20. El ermitaño
EL hombre se agarró a las húmedas paredes y comenzó a arrastrarse como una culebra.
El agua de las recientes lluvias había excavado el cubil de aquellas alimañas y había abierto un agujero lateral, que llegaba a una barranquera, por donde se precipitaba el agua que se escurría de la montaña.
Por allí salió nuestro héroe y fue a encontrarse en un torrente estrecho y profundo bien guardado por helechos, cañas y juncos. Se abrió paso cerro arriba como un reptil y dejó pronto atrás las voces de sus perseguidores.
—Rastread bien la charca. No andará lejos… —gritaba una voz.
Poco a poco, el guerrillero llegó hasta el altozano donde se había ocultado fray Perico y pronto encontró la cuevecilla donde éste se había guarecido con el borrico. Poco tiempo hubo para que ambos hombres se estrecharan la mano llenos de alegría. Se oían voces de alguien que subía.
—¡Son ellos!
—Te espero en el molino del Cega —murmuró el hombre de la barba.
Fray Perico se echó a temblar.
—¿Y qué hago con el burro? Lo reconocerán. Ya vienen.
—No lo sé. Me voy. San Francisco te salve.
Fray Perico no sabía qué hacer. Echó la capa castellana de su compañero sobre el burro, se hincó de rodillas y se puso a rezar a san Francisco.
Una nariz gruesa, una guerrera azul, unos bigotes y un soldado francés. Otra nariz gruesa, otra guerrera azul, unos bigotes y otro soldado francés. Otra nariz gruesa, otra guerrera azul y…
—Pagdón, mesié, est-ce que vous priez?
—No lo sé —contestó fray Perico.
Los soldados, al verlo de rodillas en la cueva, pensaron que era un ermitaño de los que poblaban aquellos parajes.
—Avez-vous vu un homme?
Fray Perico levantó los hombros.
—Yo no compre pan.
A todo esto, un soldado se había sentado sobre la capa pensando que estaba encima de una piedra.