11. La tinaja de vinagre

LOS soldados se quedaron inmóviles un instante. Algunos echaron a correr. Luego se rehicieron y rodearon al fraile. El sargento, un hombre con bigotes que movía los labios cientos de veces como un ratón, alzó su voz de cotorra.

—¿Te burlas de nosotros?

—Bueno, no las he contado, pero la tinaja está llena.

—¿La tinaja?

Los soldados saltaron uno sobre otro y se asomaron al enorme tinajón.

—Aquí no hay nadie, mi sargento.

El fraile tembloroso de pronto se echó a reír.

—Pues ¿qué buscan? Yo decía cincuenta mil moscas.

Los soldados se bajaron. Aún estuvieron un buen rato pinchando con su bayoneta los haces de hierbabuena, de manzanilla, de cantueso, de menta, que el fraile tenía hacinados por los rincones para hacer sus famosos jarabes.

Después, miraron las cubas una por una y vieron que en realidad no tenían más que telarañas. El sargento Mustachel arrimó una escalera a la cuba gorda, la única que estaba llena, y se pasó un buen rato mirando la amarillenta superficie del vinagre mientras se fumaba una pipa.

—Si se ha escondido en el fondo, terminará por sacar el morro como las ranas.

—¿De quién habláis, señor? —preguntó fray Silvino.

—De ese maldito Empecinado. Dos días detrás de él y se nos ha escapado en nuestras propias narices.

Fray Silvino se rascó la cabeza. Luego juntó las manos en sus mangas y rezó para sus adentros un padrenuestro mientras murmuraba:

—Sea quien sea ese que ha entrado, Dios lo acoja en su seno. No ha tenido una muerte muy dulce, sino avinagrada.

Estaba el sargento dando las últimas chupadas a su pipa cuando fuera se oyó un sonoro rebuzno como una trompeta. El sargento bajó precipitadamente de las escaleras y se asomó a la puerta.

—¿Qué pasa?

—Hemos encontrado al borrico blanco.

—¿Qué borrico?

—El borrico del general.

—¡Ese borrico es mío! —gritó un frailecillo que salió del convento.

Era fray Perico.