53. ¡Que nieva!
ESTABAN cruzando el río cuando el Empecinado tiró la primera castaña. Era una castaña pilonga que le dio a Murat en el gorro y le hizo un agujero.
—Llueve —murmuró el general.
—Yo creo que graniza —exclamó Monpetit, que acababa de recibir un bellotazo en la nariz.
—El caso es que no hay nubes.
—Son nubes altas, por eso no se ven.
—¡Pero se sienten! —exclamó Monpetit—. Yo tengo la cabeza como una huevera.
La lluvia se había hecho general. Al principio fueron castañas; pero, según iba arreciando la tormenta, caían ciruelas, pimientos, ajos y cebollas. Los franceses, cogidos entre dos fuegos en medio del río, no sabían qué hacer.
—¡Adelante! —ordenó Murat.
La primera línea se acercó a la puerta de la muralla.
—¡Adentro!
Pero antes de entrar, la lluvia era todavía más grave: pepinos, zanahorias, hasta melones y sandías, calabazas y berenjenas caían de las almenas.
—¡Adelante! Está granizando, pero ya escampará.
Los aldeanos se hartaron, arrancaron los ladrillos de la muralla y se liaron a ladrillazos.
—Vamos, que esto se pone feo. ¡Vaya manera de llover en este pueblo!
Los franceses volvieron la espalda, cruzaron el río y salieron de estampida cuesta abajo.
—¿Y los cañones? —preguntó Monpetit.
—Dejadlos ahí. Mañana volveremos.
—¿Que volverán? —exclamó el Empecinado bajando de un árbol—. Éstos se van a Francia y no regresan más.
Dio un silbido y ordenó a su gente que volviera los cañones hacia los fugitivos y dispararan.
—No hay balas.
Juan Martín señaló la huerta del tío Melecio, que estaba muy cerca.
—Ahí están las balas.
—No están maduras —protestó el tío Melecio.
—Pues así estarán más duras —rió el Empecinado.
El primero fue un melón de Villaconejos; luego, una enorme sandía de Babilafuente; luego, un pepino de Vitigudino. Las sandías estallaban en las rocas y golpeaban a los soldados franceses en el rostro. Algunos cogían un trozo y se lo comían.
—¡Qué ricas están! No sé por qué corremos.
Cuando se acabaron las sandías, el Empecinado puso un saco de harina que el tío Melecio tenía allí escondido, y le fue a caer a Monpetit en la cabeza.
—¡Parece que nieva! —exclamó el sargento.
Luego fue un saco de pimentón, que explotó en la rama de un pino. Los soldados franceses parecían cangrejos.
—¡Sangre! —chilló Monpetit—. ¡No quedamos ni uno! Y los soldados huyeron camino de la sierra Cebollera, que está más allá de Soria.