29. La oración de Fray Perico

EL día siguiente, diez o doce alguaciles subieron por la cuestecilla del corral, se pararon ante el portón y, ris-ras, abrieron la pesada cerradura. ¡No había nadie!

Los alguaciles, alarmados, recorrieron las corralizas, los pajares, echaron un montón de heno abajo, miraron en el estercolero, en las caballerizas, en el pozo, hasta que al fin apareció fray Perico roncando detrás de unos haces, rodeado de gallinas.

—¿Dónde está Juan Martín? —le preguntaron.

Fray Perico se levantó asustado. Corrió como un loco por el corral, miró, buscó, rebuscó, llamó, gritó dentro del pozo, y su voz resonó:

—¡Juan Martín!

Nada, al Empecinado se le había tragado la tierra. Fray Perico se rascó la oreja. Luego, de pronto, le vino a la mente su asno.

—¿Y mi burro?

—Tu burro ha volado.

Fray Perico miró al cielo. Sin duda su oración había sido escuchada. San Francisco le había dado alas y sobre él había volado Juan Martín. Fray Perico contó al corregidor que él, aunque vestido de campesino, era fraile y venía de Salamanca huyendo de los franceses, y también contó lo de san Francisco. El corregidor tenía la boca abierta, y más al oír la historia del convento y los milagros de la imagen. Así que todos creyeron que aquello era un nuevo milagro.

Al verle, tan bueno e inocente, le devolvieron el hábito, que en la alforja estaba, y le dejaron marchar camino adelante.

Anda que te andarás, fue a dar al vecino pueblo de Castrillo del Duero, donde, por azar, pidió por Dios pan y posada en una casa con escudo de piedra y puerta de nogal que había en la plaza.

—Ésta es, sí, ésta es la casa de Carmina, la novia del Empecinado. Aquí está el escudo y la puerta. Aquí me darán pan y cobijo. Llamaré.