1. La sopa de ajo

¡Y la alegría llegó al convento!

¿La alegría? ¡Qué lagrimones los frailes, al ver el convento medio caído, los trastos por el suelo, las tejas rotas, las puertas y ventanas medio quemadas! ¡Dichosa guerra! Pero como había que seguir, fray Pirulero bajó a la cocina, fue a hacer la sopa para la noche y se encontró sin cacerola. Buscó otro puchero y lo encontró lleno de agujeros, buscó la sartén y le faltaba el mango, buscó la harina y ni harina, ni arroz, ni lentejas. Todo estaba en el suelo, donde los ratones comían a dos carrillos.

Lo primero que hizo fray Pirulero fue coger la escoba y aparte de dar diez o doce escobazos a los ratones, que no alcanzaron a ninguno, barrió la despensa, la cocina, el pasillo y la fresquera hasta que quedó como un espejo. Luego fue a ordenar los cacharros. Al que no le faltaba un asa, le faltaba el mango o la tapadera; a la mesa le faltaba una pata, tres a la artesa. Las jarras, los vasos y las escudillas estaban desbocados, y el que no, tenía unas resquebrajaduras y unas rendijas que lo hacían sonar a cascajo.

Fray Pirulero fue entonces por un jamón o una ristra de longaniza, pues había que festejar el retorno al convento, y casi le da un patatús. Estaba la despensa vacía. No digo la verdad: quedaban los clavos en las paredes. No había ni chorizos ni longanizas. ¿Dónde estaban las sartas de salchichas? ¿Y los perniles y las costillas y el tocino?

El pobre fray Pirulero no sabía qué hacer. Allí, en una cesta, quedaba lo que nadie había querido. Unas cebollas ya medio secas, unos ajos, unas hojitas de laurel y, en la alacena, unos frascos de cominos, de hierbabuena y un poquito de perejil más seco que un nabo.