41. La honda

FRAY Perico cerró los ojos, los abrió y suspiró aliviado. Juan Martín seguía allí, fiero, orgulloso, inmóvil, enseñando los dientes a los tres jinetes franceses, que apuntaban de nuevo sobre él.

El fraile no lo pensó más: cogió una soga de unas gavillas que estaban sobre un campo, puso un guijarro en el centro, sonó un zumbido y, ¡plaf!, un jinete al suelo.

—¡Qué puntería! —exclamó el Empecinado, que había visto al fraile disparar de lejos con su honda. Los franceses se quedaron helados. El jinete había caído del caballo sin decir palabra, sin que sonara un disparo, ni un fogonazo, ni nada.

—¡Ha sido una pedrada! —exclamó uno.

—¿Una pedrada?

Los tres jinetes se quedaron mirando alrededor y vieron allá lejos a alguien que se agachaba para coger otro terrón. Era fray Perico.

—¡Ese patán! ¡Pues no lucha a pedradas!…

Los soldados le apuntaron con sus mosquetones y fray Perico se tiró de cabeza a un surco.

—Se creen que soy un conejo.

Sonó la descarga y las bellotas de la encina que protegía al fraile cayeron como un diluvio. Fray Perico, enfadado, cogió una bellota, la más gorda, la puso en su rústica honda y la lanzó contra el más cercano.

—¡Ay! —el jinete cayó al suelo con un ojo a la funerala.

En esto, un guerrillero de los que luchaban en el puente, un tal Pescador, echó de menos a su jefe y miró al río. Allí estaba el Empecinado, debajo de su caballo, y dos jinetes franceses, clavados en el fango pero con los mosquetones dispuestos a acabar con el guerrillero.

El Pescador apoyó su trabuco naranjero en el pretil del puente, apuntó y el mosquetón de uno de los jinetes saltó por los aires. El jinete se quedó con la boca abierta.