14. El olmo

AQUEL hombre forzudo abrazó a los frailes uno por uno o de dos en dos. Y éstos, emocionados, no sabían qué decir. Sólo habló fray Olegario, que murmuró entre dientes:

—Bendito sea san Francisco. Si no es por el santo bendito…

El tío Carapatata, que había visto todo desde lo alto de un carro lleno de paja, asomó su cara de patata y dijo:

—No bendigáis a san Francisco. Os habéis salvado gracias a este hombre.

Los frailes miraban a su salvador, a quien nunca habían visto. Debía de tener unos treinta años y tenía un semblante fiero y adusto. Se había quedado plantado en medio del camino y miraba de abajo arriba a un altísimo olmo, que debía de medir más de treinta metros.

Llevaba una capa parda castellana y un sombrero de alas anchas. El hombre se retorcía el bigote con su mano derecha y se peinaba con los dedos una barba negra y cerrada que le subía como una parra por las patillas.

Un ejército de moscas aureolaba su figura y él las espantaba de vez en cuando agitando su anchísima capa.

—¡Maldita sea!

Los frailes se echaron atrás asustados.

—¿Qué pasa? —preguntó fray Perico.

—Estas moscas. Con el dichoso vinagre y el sol de la tarde, pican como demonios.

—Pasa y métete en el pilón o en la noria.

—No hay tiempo. Esos franceses pueden volver.

El hombre, de pronto, debió de pensar algo. Dejó su capa en el suelo, se quitó las botas y se acercó al olmo más alto.

Se abrazó al tronco y empezó a trepar con la agilidad de un gato. Pronto se perdió entre la hojarasca. De vez en cuando, su cuchillo relucía entre las hojas, cada vez más arriba. Al poco rato, por encima del olmo se vio flamear su blanca camisa.

—¿Se van? —gritaron los frailes.

—Sí. Han torcido hacia la izquierda.

—Entonces van hacia Duruelo.