Capítulo 30
La flota de la Nueva República estaba llevando a cabo pruebas de velocidad y maniobrabilidad en el interior y el exterior del sistema. Las naves de Ackbar saltaban velozmente sobre los escuadrones de Wedge mientras forzaban hasta el límite sus habilidades de pilotaje, permaneciendo en todo momento lo suficiente cerca para poder acudir si se daba el caso de que la jefe de Estado tuviera problemas.
Por suerte todo había estado muy tranquilo desde hacía varios días, y no parecía que los hutts fueran a crearles dificultades. Leia había enviado un mensaje para informarles de que creía que su misión terminaría dentro de uno o dos días, por lo que el general Wedge Antilles decidió aprovechar aquella oportunidad de disfrutar de un pequeño descanso y acompañó a Qwi Xux a la Luna de los Contrabandistas.
—Siempre me llevas a unos sitios tan interesantes, Wedge... —le dijo Qwi, contemplando las viejas y precarias edificaciones de Nar Shaddaa con sus ojos color índigo llenos de asombro y absorbiendo ávidamente todos los detalles.
Wedge se rió.
—Bueno, digamos que éste no es precisamente uno de los lugares más... románticos que te he enseñado.
Qwi se encogió de hombros y meneó la cabeza. Su cabellera parecía una masa de fragmentos de cristal maravillosamente entretejidos, y los mechones de un blanco perlino estaban formados por delicadas plumas que brillaban alrededor de su cabeza.
—No, pero sigue siendo fascinante —dijo.
Tenía una curiosa apariencia de elfo y la leve coloración azulada de su piel le daba un encanto muy exótico, pero a pesar de ello su aspecto general y su comportamiento eran totalmente humanos.
Qwi Xux había sido sometida a un concienzudo lavado de cerebro para convertirla en diseñadora de armas del Imperio cuando sólo era una niña. Había trabajado en la Instalación de las Fauces, donde había ayudado a diseñar la Estrella de la Muerte original con Bevel Lemelisk, y había desarrollado el Triturador de Soles sin ayuda de nadie. Pero Qwi apenas se acordaba de todo aquello, pues el joven Kyp Durron, invadido por los poderes del lado oscuro, había borrado una gran parte de su memoria en un desastroso intento de hacer imposible que nadie pudiera volver a crear armas semejantes. A pesar de las muchas pruebas terribles que había soportado, Qwi conservaba un sentido de la maravilla casi infantil que siempre la estaba impulsando a descubrir cosas nuevas. Wedge la encontraba muy atractiva, y la amaba más con cada nuevo día que pasaba junto a ella.
Dejaron su pequeña lanzadera en la Autoridad del Puerto y pagaron una tarifa para garantizar su protección, abonando un precio lo suficientemente exorbitante para que Wedge estuviera razonablemente seguro de que no tendrían ningún problema. No llevaba uniforme y se había puesto un viejo mono de vuelo en cuyos bolsillos había introducido todo un amplio surtido de armamento, comunicadores y balizas localizadoras. Wedge esperaba que no surgiría ninguna dificultad.
Nar Shaddaa era una pesadilla de edificios decrépitos, almacenes vacíos y puertas cerradas sobre las que había escrito «Prohibida la entrada» en numerosos lenguajes. Aerodeslizadores que parecían estar a punto de hacerse pedazos surcaban el cielo, con sus motores que nadie se preocupaba de limpiar o ajustar escupiendo chorros de humo. Centros de procesamiento industrial lanzaban residuos tóxicos al aire y a los conductos de drenaje.
La atmósfera era espesa y aceitosa, y estaba saturada de vapores que convertían la visibilidad en el equivalente a la que se habría obtenido mirando a través de un vaso lleno de agua sucia. El planeta Nal Hutta ocupaba una gran parte del cielo contaminado, una hinchada esfera verde, azul y marrón que medio asomaba por encima del horizonte como un ojo de gruesos párpados.
Wedge y Qwi fueron por la ruidosa acera móvil y contemplaron los letreros luminosos que se encendían y apagaban para anunciar servicios de lo más extraño. Gigantescos hangares para reparaciones mantenían abiertas sus puertas en un colosal bostezo, llenos de partes desmanteladas robadas de naves que no habían pagado la exorbitante tarifa de protección, como sí había hecho Wedge. La Luna de los Contrabandistas parecía un taller de mecánico del tamaño de un mundo, desordenado y manchado de grasa, repleto de componentes descartados que tanto podían acabar siendo de alguna utilidad como, y eso era igual de probable, permanecer olvidados en un rincón hasta el fin del universo.
Los vendedores metían sus carros en callejones bajo toldos impermeables que desviaban las gotitas que caían de los desagües superiores. Un alienígena que parecía una enorme planta ambulante vendía trozos siseantes de carne azulada clavados en un palito, y a su lado había un carnívoro con grandes colmillos que vendía verduras cortadas en finas rebanadas. Los dos se fulminaban mutuamente con feroces miradas cargadas de animosidad.
Pasaron por delante de salas de juego y cubículos de lectura de las cartas donde los futuros eran predecidos, ganados o perdidos. Qwi parpadeó mientras contemplaba un juego aleatorio de luces que se encendían y apagaban y las esferas metálicas lanzadas por los jugadores. Si los jugadores conseguían darle a una de las luces mientras estaba encendida ganaban alguna clase de premio, que normalmente consistía en un cupón para poder participar en otra ronda.
Wedge encontró totalmente incomprensibles los matices del juego, pero Qwi los fue absorbiendo poco a poco y acabó moviendo la cabeza en una lenta sacudida.
—Las probabilidades hacen que resulte extraordinariamente difícil ganar en este juego —dijo.
Wedge sonrió.
—Ahora estás empezando a entenderlo.
Un par de viejas naves espaciales pasaron por encima de sus cabezas con un rugido ensordecedor, y los sonidos de las explosiones hicieron que Wedge levantase la mirada. Las dos naves estaban intercambiando disparos, y de repente la nave perseguidora estalló en una nube de metralla que se precipitó sobre los edificios. Wedge vio cómo los clientes sentados en un balcón al otro lado de la explanada que se disponían a cruzar salían corriendo para no morir en cuanto los trozos de metal repiquetearon sobre el edificio. La nave victoriosa se alejó lentamente: sus ruidosos motores habían sido alcanzados por varios disparos y estaban empezando a fallar. Los motores dejaron de funcionar con una especie de trueno ahogado, y la nave fue descendiendo en una veloz espiral hasta que acabó estrellándose en la lejanía.
Qwi se detuvo en una zona de estacionamiento para vehículos de mantenimiento e inspeccionó la mesa que un vendedor callejero había llenado de baratijas y objetos exóticos, entre los que había botas hechas con cuero de rancor y garras relucientes que el vendedor afirmaba habían pertenecido a unos wampas, aquellas temibles criaturas de los hielos.
—¿Cómo sabemos que realmente son lo que usted dice que son? —le preguntó Qwi al vendedor, una criatura reptiliana de larga frente curvada y tres ojos esparcidos a lo largo de su prominente entrecejo.
—Tiene mi palabra —replicó el vendedor.
—No, gracias —dijo Wedge.
Tomó a Qwi del codo y la llevó hacia una pequeña cafetería de autoservicio instalada bajo los toldos aleteantes de un bazar al aire libre. Wedge pidió las escasas especialidades reconocibles que figuraban en el menú, y volvió con una bandeja llena de bebidas multicolores que hervían y espumaban y pastelillos de delicadas superficies relucientes.
—Este sitio es muy distinto de Coruscant —dijo Qwi, resumiendo sus opiniones sobre la Luna de los Contrabandistas—. Todo está mucho más viejo y gastado, y parece tener muchos años de antigüedad.
Wedge enarcó las cejas.
—Puedes volver a decirlo.
Qwi parpadeó y le miró fijamente.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Oh, olvídalo —dijo Wedge, sonriendo con indulgencia.
Escogieron una mesa alejada de aquella en la que dos enormes criaturas de piel grisácea y aspecto bestial se lanzaban gritos la una a la otra en lo que parecía ser una vieja querella de sangre o una simple discusión. Pero cuanto más rato dedicó Wedge a contemplarlos, más se fue convenciendo de que no pasaba nada y de que aquél era su método habitual de conversar.
El parasol que había encima de sus cabezas tenía un par de desgarrones que dejaban pasar una pequeña parte de los residuos líquidos que llovían del cielo, por lo que Wedge y Qwi se trasladaron al otro lado de la mesa, que estaba relativamente limpio. Contemplaron las calles atestadas y vieron un largo muro formado por almacenes totalmente idénticos, algunos vigilados y otros meramente cerrados.
Qwi tomó un sorbo de su bebida y se irguió, sobresaltada, cuando el líquido empezó a espumear dentro de su boca. Lo tragó, hizo varias inspiraciones rápidas y se estremeció.
—¡Es muy buena, pero tendré que ir con cuidado y no beber mucho! —jadeó.
—Ve tomándola a sorbitos y la disfrutarás más —dijo Wedge.
—Me has enseñado tantos sitios, Wedge —dijo Qwi con voz un poco ausente mientras clavaba la mirada en un pastelillo—. La Instalación de las Fauces sigue siendo una mancha borrosa, aunque puedo recordar cómo era..., por lo menos desde que me llevaste allí. Era mucho más pequeña que este sitio, y no había tantas personas. Silencio, intimidad, limpieza... Todo estaba en su sitio, y todo estaba ordenado y resultaba muy fácil de encontrar.
—Pero no había mucha libertad —observó Wedge.
—Sí, creo que en eso tienes razón —respondió Qwi—. Por aquel entonces no lo sabía, naturalmente. La verdad es que apenas sabía nada... El número de recuerdos dignos de ser conservados que tú me has dado ya supera con mucho al de los que perdí —siguió diciendo—. Hay momentos en los que pienso que Kyp Durron sólo eliminó las partes malas de mi cerebro, dejando espacio para que tú me mostraras más prodigios.
—¿Quieres decir que crees que nunca recuperarás tu pasado? —preguntó Wedge.
—Las piezas que faltan se han esfumado para siempre —dijo Qwi—, pero las que siguen ahí son imágenes muy vívidas, fragmentos llenos de luz y de colores que puedo relacionar entre sí dentro de mi mente. Puedo unirlos de tal manera que parece como si recordara el pasado, a pesar de que una gran parte de ello es sólo mi imaginación.
Qwi clavó la mirada en los almacenes que se alzaban al otro lado de la plaza, su atención repentinamente atraída por algo que acababa de ver.
Wedge se dedicó a observarla. Le gustaba contemplar su rostro y ver sus reacciones ante cosas nuevas, y eso hacía que él también viera los sitios familiares con nuevos ojos. Wedge lo encontraba muy refrescante.
Qwi se envaró de repente, y sus labios dejaron escapar un silbido absurdamente estridente mientras hacía una rápida y entrecortada inspiración de aire. Después se levantó, moviéndose demasiado deprisa y derribando su refresco. El líquido espumeante se esparció sobre la mesa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Wedge, alargando la mano hacia su delgada muñeca.
Qwi señaló los almacenes.
—Acabo de verle... ¡Ahí! Le he reconocido.
—¿A quién? —preguntó Wedge, no viendo nada que se saliera de lo corriente.
Qwi tenía una vista bastante más aguda que la suya —Wedge lo sabía por experiencia propia—, pero no vio nada de particular en ninguna de las figuras que iban hacia los almacenes: eran un surtido de humanoides de aspecto hosco, con unos cuantos alienígenas curtidos por el espacio y un tipo bastante barrigudo, todos los cuales desaparecieron dentro del viejo y sucio edificio.
—Le conozco —insistió Qwi—. Trabajé con él... Bevel Lemelisk. Diseñamos la Estrella de la Muerte juntos. Está aquí. ¿Por qué está aquí? ¿Cómo podía estar aquí?
Wedge la abrazó, y descubrió que todo el cuerpo de Qwi estaba temblando.
—Vamos, Qwi... No podía ser él. —Bajó la voz—. No puedes ver nada con la suficiente claridad desde aquí. Estábamos hablando de tus viejos recuerdos, nada más... Eso debió de provocar alguna reacción dentro de tu mente. No te dejes llevar por la imaginación.
—Pero estoy segura de que era él —dijo Qwi.
—Quizá era Lemelisk —respondió Wedge, no muy convencido—. Pero en ese caso, ¿qué importa? La Instalación de las Fauces ya no es una amenaza. El Imperio ha desaparecido. Quizá esté trabajando con algunos contrabandistas.
Qwi se sentó, todavía visiblemente afectada.
—No quiero seguir aquí ni un momento más —dijo.
Wedge le ofreció su refresco.
—Podemos compartir mi copa. Anda, bebe —dijo—. Volveremos a nuestra nave..., a menos que quieras ir en busca de una de esas casas de baños de los hutts de las que tanto hemos oído hablar, claro —añadió con una sonrisa maliciosa.
—No, gracias —dijo Qwi.
Bevel Lemelisk y sus acompañantes fueron por las calles más alejadas del centro de Nar Shaddaa hasta que llegaron al sector de los almacenes. Lemelisk se paraba continuamente para restregarse los pies en las zonas más limpias del pavimento, intentando eliminar los residuos pegajosos y las sustancias viscosas que pisaba cada vez que desviaba los ojos del camino.
El capitán twi'lek desenfundó su desintegrador y fue hacia un viejo almacén que tenía aspecto de estar bastante descuidado. La enorme puerta corroída se hallaba cerrada, y unas letras gigantescas pintadas sobre su superficie llena de remaches proclamaban que LOS INTRUSOS SERÁN DESINTEGRADOS y que el acceso al interior estaba RESTRINGIDO..., pero un instante después Lemelisk cayó en la cuenta de que en Nar Shaddaa no había ningún sitio al que se pudiera acceder libremente, por lo que en realidad las advertencias apenas tenían importancia.
Mientras esperaban a que el twi'lek abriera la gruesa puerta, Lemelisk miró a su alrededor y contempló la oscura y lúgubre ciudad. Tuvo la inquietante sensación de que alguien le estaba observando, y notó que se le erizaba el vello. Giró sobre sus talones y miró en todas direcciones, pero no vio nada que se saliera de lo corriente. Cuando el twi'lek abrió la puerta que reveló el interior frío y saturado de olor a moho del almacén, Lemelisk se agachó para ser el primero en entrar.
El twi'lek conectó una hilera de paneles luminosos. Uno de ellos parpadeó y se apagó, pero los cuatro restantes proyectaron su sucia luz sobre el almacén repleto de cajas. Un gran montón de recipientes de carga se alzaba delante de la pared del fondo. Las superficies de los contenedores estaban recubiertas de inscripciones trazadas en un lenguaje indescifrable, y muchos recipientes se habían roto y dejaban rezumar una sustancia de aspecto inquietantemente tóxico.
El copiloto humano llamó a Lemelisk con un gesto de la mano y soltó un gruñido, y después llevó al científico hasta un par de cajas en el centro de la sala. Las pisadas visibles en el suelo cubierto de polvo indicaron a Lemelisk que las cajas habían sido colocadas allí recientemente. Las inscripciones de sus lados las identificaban como «Sistemas de inspección de filtrado — Muestras de control de calidad».
Los guardias gamorreanos abrieron las cajas, apartando a un lado el material de embalaje autodigerible y revelando un par de núcleos de ordenador de gran tamaño, dos viejos sistemas cibernéticos bastante lentos que ya habían quedado anticuados hacía mucho tiempo.
Lemelisk reprimió el impulso de echarse a reír. ¿Aquello era lo mejor que podía obtener Sulamar con sus grandes conexiones imperiales? Fue hacia las cajas y quitó el polvo que cubría las placas de identificación, intentando ver sus números. Aquellos sistemas ya habían sido viejos cuando la Instalación de las Fauces fue construida, pero si no tenía otra elección para la Espada Oscura... Lemelisk empezó a pensar en las posibilidades. Era un desafío, y le gustaban los desafíos.
Los núcleos de ordenador necesitarían grandes modificaciones y una considerable labor de puesta al día, pero Lemelisk sabía que si se lo proponía podía dejarlos en condiciones de ser utilizados. La Estrella de la Muerte sólo tenía una milésima parte de los sistemas que había requerido la Estrella de la Muerte original, ya que carecía de defensas de superficie o habitáculos para alojar a un millón de tripulantes. La Espada Oscura sólo necesitaba desplazarse a sí misma y disparar su arma, y eso era todo. Los núcleos de ordenador eran tan prehistóricos que cabía la posibilidad de que incluso esas dos tareas relativamente sencillas resultaran excesivas para sus limitadas, capacidades.
Los desechos del espacio que le habían acompañado hasta allí se pusieron firmes de repente mientras Lemelisk estudiaba el equipo. Los guardias gamorreanos gruñeron y giraron sobre sus talones.
—¿Servirán, ingeniero Lemelisk? —preguntó Durga el Hutt, emergiendo de las sombras encima de su plataforma repulsora.
Lemelisk, sobresaltado, apartó las láminas de material de embalaje que le habían caído encima e intentó componer su respuesta.
—¡Esto es una auténtica sorpresa, noble Durga! No sabía que estaría aquí personalmente.
—¿Servirán? —volvió a preguntar Durga.
—Se puede conseguir que sirvan —respondió cautelosamente Lemelisk—. No sé qué le dijo Sulamar, pero son chatarra de la peor calidad. Aun así, creo que pueden ser mejorados y puestos en condiciones. Daré máxima prioridad a esa tarea.
—Excelente —dijo Durga—. He presentado mis excusas a la jefe de Estado de la Nueva República y he puesto fin a nuestra reunión diplomática. Tengo muchas ganas de volver y ver qué progresos ha ido haciendo en mi superarma.
—Creo que quedará complacido, noble Durga —dijo Lemelisk.
—Más vale que así sea —respondió Durga—. Volveremos al cinturón de asteroides en mi nave —siguió diciendo—. Quiero estar donde pueda ver mi Espada Oscura.
Lemelisk asintió, totalmente de acuerdo con el hutt.
—Salir de Nar Shaddaa será un gran placer para mí —dijo, inclinándose hacia adelante para dirigir un susurro de conspirador a la hinchada masa del hutt—. ¡Aquí hay demasiados tipos desagradables!