Daala se preparó para girar sobre sus talones y disparar contra él sin ningún aviso previo, pero un jefe de operaciones puso la mano sobre el antebrazo del navegante y evitó que disparase. Un estremecimiento de alivio recorrió todo el cuerpo de Daala.
Tecleó los códigos de los sistemas de control principales del Tormenta de Fuego e introdujo su código de acceso, alegrándose de haber obligado a Harrsk a otorgarle plenos privilegios de acceso al ordenador antes de que consintiera en dirigir el ataque contra la fortaleza de Teradoc. Harrsk no había sospechado nada, y Daala había conseguido el derecho a decir la última palabra en cada decisión.
El ordenador del Tormenta de Fuego sólo reconocía a la almirante Daala. Sus dedos teclearon una orden en la que apenas se había atrevido a pensar ni siquiera cuando estaba a bordo de su nave. Daala la verificó, y después pulsó el botón de EJECUCIÓN.
Volvió a hablar por el campo de transmisión.
—Si esto es lo que mi Imperio ha acabado llegando a ser, ya no deseo seguir siendo su servidora —dijo—. Acabo de iniciar la cuenta atrás de autodestrucción del Destructor Estelar Tormenta de Fuego.
La conmoción en el puente fue más débil esta vez, como si la dotación aún no se hubiera recuperado de su perplejidad ante el primer acto de amotinamiento de Daala.
—La cuenta atrás ha empezado. La nave del Señor de la Guerra Harrsk está atrapada dentro de mis escudos deflectores y no puede hacer nada para escapar. La autodestrucción tendrá lugar dentro de quince minutos estándar a menos que Harrsk ordene el cese inmediato de todas las hostilidades.
El vicealmirante Pellaeon estaba sentado en su puesto del no muy espacioso puente de mando del Destructor Estelar de la clase Victoria 13X. y estudiaba aquel inesperado cambio en la situación sintiéndose tan complacido como perplejo. Su gorra ceñía impecablemente sus grises cabellos. Pellaeon tiró suavemente de su largo bigote rubio mientras iba meditando en las implicaciones del mensaje transmitido en la banda ancha del espectro.
Si el enemigo hubiera proseguido su veloz ataque por sorpresa, no cabía duda de que la flota de Destructores Estelares de la clase Imperial habría infligido serios daños a la fortaleza del Gran Almirante Teradoc. El enjambre de navíos de la clase Victoria de Pellaeon habría podido acabar con las naves restantes, pero habría tenido que pagar un precio muy_ alto para conseguirlo.
Y entonces la líder de aquella represalia tan inesperada como repentina había iniciado una acción ofensiva contra una de sus propias naves. El Señor de la Guerra Harrsk no había encabezado la carga, algo que no tenía nada de sorprendente, y había preferido permanecer a salvo en uno de los Destructores Estelares de la retaguardia.
Pero aquella almirante Daala...
Pellaeon se echó hacia atrás hasta apoyar la espalda en el acolchado de su asiento. Había oído hablar de ella dos años después de que la derrota del Gran Almirante 'Thrawn hubiera significado la humillación y la caída en desgracia para Pellaeon. Daala había surgido de la nada y había lanzado un ataque en solitario contra los rebeldes. Con una flota tan pequeña no podía tener ninguna esperanza de acabar alzándose con la victoria, pero Daala sólo parecía interesada en causar daños realmente significativos lo más deprisa posible. No tenía ninguna estrategia global, únicamente un ardiente deseo de destrucción.
Pellaeon había admirado sus esfuerzos para actuar, especialmente porque los otros comandantes imperiales parecían preferir las luchas internas. Recorrió con la mirada la minúscula cubierta de control de un navío de la clase Victoria, la nave más pequeña que había mandado desde hacía mucho tiempo. Pellaeon creía en el plan de crear una enorme flota de naves mas pequeñas y versátiles concebido por el Supremo Almirante Teradoc, pero aun así echaba de menos la grandeza de mandar el Quimera.
Pellaeon hizo que su flota se aproximara un poco más, con el armamento preparado pero sin abrir fuego, y su nave acabó deteniéndose sobre los Destructores Estelares de la clase Imperial varados en el espacio. Bajó la mirada hacia la nave de la almirante Daala, y contempló cómo había dejado incapacitado al Torbellino en la que viajaba el Señor de la Guerra Harrsk. Su repentino revolverse contra su líder había sido una táctica interesante, desesperada e inexplicable..., pero Pellaeon admiraba la pureza de su propósito. Daala era una persona que, al igual que Thrawn, poseía la capacidad de centrar todas sus energías en un objetivo y consagrar todos los recursos y las tácticas a alcanzar esa meta. Comparados con ella, tanto el Supremo Almirante Teradoc como el Señor de la Guerra Harrsk parecían un par de niños maleducados que intentaban asustarse el uno al otro.
Oyó el apasionado discurso en el que Daala suplicaba un frente unificado contra el verdadero enemigo. Varios tripulantes de la nave de Pellaeon emitieron murmullos de asentimiento. Pellaeon se guardó sus opiniones para sí mismo, aunque también estaba de acuerdo con ella. Mientras contemplaba la imagen de Daala, Pellaeon se preguntó cuáles serían sus gustos en cuestiones artísticas.
—Vicealmirante Pellaeon, si su amenaza de autodestruir las naves es auténtica... Bueno, en ese caso tal vez deberíamos retroceder —dijo su navegante—. Si esos dos Destructores Estelares estallan seremos alcanzados por la onda expansiva y sufriremos graves daños, y eso suponiendo que no nos destruya.
Pellaeon permaneció rígidamente inmóvil durante un momento y después sacudió la cabeza en una envarada negativa.
—No, seguiremos donde estamos —dijo—. Abran un canal de comunicaciones.
La dotación de su puente le contempló con asombro.
—¿Desea que abramos un canal de comunicaciones con el Tormenta de Fuego, señor? —preguntó el oficial de comunicaciones.
—No, lo quiero en la banda abierta. Quiero que todas las naves oigan esto.
El oficial de comunicaciones parpadeó, y después asintió y obedeció la orden de Pellaeon.
Pellaeon se levantó lentamente de su sillón negro.
—Aquí el vicealmirante Pellaeon, comandante de la flota del Supremo Almirante Teradoc, enviando una orden específica de mantener la posición actual a todas mis naves.
Varios navíos carmesíes habían empezado a alejarse de su red de confinamiento. Los Destructores Estelares de Harrsk ya estaban retrocediendo, y se iban alejando más y más a cada momento que transcurría.
—Como gesto de buena fe y en señal de respeto a la petición de la almirante Daala, ordeno el cese inmediato de las hostilidades por nuestra parte. Una luz roja empezó a parpadear casi al instante en el panel de comunicaciones del 13X. El oficial se volvió hacia Pellaeon.
—Tengo un mensaje urgente del Supremo Almirante Teradoc, señor.
El oficial de comunicaciones enarcó las cejas, claramente intimidado y aguardando órdenes.
—Hablaré con él desde el puente —dijo Pellaeon, irguiendo los hombros—. Todos pueden escuchar.
La imagen de Teradoc apareció en la pantalla. Estaba resoplando y tenía el rostro enrojecido. La circunferencia de su barriga se había triplicado durante el último año.
—¿Qué cree estar haciendo, Pellaeon? —gritó—. ¡Le ordeno que aproveche su ventaja! Utilice esta oportunidad para acabar con los Destructores Estelares de Harrsk mientras están debilitados. Ahora podemos aniquilarle por completo.
Pellaeon frunció el ceño y pensó en el gordo Teradoc sentado en su búnker detrás de docenas de metros de blindaje de la mejor calidad, totalmente a salvo de los peligros mientras la batalla rugía en el exterior. Pellaeon no creía que un verdadero líder militar debiera mantenerse tan aislado.
—Con todos mis respetos, Almirante Supremo, debo decirle que no estoy de acuerdo con usted. El Señor de la Guerra Harrsk no es mi enemigo. Pienso que deberíamos hablar con la almirante Daala y oír lo que tenga que decirnos.
El rostro de Teradoc pasó del rojo al púrpura.
—Me da igual lo que piense. Si no abre fuego contra Harrsk, se habrá convertido en un traidor. ¿Ha olvidado su adiestramiento? Toda su vida habla del servicio al Imperio, de seguir las órdenes de sus oficiales superiores. Si no obedece a su legítimo comandante, entonces no es más que un excremento. ¿Qué pensaría de usted el Gran Almirante Thrawn?
El fruncimiento de ceño de Pellaeon se volvió todavía más profundo mientras se encaraba con la imagen del gordo señor de la guerra. Teradoc tenía razón, al menos desde cierto punto de vista. Pellaeon había pasado muchas décadas de su vida sirviendo en la Armada Imperial. Había mandado Destructores Estelares. Después de la batalla de Endor, había asumido el mando del Quimera cuando su comandante murió durante las hostilidades. Pellaeon había dedicado los años siguientes a tratar de conseguir que el Imperio recuperase su poderío anterior a lo largo de una sucesión de gobernantes débiles, rendiciones que minaban sus fuerzas y pérdidas de territorio. Pellaeon había visto cómo aquel Imperio, que había sido tan magnífico en el pasado, se iba empequeñeciendo hasta quedar convertido en una mera isla en los que habían sido considerados como los territorios más remotos y menos importantes y en los sistemas anteriormente inhabitables cercanos al núcleo de la galaxia.
Pellaeon tuvo que esperar a que el Gran Almirante Thrawn volviera de los Territorios Desconocidos para encontrar un auténtico líder al que pudiera seguir y obedecer teniendo una verdadera posibilidad de recuperar la gloria perdida. Cuando Thrawn fue derrotado, Pellaeon volvió a perder las esperanzas y se limitó a servir a cualquier comandante imperial que el azar pusiera en su camino, obedeciendo las órdenes más como un autómata que como un verdadero soldado.
Pero la convicción y el entusiasmo de la almirante Daala, y el que estuviera dispuesta a arriesgarlo todo por la causa correcta, hicieron que algo volviera a agitarse dentro de él..., y ese algo era muy poderoso.
Pellaeon respiró hondo y le habló a la hinchada imagen de Teradoc.
—Creo que sé qué pensaría de mí —dijo con amargura—, y usted, señor, no es ningún Gran Almirante Thrawn.
Cerró el canal del sistema de comunicaciones y se volvió hacia su tripulación.
—Preparen una lanzadera e informen a la almirante Daala de que subiré a bordo de su nave. No disponemos de mucho tiempo, y quiero hablar con ella cara a cara.