45. Las carretas
TODOS quedaron inmóviles mirando hacia arriba. Sus ojos se clavaban en el montecillo en el que se abría la gruta de fray Perico. El fraile temblaba, aquella voz se parecía a la de Juan Martín.
—¿Cuántos son? —preguntaban desde abajo.
—Treinta carros bien cargados. ¡Cómo rechinan! Va a haber buen botín. Nos pondremos las botas.
—¿Y soldados?
—Delante vendrán unos treinta.
—¿Y detrás?
—Unos setenta.
Los hombres comenzaron a contar cuántos eran y se armó un revuelo de mil demonios.
—Son ochenta.
—Son cien.
—Son mil.
—¡Imbéciles! —gritaba la voz—. ¡A las armas! Dentro de un cuarto de hora están aquí.
Los guerrilleros corrieron y subieron por los senderos, saltando como liebres entre las piedras.
—Preparad los peñascos, que sean grandes y rueden bien.
Fray Perico lo miraba todo con espanto. No pudo aguantar más y salió dando voces.
—¿Qué hacéis? ¿Vais a echar a rodar esas piedras?
Los guerrilleros se dieron un susto morrocotudo.
—¿Quién es éste? ¿Algún ermitaño?
El Empecinado se quedó patidifuso.
—¿Qué haces aquí, fray Perico?
—Huyendo de la guerra, me metí en esta cueva.
Juan Martín se partía de risa.
—Huyendo de una avispa, has caído en un avispero. Verás dentro de poco rato la que se arma.
Nada más decir esto, apareció el primer francés. Era un capitán de dragones con unos grandes bigotes. Junto a él caminaba, en otro caballo, un teniente más joven.
—Me huele a emboscada —murmuró el teniente.
—Siempre dices lo mismo. Así que ves una piedra más alta que otra o dos árboles juntos, te huele a chamusquina.
—Es que huele muy fuer…