SISTEMAS DEL NÚCLEO

Capítulo 18

Daala disminuyó la potencia de los escudos del Tormenta de Fuego justo lo suficiente para permitir que la lanzadera del vicealmirante Pellaeon se aproximara a su Destructor Estelar. El conteo de autodestrucción seguía avanzando hacia el cero como una avalancha de números en continua disminución.

Daala contempló con expresión sombría a la dotación de su puente. Les compadecía, pero admiraba su estoicismo. También respetaba la gélida e inconmovible bravura de que daba muestra Pellaeon —o tal vez su temeridad— al aproximarse a una nave que probablemente le estallaría en la cara.

Se volvió hacia el oficial de comunicaciones.

—¿Ha ido informando al Supremo Señor de la Guerra Harrsk sobre la situación del conteo de autodestrucción?

El oficial de comunicaciones, que se había puesto muy blanco, tragó saliva.

—Sí, almirante, pero no he recibido ninguna respuesta.

—Lástima —dijo Daala sin inmutarse—. Espero que Harrsk no piense que me limito a amenazar con algo que no tendré el valor de llevar a cabo.

—Le he asegurado que no es así, almirante —dijo el oficial de comunicaciones, y después desvió la mirada mientras sus tensos labios formaban una pálida línea exangüe.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Daala. —Siete minutos.

—El vicealmirante Pellaeon acaba de entrar en el hangar de lanzaderas —dijo el oficial táctico.

Daala permaneció inmóvil en el puesto de control con las manos juntas detrás de la espalda. Los navíos de combate carmesíes de la clase Victoria rodeaban a la flota de Harrsk como una manada de depredadores hambrientos. Daala no entendía del todo lo que pretendía Pellaeon, pero el hecho de que muchos de sus cruceros de combate siguieran las órdenes aparentemente suicidas que había dado hacía que sintiera una gran confianza en la capacidad de liderazgo del vicealmirante.

—Escóltenle inmediatamente hasta aquí —dijo—. Quiero una guardia de honor de soldados de las tropas de asalto, y asegúrense de que Pellaeon entiende que no está prisionero. Trátenle como un negociador hacia el que sentimos el máximo respeto.

—¿Hay tiempo, almirante? —preguntó el jefe de cubierta—. Sólo nos quedan seis minutos.

—Entonces tendrán que correr, ¿no le parece? Debemos ser optimistas —dijo Daala, y sus labios se curvaron en una sonrisa llena de amargura—. Aunque el optimismo es una emoción difícil de experimentar cuando estás tratando con un par de niños estúpidos como Teradoc y Harrsk.

Cuando la guardia de honor llegó al puente del Destructor Estelar, sólo faltaba un minuto y cuarenta y cinco segundos para que el reloj llegara al final de la cuenta atrás.

Seis soldados de las tropas de asalto entraron con paso rápido y decidido en el puente, acompañando a un hombre de edad madura, esbelto y con un abundante bigote y una cabellera canosa impecablemente recortada. Sus ojos brillaban con el vivo fulgor de la inteligencia y su cuerpo era nervudo y flexible.

—El vicealmirante Pellaeon, supongo —dijo Daala con voz firme y tranquila—. Me complace que haya podido venir aquí para estar conmigo en el momento de nuestra muerte.

Pellaeon tragó saliva.

—He oído hablar mucho de usted, almirante Daala, y soy consciente de que ya ha dado amplias muestras de su decisión y su devoción al Imperio. Estoy convencido de que tiene intención de hacer exactamente lo que ha dicho que haría. Pero... Bien, desearía que Harrsk también estuviera convencido de ello.

—¡Un minuto, almirante!

La voz del oficial apenas era un graznido ahogado.

—¿Han hecho los preparativos necesarios para lanzar el módulo de datos? —preguntó Daala—. Aunque no sirva para nada más, puede que nuestro acto de desesperación haga que los otros señores de la guerra comprendan que se han estado comportando como una pandilla de idiotas.

La imagen granulosa de Harrsk apareció en la pantalla antes de que el oficial de comunicaciones pudiera responder.

—¡Muy bien! ¡Basta, basta! Detenga la cuenta atrás. Ordeno el cese inmediato de todas las hostilidades. Daala, maldita seas... ¡Detén la secuencia de autodestrucción!

El jefe de cubierta parecía haber quedado paralizado. La dotación del puente dejó escapar un ruidoso suspiro colectivo de alivio. Pellaeon estaba contemplando a Daala con las cejas enarcadas.

Daala permaneció inmóvil donde estaba, sin hacer nada para negar sus órdenes aunque su corazón palpitaba a toda velocidad con la emoción del triunfo. Siguió inmóvil durante unos momentos más mientras la cuenta atrás llegaba a los treinta segundos. Después hizo que sus facciones se convirtieran en una máscara de desilusión cuidadosamente reprimida para convencer a quienes la estaban observando de que realmente había tenido intención de volar el Tormenta de Fuego —y el Torbellino con él— si sus exigencias no hubieran sido aceptadas.

—Preferiría negociar con usted, almirante..., si dispone de tiempo para ello —dijo Pellaeon en un tono cauteloso pero persuasivo.

Su voz era suave, y sus meticulosas inflexiones demostraban la gran inteligencia que se ocultaba detrás de ella.

Daala alargó la mano en un gesto casi casual y conectó el dispositivo de PAUSA de la cuenta atrás de autodestrucción.

—Muy bien, vicealmirante. Yo también prefiero recurrir a las soluciones alternativas.

Después se volvió hacia el navegante y recitó de memoria una lista de coordenadas.

—Llevaremos el Tormenta de Fuego a una zona aislada para celebrar una conferencia privada —añadió—. De todas maneras, vicealmirante Pellaeon, y para disipar cualquier impresión de que pudiéramos estar secuestrándole, invito a dos de sus navíos de la clase Victoria a que nos acompañen.

Daala le miró con las cejas levantadas en un enarcamiento de interrogación.

—Pienso que es preferible estar lejos de cualquier posible traición de Teradoc o Harrsk —siguió diciendo—. No confío en ninguno de los dos y temo que puedan tratar de explotar en su beneficio la situación actual.

—Estoy de acuerdo, almirante —dijo Pellaeon con una seca inclinación de cabeza. Las patas de gallo que había alrededor de sus ojos se fruncieron levemente, y de repente Daala tuvo la impresión de que la meta final que aquel hombre había pensado para el Imperio quizá fuera la misma que ella intentaba alcanzar—. Si me permite utilizar su sistema de comunicaciones, codificaré las órdenes necesarias para mi navío insignia y una nave de acompañamiento.

Daala se volvió hacia su timonel.

—Cuando el ordenador de navegación haya calculado el mejor rumbo hiperespacial, baje los escudos y proceda hacia nuestro destino. Dos Destructores Estelares de la clase Victoria nos seguirán.

—Pero almirante... —protestó el segundo de a bordo—. Eso dejaría al Torbellino indefenso y rodeado por las naves de combate del Supremo Almirante Teradoc. Después de la andanada que les lanzó con el cañón iónico...

—Creo que Teradoc no querrá abrir fuego contra ellos. Pero si me equivoco... —Bajó la mirada hacia el cronómetro—. Según mis cálculos, el Torbellino ha dispuesto de tiempo suficiente para terminar las reparaciones. De hecho, Harrsk ya ha dispuesto de seis minutos adicionales. Si he interpretado de manera incorrecta el significado de las acciones de Teradoc, y si he sobrestimado a la tripulación del Torbellino... Bien, en ese caso ya presentaré mis disculpas luego —añadió con una sonrisa sarcástica.

—Entonces estamos de acuerdo, almirante —dijo Pellaeon desde el puesto de comunicaciones—. Dos de mis naves están preparadas para seguirnos. —Pellaeon inclinó la cabeza—. Confiamos en que no nos llevará a una emboscada.

Daala asintió, intentando permanecer todavía más rígidamente erguida que Pellaeon.

—Comprendo el riesgo que está corriendo, vicealmirante, pero debe creerme: le aseguro que nunca me habría tomado tantas molestias sólo para eliminar a dos Destructores Estelares de pequeño tonelaje. La flota del Señor de la Guerra Harrsk podría haberlos destruido sin ninguna dificultad.

Los escudos del Tormenta de Fuego desaparecieron, dejando al Destructor Estelar inutilizado de Harrsk suspendido en la oscuridad del espacio.

Flanqueado por dos navíos carmesíes de la clase Victoria, el Tormenta de Fuego se elevó hasta salir del plano anular y avanzó a través de los restos espaciales que flotaban alrededor de la esfera amarilla del planeta gaseoso como un collar centelleante. Las tres naves entraron en el hiperespacio.

Tres Destructores Estelares, uno grande y dos pequeños, flotaban en un erial del espacio. La estrella más cercana brillaba con un tenue resplandor a doce parsecs de distancia. Una difusa nube molecular desplegaba su frío velo a través del vacío. Daala había descubierto aquel desierto estelar cuando ella y el Gorgona, la nave seriamente averiada que mandaba, intentaban volver al Imperio después de haber librado una devastadora batalla por el control de la Instalación de las Fauces.

Pellaeon estaba sentado delante de Daala en la sala privada anexa al puente. El vicealmirante tomaba lentos sorbos de un refresco, haciendo obvios esfuerzos para no dejarse seducir por aquellas comodidades y no sucumbir a la tentación de la charla cortés. Daala se lo agradecía. Se quitó sus guantes negros, alisó su llameante cabellera y juntó las manos sobre la mesa. Después se inclinó hacia adelante para poder mirarle a los ojos.

—Vicealmirante Pellaeon, le ruego que me crea cuando le digo que no tengo ninguna intención de amotinarme contra los legítimos herederos del Imperio —dijo Daala—. No quiero convertirme en una gran líder del estilo de su Gran Almirante Thrawn. He leído muchos informes sobre sus hazañas, y no sólo no puedo sustituirle sino que me molesta enormemente cualquier intento de compararme con él. Somos personas distintas con distintos objetivos a corto plazo..., pero creo que sus esperanzas a largo plazo son las mismas que las mías.

—¿Y cuáles son esas esperanzas, almirante? —preguntó Pellaeon, como si quisiera creerla, como si necesitara creerla..., pero se sintiera obligado a formular la pregunta.

Daala asintió con una lenta inclinación de cabeza.

—Todavía amo el ideal del Imperio. La galaxia era un lugar mucho más ordenado, y no padecía el caos de ilegalidad que se ha adueñado de ella durante los últimos tiempos. Los ciudadanos sabían con toda claridad cuál era su lugar. El Emperador les dio un destino. Los rebeldes han destruido eso, y no nos han proporcionado nada con lo que llenar el vacío. Hablan, intentan convencer y fingen gobernar, pero aún no han mostrado ninguna auténtica capacidad de liderazgo. ¿Es ésta la única alternativa para aquellos de nosotros que servimos al Emperador? No lo creo.

»Por otra parte, cuando pienso en todo el daño que esa pandilla de fanfarrones que se han nombrado a sí mismos señores de la guerra ha causado a nuestras fuerzas de combate, sólo puedo sentir desprecio hacia ellos. Sí, el Imperio ha sufrido muchas derrotas durante los últimos ocho años, pero no deberíamos permitir que esas pérdidas nos convencieran de que el Imperio ya no cuenta con una fuerza de combate realmente significativa. Eso es absurdo. Si formamos una flota con todas las naves disponibles, nuestro poderío militar resultaría como mínimo comparable al de la flota improvisada que los rebeldes han logrado reunir.

Pellaeon asintió, y volvió a tomar un cauteloso sorbo de su refresco.

—Pero esos niños que sólo saben pelear entre ellos han causado tantos daños al Imperio como la Alianza Rebelde —siguió diciendo Daala—. Si colaborasen y decidieran elegir un líder entre ellos, entonces podríamos empezar a devolver los golpes.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, almirante —dijo Pellaeon—. Pero ¿cómo lograrlo? Esas tácticas suyas basadas en el uso de la fuerza tal vez hayan pillado desprevenidos a Harrsk y Teradoc, pero los demás no cederán con tanta facilidad.

Daala deslizó las yemas de los dedos sobre el borde de su vaso, y Pellaeon la observó en silencio y vio cómo volvía la mirada hacia la ventanilla para contemplar aquel vacío negro desprovisto de estrellas.

—No he pensado ni por un instante que Teradoc o Harrsk se hayan rendido. Están planeando cómo destruirme..., y ahora también quieren destruirle a usted porque ha venido hasta aquí para mantener esta conversación conmigo. No, hay que obligarles a enfrentarse con la realidad.

El rostro de Daala adquirió una expresión melancólica mientras daba la espalda a la ventanilla y clavaba la mirada en la pared y en su pasado.

—Fui adiestrada en la academia militar imperial de Carida. Era una mujer, y por eso no se me permitió ir progresando junto con mis compañeros de clase a pesar de que poseía las mismas capacidades que ellos..., si es que no más grandes.

»Destaqué en todos los ejercicios de la academia. Siempre ocupaba los primeros puestos de mi clase, y sin embargo los que estaban por debajo de mí seguían siendo ascendidos y me rebasaban. Se me asignaban deberes insignificantes, y me vi obligada a hacer trabajos más propios de una criada que de un soldado. Mientras que aquellos a los que había aplastado en los combates simulados iban ascendiendo hasta mandar sus propias naves, yo me convertí en una operaria de ordenadores, y después pasé a ser supervisora de cantina y tuve que encargarme de preparar las raciones para su envío a las flotas de Destructores Estelares.

»Soporté todo eso —dijo, tabaleando con los dedos sobre la mesa—porque era un soldado imperial y porque se nos enseña a obedecer las órdenes..., pero aun así tenía la firme convicción de que si permitía que mis estúpidos y miopes superiores ignoraran las cosas que podía llegar a hacer estaría faltando a mis deberes para con el Imperio. El Emperador nunca pudo soportar ni a las mujeres ni a las especies no humanas, y ésa es una de las pocas cosas en las que siempre estuve en desacuerdo con él.

—El Gran Almirante Thrawn era un alienígena —dijo Pellaeon.

—Sí —dijo Daala—, y según los registros que he examinado, el Emperador exilió al Gran Almirante a los Territorios Desconocidos a pesar de que Thrawn era uno de los mejores comandantes militares de la flota.

Pellaeon asintió.

—La entiendo muy bien. Casi enloquecí de alegría cuando Thrawn volvió y por fin encontré un comandante al que podía seguir con una auténtica esperanza de obtener la victoria, en vez de padecer una interminable sucesión de derrotas.

Se acabó su refresco y dejó el vaso vacío sobre la mesa. No pidió otro. —Bien, ¿y qué hizo? —preguntó después—. ¿Cómo consiguió su rango de almirante?

—Me creé una falsa identidad —respondió Daala—. Empecé a desarrollar simulaciones remotas en las redes de ordenadores de Carida. Derroté una y otra vez a los mejores oponentes. Algunas de mis tácticas eran realmente revolucionarias, ya que consistían en variaciones sobre las maniobras espaciales y rutinas de combate en condiciones de gravedad cero desarrolladas por el mismísimo general Dodonna. Todas las naves de la Armada imperial recibieron copias de mis batallas para que las estudiaran. La guerra espacial cambió debido a los grandes saltos intuitivos que yo había llevado a cabo..., todo ello bajo un nombre falso, por supuesto.

»Mis habilidades acabaron atrayendo la atención del Gran Moff Tarkin, quien vino a Carida para poder conocer al misterioso individuo que había desarrollado unas tácticas tan innovadoras. Tarkin necesitó varios meses y dos descodificadores del mercado negro para sacarme del escondite que me había fabricado en las redes. Cuando supo que era una mujer quedó asombrado, y después quedó todavía más asombrado al ver que era una simple cabo que trabajaba en las cocinas.

»Los oficiales de Carida se escandalizaron, y se sintieron terriblemente avergonzados cuando resultó que su gran estrella de las tácticas espaciales era una mujer a la que habían enterrado en las cocinas... Pero cuando Tarkin supo que no sólo no pensaban recompensarme por mi excepcional intuición, sino que los oficiales de Carida pretendían enviarme a una remota estación meteorológica en el casquete polar del sur, me transfirió a su séquito personal, me ascendió a almirante y me sacó de Carida.

Daala sonrió, deleitándose con un recuerdo que llevaba bastante tiempo sin permitirse evocar.

—En una ocasión oí cómo un joven teniente murmuraba que yo había conseguido mi rango únicamente porque me acostaba con Tarkin. —Daala suspiró—. ¿Por qué cada vez que una mujer competente es recompensada siempre hay quien da por sentado que se la recompensa única y exclusivamente porque se está acostando con un hombre?

Pellaeon no respondió, y Daala tampoco esperaba que lo hiciera.

—Tarkin arrestó al teniente —siguió diciendo Daala— y lo metió dentro de un traje ambiental con un suministro de un día de aire, y lo lanzó al espacio en una órbita baja. Los dos hicimos los cálculos necesarios, y estimamos que el teniente recorrería unas veinte órbitas antes de que descendiera lo suficiente para consumirse en la atmósfera. Ninguno de los dos sabía si acabaría muriendo incinerado, o si se le acabaría el aire antes. Cualquiera de esas dos circunstancias sería un castigo excelente, y supondría un terrible ejemplo para las dotaciones de Moff Tarkin. Que dejara conectado el sistema de comunicaciones del teniente resultó particularmente efectivo, pues eso permitió que durante un día entero todo el personal de a bordo pudiera oír sus palabras por el intercomunicador de la nave mientras suplicaba, maldecía, gritaba...

Daala terminó su refresco y dejó el vaso vacío al lado del de Pellaeon.

—Después de aquello, nadie sugirió jamás que hubiera recibido mi rango únicamente porque Tarkin fuese mi amante.

Pellaeon palideció, pero no hizo ningún comentario.

—Pero me estoy apartando del tema principal —dijo Daala—. Usted v yo deberíamos adoptar alguna clase de decisión conjunta y volver antes de que nuestras respectivas flotas se impacienten demasiado.

—Estoy de acuerdo, almirante. ¿Qué objetivos desea alcanzar?

—Quiero unificar el Imperio —se limitó a decir Daala—. Quiero que alguien maneje el timón en calidad de líder..., pero no pretendo ser yo. No me he hecho ninguna estúpida ilusión de alcanzar la gloria política, créame. Sólo quiero tener la ocasión de causar el mayor daño posible a los rebeldes.

—Bien, ¿y por qué no convocamos un consejo de pacificación? —preguntó Pellaeon—. Quizá podríamos reunir a los señores de la guerra, hacer que se sentaran a la misma mesa y hablaran... Aunque se nieguen a unirse bajo el mando de un solo líder, quizá podrían acordar una estrategia común. Cada uno de ellos podría atacar distintos objetivos en la Nueva República, utilizando sus propias tácticas y métodos para poner de rodillas a los rebeldes. Después podríamos recuperar esos territorios que siempre han sido legítimamente nuestros.

Los ojos del vicealmirante habían empezado a brillar de excitación mientras las ideas iban surgiendo de su mente.

Daala asintió.

—Es una sugerencia excepcionalmente buena, vicealmirante, y muy similar a mis ideas. Usted quizá se encuentre en mejor situación que yo para enviar esas invitaciones, aunque haré todo lo que pueda. Sin embargo —añadió, yendo hacia una caja fuerte dotada de cerradura cibernética instalada junto a su escritorio personal—, y por si eso no da resultado, quiero que se lleve esto.

Abrió la caja fuerte y sacó de ella una membrana respiratoria del tamaño de la palma de su mano, que entregó a Pellaeon. —¿Para qué me da esto? —preguntó Pellaeon.

—Espero que nunca necesite llegar a utilizarla —replicó Daala—. Pero si todo lo demás falla, entonces sabrá qué ha de hacer con ella.