57. Los chichones
—PARECE la casa de los siete enanitos —rió fray Perico.
Y mientras decía esto, entró en otra celda, que tenía, como todas, un ventanuco que daba al exterior, por donde asomaban matas, esplegueras, tomillos, y se colaban los lagartos y los saltamontes como Pedro por su casa.
—Aquí está tu hermano Ezequiel, el de la miel, con sus abejas y todo. Como tienen frío en el monte, a veces se le vienen bajo la almohada. Por la mañana, nada más levantarse, ya tiene desayuno de miel preparado, pues ya sabes que las abejas no duermen.
Fray Perico saludó con lágrimas en los ojos al padre Ezequiel. Éste se levantó emocionado y, al hacerlo, se dio tal golpe con el techo que tuvo que sentarse inmediatamente. Fray Matías le curó y continuó acompañando a fray Perico por el estrecho pasillo. Había a la izquierda una sala espaciosa excavada en la roca, con una mesa de piedra en el centro. Fray Sotero le explicó cuánto trabajo costó picar aquel hueco que hacía las veces de comedor.
—La mesa y los bancos son de la misma roca y caben doce frailes como en la mesa del Señor.
Se levantaron los doce que estaban a la mesa en ese momento y se hicieron doce chichones, pero todos rieron y salieron a abrazar a su hermano. ¡Qué alboroto en el conventillo!
—¡Ha llegado fray Perico!
Los veinte frailes del convento dejaron todo lo que hacían y se reunieron en el comedor, llenos de júbilo y hablando todos al mismo tiempo. Fray Perico estaba maravillado. ¡Cómo habían cambiado en un año! Estaban delgaditos de no comer y arrugados y encorvados de tanto agacharse en aquella cueva. El único que se libraba de golpearse la cabeza era fray Olegario, pues, como estaba torcido como un bastón, nunca se topaba con el techo.