58. San Francisco

PREGUNTÓ fray Perico por qué estaban en aquella cueva y fray Nicanor le contó que los franceses habían establecido su cuartel en el convento y les hacían la vida imposible.

—¿Y os echaron de allí?

—No. Nos quitaron las camas y las mesas, y nosotros se las quitamos a ellos.

—¿Y los pucheros?

—Nos los quitaron, y nosotros se los quitamos a ellos.

—¿Y las sillas?

—Nos las quitaron, pero nosotros se las quitamos a ellos.

—Muy bien hecho.

—Hasta que un día nos robaron la imagen de san Francisco y nosotros, por la noche, la cogimos y la trajimos aquí, a esta cueva.

—¿Entonces está aquí san Francisco?

—Aquí está y aquí nos vinimos todos para estar junto a él y defenderle.

—¿Y dónde está?

—Ahí, en la capilla.

Era la capilla una cueva estrecha donde los frailes apenas podían estar de rodillas. Y como San Francisco era alto y no se podía doblar porque era de madera, habían hecho una especie de chimenea en un rincón. Fray Perico miró la cara que tenía el santo y si había adelgazado, pero no pudo saberlo porque sólo se le veía hasta las manos. Fray Perico le besó los pies, y notó que estaban fríos y amoratados y delgados como la raíz de un pino. Sin embargo, sintió que había movido un dedo y eso lo tuvo por buena señal. Era como si le dijera: «Sácame de aquí, que hace frío, y vámonos al convento».

Salieron los frailes de rodillas al patio, para estirarse un poco, y les sonaban los huesos al ponerse derechos. Allí abrazaron otra vez a fray Perico y al asno, que, como iba sobre sus patas, había pasado por el pasillo sin que le rozaran por las paredes más que las orejas, que le servían de guía.

—¿Y por qué os llaman capuchos? —preguntó fray Perico.

—Nos llaman capuchos porque llevamos capucha para no golpearnos. Jamás entramos ahí sin ella.