CINTURÓN DE ASTEROIDES DE HOTH
Capítulo 37
Tres cazas ala—A modificados para poder alcanzar grandes velocidades surcaron el espacio, alejándose del grupo de naves que rodeaban al Viajero Galáctico del almirante Ackbar, y se desvanecieron en el hiperespacio con un silencioso estallido de luz.
El general Crix Madine bajó la mirada hacia los controles de su cabina de pilotaje y los contempló a través de la suave curva del visor de su casco. Potentes motores rugían a su alrededor, haciendo vibrar el casco del ala—A. Madine había pilotado muchas naves con anterioridad, desde navíos muy veloces hasta cargueros pasando por interceptores y aparatos de exploración. Había tomado parte en incursiones de la Alianza Rebelde, y en ataques imperiales antes de eso. Pero desde la batalla de Endor había dedicado la mayor parte de su tiempo a trabajar entre bastidores, organizando misiones secretas que eran llevadas a cabo por reclutas más jóvenes.
Pero esta vez no sería así.
El parpadeante resplandor fantasmagórico del hiperespacio rugía a su alrededor mientras los alas—A se abrían paso a través de los muros del espacio—tiempo, atravesando la galaxia a una velocidad superior a la de la luz. El equipo de Madine no había enviado ningún mensaje o señal de comunicación a Ackbar con anterioridad al despegue. Los hutts no debían enterarse de su partida.
Su ordenador de navegación había trazado el rumbo más corto a las coordenadas proporcionadas por el rastreador colocado en la nave particular de Durga. Korenn y Trandia volaban por el hiperespacio flanqueando a Madine, manteniendo un silencio absoluto de comunicaciones y totalmente concentrados en su misión. Madine conocía muy bien la valía de sus compañeros, y se permitió una sombría sonrisa de satisfacción. Los rebeldes siempre habían sabido conseguir voluntarios de primera categoría.
Envuelto por el vacuo aburrimiento del hiperespacio, Madine dejó vagar sus pensamientos durante las horas programadas de su vuelo. Él también había sido uno de esos reclutas de los rebeldes, otro de los imperiales convencidos de que debían desertar del Imperio por algunos de sus compañeros, amigos de los viejos tiempos antes de que el Nuevo Orden destruyera los fundamentos de la Antigua República: amigos como Carlist Rieekan, que había ascendido hasta el rango de general en la Alianza Rebelde y había estado al mando de la Base Eco en Hoth.
Poco después de unirse a la Rebelión, Madine había empezado a trabajar en estrecha colaboración con Mon Mothma, quien había aceptado su presencia como consejero de confianza a pesar de que otros no estaban tan seguros sobre aquel nuevo desertor. Ackbar se había convertido en un buen amigo suyo después de su propio rescate del Imperio. Hosco y lleno de coraje, el calamariano sabía cómo dirigir la flota rebelde.
Pero Crix Madine siempre había sido distinto de ellos tanto en sus prioridades como en lo lejos que estaba dispuesto a llegar para alcanzar sus objetivos. Mon Mothma valoraba sus opiniones porque Madine le proporcionaba una nueva perspectiva. Madine había luchado contra los rebeldes en el bando del Emperador. Sabía qué tácticas eran efectivas, y cuáles habían fracasado por completo.
Madine también sabía cuál era el lugar que le correspondía: era un hombre necesario, aunque las operaciones clandestinas no siempre eran demasiado agradables. Antes de la batalla de Endor, mientras planeaba su estrategia y descifraba los datos de incalculable valor que iban llegando en un lento goteo a través de una frágil red de espías bothanos, el plan original de Mon Mothma había consistido sencillamente en destruir la segunda Estrella de la Muerte cuando aún se hallaba en fase de construcción. Pero cuando los rebeldes se enteraron de que el Emperador Palpatine inspeccionaría la estación de combate, Crix Madine se había alegrado enormemente ante aquella oportunidad.
Pero Mon Mothma parecía muy preocupada.
—El asesinato de líderes políticos no es la clase de táctica que la Alianza Rebelde está dispuesta a utilizar ni siquiera si esos líderes son nuestros enemigos —había dicho en una reunión a puerta cerrada con Madine y Ackbar.
—Entonces perderemos —dijo Madine—. El Imperio no conoce esos frenos. Mon Mothma, ¿acaso cree que dudarían ni un instante en asesinarla si se les diera la oportunidad de hacerlo?
Mon Mothma permaneció inmóvil con el rostro levemente enrojecido, y cuando respondió alzó la voz de una forma que no era nada propia de ella y golpeó la mesa con los puños.
—¡No permitiré que mi gobierno llegue a volverse tan retorcido y maligno como el del Imperio!
—Ya hemos corrido demasiados riesgos para organizar esta operación, Mon Mothma —dijo Ackbar—. Nuestra flota está preparada para partir hacia Endor. Nuestra misión de distracción ya ha empezado a actuar en Sullust. No podemos volvernos atrás meramente porque el Emperador esté a bordo de la Estrella de la Muerte.
—Salvaremos millones de vidas inocentes —dijo Madine—. Tendremos que pagar un precio, pero la recompensa es potencialmente mucho más grande. Si permitimos que la Estrella de la Muerte sea terminada, Alderaan sólo será el primero en una larga cadena de planetas que irán siendo convertidos en restos espaciales a capricho del Emperador.
Y Mon Mothma había acabado consintiendo en que el Emperador tambien fuera considerado como un objetivo. En cuanto se hubo tomado la decisión, Mon Mothma la aceptó con todo su entusiasmo y energías, y empezó a dar órdenes con firme determinación.
Y así la Estrella de la Muerte fue destruida y el Imperio derribado, y se estableció la Nueva República..., aunque la paz y la armonía no habían llegado tan deprisa como esperaban entonces.
Años después de todo aquello, Madine se encontraba surcando el hiperespacio a bordo de un ala—A de exploración con rumbo hacia otra superarma que estaba siendo construida por otro tirano que esperaba poder gobernar la galaxia.
A veces tenía la sensación de que aquello no terminaría nunca.
Los alas—A surgieron del hiperespacio en los confines del cinturón de asteroides, y de repente pareció como si un gigantesco puño invisible hubiera lanzado una rociada de rocas medio aplastadas contra ellos. El rastreador colocado en la nave de Durga les había proporcionado la localización exacta en el corazón de aquella peligrosa zona repleta de escombros, pero no ofrecía ningún camino seguro que seguir.
Madine corrió el riesgo de enviar un haz de comunicaciones de tráfico concentrado a las dos naves que avanzaban en rumbos paralelos al suyo.
—Ve delante, Trandia —dijo—. Tienes que enhebrar la aguja. Encuentra un camino a través de todas estas rocas para que podamos llegar hasta la zona de construcción y averiguar qué está ocurriendo allí.
—Sí, señor —respondió Trandia.
La voz de la joven burbujeó con una vibración de alegría por el entusiasmo de haber sido elegida. Madine dejaría que Korenn guiara a la pequeña formación durante el trayecto de vuelta.
El ala—A de Trandia empezó a abrirse paso por entre los cúmulos de asteroides, moviéndose en apretadas curvas y acelerando a través de las aberturas creadas por la lenta separación de los cuerpos de piedra. Sus motores traseros brillaron con un resplandor blanco azulado cuando incrementó la velocidad. Madine y Korenn se mantuvieron pegados a ella y fueron siguiendo su tortuoso curso.
Madine admiró la habilidad con que Trandia pilotaba la nave y vio cómo su ala—A iba avanzando por entre los guijarros que flotaban a la deriva en el espacio. Sus escudos delanteros emitieron débiles destellos cuando Trandia aumentó su potencia. Madine hubiese preferido no volver a romper el silencio de las comunicaciones, pero abrió otro canal.
—No es necesario que me impresiones, Trandia —dijo—. Ten cuidado.
—No se preocupe, señor —respondió Trandia.
Pero antes de que Madine pudiera decir nada más, Korenn hizo que su ala—A describiese un brusco viraje y redujo la velocidad.
—He sido alcanzado por un pequeño fragmento de asteroide que ha atravesado mis escudos traseros, señor —dijo.
—Reduce la velocidad, Trandia —ordenó secamente Madine—. Dame un informe general de situación, Korenn. ¿Qué daños has sufrido?
—Hay una pérdida parcial de potencia motriz —dijo el joven piloto.
Madine volvió la cabeza para mirar por el visor de su cabina y vio pequeños chorros de chispas azuladas que bailoteaban alrededor de las hileras de motores del ala—A de Korenn. Había sufrido algo más que daños menores, desde luego: el núcleo tenía una brecha.
—Escúchame, Korenn... —empezó a decir Madine con el corazón latiéndole a toda velocidad.
El ala—A averiado se desvió bruscamente hacia un lado y se bamboleó por el espacio mientras los asteroides seguían girando a su alrededor como una gigantesca trituradora.
—Pérdida de control de altitud —dijo Korenn, alzando la voz—. ¡No consigo estabilizar la nave!
—¡Korenn! —gritó Trandia, y su ala—A viró en redondo. —¡Sube, sube! —gritó Madine.
Trandia fue hacia su compañero por un vector de velocidad máxima. Madine no sabía qué esperaba hacer, pero el ala—A de Korenn chocó con una gran roca espacial antes de que Trandia hubiera podido llegar hasta él. El núcleo motriz cedió bajo el impacto, y la nave estalló en una erupción de llamas.
Trandia hizo una pasada por encima de los restos que seguían ardiendo sobre la superficie del gran asteroide: la detonación había esparcido algunas planchas del casco y nubes de componentes medio fundidos, colocándolos en órbita.
—Buscando supervivientes, señor —dijo Trandia, con la voz a punto de quebrarse.
Madine sabía que Korenn no podía haber sobrevivido a la colisión, pero permitió que la joven dedicara unos momentos más a hacer varias pasadas sobre la roca que giraba lentamente en el espacio hasta que Trandia desistió y volvió a acercar su nave a la suya.
—Nada que informar, señor —dijo Trandia con voz átona.
—Lo sé —dijo Madine—. Pero tenemos que seguir adelante.
—Ha sido culpa mía, señor —dijo Trandia en un tono casi suplicante. —Y mía, por haberte ordenado que fueras delante —respondió Madine—. Y de la jefe de Estado, por haber ordenado esta misión, y de los hutts por estar construyendo el arma..., y así hasta el infinito. Podríamos dedicar años a ir repartiendo culpabilidades en una cadena interminable, pero prefiero continuar con nuestra misión. ¿No crees que es lo mejor? Trandia tardó unos momentos en responder.
—Sí, señor —dijo por fin.
Siguieron avanzando a velocidad reducida y se fueron aproximando al corazón del cinturón de asteroides. Los dos alas—A prosiguieron su avance con los motores al mínimo de potencia y las balizas de situación apagadas, y acabaron llegando a la gran masa de luces de la zona de construcción.
Madine fijó su curso y transmitió una trayectoria comparable a Trandia. Una vez colocados en el rumbo adecuado, los dos apagaron sus motores y siguieron adelante, flotando en una lenta deriva como hacían todos los fragmentos de basura espacial.
Madine, con los ojos secos y toda su atención concentrada en lo que tenía delante, vio cómo la zona de construcción iba viniendo hacia ellos en una aproximación de infinita lentitud. El general fue absorbiendo los detalles: estaba contemplando una inmensa fortaleza cilíndrica, una reluciente estructura metálica ya casi completada que parecía un túnel gigante abierto en el espacio. A juzgar por su aspecto general, la estación de combate contenía uno de los superláser destructores de planetas a lo largo de su eje.
Los hutts habían introducido muchas modificaciones en los planos originales de la Estrella de la Muerte. Eso sólo podía significar que disponían de unos recursos de ingeniería realmente impresionantes.
Madine y Trandia posaron sus alas—A en un gran asteroide, uno de los restos espaciales más cercanos a la zona de construcción. La estación de combate recién construida se recortaba sobre la negrura del cielo salpicado de estrellas. Madine volvió a enviar un haz concentrado de comunicaciones.
—Nos quedaremos en este asteroide para hacer el reconocimiento general ——dijo—, y después nos pondremos los trajes de vacío e intentaremos infiltrarnos.