37. El tesoro
NADA más desaparecer entre los olivos del monte, llegó el escuadrón francés. Eran unos ochenta jinetes. El jefe, un tal Molinete, señaló hacia los olivos.
—¡Por allí! Son diez o doce y llevan un asno —oyó gritar fray Perico, que se había refugiado tras unas zarzas.
Los soldados, en sus rápidos corceles, rodearon el montecillo. Eran tantos y habían llegado tan de improviso que los bandoleros apenas tenían tiempo de escapar.
—¡Jefe, huyamos por la barranquera!
Se trataba de una zanja estrecha que salía al valle entre tupidas encinas.
—¡Vamos!
—El burro no quiere entrar, jefe.
—¡Maldita sea! Pues empujadlo.
El animal daba coces asustado y los bandoleros juraban y perjuraban y mandaban al cuerno al asno y a su jefe. El jefe escupía en el suelo y se daba a todos los demonios.
—¡Veréis, inútiles!
Bajó de su caballo y fue a coger una vara. Pero entonces su propia montura le dio un par de coces y lo tiró por el suelo.
En eso llegaron tres, cuatro, diez franceses y apuntaron con sus mosquetones.
—¡Alto! ¿Quiénes sois? ¿Guerrilleros?
—Somos bandoleros y ladrones. Nuestro oficio es robar.
—¡Mentira, guerrilleros sois!
Rigoberto se molestó mucho y dijo:
—Yo soy el bandolero Rigoberto. Soy ladrón y acabo de robar.
—¿Qué llevas ahí?
—Un tesoro, candelabros de oro… ¡Yo qué sé!
—¿A ver?
Los soldados se frotaron las manos y abrieron bien los ojos. El bandolero bajó el fardo ayudado de otros dos hombres, lo desató y desenrolló la manta.