32. La cabra

YA en el último recodo, otra cruz negra de hierro se destacaba bajo la luz del amanecer.

AQUÍ YACE CHAFANDÍN,

FAMOSO SALTEADOR DE DILIGENCIAS

AHORCADO EN ESTE ÁRBOL

AÑO MDCC…

Fray Perico se arrodilló y rezó otros pocos padrenuestros. El Empecinado, subido en su caballo, no se quitó el sombrero ni movió los labios.

—¿Por qué no rezas por éste? —preguntó fray Perico.

—No le hace falta. Aquéllos murieron aquí a trabucazo limpio. Éste tuvo tiempo en la cárcel para que un fraile le bendijera.

Fray Perico pensó que eran muy sabias sus palabras. El burro las oyó, levantó la vista, vio el árbol y siguió con los pelos de punta su camino.

Ya en lo alto, se oyeron cascos de caballo a lo lejos. El guerrillero y fray Perico, desde unas grandes rocas coronadas de lentiscos, vieron como por la hondonada llegaban dos sombras. Eran dos casacas azules.

—Son ellos.

—¿Quiénes?

—Los dos dragones de esta noche.

—¿Va a haber gresca? —preguntó aterrado fray Perico.

—Habrá.

Fray Perico se arrodilló y empezó a rezar abrazado al asno. Mientras, los dos dragones se habían parado y uno señalaba hacia su izquierda.

—¿Ha visto, mi sargento?

Una cabra encaramada en una roca se hartaba de hojas verdes y salvajes.

—¡Atiza, las cabras de Miguelón el pastor! —exclamó Juan Martín—. Va a haber jaleo.

—Voy a disparar, mi sargento —dijo el soldado.

—No lo hagas.

—¿Por qué?

—Será de algún pastor.

—¡Bah! ¿Es que vamos a tener miedo hasta de los pastores?

El soldado apuntó su arma, apretó el gatillo y el animal rodó por el suelo.

—¿Ha visto, mi sargen…?