16. La despedida

AL fin salieron todos. San Francisco se quedó solo y fue cuando se puso a llorar de veras. Se le quitó la pintura rosada de la cara y, al día siguiente, fray Castor tuvo que gastar dos botes en el rostro de la imagen y fray Simplón dos cubos de yeso en tapar la gotera del techo.

—¡Dichosa lluvia y dichosos pájaros!

—Son los tordos que hacen sus nidos en esas tejas —exclamó fray Sisebuto desde abajo, aunque él bien sabía de dónde habían salido aquellos goterones.

Y dicen los libros del monasterio que los frailes llevaron al asno a la puerta del convento y que aquel hombre abrazó otra vez a los frailes y se subió sobre el borrico. Lo arreó con sus botas, pero el animal no se puso en marcha. Agachó la cabeza, estiró las orejas, arrugó el hocico y no se movió ni un centímetro.

—¡Vamos, Calcetín! —le dijeron los frailes.

Fray Perico, que no hacía más que sorberse las lágrimas detrás del olmo viejo, se adelantó para animarlo.

—Venga, si es sólo un paseo.

Nada, el asno movió la cabeza y nada. El hombre bajó del burro y tiró del ramal. Nada. El hombre cogió el bastón de fray Olegario y lo levantó.

—¡Eh! —chillaron los frailes—. Que le haces daño.

El hombre volvió a tirar del ramal y los veinte frailes empujaron con todas sus fuerzas. El padre superior se rascó la cabeza e hizo una señal.

—¡Sube!

Fray Perico subió y el asno se puso al trote.

—Ya está —dijo el padre superior—. Id con Dios y volved pronto y con bien.

El hombre echó a correr y en un instante se perdieron los tres por el primer recodo del camino. La turba de moscas los siguió zumbando alegremente y el convento se quedó silencioso y mudo, como vacío, y los frailes, sin decir palabra, volvieron al convento, entraron en la capilla y se pasaron la tarde como ensimismados.