TATOOINE

Capítulo 1

Los banthas avanzaban en una larga hilera, dejando únicamente un estrecho sendero de pisadas a través de las dunas.

Los soles gemelos descargaban su abrasadora luz sobre la comitiva. Oleadas de calor ondulaban como escudos de camuflaje, volviendo borrosa la lejanía y convirtiendo el Mar de las Dunas en un verdadero horno. Las criaturas indígenas buscaban refugio en cualquier sombra que pudieran encontrar hasta que la tempestad de fuego de la tarde se fuera disipando poco a poco para convertirse en el más fresco crepúsculo.

Los banthas se movían sin hacer ningún ruido aparte de los crujidos ahogados de su caminar sobre la arena. Envueltos en tiras de tela, los incursores tusken montados sobre las enormes y peludas bestias volvían la mirada de un lado a otro en una continua vigilancia.

Envuelto desde la cabeza hasta los pies en vendajes, y aun así todavía no muy seguro de que el disfraz fuese efectivo, Han Solo miró por los estrechos tubos metálicos que servían para proteger sus ojos de las partículas que flotaban en el aire. Un filtro metálico corroído por la arena cubría su boca. El filtro contenía un pequeño humidificador interno para hacer que el abrasador aire de Tatooine fuera un poco más respirable. El Pueblo de las Arenas contaba con diminutos ventiladores incrustados en sus vestimentas del desierto. Sólo los más fuertes sobrevivían para llegar a la edad adulta, y se enorgullecían de ello.

Han cabalgaba sobre su bantha, esperando pasar desapercibido en el centro de la fila. La bestia peluda se bamboleaba de un lado a otro con cada paso, y Han trataba de no agarrarse a las curvas de sus cuernos en espiral más a menudo de lo que lo hacían los otros incursores tusken. Las protuberancias óseas de la espalda del bantha estaban cubiertas de mechones enmarañados, y la incomprensiblemente delgada silla de montar hacía que el viaje resultara casi insoportablemente incómodo.

Han tragó saliva, tomó otro sorbo de su preciada agua y reprimió una queja. Después de todo, aquella loca sugerencia había partido de él. Sencillamente no había esperado que Luke Skywalker estuviera de acuerdo, y Han se encontraba atrapado en su propia trampa. La misión era vital para la Nueva República, y tenía que seguir adelante.

El incursor que abría la marcha murmuró una orden a su bantha para que fuese más deprisa. La hilera siguió avanzando sobre los finos granos de arena, moviéndose en una serpenteante progresión a lo largo de la cima de una duna que se alzaba como un gigantesco centinela en el árido océano. Han no fue consciente de las enormes dimensiones de la duna hasta que llevaban casi una hora de ascenso sin llegar a la cima.

Los rayos de los soles gemelos se volvieron todavía más calientes, si es que tal cosa era posible. Los banthas tosían y resoplaban, pero el Pueblo de las Arenas estaba decidido a alcanzar su objetivo.

Han tragó saliva, intentando aliviar la sequedad de su garganta reseca. Llegó un momento en el que no pudo permanecer callado por más tiempo y empezó a hablar en susurros por el transmisor de onda corta implantado en su mascarilla respiratoria.

—¿Qué está pasando, Luke? —preguntó—. No sé qué traman, pero me da mala espina.

Luke Skywalker tardó un momento en responder. Han vio cómo el delgado jinete que avanzaba dos banthas por delante de él se ponía un poco más erguido: Luke parecía sentirse mucho más cómodo con su disfraz que Han. Luke había crecido en Tatooine, naturalmente, pero cuando por fin le respondió a través del receptor vocal que Han llevaba en la oreja, la voz del joven parecía estar llena de cansancio.

—No tiene nada que ver con nosotros, Han —dijo—. Algunos jinetes del Pueblo de las Arenas tenían vagas sospechas, pero todavía no las han centrado en nosotros. Estoy utilizando la Fuerza para distraer a cualquiera que pueda prestarnos demasiada atención. No, esto es algo totalmente distinto. Una gran tragedia... Ya lo verás. —Luke hizo una larga inspiración a través de su mascarilla respiratoria—. Ahora no puedo hablar. He de concentrarme. Espera hasta que estén ocupados, y ya te lo explicaré.

Luke volvió a encorvarse delante de él, inclinándose hacia adelante bajo su disfraz. Han sabía que su amigo estaba consumiendo una increíble cantidad de energía para influir sobre el Pueblo de las Arenas y conseguir que ignorase la presencia de aquellos dos invitados no deseados. Luke era capaz de usar sus poderes para nublar las mentes de individuos débiles. pero hasta aquel momento Han nunca le había visto manipular tantas mentes a la vez.

El truco consistía en impedir que el Pueblo de las Arenas se diera cuenta de que estaban allí, y una vez conseguido eso a Luke le resultaba bastante fácil desviar unos cuantos pensamientos casuales. Pero si alguien daba la alarma y todo el Pueblo de las Arenas concentraba su atención en los intrusos, ni siquiera un Maestro Jedi podría seguir manteniendo aquella mascarada. Entonces habría jaleo.

Han llevaba su viejo y querido desintegrador escondido debajo de sus harapientos ropajes. No sabía si él y Luke podrían acabar con todo el grupo de incursores, pero si las circunstancias les obligaban a luchar harían todo el daño posible.

El primer jinete llegó a la cima de la montaña de arena. Los enormes pies del bantha pisotearon el borde aguzado por el viento que coronaba la duna. La atmósfera estaba totalmente encalmada, como aturdida. Las arenas destellaban incesantemente con la luz de un millón de novas en miniatura.

Han ajustó los filtros corroídos sobre sus ojos. Los otros banthas siguieron avanzando con su lento y pesado caminar hasta que rodearon a su líder, quien alzó un brazo envuelto en tela que empuñaba un bastón gaffa de aspecto temible. Detrás del líder de los tusken, su único pasajero permanecía inmóvil y aparentemente encogido sobre sí mismo, aunque siempre resultaba bastante difícil entender el lenguaje corporal de aquellas extrañas criaturas enmascaradas.

Han percibió de alguna manera inexplicable que aquel pasajero distante y callado era el centro de la ceremonia. Han se preguntó si se le estaba confiriendo alguna clase de honor, o si estaría siendo exilado de su tribu.

El pasajero se dejó resbalar de la grupa del bantha del líder y descendió de la bestia peluda. Se aferró al pelaje lanudo como en un gesto de desesperación, pero ningún sonido brotó de su rostro vendado, ni siquiera los gruñidos y resoplidos guturales que el Pueblo de las Arenas usaba como lenguaje. Con la cabeza baja, los tubos oculares dirigidos hacia la arena removida donde las pisadas de los banthas habían alterado la lisura de la duna, el pasajero permaneció abatidamente inmóvil delante del jinete que había abierto la marcha.

El líder aguardó junto a su montura, sosteniendo en alto su bastón gaffa. Los otros jinetes del Pueblo de las Arenas bajaron de sus banthas y enarbolaron sus armas. Han y Luke imitaron los gestos, intentando no llamar la atención.

Luke se movía con cansada lentitud bajo su disfraz. Aquella misión estaba siendo agotadora para el Caballero Jedi, y Han esperó que no tardaran demasiado en llegar a su destino.

El pasajero melancólico y silencioso titubeó junto al borde de la duna y su mirada recorrió el gigantesco océano de arenas que se extendían hasta el horizonte. El Pueblo de las Arenas permaneció inmóvil, con sus bastones gaffa alzados hacia el cielo.

La voz de Luke zumbó en el oído de Han mientras se concentraban en la intensidad de aquel momento.

—De acuerdo, ya están distraídos —dijo—. Ahora puedo explicártelo. Ese incursor tusken perdió su bantha hace tres días. Un dragón krayt lo mató, y por desgracia nuestro amigo logró escapar con vida.

—¿Qué quieres decir con eso de «por desgracia»? —farfulló Han, esperando que los sonidos de la agitación del Pueblo de las Arenas ahogarían su voz.

—Los incursores tusken mantienen una relación muy estrecha con sus banthas, Han —dijo Luke—. Es un vínculo mental, una simbiosis, casi como un matrimonio... El bantha y el tusken se vuelven parte el uno del otro. Cuando un miembro de la pareja muere, el otro queda incompleto... Es como si hubiera sufrido una amputación. Luke flexionó su mano cibernética sin darse cuenta de lo que hacía—. Ese incursor ya no tiene ningún lugar en la sociedad de los tusken, aunque es más objeto de compasión que de odio. Muchos creen que tendría que haber muerto con su bantha fueran cuales fuesen las circunstancias.

—Así que ahora van a matarle, ¿no? —preguntó Han.

—Sí y no —respondió Luke—. Creen que el espíritu del bantha muerto debe decidir qué será de él. Si el espíritu desea que establezca un nuevo vínculo con otra montura, nuestro amigo encontrará un bantha salvaje en el desierto, se unirá a él y volverá triunfante a la tribu, donde será plenamente aceptado..., e incluso altamente reverenciado. Pero si el espíritu del bantha quiere que su jinete se reúna con él en la muerte, entonces el exiliado vagará sin rumbo por el desierto hasta que muera.

Han meneó la cabeza en una sacudida casi imperceptible.

—Parece como si no tuviera muchas probabilidades de salir con vida.

—Probablemente no, pero son sus costumbres —dijo Luke.

El Pueblo de las Arenas estaba aguardando a que el exiliado hiciera el primer movimiento. Finalmente, con un breve alarido lleno de angustia que tanto podría haber sido un grito de triunfo como un desafío, el incursor empezó a bajar por la empinada y resbaladiza pendiente de la duna. Los jinetes del Pueblo de las Arenas alzaron sus cabezas hacia el cielo abrasador y dejaron escapar un prolongado grito ululante que hizo estremecerse a Han.

Después los incursores tusken agitaron sus bastones gaffa en el aire para desear buena suerte a su compañero. Los banthas alzaron sus peludas y angulosas cabezas y gritaron al unísono, emitiendo una mezcla de gruñido y rugido que hizo vibrar el Mar de las Dunas.

El incursor solitario siguió bajando por la abrupta pendiente. Una polvareda de arena dorada se agitó a su alrededor mientras sus piernas y sus pies se hundían en la duna. Sus harapos aleteaban detrás de él, acompañándole en su avance. El incursor tropezó, se tambaleó y agitó los brazos, y acabó hundiendo su bastón gaffa en aquella superficie traicionera, con un brazo extendido para conservar el equilibrio, y fue dejando una estela de arena removida detrás de él.

El incursor exiliado volvió a incorporarse. La arena goteó de sus capas de vendajes y trapos, pero siguió avanzando sin mirar hacia atrás. Unos cuantos banthas volvieron a lanzar el mismo grito de antes. El sonido fue engullido por la inmensidad vacía del desierto. Los harapos descoloridos del tusken expulsado de la tribu no tardaron en hacer que se confundiera con el paisaje.

El líder de los jinetes giró sobre sí mismo y subió a su bantha con un ágil salto. Los otros jinetes del Pueblo de las Arenas treparon a sus sillas de montar. Los banthas resoplaron y pisotearon las arenas.

Han volvió a instalarse en su silla de montar. Luke fue el último en subir a su montura, y cuando se equilibró sobre ella el líder de los jinetes ya había hecho volver grupas a su peluda bestia y estaba empezando a bajar por la pendiente menos empinada de la parte de atrás de la duna. El Pueblo de las Arenas le siguió, avanzando en una apretada fila para ocultar sus huellas.

Han se atrevió a echar una mirada por encima del hombro. Apenas si pudo distinguir al incursor exilado empequeñeciéndose en la lejanía, avanzando con lenta decisión mientras las ondulaciones del calor iban ocultando su diminuta silueta. El exilado no tardó en quedar totalmente engullido por las implacables fauces del Mar de las Dunas.

El calor del día parecía no terminar nunca y Han siguió cabalgando en una especie de estado de trance, apenas consciente de lo que le rodeaba y como si se hubiera hipnotizado a sí mismo mediante una letanía de pasos bamboleantes. Luke seguía erguido sobre la silla de montar de su bantha por delante de él, aunque se tambaleaba de vez en cuando. Han se preguntó a qué clase de reservas de energía estaba recurriendo el Caballero Jedi.

El grupo acampó en un laberinto de eriales rocosos puntuado por agujas de piedra medio erosionada que surgían de la arena barrida por los vientos. La oscuridad descendió rápidamente sobre ellos con el doble crepúsculo, y la temperatura cayó en picado. Las rocas siguieron palpitando durante un rato con el calor que habían almacenado, pero se enfriaron rápidamente.

El Pueblo de las Arenas montó el campamento entre una algarabía de gruñidos y bufidos de su incomprensible lenguaje. Cada jinete conocía sus obligaciones sin importar cuál fuera su sexo. Han no sabía cuáles eran machos y cuáles hembras, y Luke le dijo que sólo los compañeros de una pareja establecida podían verse el uno al otro con los rostros al descubierto.

Dos de los incursores más jóvenes rodearon una parte plana del suelo con rocas y fueron amontonando ladrillos de lo que Han comprendió debía de ser excremento de bantha seco, la única fuente de combustible de la que se podía disponer en aquel erial.

Han y Luke deambularon de un lado a otro, intentando parecer muy ocupados. Los banthas, que no serían encerrados en un aprisco ni atados, fueron llevados a un cañón lateral en el que podrían descansar durante la noche. Otros incursores abrieron paquetes de correosa carne seca. Han y Luke tomaron su ración y se acuclillaron sobre unos peñascos.

Han levantó cautelosamente su mascarilla respiratoria de metal y se metió un trozo de carne en la boca. Lo masticó y desperdició varios tragos de agua mientras intentaba conseguir que el tasajo se volviera lo suficientemente tragable.

—¿Qué es esta cosa? —murmuró por el micrófono vocal. Luke respondió sin mirarle.

—Creo que es flanco de antílope del desierto secado y salado. —Sabe a cuero —masculló Han.

——Es más nutritivo que el cuero..., creo —dijo Luke.

Volvió sus tubos oculares hacia Han, que no pudo detectar ninguna expresión en el rostro envuelto por los vendajes. Si volvía la cabeza demasiado deprisa mientras estaba mirando por los pequeños agujeros de los tubos oculares, Han se mareaba un poco.

Los jinetes del Pueblo de las Arenas terminaron su cena _v se fueron congregando alrededor de la hoguera mientras un incursor muy alto se acurrucaba allí donde las llamas daban más luz. La lentitud con la que se movía y la cautela con que desplazaba sus miembros —por no mencionar la silenciosa reverencia que le otorgaban los otros incursores— hicieron que Han tuviese la impresión de que se encontraba ante un tusken muy anciano.

—Es el narrador —dijo la voz de Luke en su oído.

Otros incursores trajeron largos palos y desplegaron estandartes de clan multicolores surcados por curvas y trazos rectos que parecían alguna especie de violento lenguaje escrito. Debían de ser tótems, símbolos que el mundo exterior no veía jamás.

Un incursor joven, delgado y nervudo se sentó junto al narrador. Otros volvieron de las sillas de montar de sus banthas trayendo consigo trofeos, ayudas visuales para la historia, y sostuvieron en sus manos tiras de áspera tela y una bandera ensangrentada. Han vio cascos de soldados de las tropas de asalto agrietados y llenos de abolladuras exhibidos como si fueran los cráneos de enemigos caídos; y una gema de un luminoso blanco lechoso del tamaño de su puño, que reconoció con un respingo de sorpresa como una perla de dragón krayt, uno de los tesoros más raros procedentes de Tatooine.

El viejo narrador alzó una mano envuelta en vendajes y empezó a hablar. Los otros incursores permanecieron totalmente inmóviles, paralizados por la fascinación mientras las historias iban siendo narradas con gruñidos ahogados y sonidos apenas reconocibles que podrían haber sido palabras.

Luke fue traduciendo para Han.

—Está contando sus hazañas, cómo acabaron con todo un regimiento de las tropas de asalto hace muchos años... Cómo mataron a un dragón krayt y sacaron las perlas de sus entrañas. Cómo derrotaron a otro clan del Pueblo de las Arenas, mataron a todos sus adultos y adoptaron a sus hijos e hijas en su clan, con lo que consiguieron ser más numerosos.

El narrador terminó su recitado y se encogió un poco más sobre sí mismo, llamando al aprendiz con un gesto de la mano. El chico se volvió hacia él. Dos incursores lo flanquearon, sosteniendo sus bastones gaffa con las hojas en forma de hacha inclinada hacia abajo y dirigida hacia el aprendiz. El narrador alzó una mano temblorosa y la mantuvo inmóvil en el aire como si fuese un cuchillo. El aprendiz titubeó durante un momento, y después empezó a hablar lentamente.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Han.

—Ese chico está siendo adiestrado para convertirse en el próximo narrador del clan —dijo Luke—. El Pueblo de las Arenas tiene una gran fe en la inflexibilidad de la tradición. Cuando una historia ha quedado fijada como sendero oral, debe permanecer inalterada por siempre jamás. Ese chico ha aprendido la historia: ahora está contando una incursión contra un granjero de humedad que intentó que hubiera paz entre los humanos, los jawas y el Pueblo de las Arenas.

—Pero ¿por qué las armas? —preguntó Han—. Parece como si estuvieran a punto de cargarse al pobre chico.

—Y lo harán si comete aunque sólo sea un error. Si el chico altera una sola palabra, el narrador bajará la mano y los incursores matarán inmediatamente al aprendiz. Creen que recitar las historias de cualquier manera distinta a como fueron contadas originalmente supone una gran blasfemia.

—Los errores no están permitidos, ¿verdad? —preguntó Han.

Luke meneó la cabeza. Los otros incursores tenían toda la atención concentrada en el discurso del chico.

—El desierto es un sitio muy duro, Han. No te permite equivocarte. El Pueblo de las Arenas es un producto de ese entorno. Sus costumbres son duras y salvajes, pero esa dureza y ese salvajismo les han sido impuestos por el lugar en el que viven.

El chico terminó su recitado y el viejo narrador alzó la otra mano en un gesto de felicitación. El joven aprendiz se encogió sobre sí mismo temblando de alivio, y los jinetes del Pueblo de las Arenas expresaron su apreciación con murmullos.

Pasado un rato la hoguera fue cubierta con piedras para que ardiera en forma de rescoldos durante la noche. Los incursores se fueron acostando.

—Voy a ver si descanso un poco —dijo Han—. Llevas dos días sin dormir, Luke. ¿No puedes esperar hasta que todos se hayan quedado dormidos y dormir un rato entonces?

Luke meneó la cabeza.

—No me atrevo a hacerlo. Si dejo de vigilar sus pensamientos y aflojo el control que estoy ejerciendo sobre sus mentes, podrían darse cuenta de repente de que no hay ninguna razón por la que debamos estar con ellos. Si alguien da la alarma, estamos perdidos. Además, un Jedi puede resistir mucho tiempo sin descansar.

—Lo que tú digas, amigo —murmuró Han.

—Mañana deberíamos llegar al palacio de Jabba —dijo Luke con cansada esperanza.

—Oh, ardo en deseos de llegar —respondió Han—. Ya sabes lo bien que lo pasamos la última vez que estuvimos allí.