Capítulo 19
La baliza de Tsoss transmitía su ciega señal a la sopa llameante de estrellas y gases que se extendía por el corazón del núcleo. La estación automatizada había sido construida por androides y cuadrillas suicidas en un planetoide azotado por la interminable marea de tormentas radiactivas y estallidos solares que barrían la región. Ninguna criatura viva había visitado Tsoss en quince años, y el flujo ionizado había hecho que la mayoría de los androides de mantenimiento se averiasen hacía ya mucho tiempo.
La almirante Daala pensó que Tsoss era el sitio ideal para celebrar una reunión de señores de la guerra imperiales.
La estación—faro consistía en un gran cuadrado pegado al suelo, una ciudadela de muros bastante bajos que tenían más de un metro de grosor para impedir el paso de la radiación. Antes de introducir su Destructor Estelar en aquella región tan hostil, Daala había enviado una lanzadera de asalto de la clase Gamma tripulada por androides de construcción que aterrizaron en la superficie del planetoide e iniciaron los trabajos de reparación de mayor envergadura, siguiendo la programación y las especificaciones desarrolladas personalmente por Daala.
Cuando los androides de construcción hubieron terminado los trabajos más urgentes e instalado generadores de escudos de radiación de alta eficiencia, Daala llevó el Tormenta de Fuego al interior de aquel sistema temible en el que los gases calientes se arremolinaron alrededor de ellos y las ondas expansivas surgidas de las tormentas estelares llenaron de estática sus sensores. A Daala le recordó su escondite en la Nebulosa del Caldero, cuando se había visto aislada del Imperio con sólo una flota lamentablemente pequeña para atacar a los rebeldes. Ah, si los imperiales consiguieran unir sus recursos...
En cuanto su nave estuvo en órbita alrededor del faro de Tsoss. Daala envió un grupo de soldados de las tropas de asalto a la superficie para que completaran los preparativos, y decidió ir con ellos a fin de supervisar sus esfuerzos. Escogió uno de los almacenes principales de la estación para celebrar la reunión pacificadora. Los androides de construcción ya habían llevado a cabo cambios estructurales altamente significativos en el recinto, que carecía de ventanales y no tenía más salidas que una sola puerta equipada con una gruesa cerradura blindada.
Sería el lugar perfecto.
Grupos de soldados de las tropas de asalto se llevaron el equipo inservible y los suministros olvidados que habían sido utilizados para construir el faro. La maquinaria era muy vieja, y estaba impregnada de peligrosas radiaciones secundarias. Los soldados de las tropas de asalto envueltos en sus armaduras arrojaron todo aquello a la superficie rocosa.
Daala permanecía inmóvil en su uniforme gris oliva, con su cabellera color rojo cobre cayendo sobre sus hombros y las manos enguantadas de negro unidas detrás de la espalda mientras lo supervisaba todo. Intentaba producir una impresión intimidatoria y compasiva al mismo tiempo..., aunque la parte de la compasión le resultaba bastante difícil.
Observó a los antiguos soldados de Harrsk y vio que algunos seguían estando algo inquietos ante lo que percibían como su amotinamiento, aunque la inmensa mayoría se habían convertido a la causa de Daala. Todos eran soldados imperiales adiestrados para seguir a su líder, y a Daala no le sorprendió demasiado descubrir que la mayoría de sus tropas habían despreciado a Harrsk y habían aplaudido en secreto las acciones de Daala. Todos aquellos hombres habían aprendido a respetar el ideal del Imperio, y Daala les ofrecía un regreso a aquello: Harrsk sólo les prometía la continuación de la guerra civil.
Los navíos de la clase Victoria de Pellaeon llegaron un día después de que Daala hubiera completado los preparativos. Mientras los soldados de las tropas de asalto escoltaban al vicealmirante ante su presencia, Daala sintió que se le formaba un gélido nudo de terror en la base del estómago. Si Pellaeon no había logrado llevar a cabo su misión, entonces todo estaría perdido..., pero la leve sonrisa que vio en su delgado rostro y el brillo de sus ojos enseguida le revelaron que Pellaeon no había fracasado.
—Misión cumplida, almirante —dijo el vicealmirante, irguiéndose ante ella y mirándola a los ojos—. Trece de los más poderosos señores de la guerra imperiales acudirán a las conversaciones. —La sonrisa de Pellaeon se debilitó un poco, haciendo que su bigote se inclinara sobre sus labios—. Convencerles no resultó nada fácil, desde luego... Tuve que utilizar todas las tácticas que se me ocurrieron, y me vi obligado a explotar a fondo su legendaria reputación y mi período de servicio a las órdenes del Gran Almirante Thrawn. Con esto hemos consumido toda la influencia de que disponíamos. —Pellaeon bajó la voz, sabiendo que sus palabras podían ser interpretadas como una falta de respeto—. Más valdrá que haga todo lo posible para que su plan dé resultado, almirante. No tendremos una segunda oportunidad.
Daala tiró de los guantes negros que cubrían sus manos.
—Lo comprendo, vicealmirante —dijo—. No tengo ninguna intención de fracasar.
La sonrisa de Pellaeon se volvió un poco más sombría. —Si no lo creyera, no estaría aquí con usted.
Los señores de la guerra llegaron con sus flotas armadas hasta los dientes, y Daala sabía que el más leve error podía desencadenar un holocausto que acabaría con los últimos restos de la potencia militar imperial. Meneó la cabeza con resignación, el rostro tenso y lleno de cansancio..., y un instante después comprendió que si ése iba a ser el destino del Imperio, sería mejor que terminara allí en vez de hacerlo a través de un largo y deshonroso proceso de desgaste y consunción.
Daala se fue poniendo en contacto con cada flota a medida que iban llegando.
—Sólo el señor de la guerra tiene permiso para aproximarse al sector —les fue diciendo—. Ninguna fuerza armada puede acceder a este sector.
Los señores de la guerra discutieron. insistiendo en ir acompañados por sus escoltas personales, sus guardias y sus navíos de combate protectores. Pero Daala rechazó todas las peticiones.
—No. Nadie acudirá a esta reunión con armas. Nadie podrá desplegar sus fuerzas para lanzar un ataque secreto. Esto es una negociación política sobre el destino del Imperio. No hay ninguna necesidad de hacer demostraciones de poder.
La furia impotente de los señores de la guerra hizo que el comienzo de las conversaciones se retrasara dos días hasta que por fin la última flota acabó marchándose. Daala estaba convencida de que no irían más allá de los límites del sistema y que se limitarían a salir del radio de alcance de los casi inservibles sensores de su estación, pero eso ya bastaba para sus propósitos. Esa distancia le proporcionaría el tiempo suficiente para enfrentarse a una crisis, si es que llegaba a surgir alguna.
Daala esperó a los señores de la guerra en el almacén blindado, inmóvil junto a la cabecera de la gran mesa que había hecho instalar allí para que acogiera la reunión pacificadora. La mesa tenía una forma bastante irregular, con esquinas redondeadas y un perímetro serpenteante que tenía como objetivo eliminar cualquier sutil jerarquía en el orden de asientos. En lo que concernía a Daala, todos los señores de la guerra que iban a reunirse allí eran totalmente iguales en su pomposa estupidez. Pero si quería que iniciaran las negociaciones, tenía que crear una impresión de imparcialidad y juego limpio.
La falta de ventanas hacía que el almacén pareciese una mazmorra. por lo que Daala había añadido cristales de iluminación de un color azul eléctrico que habían sido esparcidos por la sala para proporcionar una fresca y relajante claridad desde sus postes metálicos que le llegaban a la altura del hombro. Eran como antorchas de alta tecnología cuya luz se reflejaba en las paredes grises. Al otro lado de la puerta, guardias imperiales de túnicas carmesíes permanecían ominosamente silenciosos, reforzando la aureola de imperioso poder que envolvía la presencia de la almirante.
Daala se recostó en su nada cómodo asiento. Prefería que el mobiliario fuese lo más rígido y funcional posible porque eso contribuía a que su atención permaneciera concentrada en los asuntos realmente importantes. Inspiró profundamente y empezó a ordenar sus pensamientos, haciendo acopio de fuerzas para lo que sabía iba a ser una reunión espantosamente difícil. Daala despreciaba las reuniones, y prefería tomar decisiones unilaterales y ponerlas en práctica costara lo que costase..., pero ese sistema no daría resultado en aquel caso. Por lo menos, todavía no. Tenía que dar una oportunidad a los señores de la guerra.
Pellaeon estaba inmóvil a un lado de la puerta como una especie de guardia de honor. El Supremo Almirante Teradoc fue el primero en cruzar el umbral, gordo y con el rostro sudoroso, caminando con paso lento y tambaleante incluso en aquella gravedad tan baja. Un odio terrible iluminó sus ojillos, haciendo que pareciesen un par de cuentas de cristal cuando lanzó una mirada venenosa a Pellaeon. Teradoc, que mantenía el labio inferior extendido en una mueca desafiante, fue hacia el asiento más cercano para reducir al máximo la distancia que tenía que recorrer. Se colocó entre PeIlaeon, al que consideraba un traidor, y Daala —que, en su calidad de intrusa, era probablemente todavía peor que Pellaeon—, dejando el mismo número de asientos vacíos a cada lado.
Después de él entró el Supremo Señor de la Guerra Harrsk, el hombrecillo del rostro cubierto por una horrenda masa de cicatrices. Después llegó el General Superior Delvardus, un hombre alto y esquelético de cabellos castaño oscuro v cejas muy blancas que sobresalían de su frente como un par de descargas eléctricas. Su mentón, cuadrado y firme, estaba bisecado por un profundo hoyuelo. Siguiendo a Delvardus llegó una interminable sucesión de Grandes Moffs, Excelentísimos Nobles Señores, Líderes Supremos y demás comandantes que ostentaban títulos igualmente pomposos pero carentes de todo significado.
Cuando el último señor de la guerra hubo ocupado su asiento, Pellaeon hizo entrechocar sus tacones y fue con paso rápido y decidido hacia un extremo de la sala. El vicealmirante acabó poniéndose en posición de firmes junto a Daala, asegurándose de que cada uno de sus giros fuera lo más brusco y exagerado posible.
—Quiero agradecerles a todos el que hayan venido aquí —dijo PeIlaeon—. Sé que el mero hecho de acceder a reunirse ya supone un compromiso muy difícil de aceptar, pero deben escucharnos por el futuro del Imperio.
Daala se levantó lentamente, calculando meticulosamente todos sus movimientos para obtener el compás exacto que esperaba atraería su atención: no lo bastante rápido para distraerles, y sí lo bastante lento para que tuvieran tiempo de temer lo que podía llegar a decir o hacer. Sus ojos verde esmeralda chispeaban.
—Un Imperio, una flota... Sólo eso nos garantizará la victoria.
El obeso Supremo Almirante Teradoc chasqueó los labios, emitiendo un sonido claramente grosero desde su asiento.
—Esos tópicos tal vez den resultado con los soldados jóvenes que todavía se dejan impresionar fácilmente, pero no servirán de nada con nosotros —dijo—. Hemos dejado muy atrás todas esas tonterías altisonantes.
Pellaeon se envaró junto a Daala, y su rostro palideció. Daala pudo percibir la ira que hervía dentro de él mientras empezaba a hablar.
—Son algo más que tópicos y tonterías, señor —dijo Pellaeon—. Estamos hablando del destino del Imperio.
—¿Qué Imperio? —exclamó Teradoc—. Nosotros somos el Imperio —añadió, y movió su mano regordeta en un gran gesto para abarcar a los otros señores de la guerra mientras fruncía el ceño.
Daala lanzó sus palabras al aire como si fueran un puñado de trocitos de hielo.
—Supremo Almirante Teradoc, si el Emperador estuviera aquí eso sería causa de ejecución inmediata.
—Pero no está aquí —replicó secamente Teradoc.
—Y en consecuencia debemos actuar y obtener resultados sin él.
Daala fulminó con la mirada al Supremo Almirante durante una fracción de segundo, y después permitió que sus ojos recorrieran los rostros de los otros señores de la guerra, que parecían aburridos o divertidos por aquel altercado.
—He visto lo que queda de la flota estelar imperial —dijo—. Durante el último año he ido a verles a casi todos para apremiarles a que dejaran a un lado sus diferencias. El Supremo Señor de la Guerra Harrsk cuenta con una flota de Destructores Estelares de la clase Imperial. El Supremo Almirante Teradoc posee una fuerza de navíos de combate de la clase Victoria. En cuanto a los demás, tienen cañoneras, naves—capital, millones y millones de soldados de las tropas de asalto... ¡Si elegimos utilizarlo como tal, es un poderío militar incontenible!
»El Gran Almirante Thrawn demostró que los rebeldes todavía no han conseguido consolidar los escasos recursos de que disponen. Las rivalidades que enfrentan a un señor de la guerra con otro han hecho que cada uno de sus sectores haya dedicado inmensos recursos a la creación de armamento. Ha llegado el momento de utilizar esos recursos contra nuestros verdaderos enemigos en vez de que cada señor de la guerra los utilice contra los demás.
—Unas palabras magníficas, almirante Daala. —Harrsk aplaudió burlonamente—. ¿Y cómo propone que hagamos todo eso?
Daala golpeó la mesa con un puño enguantado.
—Forjando una alianza. Si los rebeldes pueden hacerlo, nosotros también.
El General Superior Delvardus, que se había sentado en una esquina bastante alejada de la mesa, se puso en pie y se alisó el uniforme, disponiéndose a marcharse.
—No pienso oír más estupideces. Esto no es más que un pésimamente mal disfrazado intento de hacerse con el poder. He gastado más fondos que cualquiera de ustedes para reforzar mi poderío militar. —Su frente se llenó de arrugas, y sus frondosas cejas blancas se unieron—. No voy a compartir mi gloria.
Mientras aquel hombre esqueléticamente delgado empezaba a girar sobre sus talones para darle la espalda, los dedos de Daala se posaron encima de un panel de control oculto debajo de la mesa. La gruesa puerta de duracero siseó sobre sus pistones hidráulicos para cerrarse con un ruidoso estruendo metálico, y los cierres de seguridad quedaron activados a lo largo de todo su perímetro. Hileras de luces multicolores parpadearon en el panel cuadrado del mecanismo de operación, yendo de un lado a otro como veloces enjambres de insectos enfurecidos.
—¿Qué es esto? —gritó Delvardus, volviéndose hacia la puerta.
—Una puerta provista de cerradura cibernética con un mecanismo de cronómetro —dijo Daala—. Ni siquiera yo podré abrirla durante las tres horas siguientes. Y ahora va a sentarse, Delvardus.
Varios señores de la guerra se apresuraron a levantarse. El Supremo Almirante Teradoc intentó ponerse en pie, pero fue arrastrado hacia atrás por su enorme masa y acabó conformándose con dejar caer una mano sudorosa sobre el tablero. Los comandantes imperiales gritaron, aullaron, golpearon la mesa con los puños e intercambiaron feroces reproches, pero Daala se mantuvo firme y esperó hasta que sus rabietas se fueron disipando poco a poco. Pellaeon permanecía inmóvil junto a ella, visiblemente inquieto.
—Esto no es ningún intento de hacerse con el poder —dijo Daala por fin cuando el estrépito inicial se hubo calmado un poco—. Sé que otros oficiales imperiales han abandonado la flota y han decidido compartir el destino de los criminales y la escoria porque eso les proporcionaba una oportunidad de obtener patéticos beneficios personales pero, y por muy repugnantes que me parezcan sus tácticas destructivas, también sé que ustedes todavía conservan aunque sólo sea una sombra de lealtad hacia nuestro Imperio, que tan grande llegó a ser en el pasado.
»Disponen de tres horas para elegir un líder. Aparte de eso, no pueden hacer absolutamente nada más. Todos estamos atrapados dentro de esta cámara..., así que quizá sería preferible que sacaran el máximo provecho posible de las circunstancias.
Daala se sentó y juntó las manos, apretando el cuero negro entre sus dedos con un leve sonido de estrangulación..., y esperó.
Las discusiones se fueron volviendo más estridentes e infantiles a medida que iban transcurriendo las horas. Las rivalidades que oponían a los distintos señores de la guerra no tardaron en estallar: viejas venganzas fueron declaradas de nuevo, y las alegaciones de traición y las amenazas de represalia volaron de un rostro a otro.
Durante la primera hora Daala se sintió bastante preocupada, pero aún albergaba algunas esperanzas. Durante la segunda hora, y aunque logró mantener oculta su ira, empezó a sentir deseos de agarrarles por el cuello y hacer entrechocar sus cráneos. Mediada de la tercera hora, decidió que no seguiría tratando de ocultar el profundo desprecio que sentía hacia aquellos señores de la guerra incapaces de ponerse de acuerdo.
Harrsk acabó perdiendo el control de sí mismo durante una feroz discusión a gritos con Teradoc. El hombrecillo de las cicatrices saltó por encima de la mesa, cayendo de rodillas y levantándose rápidamente del suelo para lanzarse sobre el obeso Supremo Almirante y tratar de rodear su gorda garganta con sus cortos dedos. La silla se volcó, y los dos rodaron por el suelo entre gritos y maldiciones.
Los otros señores de la guerra se pusieron en pie, algunos lanzando vítores mientras otros les gritaban que dejaran de pelear. Pellaeon esperó hasta que no pudo seguir conteniéndose e intervino con salvaje decisión, agarrando a Harrsk y aprovechando la baja gravedad para levantarlo por los aires y lanzarlo sobre la mesa. Teradoc, que estaba tan rojo como si fuera a reventar de un momento a otro, empezó a soltar aullidos de rabia. El aire entraba y salía velozmente de sus pulmones, haciendo tanto ruido como un viejo sistema de ventilación averiado.
Daala giró sobre sus talones y agarró una de las lámparas eléctricas esparcidas a su alrededor, levantándola del suelo.
—¡Basta! —gritó.
Alzó el delgado cilindro de duracero y lo dejó caer sobre la mesa. El cristal iluminador estalló, quedando hecho añicos entre una nube de chispazos azulados, y los fragmentos salieron volando en todas direcciones. Daala volvió a golpear la mesa una y otra vez, doblando el cilindro de duracero, agrietando su extremo y dejando profundas señales en el tablero. La cuenta atrás de la cerradura cibernética terminaría dentro de cinco minutos.
Su acción, tan inesperada como violenta, sumió a los líderes enfrentados en una sorprendida inmovilidad. Daala arrojó el cilindro metálico al suelo, y la lámpara destrozada rodó ruidosamente sobre las planchas hasta acabar deteniéndose junto a una pared.
Daala estaba tan harta y tan asqueada que las palabras fueron surgiendo de sus labios con una espantosa y terrible lentitud para caer sobre el grupo de señores de la guerra, aplastándolo bajo la fuerza incontenible de un inmenso garrote invisible.
—No quería gobernar —dijo—. No tenía ninguna intención de convertirme en una líder política. Lo único que quería era aplastar a los rebeldes..., pero no me dejan otra elección. No puedo permitir que el destino del Imperio esté en las manos de semejante pandilla de imbéciles.
Metió la mano en el bolsillo lateral de su uniforme gris oliva y sacó de él una membrana respiratoria traslúcida que colocó sobre su boca y su nariz. Daala activó la mascarilla con la yema de un dedo y la delgada membrana se selló sobre su rostro, adhiriendo sus bordes a las células de la piel. Pellaeon alzó súbitamente la mirada junto a ella, y los primeros destellos de comprensión iluminaron sus ojos. El vicealmirante cogió su mascarilla mientras Daala volvía a deslizar la mano por debajo de la mesa y pulsaba un botón, activando los sistemas emisores de gas nervioso que los androides constructores habían instalado obedeciendo las directrices de su programación. Los conductos del aire dejaron escapar un sonido sibilante, como serpientes que expulsaran su aliento venenoso en el interior de la sala.
Los señores de la guerra reaccionaron al unísono y la acusaron de traición con un estridente coro de gritos. Daala, divertida por aquella ironía, vio que por fin habían encontrado una manera de hacer algo juntos.
Teradoc intentó levantar su cuerpo hinchado de la silla. Daala supuso que moriría de un ataque cardíaco si el gas nervioso no acababa con él antes.
Harrsk y otros tres señores de la guerra no malgastaron el tiempo pregonando su rabia, y corrieron hacia la puerta para golpear la cerradura cibernética con los puños en un frenético intento de desactivarla y provocar su apertura. Pero el cronómetro aún tenía cuatro minutos por contar, y Daala sabía que el gas sólo necesitaba segundos para completar su acción letal.
El alto y esquelético Delvardus se llevó la mano a la insignia que adornaba su pecho mientras fruncía el rostro en una mueca de intensa concentración. Delvardus consiguió unir varias medallas y galones metálicos. Después extrajo una delgada varilla de uno de sus entorchados, y cuando hubo terminado de unir los componentes con una rápida sucesión de chasquidos Daala vio que había obtenido un cuchillo primitivo, pero de un aspecto bastante temible.
Delvardus fue hacia ella, alzando la hoja y tambaleándose sobre sus largas piernas huesudas. Su rostro fue quedando cubierto por un espolvoreo de erupciones rosadas a medida que iban estallando los vasos sanguíneos de sus mejillas y sus ojos. Su respiración se estaba volviendo cada vez más rápida y entrecortada.
Daala permaneció inmóvil, ofreciendo un blanco muy fácil, y contempló a Delvardus con educado interés. Delvardus había aceptado el hecho de que iba a morir, y sólo quería hundir su cuchillo en el cuerpo de Daala antes de sucumbir a los efectos del gas nervioso.
Los señores de la guerra ya estaban cayendo a diestra y siniestra, derrumbándose unos sobre otros. Algunos tosían y jadeaban mientras se rodeaban la garganta con las manos, y otros vomitaban. Dos de ellos se desplomaron encima de la mesa. Casi todos habían conseguido llegar al suelo.
Delvardus seguía acercándose, dando un paso vacilante tras otro y moviéndose con tanta lentitud como si sus miembros estuvieran recubiertos por una capa de duracreto que se iba endureciendo rápidamente. Sus ojos se habían vuelto de un espantoso color rojo oscuro al ir llenándose de sangre desde dentro mientras se esforzaba por alzar el cuchillo.
Daala vio cómo Delvardus caía a sus pies. El cuchillo repiqueteó ruidosamente sobre las planchas del suelo.
Pellaeon parecía horrorizado, pero también resignado a contemplar aquella masacre tan inesperada. El gordo Teradoc seguía jadeando y tosiendo. A Daala le sorprendió bastante que el obeso señor de la guerra fuese el último en morir.
Capítulo 20
La flota consolidada de la almirante Daala llegó a la avanzadilla militar del General Superior Delvardus en una amenazadora formación pocas horas después de la muerte de éste. Daala se llevó consigo una gran fuerza de desembarco como demostración de fuerza cuando fue a parlamentar con Cronus, el lugarteniente de Delvardus.
El esquelético General Superior había elegido un mundo de pequeñas dimensiones situado en los confines de la banda habitable de su sol, un lugar muy árido de arenas color óxido, rocas desnudas y cañones laberínticos que habían sido creados por viejas inundaciones evaporadas hacía ya mucho tiempo.
Daala examinó los contingentes disponibles a bordo de los Destructores Estelares que acababa de poner bajo sus órdenes y reunió a un escuadrón de lanzaderas de asalto, naves muy veloces con un curioso aspecto de escarabajos mortíferos que descendieron a través de la atmósfera color verde claro y se dirigieron hacia la fortaleza secreta de Delvardus. Daala había sacado las coordenadas de unos ficheros de espionaje altamente útiles que Pellaeon había obtenido de los bancos de datos centrales del navío insignia del Supremo Almirante Teradoc.
El escuadrón voló a baja altura sobre el escarpado paisaje surcado por grandes vetas rocosas, siguiendo las heridas que formaban las grietas y fisuras. Los enormes muros de los desfiladeros proyectaban espesas sombras. Cuando las naves entraron en el complejo de cañones, Daala pudo ver que la cañada quedaba bruscamente cortada por una imponente fachada: se hallaban ante la fortaleza personal del General Superior Delvardus.
Las lanzaderas de asalto descendieron delante de las enormes puertas de piedra y se posaron en una llanura rocosa tan sólida como el duracreto. Daala y Pellaeon salieron de su nave, acompañados por la mitad del contingente de soldados de las tropas de asalto fuertemente armados. El resto de sus tropas permaneció dentro de las lanzaderas de asalto con las armas listas para hacer fuego. Los cascos de las lanzaderas de asalto de la clase Gamma empezaron a crujir y sisear a medida que sus motores se iban enfriando y la flotilla se preparaba para el asedio.
Daala no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar el lugarteniente de Delvardus.
Dos soldados de las tropas de asalto abrieron las puertas del compartimiento de carga trasero y extrajeron de él la demostración de fuerza más importante de Daala.
—El vicealmirante Pellaeon y yo abriremos la marcha —dijo—. Dos soldados transportarán el trofeo, y los demás nos seguirán a cada lado en calidad de guardia de honor personal.
Empezaron a avanzar por la llanura rocosa y fueron hacia el gigantesco e imponente edificio de la fortaleza, con sus botas golpeando el duro suelo en un ruidoso y veloz avance que recordaba un estallido de salvas de artillería. El árido viento del pequeño planeta sopló sobre ellos como un gemido ahogado. Daala no vio ningún otro movimiento.
Los soldados de las tropas de asalto luchaban con la carga cuadrada instalada encima de unas monturas antigravitatorias que se les había ordenado transportar, intentando impedir que se bamboleara bajo aquellas brisas impredecibles. Suspendido en el centro de la estructura, preservado entre chisporroteos en un campo de energía de alta potencia como un insecto muerto atrapado en un bloque de ámbar, colgaba el flaco cuerpo de mentón hendido del General Superior Delvardus. Su rostro estaba hinchado y contorsionado en una horrible mueca, y sus ojos se habían cerrado debido a los efectos del gas nervioso.
Daala volvió la mirada hacia atrás y su cabellera rojo fuego onduló alrededor de su cabeza, agitada por las ráfagas de viento helado. Ya estaba sintiendo cómo aquella atmósfera tan tenue le abrasaba los pulmones, pero no quería llevar una mascarilla respiratoria para evitar producir una impresión de debilidad.
Pellaeon alisó su uniforme y se irguió, adoptando una postura majestuosamente imperial. Daala alzó la cabeza y fue hacia las enormes puertas, que tenían cinco veces su altura: la almirante sospechaba que aquella magnificencia tenía como propósito básico el de impresionar. A pesar de los enormes gastos militares proclamados por Delvardus, no había visto prácticamente ninguna presencia armada alrededor del planeta, y se preguntó si el lugarteniente de Delvardus podría estar planeando alguna clase de emboscada.
Daala y Pellaeon se hicieron a un lado para que todos los observadores pudieran ver el cuerpo suspendido del General Superior Delvardus, y después se detuvieron delante de la colosal entrada de piedra y esperaron. Daala vio unos cuantos receptores vocales hábilmente disimulados en grietas de las rocas.
—Tengo un mensaje y un regalo para el coronel Cronus —dijo, empleando un tono de conversación normal y volviendo la boca hacia los receptores vocales.
Las grandes puertas de piedra se abrieron un par de metros con un sonido curiosamente parecido a un suspiro de disgusto, revelando al contingente de soldados imperiales armados oculto en la fortaleza. Daala controló férreamente su expresión y se mantuvo inmóvil e impasible.
—Vuestro General Superior ha actuado de una manera tan repugnante como traicionera, y ha puesto sus deseos por delante del futuro del Imperio.
Los rostros de los guardias indicaban con toda claridad lo mucho que deseaban desintegrar a Daala para hacerle pagar los terribles insultos que acababa de lanzar contra su antiguo dueño y señor, pero no se atrevieron a actuar delante de su escolta y de las lanzaderas de asalto Gamma fuertemente armadas.
—Delvardus no actuó en solitario, pero prosiguió una guerra de desgaste y luchó con otros señores de la guerra en detrimento de todos nosotros. Os presento... —sacó un cubo holográfico de su bolsillo y lo dejó delante de la estructura centelleante que sostenía el cuerpo suspendido— una grabación de todo nuestro consejo de pacificación para que podáis ver las acciones de vuestro general, así como aquellas de los otros señores de la guerra. Cuando la hayáis visto, comprenderéis por qué fue necesario adoptar una medida tan drástica.
»Esas lanzaderas de asalto no son más que una fracción de nuestras fuerzas, pero bastarán para causar daños altamente significativos a vuestra fortaleza. El resto de nuestra flota está esperando en órbita. Pensad en lo que estáis viendo y decidid si queréis uniros a nosotros como parte de una fuerza imperial reunida..., o si queréis ser considerados unos renegados al igual que vuestro antiguo comandante. Disponéis de una hora para deliberar. Si no hemos tenido noticias vuestras cuando termine ese plazo, volveremos y os destruiremos como cómplices.
Daala giró sobre sus talones. Los soldados de las tropas de asalto dejaron la pesada estructura en el suelo y desconectaron el generador de la plataforma antigravitatoria antes de seguir a Daala y Pellaeon.
Daala no se volvió a mirar, pero oyó cómo los guardias iban saliendo de la fortaleza y contemplaban a su líder caído y el peculiar cubo de mensajes durante unos momentos. Después volvieron corriendo al interior de la fortaleza, y el retumbar metálico de las pesadas puertas que se cerraron detrás de ellos creó ecos que resonaron por el angosto desfiladero.
Cuando la hora de plazo llegó a su fin, el coronel Cronus decidió unirse a las fuerzas de Daala..., sin ninguna clase de reservas.
Un transporte blindado llegado de los hangares de la fortaleza llevó a Daala y Pellaeon, junto con un contingente de sus recelosos soldados de las tropas de asalto, en un rápido viaje fuera del planeta. El coronel Cronus pilotaba personalmente el transporte blindado mientras iba transmitiendo señales de identificación dirigidas al espacio profundo. Cronus fue dejando atrás los navíos de combate de Daala y fue siguiendo un rumbo directo de salida del sistema, moviéndose en una trayectoria perpendicular a la eclíptica que avanzaba hacia la dispersa nube cometaria.
El coronel Cronus no era muy alto, pero todo su cuerpo desprendía una impresionante aureola de poder. Sus hombros eran muy anchos y su pecho estaba recubierto de grandes músculos ondulados, y sus gruesos bíceps indicaban que se ejercitaba incansablemente para mantenerse en la mejor forma física posible incluso bajo la reducida gravedad de aquel pequeño y lúgubre planeta. Su rizada cabellera negra estaba surcada por hebras plateadas que le proporcionaban una apariencia bastante distinguida. Estaba muy bronceado y tenía la piel llena de arruguitas que le daban un aspecto general de haberse curtido a la intemperie, y sus grandes ojos castaños se movían continuamente de un lado a otro, absorbiendo todos los detalles. No era muy hablador, y contestaba a las preguntas que se le formulaban con la información estrictamente necesaria sin añadir ni un solo dato más.
—He de ejecutar un pequeño salto hiperespacial —dijo Cronus— para llevarnos lo suficientemente cerca del límite del sistema..., a menos que prefieran viajar durante semanas con nuestros motores sublumínicos a máxima potencia, naturalmente.
Daala se envaró. Pellaeon y los guardias de las tropas de asalto se pusieron firmes, pero la almirante acabó decidiendo que Cronus tenía muy poco que ganar mediante un acto de traición repentina..., y que confiarle una responsabilidad tan grande indudablemente serviría para plantar las semillas de una lealtad más profunda.
—Muy bien, coronel —dijo—. Tengo muchas ganas de ver qué consiguió crear Delvardus con todos los créditos que gastó.
Pellaeon la miró como si le estuviera lanzando una advertencia silenciosa y las puntas de su frondoso bigote parecieron inclinarse hacia abajo, pero Daala respondió con una sacudida de cabeza casi imperceptible. La vicealmirante se recostó en su asiento y se obligó a relajarse. Cronus aceptó sus órdenes sin rechistar y empezó a programar el ordenador de navegación.
Los nervios de Daala estaban tan tensos que le parecía como si su cuerpo estuviera atravesado por una red de cuerdas de piano. Mantuvo el rostro impasible, pero la adrenalina siguió corriendo a toda velocidad por su organismo mientras se ponía el arnés de seguridad. Todo había ido notablemente bien. La conquista había sido devastadora y sangrienta, pero Daala se había limitado a acabar con unos objetivos meticulosamente seleccionados —las víctimas adecuadas—, y la cosecha del Imperio se iba volviendo más potente y rica con cada semilla que recolectaba. Daala pensó en las importantísimas consecuencias de su triunfo y se sintió llena de júbilo.
Pellaeon levantó las cejas en un enarcamiento interrogativo, pero Daala no respondió a él. El riesgo había valido la pena. Siempre permanecería en guardia, pero por el momento el peligro había terminado. Todas sus acciones futuras tendrían que ir dirigidas a consolidar su poder.
Cronus hizo girar su asiento de pilotaje para volverse hacia ella y la contempló con sus profundos ojos marrones, que contenían una inesperada afabilidad. Daala se preguntó si le agradecía que hubiera decidido hacerse con el poder. Había visto cómo Cronus contemplaba el cadáver del General Superior Delvardus con un intenso desprecio que apenas se había molestado en disimular.
—Estamos entrando en el hiperespacio, almirante Daala —dijo Cronus—. Les ruego que no se alarmen.
El espacio se desvaneció en un Torbellino multicolor alrededor de la nave.
Daala se inclinó hacia adelante para hablar con el coronel.
—Hemos hecho algunas averiguaciones sobre la cantidad de dinero que Delvardus gastó en sus operaciones, y no he quedado muy impresionada por lo que vi en su fortaleza. —Entrecerró sus ojos color esmeralda y siguió hablando—. Espero que no haya estado dilapidando los recursos del Imperio.
Cronus sonrió y meneó la cabeza.
—Le aseguro que no lo hizo, almirante, y creo que incluso usted quedará impresionada.
Daala cerró los ojos durante un momento para hacer un recuento mental de su flota, y le añadió los Destructores Estelares que ya había obtenido de los distintos señores de la guerra hasta hacer una evaluación global de todas las naves y la potencia de fuego que tenía a su disposición. Después se juró a sí misma que esta vez sabría usar mejor su flota.
—Ya hemos llegado, almirante.
El coronel Cronus activó los controles hiperespaciales para que devolviesen la nave y sus pasajeros a un universo normal. La negrura los envolvió de nuevo, y el lejano sol apareció como un puntito brillante en el centro del sistema. Aparte de ese sol, sólo había oscuridad espacial extendiéndose en todas direcciones alrededor del transporte blindado . Y entonces Daala vio una especie de mancha borrosa, una enorme sombra que eclipsaba las estrellas. Parecía tener varios kilómetros de longitud, y se fue haciendo más y más grande a medida que se iban aproximando a ella.
Cronus se inclinó sobre el sistema de comunicaciones y transmitió un código de identificación.
—Conecten los sistemas —le dijo a un oyente desconocido—. Quiero una exhibición lo más espectacular posible.
Daala clavó la mirada en la ventanilla, y de repente vio aparecer un Torbellino de lucecitas que fueron indicando la situación de una cubierta tras otra en una nave increíblemente enorme. La inmensa sombra en forma de cuña era un solo navío cuyas descomunales dimensiones volvían insignificantes las de cualquier otro que hubiera visto hasta entonces.
—No puedo creerlo —murmuró Pellaeon junto a ella—. Sólo el Ejecutor era tan grande..., y esa nave estuvo a punto de provocar la bancarrota del Imperio.
—¿Qué es? —preguntó Daala.
Cronus sonrió, y sus expresivas facciones mostraron con toda claridad el obvio placer que sentía ante la reacción de Daala..., pero fue Pellaeon quien respondió.
—Es un Súper Destructor Estelar —dijo.
Cronus se apresuró a asentir.
—Tiene una potencia de fuego equivalente a la de veinte Destructores Estelares normales —dijo, y sus ojos brillaron con un chispazo de orgullo—.Mide ocho kilómetros de longitud y puede transportar a cien mil tripulantes..., y está recubierto con un blindaje de invisibilidad. Por eso sólo era visible como una sombra negra mientras nos aproximábamos. Aunque gigantesco, es prácticamente invisible para las fuerzas enemigas.
Después bajó la voz, como si estuviera revelando un secreto muy valioso.
—Lo hemos llamado Martillo de la Noche.
El asombro desorbitó los ojos de Daala, y su respiración se volvió más rápida y entrecortada mientras contemplaba cómo Cronus iba dirigiendo el transporte blindado hacia la entrada del hangar del Súper Destructor Estelar en el que iban a atracar. Daala no pudo contenerse y se levantó de su asiento para colocarse detrás del coronel. Después se inclinó hacia adelante, incapaz de apartar los ojos de la tenebrosa belleza del Martillo de la Noche.
—Ésa será mi nave —murmuró.