59. Vida en el convento
FRAY Perico estaba admirado y preguntó por la huerta. Fray Mamerto le mostró unas macetas en las que tenía unas pequeñas lechugas y unas latas donde sembraba tomates. Había tiestos con cebollas y con algún pimiento. En un rincón había plantado huesos de albaricoque y de melocotón. En el conventillo no se comía ni una cereza que no corrieran todos luego a enterrar el hueso. Estaba claro que pasaban hambre.
Fray Perico quiso ver la cocina. Fray Pirulero asomó por una ventana y dijo:
—Aquí guiso cuando hay de qué.
Fray Perico volvió a entrar por el pasillo y visitó la cocina, que era lo más pequeño que pueda pensarse. Habían hecho los frailes un fogón de piedra y el humo salía por la ventana. El fregadero era de piedra y el agua manaba del techo, caía y se iba por un reguerillo que en el suelo había. En el fogón había poco que asar, si no eran castañas. No se podían freír huevos ni longanizas porque no había gallinas ni cerdos, ni siquiera ajos y cebollas, que ya habían fenecido hacía tiempo.
El único que estaba gordo era el gato, porque se pasaba el día por el monte cazando ratones silvestres, y venía a calentarse por la noche a los pies de los frailes, aunque lo cierto es que estaban helados. De todas maneras, el gato tenía miedo sobre todo de fray Patapalo, que cuando pasaba por su lado intentaba cogerlo, no se sabía si para acariciarlo o para comérselo. Así estaban los frailes, como los santos anacoretas de los desiertos, y habrían muerto de hambre en aquellos terribles meses si, como a los antiguos ermitaños, no les hubiera ocurrido algún milagrillo, porque cada día aparecía sobre la piedra un buen trozo de pan, justo delante de cada asiento, y con él se alimentaban. Nadie sabía de dónde venía. Fray Olegario decía que lo dejaba allí un cuervo que entraba por la ventana, y añadía:
—A Pablo el Ermitaño, un cuervo le llevaba a su cuevecilla un pan todos los días.
Los frailes pasaban el día entero intentado descubrir cómo entraba el cuervo por la ventana, pero nunca lo veían. Otras veces, el cuervo no traía pan sino una ristra de chorizo, y hasta un día trajo un jamón, un trozo de queso y una cántara de vino. Todo aquello era muy extraño y todos pensaban que el causante era san Francisco, que seguía haciendo milagros, aunque ahora pequeñitos, pues era tiempo de guerra.