44. La cueva

DÍAS después, una hermosa mañana, un borriquillo llegaba por el camino real que pasa delante del pueblecillo de Bahadón. El asno venía deprisa porque una mosca lo perseguía desde hacía rato.

«¿No habrá otro asno en toda la comarca?», pensaba Calcetín.

No, no lo había. El camino era angosto, cada vez más, y solitario. Al fin, el hombre que iba montado en él, que no era otro que fray Perico, paró el asno, miró a un lado del camino y cogió un sendero de cabras que desembocaba en una gruta oculta entre los carrascos. Allí metió al borrico, espantó a la mosca y se dispuso a dormir en la fresca cueva.

—Éste será nuestro retiro —dijo fray Perico—. Aquí estaremos tranquilos el tiempo que haga falta, lejos del mundanal ruido —después, se durmió.

De repente, fray Perico abrió los ojos. Un ruido de voces, de juramentos, de maldiciones lo había despertado. Fray Perico se asomó y vio en el camino unos cuarenta hombres. Unos fumaban, otros se lavaban en una fuentecilla, otros jugaban a las cartas sobre una piedra.

—¡Maldita sea, has hecho trampa!

Dos jugadores sacaron las navajas.

—No valen navajas —dijo alguien—. Apretad los puños y rompeos las muelas.

Los dos jugadores se liaron a puñetazos. Hubo uno que quiso separarlos y quedó sangrando por la boca. Al final, todos los hombres acabaron peleando con furia.

De pronto, de la montaña llegó un grito:

—¡Quietos, que ya llegan los franceses! ¡A las armaaaaaas!