36. Rigoberto, el bandolero
MARCHABA fray Perico camino abajo rezando por el herido cuando el asno levantó las orejas. El camino estaba lleno de unos pajarracos feos y negros que no hacían más que graznar. Malos augurios eran aquéllos. Fray Perico levantó la vista y vio detrás de unos matojos un cuerpo tendido.
—¡Atiza, el otro soldado que cayó herido esta mañana! No está bien que pase la noche al raso.
Fray Perico cogió una piedra y todos los cuervos desaparecieron.
El soldado había perdido sangre y tenía un chichón en la frente. No había tiempo que perder. Anochecía. Fray Perico envolvió al herido muy bien envuelto en la manta y lo cargó como un fardo en el asno.
—¡Arre, Calcetín!
No había andado más de cien pasos cuando una cuadrilla de unos diez hombres cayó sobre el pobre fray Perico. Era la famosa cuadrilla del bandolero Rigoberto, que asolaba aquellos campos.
—Hermano, ¿qué tesoro lleváis? ¿Joyas del monasterio? ¿Eh? ¿Candelabros de oro…?
—Llevo un hombre medio muerto.
Los bandoleros rieron de buena gana. El jefe, un hombre alto, seco, feroz, al que todos llamaban Rigoberto, iba a desatar el fardo cuando se oyeron los cascos de muchos caballos.
—¡Los franceses! ¡Vamos! —gritó el bandolero.
—¿Y el tesoro? ¿Lo dejamos? ¡Qué pena!
—¡Imbéciles, cargad con él!
—Pesa mucho.
—¡Llevadlo en el asno, estúpidos!
Fray Perico corría detrás, agarrado a la cola de Calcetín. Rigoberto le apuntó con el trabuco.
—¡Fuera, fuera! No queremos frailes en la cuadrilla.