34. El dragón herido

—SÍ. Soy yo. ¿Creías que no vendría?

El pastor huyó entre los juncos.

El dragón, aterrado, espoleó su corcel y buscó la salida de aquel áspero paraje. Fray Perico corría ahora cuesta arriba, después de haber vendado las heridas del soldado.

—¿Otro jaleo? —exclamó, temblando, el fraile.

Al llegar a lo alto del risco, se detuvo. Al otro lado se veía el río, los álamos. Se oían voces tras unas matas.

—¡Allá voy!

El caballo de Juan Martín bajaba hasta un prado cercano al río, donde el sargento ya le esperaba. Según llegaba el guerrillero, el francés apuntó su sable al pecho del otro con un movimiento rapidísimo.

—Toma, aprende. Un soldado no es un aprendiz.

El Empecinado esquivó el golpe y se revolvió como un escorpión. Dobló su caballo en un espacio mínimo y golpeó con el sable la coraza del francés.

—¡Maldito guerrille…!

El francés cayó al suelo. Mientras, fray Perico corría cuesta abajo, y el burro detrás. Un alud de piedras les pisaba los talones.

—No lo mates, Juan, por amor de Dios.

—No te preocupes. El Empecinado no mata a los vencidos.

Fray Perico se acercó y le desabrochó la guerrera.

—Parece que no está mal. ¡Dios sea loado! ¡Vaya golpe!

El Empecinado levantó los hombros, espoleó el caballo y se perdió entre los árboles. Fray Perico arrastró el cuerpo del sargento hasta la maleza. Cerca había una casa de leñadores, que de lejos miraban asustados lo que pasaba ante sus ojos.

Fray Perico cargó al herido en el asno y se dirigió hacia ellos.

—Cierra la puerta —murmuró la leñadora.

El leñador cerró la puerta. Ella colocó detrás de la misma las sillas y la artesa. Pero fray Perico había puesto el pie y la puerta quedaba entreabierta. Sacó entonces el fraile una monedilla de las de san Francisco y se la mostró al leñador.